viernes, 27 de febrero de 2015

BLASCO IBAÑEZ Y EL CINE (2) El deslumbramiento cinematográfico de un novelista


Blasco Ibañez y el cine (2)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood



El deslumbramiento cinematográfico de un novelista


La primera exhibición cinematográfica en Valencia tuvo lugar en el Teatro Apolo el 10 de septiembre de 1895, apenas seis meses después de que los hermanos Lumiere proyectaran aquellas mismas películas en París y unos ocho meses antes de que se pusieran en Madrid. Vicente Blasco Ibáñez tenía, pues, 28 años. Era ya un adulto, aunque todavía joven, que se enfrentaba con ojos vírgenes al nuevo invento.

Dada su precocidad creativa, ya había publicado a esas alturas nada menos que siete libros. Siete títulos cuya enumeración da idea de las distintas preocupaciones e intereses del escritor. Había entre ellos un monumento de tres gruesos y profundamente ilustrados volúmenes cobijados bajo el nombre de “Historia de la Revolución Española” (1892/93) --¡Ahí es nada!--, un texto de viajes: “París, impresiones de un emigrado” (1893), en el que venía a contar su primer exilio en Francia, un panfleto político-didáctico en dos volúmenes: “El catecismo del buen republicano federal” (1892), las muy curiosas e iniciales novelas anticlericales “La araña negra”, un violento ataque contra los jesuitas, y “La Catedral”,  y, sobre todo, “Arroz y tartana” y “Flor de mayo”, las dos primeras de sus cinco novelas valencianas. También hacía un año que había fundado el periódico El Pueblo. Vamos, que cuando Blasco vio por primera vez aquellas sombras que se movían sobre una pantalla, era ya un escritor que comenzaba a ser respetado y un político prometedor, toda una personalidad de la sociedad valenciana, a la que escandalizaba, agitaba y admiraba en proporciones similares.

El interés de Blasco por el cine debió ser inmediato, si tenemos en cuenta lo pronto que le veremos metido en él de hoz y coz. ¿Cómo descubrió el nuevo invento, dónde aprendió a disfrutar de él y cuáles debieron ser las primeras películas que le llamaron la atención? Si le imaginamos como le describen sus biografías, podemos suponer que varias facetas de su personalidad le acercaron al cine como a un imán del que le resultaba imposible huir.

En primer lugar, su curiosidad intelectual, que siempre fue grande y le tuvo toda la vida preocupado por los nuevos inventos, los adelantos más modernos y las ideas más avanzadas. En segundo, tal vez, su carácter jaranero y vividor, que bien permite imaginarle como asiduo de los barracones de feria, los cafés cantantes o los teatro de varietés en los que, mezcladas con cuplés, números de circo, chistosos y bailarinas, se exhibían las películas en aquellos primeros años del cine. También, seguramente, su fino olfato comercial, que le habría llevado a descubrir un nuevo campo en el que realizar sus ambiciones. En cualquier caso el flechazo debió ser intenso, rápido e instintivo, teniendo en cuenta que su primer contacto profesional con las películas, como veremos, tuvo lugar en fecha tan temprana como 1914, y que no fue hasta 1917 cuando se inauguró en Valencia el primer cine dedicado exclusivamente a proyectar películas, de manera coetánea con otros lugares del mundo.

Por fortuna, existe un texto de Blasco que resulta esclarecedor de los porqués de su temprana atracción hacia el cinematógrafo. Aunque no se den en él referencias concretas sobre sus gustos en cuanto a películas se refiere, sí que aclara su posición ante el nuevo fenómeno e indica de manera patente por dónde iban sus intereses en el asunto. En 1922, con motivo de la publicación de “El paraíso de las mujeres”, la primera de sus novelas cinematográficas --genero de su propia invención con el que pretendía escribir historias cuyo destino final no fuera el libro, sino la película--, incluyó un prologo de 12 páginas sobre la cuestión, que vamos a citar extensamente dado su interés para conocer el tema que tratamos. De momento comenzaremos con una afirmación que contiene tal escrito y que se podría decir premonitoria:

“Dentro de un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el vulgo ignorante”.

Precisamente por esa extrañeza que causa hoy el desprecio inicial de tantos intelectuales y biempensante hacia el cinematógrafo, pienso que resulta aún más interesante conocer las razones por las que novelistas o intelectuales como Blasco pudieron sentirse automáticamente atraídos por las posibilidades que prometía aquel nuevo medio, entonces todavía una atracción de verbena, recuérdese. Al comenzar el prólogo de 1922, el escritor se definía cinematográficamente situándose claramente en contra de los detractores del invento, los del momento en el que escribía, pero también los que lo habían rechazado ocho años antes, cuando él lo descubrió asombrado en las ferias de su tierra:

“…Yo admiro el arte cinematográfico—llamado con razón el «séptimo arte»—, por ser un producto legítimo y noble de nuestra época. Como todo progreso, ha encontrado numerosos enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de las condiciones necesarias para servir á este arte, aunque lo deseasen. (…)

Cuando se inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar á los espíritus escogidos. Fue preciso el transcurso de algunas decenas de años para que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el códice escrito a mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas, servía mejor á la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la humanidad. (…)

Conozco todas las objeciones contra el cinematógrafo y su creciente difusión. Son las mismas que todavía á estas horas formulan algunas devotas, en el fondo de las provincias, contra la novela y contra el teatro, creyéndolos la perdición de la humanidad y la causa de todas las inmoralidades existentes…”

Para Blasco, y en eso reside la claridad premonitoria de su mirada sobre aquel primer cine, aún tosco y sin desarrollar, la importancia del nuevo invento no residía en lo que ya había dado de sí, sino en lo que él presentía que podía dar en el futuro:

“…Si la cinematografía no hubiese de dar en el curso de su desarrollo otras cosas que el sainete grotesco é inverosímil que hace reír con payasadas de clown, ó las historias de ladrones y detectives, yo abominaría de ella, como lo hacen muchos. Pero el nuevo arte está todavía en los primeros vagidos de su infancia; no tiene más allá de veinticinco años de existencia—que equivalen á veinticinco minutos en la historia de un invento útil—, y nadie sabe hasta dónde pueden llegar el desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.

También la novela dio en distintos períodos de su vida una floración de libros que tuvieron por héroes á bandidos «simpáticos» ó tenebrosos y a policías «providenciales», y á nadie se le ocurre decretar por ello la supresión de dicho género literario. Al lado de la novela psicológica y de observación directa existirá siempre la novela de folletín. Y lo mismo puede decirse del teatro. Juntos con el drama y la comedia, atraerán siempre a una gran parte del público el melodrama espeluznante ó la farsa grotesca…”

Sobre las películas que pudieron haberle despertado la afición y que pudieron incitar su imaginación, la verdad es no hay muchas en el catálogo hasta ese 1914 en el que por primera vez su literatura sirvió de base a una de ellas, especialmente teniendo en cuenta que, como veremos luego, el cine que le interesaba, no era el documental o el cómico, que estaba comenzando a dar excelentes cintas, sino el que podríamos denominar como narrativo-dramático. Y en aquellos años había pocas películas de esas que pudieran dar a Blasco deseos de emulación.

Quizás conociera el valenciano, que ya había viajado por Italia y Francia, alguno de los films de Griffith, que para esa fecha aún no había dirigido “El nacimiento de una nación” (1915) ni “Intolerancia” (1916), pero que ya había dado a la luz películas que podían haber sido del gusto de Valle si las hubiera visto. Igual podía suceder con la obra inicial de Cecil B. de Mille. O el “Ben Hur” (1907) de Sidney Olcott (aunque no el de Fred Niblo, que no se estrenaría hasta 1925, tres años después de haber adaptado “Sangre y Arena” del valenciano). O quizás había visto, porque era hombre viajado y ya conocía París, los primeros dramas sociales de Abel Gance, que aún estaba lejos de “Napoleón” (1927), pero que ya había abordado con rigor, por ejemplo, los prejuicios raciales en “Le Nègre blan” (1912), o “La pagoda” 1913), del alemán Joe May, “La cabaña del tío Tom” (1910) de, yanquee E. S. Poter o, incluso “Mala raza” (1913) del pionero catalán Fructuoso Gelabert. Es imposible saberlo, aunque lo que se puede suponer con cierto fundamento es que en aquel 1914 tuvo que acudir necesariamente a ver la superproducción italiana “Cabiria” y que debió salir encantado de la proyección, porque había en ella muchas de las cosas que a Blasco le hubieran gustado para sus propias películas, si es que entonces ya ambicionaba hacerlas.

En 1914 Italia era no sólo uno de los centros industriales cinematográficos del mundo, con clara ventaja entonces sobre Hollywood, sino un territorio que conocía bien el escritor, que había estado exiliado allí ya en 1896. Era probable que hubiera tenido ocasión de las primeras superproducciones históricas italianas. Películas como “¿Quo vadis?” (1913), de Enrico Guazzoni, “Julio César”, de Martoglio, o “La caída de Troya” (1910), de Giovanni Pastrone. Éste último fue aquel mismo año en que debutó cinematográficamente Blasco el director de “Cabiría”, película que consiguió un gran éxito internacional y que influyó decisivamente, como cuentan los estudiosos, en las grandes superproducciones de Griffith y del consiguiente monumentalismo hollywoodiense.

Cabiria”  contaba con todas las bazas para entusiasmar a Blasco. Era (y es, porque aún hoy puede verse íntegra en youtube), una superproducción a todo lujo, con decorados monumentales, bellas odaliscas, espectaculares batallas, cientos de caballos y grandes masas que, además, contaba la importante historia de la lucha de Roma contra Cartago y en la que aparecían personajes míticos como Aníbal, que atravesaba los Alpes a lomo de sus elefantes, o Maciste. No resulta disparatado imaginarse al valenciano viéndola, embobado mientras desfilaban ante sus ojos las imágenes imaginarias de algunas de las historias que había contado hasta entonces, entre las había que había algunas que parecían concebidas con el mismo estilo grandilocuente, histórico y lujoso de la superproducción italiana. “Sonnica la cortesana”, 1901; “La maja desnuda”, 1906; o, sin ir más lejos, “Los Argonautas”, que andaba escribiendo ese año, no son malos ejemplos. O, “Sangre y Arena” (1908). que era otra cosa, como el tiempo demostraría.

Había, además, un nombre en “Cabiria” que sin duda hubo de llamar su atención y concitar su respeto hacia la película. Se trataba de Gabriel D’Annunzio, ya entonces gran pope del Decadentismo literario, que firmaba el guión y, naturalmente, los textos de los intertítulos. No los había escrito él, sino el director, Giovanni Pastrone, pero el gran novelista, poeta y dramaturgo italiano había accedido a firmarlos con su acreditada rúbrica a cambio, es de suponer, de una buena cantidad de liras. Según testimonio posterior de Blasco fue el propio D’Annunzio quien le animó a meterse en el mundo de las películas. Y aún hay otro nombre de la ficha técnica de “Cabiria” relacionada con el valenciano, el aragonés Segundo de Chomón, creador de los muy novedosos efectos especiales de la película y un imprescindible pionero del cine español que sería productor de alguno de los intentos cinematográficos del escritor valenciano.

Con este posible y especulativo bagaje como espectador, el primer acercamiento entre Blasco y el cine, ya lo hemos dicho, tuvo lugar en 1914. Recordémoslo, una fecha en la que el cine en Valencia todavía acompañaba en los programas de variedades a cupleteras y funambulistas, por mucho que el escritor no fuera precisamente un intelectual provinciano que no había salido de su provincia, todo hay que decirlo, sino ya una figura internacional, conocido en todo el mundo y que ese mismo año había instalado casa en Francia, movido a salir de España por los amores de una mujer y el desamor de la política.

Primeros pinitos cinematográficos

Sea como sea, en 1914 (o en 1913, que los historiadores discrepan) se adaptó por primera vez al cine un texto de Blasco Ibañez. Para esa época ya existía en Valencia una incipiente industria cinematográfica, que contaba incluso con una productora propia, Casa Cuesta. Había nacido de la mano del pionero Ángel García Cardona a partir de una antigua droguería que vendía cámaras y material fotográfico, aunque hasta ese momento prácticamente no hubiera filmado otra cosa que escenas típicas locales, como “Escenas de la huerta” (1905), y fiestas y sucedidos, tales como “Procesión de nuestra excelsa patrona, la Virgen de los desamparados” (1904), o “Visita de su majestad el rey” (1906).

Tal vez con la idea, muy extendida por aquel entonces en todo el mundo, de atraer prestigio cultural a un fenómeno que ya dejaba la barraca de feria para pasar a los teatros, los productores decidieron transformar en película un texto literario previo, un modelo cinematográfico que comenzaba a florecer también en España. Y puesto que estaban en Valencia, quien mejor que su gloria literaria más importante para llevarlo a cabo. Aunque hay donde se indica que tomaron como base para el experimento la novela “La Barraca”, obra fundamental de Blasco publicada 16 años antes, en realidad parece ser que la obra elegida fue el relato “Dimoni”, con el que se abría la edición de “CuentosValencianos” de 1896.

El resultado fue un breve drama rural de ambiente valencianista al que finalmente dieron el título de “El tonto de la Huerta”. Se desconoce prácticamente todo de él, dado que el cortometraje desapareció y no se conserva copia alguna. Por ejemplo, hay quien le atribuye la dirección a Antoni Cuesta, que bien pudiera ser tan sólo el productor, o al propio director de la productora, Ángel García Cardona, aunque la película no figure en su filmografía. Sin embargo, lo más probable es que la productora valenciana recurriera al cineasta catalán José María Codina, con mayor experiencia en el tema, ya que un par de años antes había rodado “Lucha de corazones”, basada en “Maria Rosa”, obra teatral de Ángel Guimerá de gran éxito en la época, que ya había sido adaptada en 1909 por Fructuoso Gelabert, pionero entre los pioneros, quién, por cierto, fue el camarógrafo de esta segunda versión de Codina.

Entre las cosas que se ignoran de “El tonto de la huerta” está si Blasco colaboró o asesoró de alguna manera el rodaje, aunque lo que sí se sabe por los periódicos de la época es que quedó satisfecho del resultado. Tanto que decidió implicarse directamente en la producción y dirección, llegado el caso, de sus propias películas. Se dirigió para ello a la productora catalana Hispano Films, en las que, entre otros, figuraba como socio Segundo de Chomón, entonces el cineasta español de mayor proyección internacional, que aparte de realizar sus propios filmes había aprendido la elaboración de efectos especiales directamente de Georges Melies y se había ocupado recientemente de los espectaculares trucos visuales de “Cabiria”, la monumental producción italiana que hemos aventurado más arriba que podía haberle gustado a Blasco hasta el punto de influirle en su visión de lo que podía ser el cine.

Fruto de esa colaboración entre el escritor y la productora catalana sería “La tierra de los naranjos” (1914), versión de “Entre naranjos”, la primera de sus novelas valencianas que había publicado en 1900. De la dirección se ocupó uno de los socios de Hispano Films, Alberto Marro, que ese mismo año había rodado los ocho episodios de “Barcelona y sus misterios”, uno de los clásicos de los seriales cinematográficos españoles. En esta ocasión la implicación de Blasco Ibáñez fue mayor, según indica el historiador Ricardo Blasco en su “Introducció a la història del cine valencià” (Publicaciones del Archivo Municipal del Ayuntamiento de Valencia, 1981), que señala:

Marro dirigí la película assessorat en tot moment per Blasco Ibáñez i cercà d'imitar l'estil deliqüescent dels films passionals italians que tant complaïen aleshores als publics internacionals”.

Cargado con este bagaje de experiencia, Blasco Ibáñez decidió abordar el cine directamente, afrontado sus dos siguientes experiencias ya como codirector, según figura en los títulos de crédito, y productor. De su entusiasmo dan cuenta las declaraciones, no sin buenas dosis de vanidad, que debía ser marca de la casa, realizadas en agosto de 1916 al diario madrileño El Imparcial:

"Fue hablando un día con D'Annunzio, cuando se me ocurrió lanzarme al cine como un muevo camino del arte. Los dos habíamos sido traducidos en todos los idiomas y casi en todos los dialectos; pero no es sólo la letra la que pierde en las traducciones, sino el alma misma de la obra; que siempre sufrieron quebranto los vinos en el trasiego. Pensamos en el cine, hecho, intervenido, mejorado por nosotros, matiz nuevo de nuestro propio espíritu.

El cine estuvo hasta ahora en manos de fotógrafos y empresarios que se ceñían a los cuentos mágicos, a los folletines policíacos y plañideros, o a los idilios con acompañamiento de violoncello.

Comienza el período literario. “Sangre y arena”, mi novela, será la primera película pensada y ejecutada por mí. Está traducida a todos los idiomas y el cine completará la traducción. ¡Cuántos y cuántos empresarios de los Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia y de Rusia me han hecho proposiciones para impresionar mi novela, que no he admitido temeroso de que hiciesen una españolada más, poniendo en ello todos los enojosos anacronismos zurcidos con majas de Batignoles y toreritos de Chicago! Yo iré a buscar todos nuestros espectáculos castizos: la calle de Alcalá y la puerta, en tarde fanfarrona y rutilante de corrida; las piedras gloriosas de Granada y los rincones toreros de Sevilla. Detrás de mí hay tres grandes empresarios y uno yanqui para poner en “Sangre y arena” toda la pompa española, esa pompa de la monarquía, de los duques, de las corridas y de las procesiones que nos han hecho famosos!..."

Tras la cámara

Así pues, la primera de las cinco adaptaciones cinematográficas de “Sangre y arena” (una de ellas correspondiente a una serie televisiva brasileña realizada en 1968) resulta que no fue la muy famosa realizada en Hollywood por Fred Niblo y protagonizada por Rodolfo Valentino, sino ésta del propio escritor, ignorada en general por los historiadores anteriores a 1998, fecha hasta la que la película anduvo desaparecida y en la que fue recuperada y restaurada por la filmoteca valenciana, fijando entonces los datos de autoría que hasta ese momento eran confusos e imprecisos.

Sangre y arena”, publicada en 1908, era ya, sin duda, la más famosa de las novelas de Blasco Ibáñez, que había conseguido con ella una gran repercusión, no sólo en España, donde hasta 1924 se venderían nada menos que 136.000 ejemplares, sino también en Francia, país en el que residía en aquellos momentos y en el que era considerado una primera figura de las letras. No resulta extraño este éxito, pues la novela constituye un trabajo literario de primer orden que, al hilo de la ascensión y caída de Juan Gallardo, un torero inspirado al parecer en El Espartero (1865/1894), se desarrolla sobre dos ejes paralelos. Por un lado, el mundo de la tauromaquia de finales del XIX, que el autor retrata con justeza y extraordinaria plasticidad literaria, y una trama de claro tinte melodramático alrededor de la historia amorosa, que coloca al protagonista entre dos mujeres, su esposa, Doña Carmen, y Doña Sol, una mujer fatal de la que se enamora pasionalmente y que al final causará su desgracia.

Tal fue el interés del escritor por este proyecto cinematográfico que incluso creó su propia productora para llevarlo a cabo, a la que dio el nombre de Prometeo, el mismo de la editorial que había creado dos años antes. Colaboró en la dirección el francés Max André, del que no hemos encontrado mayores referencias. La película obtuvo un cierto éxito, tanto en España, donde permaneció nada menos que siete meses en las carteleras madrileñas, como en Francia, para la que se “dobló” una versión específica, y donde se sabe que se estrenó en El Hipódromo, centro de reunión y asueto de la buena sociedad parisina.

A la hora de llevar su historia al cine, parece ser que Blasco elaboró una especie de guión o tratamiento cinematográfico de 12 páginas que tras el estreno de la película llegó a editarse en un opúsculo que se vendió al precio de 10 céntimos con el título de “Argumento de la novela cinematográfica Sangre y Arena”, que hoy se conserva en la Biblioteca Nacional. Dividido en seis partes, o secuencias, cada una de ellas compuesta de uno a siete cuadros (I. La carrera de Juan Gallardo; II. Amores aristocráticos; III. En la cumbre; IV. Semana santa en Sevilla; V. Hacia el ocaso; VI. La tragedia), el texto constituye, aparentemente, un simple resumen argumental de la novela, aunque se añade alguna escena que no estaba en el original. Blasco denominó el breve texto como novela-cinematográfica, adelantándose en seis años a la definición  del concepto que teorizaría en el prólogo de “El paraíso de las mujeres”.

No se trata, sin embargo, de una simple reducción del argumento de la novela, sino de una verdadera adaptación fílmica del texto literario, en la que llega incluso a cambiarle el nombre a la protagonista, que pasa de doña Sol a Elvira. En primer lugar, Blasco altera el tiempo en el que se narra la historia y su ordenación en la trama, contando en un orden rigurosamente cronológico lo que en la novela se estructura en base a capítulos más o menos temáticos. Por otro, se añade un episodio que no figuraba originalmente, que transcurre en Granada y que, aparte de para sintetizar facetas de los personajes que en la novela aparecen dispersas a lo largo del texto, sirve sobre todo, para acentuar una de las facetas más destacadas de la película: su carácter documental.

Quizás la característica más valiosa de “Sangre y arena” sea aún hoy la habilidad del escritor para integrar el drama amoroso en el contexto del mundo del toreo y, en general, de la España del momento, algo que ya destacaba notablemente en la novela base y que siempre está presente en su mejor literatura. Debió considerar que plasmar la historia en la pantalla le permitía no sólo explicar ese contexto, sino mostrarlo directamente tal como era. No dejarlo al albur de la imaginación del lector, sino fijarlo en el celuloide como testimonio vivo de la realidad. La intención de Blasco queda clara al ver el detenimiento casi etnográfico con el que fijó la cámara en tipos y personajes, atuendos y actitudes, y, sobre todo, en la atención que prestó a los ritos y manifestaciones de la cultura popular, desde las procesiones al flamenco. Y a los escenarios reales, de La Alhambra a las plazas y calles de Sevilla pasando por los cosos taurinos. Pero muy especialmente se denota esa vocación documental en su acercamiento al mundo cerrado del toreo, del que muestra sus momentos de heroísmo y belleza, pero del que tampoco oculta su violencia y crueldad con impactantes imágenes de sangre y muerte. Una faceta verista que se destacó en la propia publicidad del filme, en la que se valoraba:

“Una pródiga suma de detalles da al espectador la más aproximada idea de lo que es la realidad de una corrida de toros, con su animación en los tendidos, con el vistoso paseo y, antes, con el solemne momento de la plegaria en la capilla de la plaza, de contenida emoción”.

Sobre este opúsculo, a mi entender central en la faceta peliculera del novelista valenciano, hay muchos más datos y mejor ordenados en el artículo de Claire Monnier Rochat, de la Universidad de Ginebra, que bajo el título de “A propósito de Sangre y Arena de Vicente Blasco Ibáñez: Miradas a un opúsculo que costaba 10 céntimos puede encontrarse en internet. 

El visionado de la película y la lectura del opúsculo, o del análisis que de él ha realizado la profesora suiza, permite hacerse una pregunta que creo pertinente a la hora de intentar conocer los motivos por los que un escritor de éxito, que estaba a punto de entrar en la cincuentena, deseaba ser director de cine en tan temprana etapa del desarrollo del nuevo arte. Tal vez la respuesta haya que buscarla en el prólogo ya citado de “El paraíso de las mujeres”, la que oficialmente sería la primera novela cinematográfica de Blasco, escrita en 1922 por directa petición de la industria hollywoodiense tras el éxito internacional de las primeras adaptaciones de “Sangre y arena” y “Los cuatro Jinetes del Apocalipsis”. Decía allí:

“La cinematografía no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela expresada por medio de imágenes y frases cortas. El teatro tiene convencionalismos de lugar y de tiempo, impuestos por los breves límites de un escenario, y de los cuales no puede librarse. En cambio, la acción de la novela no reconoce limites; es infinita, como la del cinematógrafo, y puede componerse de tres ó cuatro historias diversas, que se desarrollan á la vez, y al final vienen á confundirse en una sola; puede tener por escenario los lugares más diversos de nuestro planeta.

Una obra teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones quince ó veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo que una historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como capítulos, tener por fondo los más diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.

(…) La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el escultor, ni el músico (…).La expresión cinematográfica puedo proporcionar a la novela la universalidad de un cuadro, de una estatua o  de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas. Gracias á este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a  un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién abandonado.

(…) Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las naciones. (…) Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera a los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que él. Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. (…) Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de novela, y aburre al lector…. Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra la solución.

Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre superior á la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial del «estilo»; pero creo que si los novelistas empiezan a intervenir directamente en el desarrollo del «séptimo arte», monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales”.

La cita es larga, pero, cómo he perdido ya el miedo a las longitudes, me parece pertinente. A las alturas a las que escribió este prólogo (recordemos: 1922, escritor universal, conferenciante estrella, idolatrado en Hollywood y humilde huertano a punto de dar la vuelta al Mundo) Blasco había dejado atrás todas sus pretensiones, fueran las que hubieran sido, de ponerse él mismo detrás de la cámara. Tras recordar en el texto el altísimo coste de las películas, la complejidad de su producción y las maravillas de su distribución en todo el mundo, el escritor reconocía humildemente que el cine era americano:

Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos á modo de una propina”.

Pero volvamos atrás, que aún no hemos llegado a ese momento en que nuestro personaje cayó fascinado ante el poderío americano. De nuevo estamos en 1917. Un año después de “Sangre y Arena”, Blasco había vuelto a ponerse detrás de la cámara, otra vez en compañía de Max André, para llevar a la pantalla un relato que había escrito especialmente para la película. Se trataba de “La vieja del cinema”, que luego publicaría en el libro de cuentos “El préstamo de la difunta” (1921). La cinta consiguiente, que él mismo produjo a través de Prometeo Films, ha desaparecido, así que poco he encontrado sobre ella, aparte de que se rodó en Madrid y Sevilla y se montó en París, donde a la sazón residía el escritor.

Al no conservarse el filme, cuesta imaginar su relación final con el relato original del escritor, pero la lectura de éste sirve para hacerse una idea. No sólo de la historia en sí, sino de la forma de contarla y, especialmente, del protagonismo que en ella adquiere el propio cine y el simbolismo que sobre él encierra. Un protagonismo que no sólo se patentiza en la sala de cine en la que transcurre buena parte de la acción, sino también en la estructura del relato, que parece destinada a permitir la inclusión de numerosos flash-back en la cinta, y, sobre todo, en su significado metafórico sobre la realidad y la ficción en el cine, un tema que ya había abordado en “Sangre y arena” con la importancia que había dado a las imágenes documentales.

Las 18 páginas del relato “La vieja y el cinema” cuentan la historia conmovedora de una anciana vendedora de hortalizas, que declara ante un comisario de policía sobre la extraordinaria bronca que ha provocado en un cinematógrafo. Toda la primera parte es, en exclusiva, la larga confesión de la detenida, que para llegar al escándalo final le relata antes al policía su estrafalaria vida, cual si fueran flash-back narrados.

Llegado el primer momento cumbre, así cuenta al final de la declaración el momento en el que su sobresalto hizo estallar la acalorada discusión que la ha llevado a comisaría, introduciendo entonces el tema fundamental del relato:

“—Un señor que estaba detrás de mí y parecía muy entendido en esto del cinema, daba en voz baja sus opiniones á los vecinos.... De pronto, la alsaciana se iba al frente, huyendo de su perseguidor, y empezaban a verse las trincheras con muchos soldados, las cocinas, los cañones. El señor entendido decía que estas vistas no pertenecían en realidad a la historia; que eran, ¿cómo diré yo? lo mismo que retales que le habían puesto al film. ¿Me explico bien, señor comisario? Cosas viejas de la guerra que habían aprovechado; algo así como los remiendos que se echan á la ropa para que parezca mejor.... Pero yo no entiendo de esto, y las vistas me han parecido magníficas.
De pronto salió en el telón el interior de una trinchera, con muchos soldados descansando. Uno de ellos escribía una carta sobre sus rodillas, puesto de espaldas al público. Poco á poco volvió la cabeza y sonrió a las gentes. Yo dudé, creyendo que veía mal. Luego debí gritar. ¡Era mi nieto!...”

Efectivamente, la anciana ha reconocido en la pantalla (sede de la ficción) el rostro de su nieto soldado (principio de realidad), y en ese momento el relato da un giro que tiene que ver con lo mágico y con el cine. La protagonista confunde la imagen cinematográfica del nieto con la propia persona del desaparecido, y su visita al cinematógrafo, al que arrastra también a la esposa e hijo del ausente, se convierte en una diaria cita familiar para reencontrarse con el nieto, esposo y padre que ya no está. La historia tiene un final amargo. La guerra acaba, y la sala que proyectaba la película cambia la programación. “Me lo han matado por segunda vez”, lamenta en un intertítulo la anciana, que llora, pero que, no obstante continúa persiguiendo el recorrido de la película de sala en sala, siempre buscando al nieto perdido:

Y haciendo un esfuerzo supremo, se levantó y siguió marchando en pos del fantasma por las calles interminables, negras, heladas....

Como marchamos todos á través de las asperezas de la vida, guiados por nuestros recuerdos, al encuentro de la Ilusión”.

The end

Proyectos inconclusos

A tenor del rastro que ha dejado en la prensa “La vieja del cinema” (o “La vieille du cinema”, que parecer ser fue el título original con el que se estrenó en Francia) la película no debió tener la repercusión y el éxito que había conseguido “Sangre y arena”. Pese a ello, Blasco Ibáñez siguió empecinado en dirigir cine, y puso en marcha dos nuevos proyectos, también con su propia productora, que, por desgracia no consiguió llevar a cabo, aunque llegó a tenerlos muy avanzados.

El primero de ellos era la adaptación de una novela propia, “Flor de mayo” (1895), una historia de adulterio, celos y venganza cuyo mayor atractivo sigue siendo el retrato que hizo en ella de un pueblo valenciano de pescadores real, El Cabanyal, descrito con calidez y exactitud en sus distintos aspectos, de la pesca al contrabando, como Blasco hacía siempre con los temas y los ambientes que conocía de cerca. Incluso llegó a convocar a través de la prensa un “casting” público para encontrar los tipos que precisaba para el retrato realista que quería hacer. No llegó a buen fin, al parecer, según alguna información, por el estallido en España de la Gran Huelga Revolucionaria de 1917, que acabó como el rosario de la aurora, con un saldo negativo para los huelguistas de 71 muertos, 200 heridos y 2.000 detenidos. Parece un motivo creíble, sobre todo si se tiene en cuenta que el escritor residía en París y debió ver las cosas negras en su tierra. No obstante, no queda claro por qué no la retomó después.

Flor de mayo” no llegó a la pantalla, pero Blasco dejó escrito lo que parece un guión muy detallado de la película, en el que incluso figuran los textos de los intertítulos previstos ya antes del rodaje. Lo he encontrado, al menos un fragmento, en la biografía de Ramiro Reig sobre el escritor (Espasa Calpe, 2002), y reproduzco lo que correspondería a una secuencia, complicada por demás, en tanto cuenta, plano a plano, el naufragio de una barca de pescadores en medio de una furiosa tormenta, todo ello desde el punto de vista de sus paisanos que les contemplan y sufren desde la playa. Pienso que viene bien para dar una idea del estilo dramático que Blasco pretendía dar a su cine, además de mostrar cómo se escribían los guiones en aquellos lejanos tiempos de las películas silentes.

INTERTITULO: Al día siguiente estalló una tempestad

La playa. Día brumoso. Mar agitada. Un grupo de marineros viejos, junto a una barca en seco, examinan el horizonte. Grupos de mujeres. Gestos de inquietud. Van llegando barcas. Los hombres que desembarcan son acogidos con abrazos y grandes extremos de alegría. Escenas de ternura. Madres abrazan a hijos; mujeres abrazan maridos; niños se abrazan a las piernas de sus padres. Los marinos acogen todo esto sin emoción, como gentes habituadas al peligro. Tona, con sus dos hijos, va de un lado a otro con ansiedad. Pregunta a los viejos. Mira inútilmente hacia el mar, esperando la barca, que no llega. Se desespera. Se lleva una mano a la cabeza. Luego se persigna y reza.

El mar. Rompiente de olas. La barca del tío Pascual se tumba. Naufraga. Los tripulantes salen a nado. Las aguas arrastran cestos, toneles y otros objetos de la barca.

El mar visto de la orilla de la playa. La barca medio volcada en el agua, tocando la arena con su fondo. Mucha gente en la playa. Un grupo de marineros, medio desnudos, se meten en el agua, registran la barca y sacan de su fondo el cadáver del tío Pascual. Lo llevan en brazos hasta la orilla. Tona se abalanza como una loca hacia él, con los cabellos sueltos. Quiere verlo. Las amigas la detienen, especialmente la corpulenta Tía Picores, que le cierra el paso. Al fin se desmaya. Los niños lloran.

El segundo proyecto inconcluso, aunque llegó a estar muy adelantado, muestra que las pretensiones de Blasco como director y productor de cine iban más allá que las de ser un escritor que ilustraba con imágenes en movimiento sus propias novelas. Nada más y nada menos que filmar “El Quijote”. No era la primera vez que se haría una película de la novela de Cervantes, que contaba ya, al menos, con ocho versiones en España, Francia, Italia y Estados Unidos, una de ellas, convertida en cortometraje por Georges Melies en 1909. Según parece, Blasco tenía la idea en mente desde antiguo, incluso desde antes de realizar “Sangre y arena”, según se desprende de sus declaraciones a El Imparcial de 1916:

"Mi obra [cinematográfica] no será Sangre y arena, que se pondrá en octubre, sino el Quijote. Sí, sí el ingenioso hidalgo lanzado al cine con toda su grandeza.(...) Hemos presupuestado un millón de pesetas. Entrarán ocho mil personas. La entrada del caballero manchego en Barcelona será algo de resonancia en el mundo de la cinematografía."

Es una pena que no la hiciera, porque Blasco quería filmar, según declaró a la prensa, una película espectacular y monumental, en la línea de su admirada “Cabiria”. Una película que de haberse hecho hubiera inaugurado en España, o poco menos, las superproducciones históricas y para la que decía contar nada menos que con un millón de pesetas, una pasta en un país en el que Adria Gual –quizás el intelectual español de prestigio que, con Blasco, primero dirigió películas-- no hacía tres años que había adaptado “La gitanilla” (1914) de Cervantes por 6.000 pesetas. Y todo ello en un momento en que Griffith acababa de rodar “El nacimiento de una nación” (1915) e “Intolerancia” (1916), pero cuando aún quedaban diez años hasta el “Napoleón” (1927) de Abel Gance. Un experimento que hoy resultaría, sin duda, digno de verse. Pero Blasco decidió tomar el camino internacional, con primera parada en París y destino Hollywood. Una decisión provechosa y feliz, como se irá viendo.



“Sangre y arena” (1916)
Vicente Blasco Ibáñez y Max Andre

Continuará…





Siguiente entrega:



El tango que construyó un mito


viernes, 20 de febrero de 2015

BLASCO IBÁÑEZ. Andanzas cinematográficas de un escritor valenciano en la corte de Hollywood


Blasco Ibañez y el cine (1)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood

 
Blasco y Valentino



 1. Un personaje de novela



Novelista, editor, periodista, político y aventurero, quizás el escritor español de mayor éxito internacional en las décadas a caballo entre los siglos XIX y XX, Vicente Blasco Ibáñez, nacido el 29 de enero de 1867 en la valenciana calle de Jabonería Nueva, hijo de un pequeño comerciante y de una mujer devota y severa, y fallecido en 1928 en su mansión de la villa francesa de Menton, quizás fue también el primer intelectual y novelista español, el más importante y exitoso en cualquier caso, que demostró un verdadero interés por aquel nuevo invento que fue el cinematógrafo.

A él dedicó desde el principio, cuando para otros artistas de su época aún era tan sólo un simple entretenimiento de barraca de feria, una atención que le llevaría a acabar considerando las películas no sólo un medio en el que podía expresar su talento, sino, sobre todo, la forma artística por excelencia del nuevo siglo naciente, fiel representación de una era regida por el maquinismo y la modernidad. Contar esa historia es el objetivo de estas notas. Veremos a ver cómo va saliendo la cosa.

Blasco retratado por Sorolla
A estas alturas del siglo XXI parece lógico preguntarse por qué este interés en un escritor (y en lo que aquí nos toca cineasta) que hoy está, mucho me temo, prácticamente olvidado, excepto por una pequeña lista de estudiosos, víctima de una infravaloración crítica que apenas le ha considerado en las últimas décadas poco más que un autor de folletines inspirados. No voy a entrar en ello, aunque sea una valoración que me parece absolutamente injusta. Sin duda Blasco Ibáñez no fue un gran novelista, a la manera de un Galdós, fecundo como él, o de un Clarín, autor esencial de una sola obra, aunque sí existen grandes novelas entre su muy extensa producción. Pero que nadie se preocupe, que no entraré en esa cuestión, porque no está la reivindicación literaria del autor en los orígenes de estas líneas, que no hablan tanto de sus novelas, sino de lo que el cine hizo con ellas. Este interés por la faceta cinematográfica nace motivado tanto por la curiosidad por esta actividad poco conocida del escritor como por su propia personalidad humana, que como se verá le convirtió en todo un personaje.

También existe, lo reconozco, una querencia personal hacia el tema, porque Blasco Ibáñez fue mi primer descubrimiento literario en una ya lejana adolescencia, pasadas ya las épocas, nunca conclusas, de Mortadelo y Filemón y Hazañas Bélicas o la posterior de Salgari, Verne y Zane Grey. No creo yo que esto pueda interesar mucho a quien se meta en estas líneas, pero como el blog es mío, saco la varita mágica del capricho y lo introduzco aquí. También porque creo que sugiere lo que Blasco Ibáñez significó para alguna gente en un determinado momento de la historia de España.



Flash-back en blanco y negro




La acción tiene lugar a comienzos de los años 60 del siglo XX, y transcurre en la cola de la taquilla del cine Espronceda, sito no en la calle del mismo nombre, sino en la aledaña de Alonso Cano, Madrid. Era una sala de barrio, de programa doble, ante la que esperaba su apertura acompañado de alguno de aquellos viejos amigos de la infancia, que ya se han perdido en el calendario pero que no se olvidan. Para entretenerme leía un libro. Una señora que también esperaba se fijo en el título, y me recriminó --la verdad es que en mi recuerdo no sé si con cariño o con soberbia-- que aquella no era lectura para niños. Yo, con la fatuidad de los 14 años que bien podía tener ya, le respondí sin dudarlo: “me lo ha regalado mi papá”, y debo suponer que seguí al tema que me regalaba la novela, que era de Blasco Ibáñez y que debía ser “Entre naranjos”, que contiene un apasionado romance del protagonista con una casquivana cantante de ópera que, inmerso el país en la moralidad más pacata, no debía ser adecuada para la tierna mente de un adolescente pajillero.

No mentía yo a la señora, el dios en el que ya no creía entonces me libre. Mi padre, un veterano rojo que en su juventud se había imbuido hasta las cejas del republicanismo radical del escritor, admiraba a Vicente Blasco Ibáñez, al que probablemente conocía más por sus ideas que por su literatura. Queriendo traspasarme esa admiración, me regaló algunas de las novelas del ciclo valenciano, las que entonces eran más fáciles de encontrar y que constituyen probablemente lo más destacado de la obra del valenciano. El viejo hubiera querido comprarme “La Catedral” o “La Araña Negra”, que él había leído, pero su anticlericalismo militante las había hecho víctimas de la censura.

Lo mismo hizo con otros autores y libros que él  había ido descubriendo a lo largo de su vida con ese hambre de cultura que caracteriza a los buenos autodidactas. Comprábamos, porque le gustaba que le acompañara, en librerías, pero preferentemente en la Cuesta de Moyano o en el Rastro, en el que un viejo amigo, maestro depurado, malbarataba su biblioteca para completar el mezquino sueldo que le daban en  la academia en la que daba clases a repetidores. Era la manera en que unos determinados españoles, los perdedores de una guerra que aún estaba insultantemente presente en todos los rincones, podían leer y aprender lo que en la escuela se ocultaba. 

En mi caso personal, aquella insistencia paterna me permitió acceder a edad muy temprana a libros, historias e ideas que, en otras situación, hubiera tardado mucho más en descubrir o no hubiera descubierto nunca: Vargas Vila, que le gustaba especialmente, “La busca” de don Pío, que encontró entusiasmado, Zola, Machado y Lorca, Galdos… O “Las Ruinas de Palmira”, el panfleto del Conde de Volney, que para él constituía la prueba irrefutable de la falsedad de las religiones y del que no entendí un pijo, aunque lo leí con la máxima atención. Recientemente he vuelto a intentarlo, pues lo encontré en esta cosa de internet, pero no he sido de pasar de la página 20, y eso ya creo que es mucho. De todos ellos, Vicente Blasco Ibáñez fue el que más me impresionó, el que más ventanas me abrió, no ya a las ideas y a la literatura, que también, sino a la vida.


novelista, periodista y editor


En la Casa-Museo de Valencia dedicada al escritor, reconstrucción del viejo chalet de la playa de la Malvarrosa en la que vivió Blasco, encima de la falsa mesa de despacho en la que escribía, de la misma época pero no exactamente la misma, se conserva un folio sobre el que, escrito por su propia mano, figura un aforismo que, personalmente, me parece toda una declaración de principios sobre el arte del buen vivir, en el que don Vicente fue un maestro. "El trabajo es virtud, la holganza es salud", reza, en una clara contradicción entre sus aspiraciones y la realidad, porque pocos escritores hay en España que trabajaran más en su vida, tanto que desarrolló tal actividad que casi alcanza la extravagancia. No sólo en su obra literaria, sino en otros muchos afanes, unas veces complementarios de la escritura y en otros totalmente ajenos a ella, hasta el punto de poder llegar a afirmar que Vicente Blasco Ibáñez, valenciano, vividor y escritor, hubiera sido, de haber escrito sus memorias, el más novelesco de todos los personajes de sus novelas.

Ante todo don Vicente fue novelista. En su bibliografía figuran más de cincuenta libros, la mayor parte novelas, unas excelentes y otras infumables, pero también divulgación histórica, algún ensayo o panfleto y varios y destacables libros de viajes que aún hoy pueden leerse con provecho. En línea con ese empeño literario, también fue editor, creando con algún socio la editorial Prometeo en 1914. En ella publicó sus propios textos, pero no exclusivamente, convirtiendo su editorial en una de las más importantes de España, poniendo al alcance de los españoles del momento buena parte del pensamiento más racionalista y progresista de la humanidad. A él se deben, por ejemplo, las primeras ediciones en España de "La evolución de las especies", de Darwin, o las primeras "Greguerías" de Gómez de la Serna, a más de los dramas completos de Shakespeare, que tradujo él mismo, al parecer plagiando, y que por primera vez aparecían completos en español, Homero, Esquilo, Sófocles o Dante, en colecciones dedicadas a los más distintos temas: teatro, historia, geografía, ciencia, clásicos de la literatura y novelas populares de autores contemporáneos, que se publicaron en la colección por entregas de "La novela literaria" a precio barato. Su idea como editor, aparte de ganar dinero, cuestión que también le interesó toda su vida, era poner al alcance de las clases populares la mejor literatura del mundo y los libros de pensamiento más avanzados. Publicar mucho, barato y de calidad. Una hermosa aventura en la que anduvo toda su vida y que le sobrevivió, interrumpida sólo a la toma de Valencia por los rebeldes al final de la guerra civil, ya muerto Blasco 11 años antes.

En esta misma vocación divulgativa habría que inscribir la creación, en 1894, el diario El Pueblo, en cuyo primer número comenzó también la publicación en forma de folletín de “Entre naranjos”, iniciando su ciclo de sus novelas valencianas. El periódico sería desde el primer momento el más importante de los órganos de prensa valencianos, con gran repercusión también en toda España, instrumento de difusión y agitación de los principios republicanos, anticlericales y obreristas que constituían las bases ideológicas y políticas del escritor.


Activista político


Entre las cosas en las que Blasco Ibáñez fue un adelantado a su tiempo figura en lugar destacado la de constituir un ejemplo de escritor de lo que con el tiempo llegarían a ser los intelectuales comprometidos, “engagé” siempre hasta las cachas. Más que lo fueran Zola o Víctor Hugo, sus modelos de literato, porque su compromiso no se quedó sólo en los libros o en actuaciones políticas puntuales. Muy por el contrario, para Blasco la política fue, especialmente hasta que llegó a la cuarentena, una actividad paralela a la literaria a la que se entrego con similar energía que la que dedicaba a sus novelas, las mejores de las cuales escribió, precisamente, en esta etapa de su vida. 

Vicente Blasco Ibáñez se inició en las luchas políticas cuando apenas con 15 años ingresó en la Universidad de Valencia para estudiar Derecho, que acabó pero no ejerció, y se implicó en las algaradas de 1882 contra la monarquía, que se había restablecido siete años antes, tras el finiquito del sexenio liberal y la primera República. A partir de ahí, en lo que hoy llamaríamos un rápido proceso de concienciación, su nivel de compromiso fue acrecentándose y concretándose. Racionalista irredento como era, se integró en la masonería y se adhirió al Partido Republicano Federal de Pi y Margall, la rama más a la izquierda del republicanismo de la época (recuerden que andamos allá por los tiempos de la guerra de Cuba, a la que nuestro autor se opuso con firmeza). Sin embargo duró poco esa militancia, porque Blasco no era hombre de andar detrás de otras banderas que no fueran las propias. Así, creó en Valencia lo que primero sería Unión Republicana, y luego, otra vez en su papel de precursor, Partido de la Unión Republicana Autonomista, que gobernó en la ciudad durante largos años y por que fue elegido diputado en las Cortes madrileñas en seis ocasiones.

No fue el suyo un partido cualquiera, a la manera de las agrupaciones de notables, o de caciques, que entonces administraban España, porque gobernarla, lo que se dice gobernarla, aún la gobernaba Alfonso XII, servido en dulce alternancia por liberales y monárquicos. Lo que Blasco construyó --en línea con lo que entonces estaban haciendo en Barcelona Lerroux con su Partido Radical—fue, y no es moco de pavo histórico, la primera organización política de masas, cuando el socialismo y el anarco sindicalismo aún andaban en pañales. Un partido con una extensa red de militantes y simpatizantes, organizado en cada pueblo a través de una completo entramado de ateneos y centros republicanos, centrados en la política, pero también en la cultura, llegando en este terreno a fundar incluso una Universidad Popular.

Tal fue la influencia de Blasco Ibáñez en la política española de finales del siglo XIX y comienzos del XX que incluso llego a bautizar una corriente ideológica, el blasquismo, que aún hoy es reconocido incluso en wikipedia. Una ideología embrionaria de lo que vendría después, decididamente basada en la idea de la necesidad del protagonismo político de las masas subyugadas, republicana y anticlerical de raíz, en la convicción de que el despotismo monárquico y el oscurantismo religioso eran la base de la incultura y la miseria de las clases populares. Populista en su expresión y caudillista en su funcionamiento; burgués, prelibertario y protosocialista.

No puedo reprimir el transcribir aquí, aunque se alargue la historia, el retrato que de él hizo alguien que le conoció de adolescente en aquellos años de esplendor literario y político de Blasco. Hombre, como él, de la novela y el cine. Máx Aub, aquel francés hijo de padres judíos que en su peregrinar le llevaron a Valencia todavía niño, ya en el exilio mexicano, en 1945, en su novela “Las buenas intenciones” puso en boca de uno de sus personajes:

“Era un dios, ¿me oís?, un dios, y además lo parecía: alto, fuerte, casi hercúleo, el pelo ensortijado, la cara de dios griego, un poco grueso tal vez... ¡Y una voz! ¡Qué voz!... Vosotros no habéis conocido a Blasco, el verdadero Blasco, era un dios. Hablaba de todo: de poesía, de libros que nadie había leído —por lo menos los que le escuchábamos—, de historia, de geografía ¡y le entendíamos! Yo he visto a una multitud enorme no sólo escucharle con la boca abierta, horas y horas, sino repetir, palabra por palabra, lo que iba diciendo... Es muy fácil decirlo, y no parece nada, pero ver, como yo lo vi, cientos y cientos de caras, levantadas hacia él y repitiendo lo que escuchaban, como si fuese una oración. ¿Vosotros qué sabéis?... Yo le he oído hablar en una plaza de Valencia —todavía lo estoy viendo—, en el balcón de un centro republicano —no me acuerdo cuál, yo era muy chico entonces—-. Los salones estaban a reventar, a reventar la plaza y las calles de al lado. Llegó la guardia civil de a caballo dispuesta a despejar aquello ¡y se tuvo que regresar sin poder hacer nada! Aún estoy viendo a Don Vicente, con su barba de profeta joven, arengarlos, en el balcón, entre las luces de las antorchas. Se agigantaba, todos aquellos hombres hubiesen dado hasta la última gota de sangre por él”.

Todo lo que se conoce de Vicente Blasco Ibáñez confirma que fue tal y como le dejó retratado Max Aub. Nadie me negará que podía haber sido personaje en una de sus novelas, aunque aquí todavía personaje secundario. El protagonismo le llegará, lo comprobaréis, al completar el puzle de su vida.

La facilidad de Blasco para llegar a la gente y la verdad de su mensaje le ayudaron a convertirse en un político de éxito, por mucho que tampoco resultaran ajenos a ese triunfo su prestigio como novelista y la influencia que le permitía ejercer el contar con un medio de propaganda propio como era el diario El Pueblo. Sin embargo, probablemente no hubiera disfrutado del fervor popular del que disfrutó de no habérselo ganado paso a paso con su participación en las luchas populares y callejeras de Valencia, que le acarrearon no pocas dificultades y que sus seguidores supieron apreciar, aceptándole como uno más de ellos, siempre dispuesto a todo por la causa.

El activismo de Blasco le llevó a participar directamente en algaradas y enfrentamientos de los que no siempre salió bien parado. En tres ocasiones dio con sus huesos en presidió, aunque siempre por pocos meses, y en dos debió exiliarse para salvar el pellejo. La primera de ellas tuvo tintes de aventura digna del celuloide.

En 1890 --recordemos, Blasco tenía 23 o 24 años--, visitó Valencia en gira de mítines Antonio Cánovas del Castillo, líder conservador, muñidor de la reciente restauración borbónica, inventor del bipartidismo y Presidente del Consejo de Ministros. No había otra que tal personaje le cayera mal al joven periodista, que desató una dura campaña en contra de la visita desde las páginas de La Bandera Federal, el semanario que había fundado recientemente, poco más en realidad que una hoja volandera. Como consecuencia de sus proclamas y alentada desde la revista, se organizó una masiva y agitada manifestación, en la que Blasco se dirigió a la muchedumbre en plena calle. Cargaron los guindillas, que se lanzaron directos contra orador, pero cuando la policía intento detenerle le protegieron los propios manifestantes, que le rodearon y le ayudaron a escapar, escondiéndole un amigo en una barraca de la playa en la que hubo de permanecer oculto varios días. Cuando despejó la tormenta, una gabarra de pescadores amigos le llevó hasta Argel, desde donde saltó a Marsella y de allí a Paris. ¡Ríanse ustedes de las fugas del telón de acero!

Incluso a un duelo a pistola le condujo a Blasco su actividad política. El contrincante fue un teniente del ejército, Alestuei de nombre, con el que intercaló tres disparos sin consecuencia. La cuarta bala salido del arma del militar acertó al escritor en el vientre, aunque por fortuna chocó con la hebilla del cinturón, lo que le permitió conservar la vida pero no le evitó caer herido al suelo. Aunque el duelo era a muerte, ahí se acabo el tiroteo. ¿De película o no?



Aventurero por el mundo


Por si aún no ha quedado claro el carácter aventurero de nuestro personaje, aún restan un par de historias que dejan patente esta faceta de Blasco Ibáñez, viajero impenitente y buscalíos profesional como fue toda su vida. Ahí quedó para la historia la vuelta al mundo que emprendió desde el puerto de Nueva York en septiembre de 1923, cuando con 58 años de edad ya no era precisamente un chaval. Pocas personas habían realizado un viaje similar en aquellos años. Personalmente sólo conozco a dos, Blasco y Phileas Phog, aunque el primero no pusiera en el empeño tan sólo 80 días, sino dos años. Tampoco utilizó el escritor en esta trashumancia globos aerostáticos ni vapores autodestructivos, sino que dio la vuelta al Globo en el cómodo camarote de un lujoso transatlántico de la American Express. Aún así atravesó ocho océanos, navegó por el Ganges, el Nilo y el río Amarillo y conoció las cinco razas en los cinco continentes.

Y todo ello, cuentan, realizado con toda naturalidad, como si la cosa le resbalara y dar la vuelta al mundo fuera algo que se hacía cada día, como ir al trabajo, visitar a la familia o tomarse unos vinos en la taberna de debajo de casa. Algo que él parecía haber realizado con una normalidad y modestia que, por otra parte, no eran sino el enmascaramiento del orgullo que sentía por la hazaña realizada. “Cuando baje del tranvía y me pregunten de dónde vengo, diré: de dar la vuelta al mundo”, respondió a la pregunta de un periodista en el momento de la partida. “Como otros vienen de comprar el periódico”, apostilla su biógrafo, Ramiro Reig, que refiere la anécdota. El resultado del periplo fue “La vuelta al Mundo de un novelista” (1925), cuyos tres volúmenes constituyen todavía hoy una lectura apasionante a trozos, siempre ilustrativa y desde luego esclarecedora de la personalidad del autor.

Pero si algo define el carácter aventurero del escritor son sus afanes de pionero colonizador de tierras vírgenes. En 1912, en el transcurso de su primer viaje a Argentina, unos amigos le habían convencido de que aquel era el país de las oportunidades, lugar de acogida y triunfo de inmigrantes de todo el mundo. Ni corto ni perezoso, Blasco compró amplios terrenos y pensó en los campesinos valencianos que pasaban hambre y que allí podrían transformar su miseria en prosperidad. Regresó a Valencia, reunió a 70 familias y con ellas atravesó el mar, cruzó el desierto y se estableció con ellos en medio de la pampa. La aventura duró tres años y acabó como el rosario de la aurora: las tierras no eran tan fértiles como había pensado, las hermosas viviendas prometidas no estaban construidas y los colonizadores debieron alojarse en ínfimos barracones sin ninguna comodidad. Además, los campesinos valencianos, acostumbrados a la fertilidad de la huerta, no encontraban la forma de adaptarse a la aridez del desierto y hacerlo producir. Total, un fracaso que se saldó con importantísimas deudas para el promotor, que, eso sí, pagó religiosamente aunque tardara tiempo en arreglar sus cuentas.

Aún así, aquella aventura descubridora de Blasco dejó huella en Argentina y en su historia a través de las dos colonias que fundó, aún existentes hoy en día con el nombre con que él mismo las bautizó. Primero fue Nueva Valencia, situada a 1.100 kilómetros de Buenos Aires, en lo que ahora es el municipio de Riachuelo, en el departamento de Corrientes, y que cuenta con una población de 1.965 habitantes. La otra, Cervantes Río Negro, está en el norte de la Patagonia, en el departamento General Roca. Sus 3.552 habitantes celebran anualmente en ella la fiesta regional del mate y en diciembre se lleva a cabo la Fiesta Provincial de la Jineteada. Buenos lugares, incluso ahora, para escapar del mundo y convertirse en los vagabundos de “El tesoro de Sierra Madre”.

Como Blasco no disparaba con salvas, y no había historia que no dejara luego en negro sobre blanco, de la desdichada aventura argentina salieron dos novelas: “Los argonautas” (1914) y “La tierra de todos” (1922), que no figuran entre lo más apasionante de su obra, pero que dieron buenos frutos en la pantalla, sobre todo la segunda de ellas, que serviría para cimentar la ascensión al estrellato nada menos que de Greta Garbo.

Continuará…



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Deslumbrando los ojos de un escritor adulto