viernes, 20 de febrero de 2015

BLASCO IBÁÑEZ. Andanzas cinematográficas de un escritor valenciano en la corte de Hollywood


Blasco Ibañez y el cine (1)

Andanzas cinematográficas de un literato valenciano en la corte de Hollywood

 
Blasco y Valentino



 1. Un personaje de novela



Novelista, editor, periodista, político y aventurero, quizás el escritor español de mayor éxito internacional en las décadas a caballo entre los siglos XIX y XX, Vicente Blasco Ibáñez, nacido el 29 de enero de 1867 en la valenciana calle de Jabonería Nueva, hijo de un pequeño comerciante y de una mujer devota y severa, y fallecido en 1928 en su mansión de la villa francesa de Menton, quizás fue también el primer intelectual y novelista español, el más importante y exitoso en cualquier caso, que demostró un verdadero interés por aquel nuevo invento que fue el cinematógrafo.

A él dedicó desde el principio, cuando para otros artistas de su época aún era tan sólo un simple entretenimiento de barraca de feria, una atención que le llevaría a acabar considerando las películas no sólo un medio en el que podía expresar su talento, sino, sobre todo, la forma artística por excelencia del nuevo siglo naciente, fiel representación de una era regida por el maquinismo y la modernidad. Contar esa historia es el objetivo de estas notas. Veremos a ver cómo va saliendo la cosa.

Blasco retratado por Sorolla
A estas alturas del siglo XXI parece lógico preguntarse por qué este interés en un escritor (y en lo que aquí nos toca cineasta) que hoy está, mucho me temo, prácticamente olvidado, excepto por una pequeña lista de estudiosos, víctima de una infravaloración crítica que apenas le ha considerado en las últimas décadas poco más que un autor de folletines inspirados. No voy a entrar en ello, aunque sea una valoración que me parece absolutamente injusta. Sin duda Blasco Ibáñez no fue un gran novelista, a la manera de un Galdós, fecundo como él, o de un Clarín, autor esencial de una sola obra, aunque sí existen grandes novelas entre su muy extensa producción. Pero que nadie se preocupe, que no entraré en esa cuestión, porque no está la reivindicación literaria del autor en los orígenes de estas líneas, que no hablan tanto de sus novelas, sino de lo que el cine hizo con ellas. Este interés por la faceta cinematográfica nace motivado tanto por la curiosidad por esta actividad poco conocida del escritor como por su propia personalidad humana, que como se verá le convirtió en todo un personaje.

También existe, lo reconozco, una querencia personal hacia el tema, porque Blasco Ibáñez fue mi primer descubrimiento literario en una ya lejana adolescencia, pasadas ya las épocas, nunca conclusas, de Mortadelo y Filemón y Hazañas Bélicas o la posterior de Salgari, Verne y Zane Grey. No creo yo que esto pueda interesar mucho a quien se meta en estas líneas, pero como el blog es mío, saco la varita mágica del capricho y lo introduzco aquí. También porque creo que sugiere lo que Blasco Ibáñez significó para alguna gente en un determinado momento de la historia de España.



Flash-back en blanco y negro




La acción tiene lugar a comienzos de los años 60 del siglo XX, y transcurre en la cola de la taquilla del cine Espronceda, sito no en la calle del mismo nombre, sino en la aledaña de Alonso Cano, Madrid. Era una sala de barrio, de programa doble, ante la que esperaba su apertura acompañado de alguno de aquellos viejos amigos de la infancia, que ya se han perdido en el calendario pero que no se olvidan. Para entretenerme leía un libro. Una señora que también esperaba se fijo en el título, y me recriminó --la verdad es que en mi recuerdo no sé si con cariño o con soberbia-- que aquella no era lectura para niños. Yo, con la fatuidad de los 14 años que bien podía tener ya, le respondí sin dudarlo: “me lo ha regalado mi papá”, y debo suponer que seguí al tema que me regalaba la novela, que era de Blasco Ibáñez y que debía ser “Entre naranjos”, que contiene un apasionado romance del protagonista con una casquivana cantante de ópera que, inmerso el país en la moralidad más pacata, no debía ser adecuada para la tierna mente de un adolescente pajillero.

No mentía yo a la señora, el dios en el que ya no creía entonces me libre. Mi padre, un veterano rojo que en su juventud se había imbuido hasta las cejas del republicanismo radical del escritor, admiraba a Vicente Blasco Ibáñez, al que probablemente conocía más por sus ideas que por su literatura. Queriendo traspasarme esa admiración, me regaló algunas de las novelas del ciclo valenciano, las que entonces eran más fáciles de encontrar y que constituyen probablemente lo más destacado de la obra del valenciano. El viejo hubiera querido comprarme “La Catedral” o “La Araña Negra”, que él había leído, pero su anticlericalismo militante las había hecho víctimas de la censura.

Lo mismo hizo con otros autores y libros que él  había ido descubriendo a lo largo de su vida con ese hambre de cultura que caracteriza a los buenos autodidactas. Comprábamos, porque le gustaba que le acompañara, en librerías, pero preferentemente en la Cuesta de Moyano o en el Rastro, en el que un viejo amigo, maestro depurado, malbarataba su biblioteca para completar el mezquino sueldo que le daban en  la academia en la que daba clases a repetidores. Era la manera en que unos determinados españoles, los perdedores de una guerra que aún estaba insultantemente presente en todos los rincones, podían leer y aprender lo que en la escuela se ocultaba. 

En mi caso personal, aquella insistencia paterna me permitió acceder a edad muy temprana a libros, historias e ideas que, en otras situación, hubiera tardado mucho más en descubrir o no hubiera descubierto nunca: Vargas Vila, que le gustaba especialmente, “La busca” de don Pío, que encontró entusiasmado, Zola, Machado y Lorca, Galdos… O “Las Ruinas de Palmira”, el panfleto del Conde de Volney, que para él constituía la prueba irrefutable de la falsedad de las religiones y del que no entendí un pijo, aunque lo leí con la máxima atención. Recientemente he vuelto a intentarlo, pues lo encontré en esta cosa de internet, pero no he sido de pasar de la página 20, y eso ya creo que es mucho. De todos ellos, Vicente Blasco Ibáñez fue el que más me impresionó, el que más ventanas me abrió, no ya a las ideas y a la literatura, que también, sino a la vida.


novelista, periodista y editor


En la Casa-Museo de Valencia dedicada al escritor, reconstrucción del viejo chalet de la playa de la Malvarrosa en la que vivió Blasco, encima de la falsa mesa de despacho en la que escribía, de la misma época pero no exactamente la misma, se conserva un folio sobre el que, escrito por su propia mano, figura un aforismo que, personalmente, me parece toda una declaración de principios sobre el arte del buen vivir, en el que don Vicente fue un maestro. "El trabajo es virtud, la holganza es salud", reza, en una clara contradicción entre sus aspiraciones y la realidad, porque pocos escritores hay en España que trabajaran más en su vida, tanto que desarrolló tal actividad que casi alcanza la extravagancia. No sólo en su obra literaria, sino en otros muchos afanes, unas veces complementarios de la escritura y en otros totalmente ajenos a ella, hasta el punto de poder llegar a afirmar que Vicente Blasco Ibáñez, valenciano, vividor y escritor, hubiera sido, de haber escrito sus memorias, el más novelesco de todos los personajes de sus novelas.

Ante todo don Vicente fue novelista. En su bibliografía figuran más de cincuenta libros, la mayor parte novelas, unas excelentes y otras infumables, pero también divulgación histórica, algún ensayo o panfleto y varios y destacables libros de viajes que aún hoy pueden leerse con provecho. En línea con ese empeño literario, también fue editor, creando con algún socio la editorial Prometeo en 1914. En ella publicó sus propios textos, pero no exclusivamente, convirtiendo su editorial en una de las más importantes de España, poniendo al alcance de los españoles del momento buena parte del pensamiento más racionalista y progresista de la humanidad. A él se deben, por ejemplo, las primeras ediciones en España de "La evolución de las especies", de Darwin, o las primeras "Greguerías" de Gómez de la Serna, a más de los dramas completos de Shakespeare, que tradujo él mismo, al parecer plagiando, y que por primera vez aparecían completos en español, Homero, Esquilo, Sófocles o Dante, en colecciones dedicadas a los más distintos temas: teatro, historia, geografía, ciencia, clásicos de la literatura y novelas populares de autores contemporáneos, que se publicaron en la colección por entregas de "La novela literaria" a precio barato. Su idea como editor, aparte de ganar dinero, cuestión que también le interesó toda su vida, era poner al alcance de las clases populares la mejor literatura del mundo y los libros de pensamiento más avanzados. Publicar mucho, barato y de calidad. Una hermosa aventura en la que anduvo toda su vida y que le sobrevivió, interrumpida sólo a la toma de Valencia por los rebeldes al final de la guerra civil, ya muerto Blasco 11 años antes.

En esta misma vocación divulgativa habría que inscribir la creación, en 1894, el diario El Pueblo, en cuyo primer número comenzó también la publicación en forma de folletín de “Entre naranjos”, iniciando su ciclo de sus novelas valencianas. El periódico sería desde el primer momento el más importante de los órganos de prensa valencianos, con gran repercusión también en toda España, instrumento de difusión y agitación de los principios republicanos, anticlericales y obreristas que constituían las bases ideológicas y políticas del escritor.


Activista político


Entre las cosas en las que Blasco Ibáñez fue un adelantado a su tiempo figura en lugar destacado la de constituir un ejemplo de escritor de lo que con el tiempo llegarían a ser los intelectuales comprometidos, “engagé” siempre hasta las cachas. Más que lo fueran Zola o Víctor Hugo, sus modelos de literato, porque su compromiso no se quedó sólo en los libros o en actuaciones políticas puntuales. Muy por el contrario, para Blasco la política fue, especialmente hasta que llegó a la cuarentena, una actividad paralela a la literaria a la que se entrego con similar energía que la que dedicaba a sus novelas, las mejores de las cuales escribió, precisamente, en esta etapa de su vida. 

Vicente Blasco Ibáñez se inició en las luchas políticas cuando apenas con 15 años ingresó en la Universidad de Valencia para estudiar Derecho, que acabó pero no ejerció, y se implicó en las algaradas de 1882 contra la monarquía, que se había restablecido siete años antes, tras el finiquito del sexenio liberal y la primera República. A partir de ahí, en lo que hoy llamaríamos un rápido proceso de concienciación, su nivel de compromiso fue acrecentándose y concretándose. Racionalista irredento como era, se integró en la masonería y se adhirió al Partido Republicano Federal de Pi y Margall, la rama más a la izquierda del republicanismo de la época (recuerden que andamos allá por los tiempos de la guerra de Cuba, a la que nuestro autor se opuso con firmeza). Sin embargo duró poco esa militancia, porque Blasco no era hombre de andar detrás de otras banderas que no fueran las propias. Así, creó en Valencia lo que primero sería Unión Republicana, y luego, otra vez en su papel de precursor, Partido de la Unión Republicana Autonomista, que gobernó en la ciudad durante largos años y por que fue elegido diputado en las Cortes madrileñas en seis ocasiones.

No fue el suyo un partido cualquiera, a la manera de las agrupaciones de notables, o de caciques, que entonces administraban España, porque gobernarla, lo que se dice gobernarla, aún la gobernaba Alfonso XII, servido en dulce alternancia por liberales y monárquicos. Lo que Blasco construyó --en línea con lo que entonces estaban haciendo en Barcelona Lerroux con su Partido Radical—fue, y no es moco de pavo histórico, la primera organización política de masas, cuando el socialismo y el anarco sindicalismo aún andaban en pañales. Un partido con una extensa red de militantes y simpatizantes, organizado en cada pueblo a través de una completo entramado de ateneos y centros republicanos, centrados en la política, pero también en la cultura, llegando en este terreno a fundar incluso una Universidad Popular.

Tal fue la influencia de Blasco Ibáñez en la política española de finales del siglo XIX y comienzos del XX que incluso llego a bautizar una corriente ideológica, el blasquismo, que aún hoy es reconocido incluso en wikipedia. Una ideología embrionaria de lo que vendría después, decididamente basada en la idea de la necesidad del protagonismo político de las masas subyugadas, republicana y anticlerical de raíz, en la convicción de que el despotismo monárquico y el oscurantismo religioso eran la base de la incultura y la miseria de las clases populares. Populista en su expresión y caudillista en su funcionamiento; burgués, prelibertario y protosocialista.

No puedo reprimir el transcribir aquí, aunque se alargue la historia, el retrato que de él hizo alguien que le conoció de adolescente en aquellos años de esplendor literario y político de Blasco. Hombre, como él, de la novela y el cine. Máx Aub, aquel francés hijo de padres judíos que en su peregrinar le llevaron a Valencia todavía niño, ya en el exilio mexicano, en 1945, en su novela “Las buenas intenciones” puso en boca de uno de sus personajes:

“Era un dios, ¿me oís?, un dios, y además lo parecía: alto, fuerte, casi hercúleo, el pelo ensortijado, la cara de dios griego, un poco grueso tal vez... ¡Y una voz! ¡Qué voz!... Vosotros no habéis conocido a Blasco, el verdadero Blasco, era un dios. Hablaba de todo: de poesía, de libros que nadie había leído —por lo menos los que le escuchábamos—, de historia, de geografía ¡y le entendíamos! Yo he visto a una multitud enorme no sólo escucharle con la boca abierta, horas y horas, sino repetir, palabra por palabra, lo que iba diciendo... Es muy fácil decirlo, y no parece nada, pero ver, como yo lo vi, cientos y cientos de caras, levantadas hacia él y repitiendo lo que escuchaban, como si fuese una oración. ¿Vosotros qué sabéis?... Yo le he oído hablar en una plaza de Valencia —todavía lo estoy viendo—, en el balcón de un centro republicano —no me acuerdo cuál, yo era muy chico entonces—-. Los salones estaban a reventar, a reventar la plaza y las calles de al lado. Llegó la guardia civil de a caballo dispuesta a despejar aquello ¡y se tuvo que regresar sin poder hacer nada! Aún estoy viendo a Don Vicente, con su barba de profeta joven, arengarlos, en el balcón, entre las luces de las antorchas. Se agigantaba, todos aquellos hombres hubiesen dado hasta la última gota de sangre por él”.

Todo lo que se conoce de Vicente Blasco Ibáñez confirma que fue tal y como le dejó retratado Max Aub. Nadie me negará que podía haber sido personaje en una de sus novelas, aunque aquí todavía personaje secundario. El protagonismo le llegará, lo comprobaréis, al completar el puzle de su vida.

La facilidad de Blasco para llegar a la gente y la verdad de su mensaje le ayudaron a convertirse en un político de éxito, por mucho que tampoco resultaran ajenos a ese triunfo su prestigio como novelista y la influencia que le permitía ejercer el contar con un medio de propaganda propio como era el diario El Pueblo. Sin embargo, probablemente no hubiera disfrutado del fervor popular del que disfrutó de no habérselo ganado paso a paso con su participación en las luchas populares y callejeras de Valencia, que le acarrearon no pocas dificultades y que sus seguidores supieron apreciar, aceptándole como uno más de ellos, siempre dispuesto a todo por la causa.

El activismo de Blasco le llevó a participar directamente en algaradas y enfrentamientos de los que no siempre salió bien parado. En tres ocasiones dio con sus huesos en presidió, aunque siempre por pocos meses, y en dos debió exiliarse para salvar el pellejo. La primera de ellas tuvo tintes de aventura digna del celuloide.

En 1890 --recordemos, Blasco tenía 23 o 24 años--, visitó Valencia en gira de mítines Antonio Cánovas del Castillo, líder conservador, muñidor de la reciente restauración borbónica, inventor del bipartidismo y Presidente del Consejo de Ministros. No había otra que tal personaje le cayera mal al joven periodista, que desató una dura campaña en contra de la visita desde las páginas de La Bandera Federal, el semanario que había fundado recientemente, poco más en realidad que una hoja volandera. Como consecuencia de sus proclamas y alentada desde la revista, se organizó una masiva y agitada manifestación, en la que Blasco se dirigió a la muchedumbre en plena calle. Cargaron los guindillas, que se lanzaron directos contra orador, pero cuando la policía intento detenerle le protegieron los propios manifestantes, que le rodearon y le ayudaron a escapar, escondiéndole un amigo en una barraca de la playa en la que hubo de permanecer oculto varios días. Cuando despejó la tormenta, una gabarra de pescadores amigos le llevó hasta Argel, desde donde saltó a Marsella y de allí a Paris. ¡Ríanse ustedes de las fugas del telón de acero!

Incluso a un duelo a pistola le condujo a Blasco su actividad política. El contrincante fue un teniente del ejército, Alestuei de nombre, con el que intercaló tres disparos sin consecuencia. La cuarta bala salido del arma del militar acertó al escritor en el vientre, aunque por fortuna chocó con la hebilla del cinturón, lo que le permitió conservar la vida pero no le evitó caer herido al suelo. Aunque el duelo era a muerte, ahí se acabo el tiroteo. ¿De película o no?



Aventurero por el mundo


Por si aún no ha quedado claro el carácter aventurero de nuestro personaje, aún restan un par de historias que dejan patente esta faceta de Blasco Ibáñez, viajero impenitente y buscalíos profesional como fue toda su vida. Ahí quedó para la historia la vuelta al mundo que emprendió desde el puerto de Nueva York en septiembre de 1923, cuando con 58 años de edad ya no era precisamente un chaval. Pocas personas habían realizado un viaje similar en aquellos años. Personalmente sólo conozco a dos, Blasco y Phileas Phog, aunque el primero no pusiera en el empeño tan sólo 80 días, sino dos años. Tampoco utilizó el escritor en esta trashumancia globos aerostáticos ni vapores autodestructivos, sino que dio la vuelta al Globo en el cómodo camarote de un lujoso transatlántico de la American Express. Aún así atravesó ocho océanos, navegó por el Ganges, el Nilo y el río Amarillo y conoció las cinco razas en los cinco continentes.

Y todo ello, cuentan, realizado con toda naturalidad, como si la cosa le resbalara y dar la vuelta al mundo fuera algo que se hacía cada día, como ir al trabajo, visitar a la familia o tomarse unos vinos en la taberna de debajo de casa. Algo que él parecía haber realizado con una normalidad y modestia que, por otra parte, no eran sino el enmascaramiento del orgullo que sentía por la hazaña realizada. “Cuando baje del tranvía y me pregunten de dónde vengo, diré: de dar la vuelta al mundo”, respondió a la pregunta de un periodista en el momento de la partida. “Como otros vienen de comprar el periódico”, apostilla su biógrafo, Ramiro Reig, que refiere la anécdota. El resultado del periplo fue “La vuelta al Mundo de un novelista” (1925), cuyos tres volúmenes constituyen todavía hoy una lectura apasionante a trozos, siempre ilustrativa y desde luego esclarecedora de la personalidad del autor.

Pero si algo define el carácter aventurero del escritor son sus afanes de pionero colonizador de tierras vírgenes. En 1912, en el transcurso de su primer viaje a Argentina, unos amigos le habían convencido de que aquel era el país de las oportunidades, lugar de acogida y triunfo de inmigrantes de todo el mundo. Ni corto ni perezoso, Blasco compró amplios terrenos y pensó en los campesinos valencianos que pasaban hambre y que allí podrían transformar su miseria en prosperidad. Regresó a Valencia, reunió a 70 familias y con ellas atravesó el mar, cruzó el desierto y se estableció con ellos en medio de la pampa. La aventura duró tres años y acabó como el rosario de la aurora: las tierras no eran tan fértiles como había pensado, las hermosas viviendas prometidas no estaban construidas y los colonizadores debieron alojarse en ínfimos barracones sin ninguna comodidad. Además, los campesinos valencianos, acostumbrados a la fertilidad de la huerta, no encontraban la forma de adaptarse a la aridez del desierto y hacerlo producir. Total, un fracaso que se saldó con importantísimas deudas para el promotor, que, eso sí, pagó religiosamente aunque tardara tiempo en arreglar sus cuentas.

Aún así, aquella aventura descubridora de Blasco dejó huella en Argentina y en su historia a través de las dos colonias que fundó, aún existentes hoy en día con el nombre con que él mismo las bautizó. Primero fue Nueva Valencia, situada a 1.100 kilómetros de Buenos Aires, en lo que ahora es el municipio de Riachuelo, en el departamento de Corrientes, y que cuenta con una población de 1.965 habitantes. La otra, Cervantes Río Negro, está en el norte de la Patagonia, en el departamento General Roca. Sus 3.552 habitantes celebran anualmente en ella la fiesta regional del mate y en diciembre se lleva a cabo la Fiesta Provincial de la Jineteada. Buenos lugares, incluso ahora, para escapar del mundo y convertirse en los vagabundos de “El tesoro de Sierra Madre”.

Como Blasco no disparaba con salvas, y no había historia que no dejara luego en negro sobre blanco, de la desdichada aventura argentina salieron dos novelas: “Los argonautas” (1914) y “La tierra de todos” (1922), que no figuran entre lo más apasionante de su obra, pero que dieron buenos frutos en la pantalla, sobre todo la segunda de ellas, que serviría para cimentar la ascensión al estrellato nada menos que de Greta Garbo.

Continuará…



Siguiente entrega:




Deslumbrando los ojos de un escritor adulto



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