Sabina y Krahe. Entrevista conjunta. 1985
En 1985 Sabina estaba ya en el
disparadero de su imparable camino hacia el éxito multitudinario. Krahe seguía
siendo un rara avis con vocación de permanencia. En EL PAÍS quisieron que los
juntara en una entrevista para hablar de cómo habían llegado hasta allí.
Ambos salieron a
la luz pública en el mismo momento; ambos tenían tras de sí una prolongada
estancia en el extranjero, del que llegaron en el momento justo al sitio
preciso; ambos vivieron en La Mandragora una experiencia renovadora y refrescante
que sorprendió a propios y ajenos; ambos tienen el mismo número de álbumes
editados, y ambos reflexionan en sus canciones, desde diferente perspectiva,
sobre la misma realidad: las miserias, desventuras y esperanzas de personajes
que se mueven entre la incertidumbre, el dolor y el esperpento en una piel de
toro que pierde sus contornos.
No son un dúo y,
sin embargo, se les ve a menudo juntos. Ni Juan y Júnior, ni Daoiz y Velarde,
ni Romeo y Julieta, ni siquiera Carmen Morel y Pepe Blanco. Son tan sólo
Joaquín Sabina y Javier Krahe, dos cantautores de magra figura y afilada
guitarra. Son amigos y viven en Madrid, ciudad de la que vienen dando una foto
robot con sus canciones entrañables o crueles. ¿Cómo hablar de los dos juntos,
pero sin mezclarlos? Con Joaquín Sabina
hablamos en el restaurante del Café Gijón, entre nobles maderas que recuerdan
en su vetustez viejas tertulias de poetas habladores a la hora del café. Al
final llega Javier y todavía tenemos tiempo de comentar la corrida de Antoñete
que se celebraba aquella tarde y las excelencias de Javier López de Guereña
como guitarrista. Para hablar con Javier
Krahe vamos a su casa. Joaquín está presente y de cuando en cuando aporta
su palabra para concretar una idea, redondear una frase o hacer una pregunta.
“Soy de las pocas personas que reconoce no
sentir ninguna nostalgia por su infancia, absolutamente ninguna", dice
Joaquín Sabina recordando sus primeros años en Úbeda, un pueblo de Jaén de
hermosas calles y arquitectura monumental que aún le sigue recordando un patio
de cuartel, quizá por el entorno familiar cerrado y autoritario en el que se
movía. "Mi vida consciente empieza
en Granada, adonde me trasladé en 1966 para estudiar filología hispánica,
después de haber hecho preu en Úbeda", continúa. En Granada se vivía
en aquellos tiempos una especial euforia cultural. El poeta Juan de Loxa había
puesto en marcha Poesía 70, revista y programa de radio que tuvieron una
incidencia importante entre los jóvenes poetas y cantantes que empezaron a
agruparse alrededor del grupo Manifiesto Canción del Sur. En él participó algún
nombre de la canción que hoy continúa en activo, como Carlos Cano; algún otro
que se perdió en el camino, como Antonio Mata, y aun otros que siguen, con la
esperanza del primer día, luchando por hacerse un hueco en el cielo de los
cantantes, como Raúl Alcover. Joaquín Sabina todavía no había iniciado su
trabajo de intérprete y compositor.
"En aquel tiempo, todavía no componía
canciones", continúa hablando, mientras en el plato se le enfría la
comida por culpa del insistente magnetófono, que, para mayor vergüenza, dejó
sin grabar una parte de la conversación. "Yo estaba en un grupo de teatro, y lo que hacía era tocar la guitarra
en las escenificaciones de poetas que hacíamos. Eran cosas de Nicolás Guillen,
Miguel Hernández o la poesía beat americana; yo los musicalizaba muy en línea
de Paco Ibáñez".
Era la primera
guitarra que tuvo en su vida. Una guitarra que Joaquín Sabina ve ya como un
signo definitorio de su vida. "Aprendí
a tocar la guitarra porque en mi casa había una vieja tradición que consistía
en que se regalaba un reloj de pulsera cuando se aprobaba cuarto y reválida. Yo
dije que no quería el reloj, que quería una guitarra. Luego, al cabo de los
años, pensando en por qué mi hermano y yo somos tan distintos, siendo los dos
únicos hermanos, y pensando en cuando empezamos a separarnos y a definir cada
uno nuestra vida, creo que fue ahí. Él eligió el reloj, y yo, la guitarra".
En Granada vivió
los primeros amores, las primeras revueltas estudiantiles, los primeros
escarceos con la política y Mayo del 68. "Nunca he madrugado en mi vida", confiesa con la convicción que
da seguir manteniendo vivas viejas costumbres. "Siempre me he acostado a las cinco de la madrugada y levantado a la una
del mediodía, pero recuerdo exactamente que en Mayo del 68 nos levantábamos
todos de madrugada para coger las primeras ediciones de los periódicos. De un
modo rarísimo, con lo provincianos que éramos, que no habíamos viajado
absolutamente nada, pensábamos que lo que sucedía en París nos concernía
directamente. Yo tenía mi habitación llena de todas las fotos que habían venido
en Triunfo, recortadas y pegadas en la pared. No sé por qué canales pensábamos
que estaba pasando algo mágico, que nosotros sentíamos de un modo un tanto
amorfo, pero real".
En 1970, cuando
le quedaba una sola asignatura de la carrera, abre la puerta de las
frustraciones y los miedos y se marcha a Londres. "Fue un exilio mitad voluntario y mitad forzado. Yo pertenecía a una
especie de grupo político fantasma, cuyos éxitos se apuntaba el partido
comunista y cuyos fracasos eran sólo nuestros. Hacíamos cosas que yo creo que
eran casi terroristas, al menos en cierta medida. Por ejemplo, poner un cóctel
molotov en un banco de Granada. Acción", y sigue diciendo acción con
la mística de los viejos tiempos, "en
la que, por cierto, cayó casi todo el mundo. Yo me libré, pero, como además
tenía la mili y una novia inglesa, decidí poner tierra por medio y comenzar una
nueva etapa de mi vida".
Londres era el
sueño dorado de los españolitos de a pie de aquellos años. Clínicas abortistas,
multitudinarios festivales de música, los domingos de Hyde Park, inmensas
tiendas de discos, cines sin censura, ensoñaciones esperadas para quienes
salían de la noche de los tiempos con la esperanza en la maleta. "Lo primero que descubrí en Londres fue aire
para respirar", dice Joaquín
Sabina. "Fue un cambio
sustancial. Los primeros meses que estuve allí me dediqué, sobre todo, a vivir".
Pasado el deslumbramiento de los primeros momentos se dedica también a cantar.
Canciones suramericanas y tópicos sonidos hispánicos en restaurantes de lujo.
"Una vez canté para Liz Taylor",
añade. También son de ese tiempo sus primeras composiciones, interpretadas en
los recitales que organizaba el club Antonio Machado, donde Joaquín Sabina
actuó haciendo de telonero en los conciertos de los cantantes que entonces eran
más representativos de la otra música española, de Lluís Llach a Paco Ibáñez,
de Raimon a Pi de la Serra. Se preparaba para su regreso a España en 1976.
A la vuelta,
Joaquín Sabina participa con su guitarra en mítines y actos políticos, pero su
visión de la canción difiere sustancialmente de la mayor parte de las cosas que
se hacían entonces. "Cuando volví a
España y comencé a cantar tenía 29 años, pero para la música tenía 22, porque
los siete años de exilio me hacían aparecer como un cantante nuevo. Eso me
ayudó, porque, de haber estado aquí, hubiera ardido en la misma hoguera que
muchos otros. Cuando llegué me di cuenta de que había que hacer otra cosa,
canciones más divertidas, más cotidianas y más lúdicas. Creo que las canciones
son pequeñas obritas de tres minutos que tienen una gotita de magia o no la
tienen, pero que no son la quintaesencia de nada".
Su primer disco,
grabado en condiciones que hoy le desagradan, pasó sin pena ni gloria. Desde que
comienza a actuar en La Mandrágora se va afinando su estilo de cronista
ciudadano, de fotógrafo musical de la calle y sus personajes, que extrae de su
guitarra, retazos de la vida urbana, complicada y difícil, en tonos de
claroscuro marginal. "Siempre me han
interesado mucho los perdedores", explica. "Durante años he tenido pegada en la pared una frase de Scott Fitzgerald:
'Hablo con la autoridad que me da el fracaso'. El fracaso siempre me ha
parecido hermoso, y el éxito, un poco hortera. Los personajes que me resultan
más cantables, de los cuales se puede extraer una lírica más estremecedora, son
los perdedores. Yo le hice una canción a el Jaro, Qué demasiao, una vez que leí en el periódico que se
había encontrado en un semáforo con la policía cuando conducía un coche robado
y, después de identificarse, la había desafiado a una carrera. Si tengo que
definir lo que es para mí poesía, eso es poesía pura".
De su guitarra
va surgiendo una galería de ambientes (Calle
melancolía. Pongamos que hablo de
Madrid o Negra noche) y de personajes-retrato
tratados con cariño y sobriedad. Son El Jaro, Tolete, Kung Fu, delincuentes
juveniles, marginales y pasados, que deambulan por la ciudad y que le han
llevado a protagonizar alguna anécdota estremecedora. "En un recital de Alcorcón había en la cuarta
fila un grupo de chicos con cazadoras negras que cuando empecé a cantar la
canción de el Jaro se pusieron en pie, sacaron las navajas y las pusieron en
posición de presenten armas hasta que finalizó el tema. Luego las guardaron
respetuosamente, y allí no había pasado nada".
En el disco Ruleta rusa (1983) deja atrás su etapa
de músico acústico, y Joaquín Sabina,
que confiesa que le sigue gustando todo tipo de música, "de la Niña de los Peines a Dylan",
entra a saco en el lenguaje del rock. "El
rock es un lenguaje universal. A estas alturas del siglo y de la cultura urbana
creo que no hay otra forma de cultura que no sea ésta. La televisión lleva la
cultura urbana hasta el último pueblo del mundo. El rock es el idioma musical
de nuestro tiempo, es la canción popular, folk de esta última parte del siglo.
¿Raíces o no raíces? Es una polémica inútil. A las generaciones que vienen
después de nosotros, lo de las raíces les va a sonar a arqueología, a no ser
que escuchen a grupos tan maravillosos como Oskorri o Milladoiro, que a partir
del folclor hacen una obra fresca, nueva y espontánea".
Con su último
trabajo, Juez y parte, sigue su
indagación sobre las partes más oscuras de la realidad que nos rodea, una
indagación que es también una manera de entender el mundo y la vida. "Yo siempre trato de explicarme",
concluye, "pero como soy más bien caótico, me expreso dentro del caos y la
contradicción en que vivimos. Es más, cuanto más digo mi verdad, cuanto más
avanzo en el terreno de decir lo que pienso, soy más caótico. Yo no puedo decir
cosas blancas o negras porque no las siento así. Acepto la contradicción; lo
que no sé es si la contradicción me acepta a mí".
La casa de Javier Krahe ofrece un aspecto de
desordenada organización en la que parece que las cosas te van a salir a buscar
antes de que se decida uno a ir a buscarlas. Libros por las estanterías,
colocados en un cuidadoso orden de caída; algunos cuadros en las paredes,
discos encima de la mesa y una guitarra encima del sofá. Delgado, serio y distanciado,
la barbada imagen del cantante se anima cuando habla de sus canciones y se
enfría cuando se refiere a su vida. "No
tengo ningún antecedente familiar artístico", dice. "En mi casa se leía a Marcial Lafuente
Estefanía y a Wenceslao Fernández-Florez; ésa era la despensa literaria que
había en mi casa. Si había algo más de cultura musical, porque a mi padre, que
no tenía discos, le gustaba mucho la ópera y la música clásica".
Lo que si tenía
Javier Krahe, que oculta bajo su apellido alemán una evidente afición por el
esperpento ibérico, es un hermano pequeño, Jorge. Se sabe mucho de la
influencia que tienen los hermanos mayores sobre los menores, pero poco a la
inversa. Y en la vida musical de Javier Krahe, en su decisión de escribir y
cantar canciones, tuvo una influencia decisiva la presencia de su hermano
Jorge, precoz y atípico cantante, de subterránea carrera y desgraciada muerte
en accidente hace un par de años, cuyo ejemplo musical acabó por conducirle al
desproporcionado mundo de la farándula.
"Primero me dio por escribir, como a los 20
años, porque tenía a Jorge en casa", explica mientras comenta la
posibilidad de grabar un disco con las canciones inéditas de su hermano, lo que
da pie a un intercambio de pareceres con Joaquín Sabina, presente en la
entrevista, sobre quién debería interpretarlas y cómo hacerlo. "Yo le llevaba ocho años, pero él tocaba la
guitarra desde los nueve. Cantaba canciones de quien fuera (en aquel tiempo
recuerdo que hacía cosas de Pete Seeger), y yo la única pretensión que tenía
era que, dentro de cualquier tipo de canción, la letra contara una historia.
Entonces empecé a escribir letras y él comenzó a cantarlas".
Mal estudiante
de económicas, Javier Krahe confiesa
que "el origen de mis canciones
suele ser una simple rima: iglesia y amnesia, por ejemplo. A partir de eso, me
pregunto qué es lo que puedo decir con esa rima". Asegura, no sin
orgullo, que aprobó las cinco asignaturas de primero, necesarias para pasar a
segundo, era mejor lector de la poesía de Guillen, Hernández o Machado que
futuro economista. También él se fue detrás de una novia a Canadá, país del que
recuerda como lo más positivo haber aprendido francés. "Fue muy importante lo de aprender francés,
porque no sólo me vinculó a la obra de Georges Brassens, que desconocía hasta
entonces, sino también porque a través del francés me desvinculé de ilusiones
nacionalistas. Políticamente también significó mucho. Cuando fui a vivir a
Montreal, yo estaba muy politizado, y allí me encontré con una democracia que
me desencantó profundamente en 1969. Era, desde luego, mejor que lo que se
vivía en España, pero, de cualquier forma, fue decepcionante darme cuenta que
de la democracia lo único que se podía sacar era una mínima tolerancia".
Desde Montreal
sigue escribiendo letras, que envía a su hermano, quien las ponía música y las
cantaba en pubs y colegios mayores, pero Javier todavía no se decide a cantar.
"Yo no sabía ni siquiera tocar la
guitarra, que es lo menos que se le podía pedir a un cantante. Fue a la vuelta,
cuando ya tenía 30 años, cuando me decidí a aprender. Tardé cinco años, y pensé
que sería cantante a los 40; fue a los 35, pero de todas formas es una vocación
un tanto tardía".
Poco a poco van
surgiendo las canciones que ahora conocemos: historias descarnadas de pueblos
que dudan entre echar a la Jacinta al pilón o descubrir un busto en la plaza,
parabólicas alabanzas a la hoguera como la forma preferible de impartir
justicia sumaria, insultos musicales de iconoclasta, divagaciones sobre el
tamaño y el éxito de sus atributos varoniles, alambicadas aleluyas buñuelescas
y crónicas satíricas sobre suicidas irredentas y desagradecidas fans que con
todos se acuestan, menos con él. Crónicas distanciadas del esperpento patrio,
camufladas confesiones de las miserias propias y ajenas, en las que, bajo la
defensa de la ironía o el sarcasmo, se deja presentir la debilidad sentimental
del cantante y sus pudores.
"Yo creo que mis canciones tienen más de
ficción que de realidad", dice, como para curarse en salud, "pero la realidad es que no se me ocurrirían
si no viera cosas que suceden. Cuando escribí Dónde se habrá metido esa
mujer, fue una reacción a esas canciones
pretendidamente feministas que no lo son en absoluto. Y era un problema,
porque, siendo feminista sólo muy relativamente, no era asunto fácil. Yo no
vivía esa realidad que cuento, pero qué duda cabe de que es una realidad que
puede existir. Sin embargo", recalca, "lo que más me interesaba de la canción es que iba a escribirla
rimándola en asonante, cosa que nunca había hecho". Y es que las
palabras y su escritura es el juego que prefiere Javier Krahe.
Enrevesadas
rimas, laberínticas historias de medida y exacta construcción, malabarismos
lingüísticos que forman la base de su trabajo. "El origen de mis canciones suele ser una simple rima: iglesia y
amnesia, por ejemplo. A partir de eso, me pregunto qué es lo que puedo decir
con esa rima; va surgiendo la historia que exigen las palabras. Hago muchas
variaciones. De cada 10 canciones hay una en la que lo primero que escribo es
la letra; precisamente ahora, que cuento con mayores posibilidades de expresión
musical, es cuando se me presentan mayores problemas, porque ya no me tienta
escribir una letra sin más, sino que espero a encontrar una música que me
guste. Eso me crea ciertas dificultades, porque, al no tener como punto de
partida una rima o una historia, se me hace más cuesta arriba".
Para Javier
Krahe, el componer canciones es una lucha desesperada con las palabras y las
historias, un pulso entre el creador y lo creado en el que no siempre sale
victorioso el autor. "A
veces, una canción se apodera de uno y desarrolla su propia sucesión lógica. En
el último disco, Corral de cuernos, hay varios temas que se apoderaron de mí y
de alguna forma se independizaron: Nembutal, Electroencefalograma y Paraíso
perdido; esta última, hasta extremos
violentos. Por la propia dinámica que adquirieron las canciones, me vi obligado
a escribir cosas que no sólo no tenía previsto, sino que no me hubiera atrevido
a decir, pero había algo que me llevaba necesariamente a ello. La lógica
interna de una canción discurre por caminos que muchas veces no dependen de mí,
sino de ella misma".
Han transcurrido
ya los cuatro años que se dio de margen cuando comenzó para hacerse rico o para
retirarse; sin embargo, Javier Krahe
sigue componiendo y subiéndose a los escenarios. "Eso de los cuatro años lo dije en una entrevista que me hizo en
Zaragoza una chica sublime, y era verdad cuando lo decía. La verdad, vista
ahora, es que, mientras se me sigan ocurriendo canciones, voy a seguir
cantando, sin importarme los años que tenga. Debe de ser que la práctica de la
profesión crea adicción", explica, y en el rostro se le refleja la sombra
de una lejana despedida.
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