Gramsci y el folklore. Diario de Las
Palmas. 1983
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Cuando ya había colgado el tema del día sobre LinaMorgan, me entero que hoy se cumples 76 años del fallecimiento del político y
escritor italiano Antonio Gramsci, fundamental en el pensamiento comunista de
entreguerras, agudo analista cultural, héroe antifranquista y germen de la
modernización del pensamiento comunista en el siglo XX.
No soy dado a celebraciones, y menos mortuorias,
pero el aniversario me viene al pelo para recuperar este texto largo y espeso
que se publicó en 1983 durante tres martes seguidos en las páginas centrales de
EL DIARIO DE LAS PALMAS. Insisto una vez más: no era prensa especializada, ni
una revista de musicología ni prensa roja. Era, simplemente, un periódico
diario de Las Palmas de Gran Canarias. Algo insólito hoy en día. ¿Tantas
batallas hemos perdido?
En
pocos sitios sigue teniendo el folklore la utilidad original con que nacieran
canciones y costumbres. Excepto en el tercer mundo, donde todavía se conservan
restos de una cultura tradicional de origen campesino, algunas escasas
comunidades rurales que todavía perviven en ciertos países de Europa y América,
o naciones en las que el peso de la tradición ha sido lo suficientemente fuerte
como para seguir manteniendo vivas costumbres y ceremonias, como Japón; el
folklore ha perdido totalmente su sentido originario de utilidad y parece un
trasto viejo condenado a morir o a convertirse en pieza de museo para que sea
recordado en visitas escolares los jueves por la tarde.
Sin
embargo, algún sentido debe tener, aparte del meramente comercial, cuando en
todo el mundo surgen movimientos musicales que reivindican, cuando menos, la
raíz folklórica de sus antepasados como forma de identificación y distinción de
otros pueblos de la tierra. El folklore (la canción folklórica, puesto que a
este apartado del folklore nos referimos) se ha convertido en fuente de estudio
directo para los musicólogos y en inspiración principal para infinidad de
grupos y cantantes de todo el mundo. Evidentemente hay una causa de
identificación cultural, de búsqueda de señas de identidad, que justifica este interés
y esta influencia. También hay otros motivos, pero de momento nos sirve éste
como razón que explica las presentes notas.
No
es casualidad que el estudio del folklore surja en el momento en que lo hace,
ni que este renacer tenga lugar, precisamente, en los años en que lo tiene.
Como todo el mundo sabe, la misma palabra «folk-lore» fue una idea acuñada por
el inglés W.J. Thoms y publicada por
primera vez en la revista de Londres «The Athenaeum», en 1846. Una época que Julio Caro Baroja ha definido correctamente
en pocas palabras: «Estaba entonces
Inglaterra en un momento en que luchaban dos tendencias antagónicas. De un
lado, ya hacía tiempo que se habían sentado las bases del Industrialismo y se
hacía ancho camino la Filosofía utilitaria y el Utilitarismo. En cambio, las
bases sobre las que se sentaban las sociedades tradicionales comenzaban a
cuartearse: podía preverse incluso la desaparición, más o menos rápida, de
aquellas» (1). Y en aquel
contexto, en un mundo que luchaba por implantar una sociedad industrial,
burguesa y materialista, surge un movimiento literario y filosófico, el romanticismo,
que reivindicaba la vuelta a los orígenes, la unión con el pueblo simple y
llano, el descubrimiento de las antiguas culturas, los viejos mitos y leyendas,
las canciones de antaño, como una forma de recuperar el ideal del «buen
primitivo», quintaesencia de unos valores que se consideraba iban a desaparecer
para siempre de la faz de la tierra.
En
el propio nacimiento del concepto “folklore” hay ya una contradicción que va a
seguir planeando sobre él hasta nuestros días, en que las necesidades de luchar
en cada país, en cada región, por recuperar las propias señas de identidad
frente a la fuerza homogeneizadora de las culturas de los países dominantes,
muy especialmente la anglosajona, poseedora de manera casi total de los medios
de comunicación del mundo occidental y de su industria cultural, han vuelto a
atraer la atención hacia las canciones folklóricas entre otras formas de arte
popular. Es una recuperación que se mueve entre el ansia de libertad y
rebeldía, un sentimiento de protesta y revolución, que se mezcla, de manera
casi imposible de detectar, con una corriente conservadora y utópica de vuelta
atrás, al paraíso perdido de nuestros antepasados. Quizás sea ello lo que hace
tan difícil el debate sobre estos temas, lo que ha impedido a lo largo de los años
la racionalización del estudio del folklore, para convertirlo no en un simple
testimonio del pasado, un arte muerto para conservar en los museos, si no en
una forma de conocimiento del pasado para vivir el presente y proyectarse hacia
el futuro, objetivo que toda ciencia ha de cumplir.
Llegados
a este momento es cuando cuesta comprender cómo han sido tan poco utilizadas
las ideas que potenciaban nuevas formas de interpretar el hecho folklórico
rompiendo los esquemas y las limitaciones del estudio del folklore de acuerdo
con las pautas establecidas en el siglo XIX. Y en este marco es de destacar el
silencio vertido por musicólogos, intelectuales y folkloristas sobre la obra
del italiano Antonio Gramsci
(1891/1937), probablemente el primero que estableció los principios para un
estudio moderno del folklore y las artes populares.
En
los breves trabajos que dedicó al tema, apenas unas páginas en una obra que se
caracterizaba por lo vasta, sugerente y variada, Gramsci apunta dos cuestiones
que hasta entonces se habían ignorado. Primera: «Puede decirse que, hasta ahora, el folklore se ha estudiado esencialmente
como un elemento “pintoresco” (en realidad, hasta ahora sólo se ha recogido
material erudito y la ciencia del folklore ha consistido esencialmente en los
estudios de método para la recogida, la selección y la clasificación de estos
materiales, es decir, en el estudio de las cautelas prácticas y de los
principios empíricos necesarios para desarrollar con provecho un aspecto
particular de la erudición; con esto no queremos menospreciar la importancia y
el significado histórico de algunos grandes estudiosos del folklore). Se le
debe estudiar, en cambio, como “concepción del mundo y de la vida” --implícita
en gran parte-- de determinados estratos (determinados en el tiempo y en el
espacio) de la sociedad, en contraposición (también esencialmente implícita,
mecánica, objetiva) a las concepciones del mundo “oficiales” (o, en sentido más
amplio, a las concepciones de los sectores cultos de la sociedad,
históricamente determinados) surgidas con la evolución histórica». (2).
La
cita es larga, pero merece la pena detenerse en ella pues ofrece una diferencia
fundamental con la manera en que han entendido el estudio del folklore los
folkloristas tradicionales y apunta hacia nuevos objetivos de estudio que hacen
dar un importante salto «cualitativo» a las investigaciones folklóricas y a su
uso en la actualidad. Frente a la concepción del folklore como algo intemporal,
que pasa sobre la historia como algo que varía, eso sí, pero sólo en la
superficie y no en el fondo, que «cambia» pero no se «transforma», que está por
encima del tiempo y el espacio, surge un folklore como explicación de un mundo
concreto, con unas coordenadas temporales y geográficas bien determinadas. Un
folklore, por consiguiente, perecedero y en continuo nacimiento.
Frente
al hecho pasivo de “estudiar”, esos métodos de recogida, selección y
clasificación de materiales folklóricos de que habla Gramsci, surge el hecho
activo del folklore como «vida», como forma de interpretar la realidad para ser
capaces de comprenderla, y, por consiguiente, de transformarla. Una lección que
merecería la pena analizar más despacio y que, sobre todo, merecería la pena
aplicar a los actuales estudios de folklore.
La
segunda cuestión que establece Antonio
Gramsci es igualmente significativa: «Lo
que distingue el canto popular, en el marco de una nación y de su cultura, no
es el hecho artístico ni el origen histórico, sino su modo de concebir el mundo
y la vida, en contraste con la sociedad oficial. En esto y sólo en esto debe
buscarse el carácter «colectivo» del canto popular y del pueblo mismo. De este
hecho derivan otros criterios de investigación folklórica: que el pueblo no es
una colectividad homogénea de cultura sino que presenta numerosas
estratificaciones culturales, diversamente combinadas y que no siempre pueden
identificarse, en su pureza, en determinadas colectividades populares
históricas». (3).
A
partir de este concepto se rompen muchas de las condiciones impuestas por los
folkloristas tradicionales a la investigación del folklore. Se viene abajo la
concepción de lo que podríamos llamar «folklore vertical», que establece la
diferencia entre lo que es folklórico y lo que no lo es por un criterio
temporal: todo lo antiguo es válido, el mundo moderno y urbano no crea
folklore. Frente a esto surge una concepción «horizontal» del hecho folklórico:
en cualquier tiempo, antes y ahora, lo que define el carácter colectivo del
folklore es la concepción del mundo que expresa, no su antigüedad o su origen
anónimo o su transmisión oral. Es un criterio que merece la pena estudiar más
detenidamente, porque sugiere una posibilidad que hasta ahora nos había sido
negada: en cualquier forma de sociedad puede darse el folklore, porque no es
problema de sociedad rural o urbana, sino un problema de «clase social», de
concepción del mundo, de tensión dialéctica entre cultura dominante (culta) y
dominada (popular). Es decir, hoy en día, incluso en esta sociedad super-industrializada
y mecanizada, se están creando nuevas formas del folklore que también hay que
investigar y crear. Un folklore vivo y actual que, llámese como se llame,
contará, por los medios de que hoy se puede disponer, la manera de entender el
mundo que tiene el pueblo de estos tiempos.
En
la anterior entrega de estas «notas» apuntábamos la importancia de los escritos
de Antonio Gramsci en el
esclarecimiento de la significación del folklore, su correcta utilización y la
posibilidad de abrir nuevos caminos contemporáneos en la cultura popular e
indicábamos que no era casual el renacer del interés folklórico en todo el
mundo, coincidiendo con un despertar de la conciencia nacionalista en una buena
parte de los países de la vieja Europa y la aceleración de las luchas de
liberación en el Tercer mundo.
En
el campo de la música, esa búsqueda de señas de identidad, que han vivido y
están viviendo una buena parte de los países del planeta, se ha reflejado en el
interés que los movimientos de nueva canción muestran hacia sus folklores
respectivos, hacia las formas ancestrales de la música tradicional, lo que ha
venido a enriquecer estos movimientos con el caudal inagotable de su música
tradicional, pero que también ha servido para crear una confusión, todavía no
suficientemente aclarada, sobre lo que es el folklore, su utilización actual,
las posibilidades de transformación en la sociedad contemporánea urbana e
industrializada, y el papel que puede jugar en cuanto a compromiso con su
realidad social.
Definiciones
de folklore hay muchas; sólo en el célebre «Standard Dictíonary of Folklore, Mythology and Legend» se ofrecen
veintiuna definiciones distintas correspondientes a otros tantos autores.
Entrar, pues, en este tema es introducirse en una jungla por la que se avanza
difícilmente, incluso si aceptamos su definición más simple y conocida
(«folklore: saber del pueblo») tropezaremos con dificultades y polémicas, pues
nos enfrentamos con la necesidad de definir previamente qué entendemos por
«pueblo», y sobre este tema se han vertido ríos de tinta.
Julio Caro Baroja, en sus “Ensayos
sobre la cultura popular española” ha fijado ya varias definiciones utilizadas
a menudo de este concepto: «Se llama
“Pueblo” a las siguientes cosas:
1°.- A un asentamiento humano pequeño, a
una aldea, lugar o villa y sus habitantes.
2°.- A una unidad humana mayor: regional
o nacional.
3°.- Al conjunto de los habitantes de
una gran ciudad.
4°.- A línea clase social determinada” (1).
Para
el interés que mueve estas notas deberemos prestar atención a las definiciones
marcadas con los números 2 y 4, que en unos casos se contraponen (en los folkloristas
tradicionales) y en otros se complementan. Por nación entendemos, de acuerdo
con la vieja definición acuñada por Stalin,
y que durante tanto tiempo ha prevalecido en el estudio de las nacionalidades:
«Una comunidad estable históricamente,
formada y surgida sobre la base de comunidad de idioma, de territorio, de vida
económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura» (2). Para una buena parte de los
analistas del folklore «Pueblo» son todos los habitantes de una de estas comunidades,
todos los que viven en el seno de una «nación». Pero aceptar este marco como el
que define la «canción popular» o el folklore es ignorar las diferencias de
clase que se dan dentro de una misma nación y que --a pesar de las constantes
transformaciones de las relaciones que se dan entre ellas, de las posibles que
puedan llevarse a efecto en un momento determinado, de la complejidad que en el
mundo contemporáneo implica la existencia misma de las «clases»-- es perfectamente
definible e identificable en un espacio geográfico temporal determinado.
En
líneas generales, la existencia de clases antagónicas en el seno de un país o
nación lleva, necesariamente, al enfrentamiento entre ellas, motivado este
enfrentamiento por muy diversas causas: bien por motivos económicos,
directamente ligados a los procesos de producción, que se encuentran en la base
misma de la lucha de clases, y que ha dado lugar a infinidad de canciones en
todos los tiempos, bien por motivos políticos, que expresan diferentes concepciones
sobre las formas de gobierno y las relaciones de poder, bien por motivos
culturales, religiosos, morales, etc., que han generado decenas de miles de
cantos populares que expresan, como decía Gramsci,
«un modo de concebir el mundo en
contraste con la sociedad oficial».
En
contra de la opinión de ciertos folkloristas tradicionales, la canción
participa de forma natural en este conflicto entre las clases, siendo una de
las formas de expresión de los distintos grupos que se enfrentan en él. Sean
unos u otros los intereses que defienda, unas u otras las formas de vida de que
deja constancia, la canción estará con las clases populares, a ellas
pertenecerá y de ellas será expresión, o lo será de las clases en el poder.
Puede
darse el caso, claro está, de que un determinado país o nación se encuentre en
un momento de su desarrollo histórico y social en el que todas las fuerzas
sociales (todas las clases) deban hacer causa común para defender su propia
existencia como nación independiente. Son las luchas de liberación nacional que
ponen en situación de enfrentamiento antagónico a un país, colonizado, con otro
país, colonizador. En este caso es posible el surgimiento de una canción de
carácter «nacional-popular», que exprese los intereses de las más amplias capas
de la población, sin rígidas distinciones de clases, enfrentados a la potencia
colonizadora que intenta imponer también, como forma de mantener la dominación
militar, política y económica, una dominación cultural, con la que tan sólo se
identifican ciertas capas oligárquicas del país «colonizado», que colaboran con
el colonizador aún a costa de perder sus propias señas culturales de identidad
nacional. De estas situaciones han salido todas las canciones que, en un
momento o en otro, han expresado sentimientos anti imperialistas en cualquier
lugar del mundo. Pero la existencia de estas condiciones de «unidad nacional»
son siempre efímeras, y una vez finalizada la «colonización» vuelven a aflorar
las diferencias de clase que se reflejan necesariamente en el folklore.
Todavía
existe un tipo de canción que no entra en estas apreciaciones generales, aun
cuando contiene algunos de sus términos, y que, no obstante, puede ser definida
como «popular». Se trata de la canción que --dentro de una nación, una clase e,
incluso, internacionalmente-- puede crear un grupo marginado con unas formas
culturales propias, autónomas y acabadas en sí mismas. Sería el caso del
flamenco en España o el de la canción negra en los Estados Unidos: los gitanos
y los negros, como grupo marginado, comparten la opresión --económica y social
principalmente, pero también política-- con otras clases y capas de la
población, pero, sin embargo, las represiones y marginaciones particulares que
se vuelcan contra ellos de manera exclusiva dan como resultado que su cultura
musical específica, el flamenco o la música negra-americana, tengan unas características
formales y de contenido propias.
El
asunto es complejo, como se ve, pues nunca una comunidad vive las mismas
vivencias al mismo tiempo y a veces siguen perviviendo formas culturales ya
periclitadas con otras de reciente aparición, estratificando capas folklóricas
que es necesario desentrañar y estudiar. Pero afirmar que una canción, por el
simple hecho de ser antigua, trasmitida por vía oral, e, incluso, aceptada por
las clases populares (es decir, cantada por el pueblo) es ya una canción
«popular», no deja de ser cuando menos una temeridad que muestra un método
insuficiente de análisis de la canción popular e ignora el hecho de que dentro
de una misma clase social pueden encontrarse contradicciones que repercuten
directamente en el campo cultural y en el de la canción. Son contradicciones
marcadas por el grado de conciencia de clase --o, por el contrario, de
desclasamiento y alienación-- que en un momento determinado se da en el seno de
la clase popular y que viene condicionado por la influencia que sobre ellas
ejercen las formas alienantes de cultura que imponen las clases dominantes en
el poder a través de sus canales de comunicación-dominación. Canales que en un
momento del desarrollo humano se establecieron con la transmisión oral
(condicionada, claro está, por la censura y el miedo al «señor») y que hoy en
día se ven excepcionalmente incrementados por la existencia de la reproducción
técnica del sonido y los medios de comunicación de masas (prensa, radio,
televisión, cine, empresas profesionales de distribución del espectáculo,
industria discográfica, etcétera).
Desde
el siglo XIX en que, en pleno romanticismo, se conceptuó el folklore, los
folkloristas no han dejado de ser parte del aparato ideológico de las clases en
el poder, a las cuales pertenecían y de las cuales han dependido para dar a
conocer sus trabajos. En la práctica real de su trabajo, al margen de sus más o
menos bienintencionadas opiniones, los folkloristas han contribuido a ignorar y
adulterar sistemáticamente los cantos populares (canciones de las clases
populares), convirtiéndolas en la expresión histórica de sus propios intereses
de clase. Se han olvidado a menudo de tantas canciones anticlericales,
picarescas y amorales (entendiendo por «moral» la moral oficial)
antiautoritarias, contra las levas que llevaban a las guerras no queridas por
el pueblo aunque ensalzadas en los libros de historia, contra reyes, nobles y
patronos. Se nos ha venido ofreciendo de esta forma, a través del pretendido
folklore, la falsa imagen de un pueblo en perpetua situación idílica, dedicado
a bucólicas diversiones y desenfadados entretenimientos, encerrados en
ceremonias muchas veces sin sentido y expresando conceptos como --en palabras
de Isidoro Moreno, profesor sevillano-- los de «”la autoridad es siempre necesaria”, “siempre ha habido y habrá ricos
y pobres”, la resignación, la felicidad consistente en conformarse con lo que
se tiene, la inferioridad de la mujer, la igualdad de todos los hombres de cara
a la otra vida como compensación, e impulso a la aceptación de las evidentes
desigualdades en la vida terrena; y tantos otros temas culturales mediante los
cuales las clases dominadas son integradas a los valores de la dase dominante»
(3).
Los
tratados folklóricos, los libros y estudios y, posteriormente, los discos,
aparecen expurgados de todo canto que muestre una concepción de la vida, en su
más amplia gama de facetas, distinta y ajena a los intereses de clase
dominantes. Y aunque es evidente que todas las canciones deben estudiarse y
recogerse, no todas ellas muestran la realidad cultural de las clases
populares, y no todas ellas deben ser conservadas y difundidas como
representativas del «pueblo», si no queremos traicionar la misma esencia de éste:
esa “concepción del mundo y de la vida
distintas y contrapuestas a la concepción oficial”. Además, sobre el
folklore de los diversos pueblos del Estado español han pesado no sólo siglos
de tergiversaciones de los folkloristas profesionales y de la férrea censura,
sino el intento premeditado de hacer de un determinado tipo de «folklore» (el
que se ha dado en llamar “folklore español”, y que no es sino una música de
falsa raíz andalucista) el único representativo, que acallará y suplantará unas
culturas nacionales con entidad y significación propia (la catalana, gallega,
vasca, canaria, entre otras), en un proyecto más general de eliminar incluso la
propia existencia física e histórica de esas nacionalidades.
En
ese sentido es en el que entiendo que es necesario plantear un nuevo estudio
del canto popular de Canarias y del conjunto del Estado Español, concediendo a
las canciones su auténtico significado en el tiempo y en el espacio,
estudiándolas como forma de conocer el pasado, vivir el presente y afrontar el
futuro. Para ello no es necesario ceñirse exclusivamente a las canciones de
contenido reivindicativo, bien sea social o político; es más, eso sería un
grave error. Se debe abarcar en este estudio todas las manifestaciones de la
canción popular (y del conjunto de actividades humanas que forman el folklore:
artesanía, ritos, costumbres, etc...) en su más amplia gama temática: canciones
de protesta, amatorias, paisajísticas, festivas, religiosas, etcétera...
Ha
escrito Ernest Fischer: «El artista en época capitalista se encontró
en una situación sumamente rara. El rey Midas había convertido todo lo que
tocaba en oro; e1 capitalismo, todo en mercancía». Frente a esta concepción del
arte como un producto que se compra y se vende, sometido a las oscilaciones de
un mercado que negocia con la obra artística, característica sociológica importante
de lo que podríamos llamar, de manera un tanto simple, arte de la burguesía, las
clases populares han ofrecido un concepto distinto de lo que es su arte»;
como algo ligado férreamente a la ida en todas sus manifestaciones y facetas,
desde los pequeños hechos cotidianos hasta los acontecimientos generales que han
marcando el discurrir de las clases populares en su conjunto.
Es
en este contexto en el que se deben situar las canciones populares. Desde las que
sirven para acompañar en su trabajo a la mujer que lava la ropa, hasta el himno
que arrastra a la clase obrera a las barricadas. Sea cual sea su tema, sea cual
sea la forma musical utilizada, la canción popular ha de servir para algo: para
casarse, para trabajar, para adorar a un dios, para pedir la lluvia, para
bailar el día de fiesta, para dormir un niño, para dejar testimonio de la
injusticia, para llamar a la lucha, para contar los días de la semana, para aprender
a sumar, para cantar la revolución o para aprender a distinguir las setas venenosas.
Y es esa capacidad de ser “utilizadas” lo que distingue a las canciones populares.
Es su “valor de uso” frente al “valor de cambio” de las canciones de consumo, sometidas
a las cotizaciones del mercado, lo que ha de garantizar la autenticidad o no de
la canción popular.
Las
consecuencias que las transformaciones sociales han tenido para la supervivencia
del folklore son difícilmente evalúales. El paso de una estructura de tipo rural,
que ha existido en las nacionalidades y regiones del Estado español hasta bien
entrado el siglo XX, y que en Canarias es posible apreciar todavía en zonas de
determinadas islas, a una estructura caracterizada cada día más por una
profunda crisis el el seno de la sociedad rural, con las consiguientes
transformaciones de las ideologías y los «modos
de concebir el mundo y la vida», ha traído consigo una profunda subversión
de los valores tradicionales del folkore y la canción popular, vaciándolo de
ciertas utilidades seculares, pero dándole, también, nuevas formas de utilidad.
Cuando
el avance de las ciencias y la tecnología, la eliminación parcial de la incultura
y las supersticiones, han hecho inútiles los valores originarios de un amplísimo
sector temático de la canción folklórica. Cuando la industria discográfica ha creado
un complejo entramado comercial alrededor de la canción popular, sometiéndola a
la economía de mercado y vaciándola de muchos de sus contenidos, el índice de
utilidad del folklore ha dejado de apoyarse en la cotidianeidad más cercana
para pasar a hacerlo, básicamente, en elementos ideológicos más complejos. Es
decir, la canción popular cada vez ha venido sirviendo menos para aprender a
sumar a distinguir las setas venenosas, puesto que para esas funciones ya
existen otros medios ampliamente conocidos, pero, en cambio, cada vez sirve
mejor como arma de denuncia, o como expresión de sensibilidades colectivas no
mediatizadas por la ideología oficial.
En
este sentido es erróneo el mantenimiento (como otra cosa que como valiosísimo
dato de la realidad socio-cultural de los pueblos) de un tipo de folklore
tradicional que se pretende en toda su «pureza». Al perder valor de uso ciertas
canciones que, no obstante, los folkloristas persisten en hacernos pasar por
las únicas auténticas, lo que hacen en realidad es someterlas a un proceso de
mercantilización, potenciado por las empresas discográficas y la industria
cultural en general, que las valora en función de argumentos ajenos a su raíz
popular y a su «valor de uso», convirtiéndolas no sólo en piezas de museo,
sino, además, en mercancías con las que se comercia y se negocia.
Pero
no sólo en su contenido las canciones folklóricas han perdido ese sentido de
utilidad que las debería caracterizar, también las formas musicales del
folklore, que se habían mantenido casi inalteradas a lo largo de los siglos,
han cambiado de forma sustancial.
Dos
son las razones fundamentales que justificaban, en períodos históricos
anteriores, la existencia de ritmos y formas musicales rígidas dentro de la
canción popular:
1º.-
Como vehículo de identificación de un folklore determinado. Como forma de saber
y reconocer que una canción que suena corresponde a tal pueblo, tal zona o tal
nación, haciéndola fácilmente reconocible para cualquier persona en cualquier
circunstancia. En este sentido, los ritmos folkóricos, con sus múltiples
divisiones y variaciones, han servido secularmente para diferenciar y explicar
las características de una comunidad histórica y geográfica determinada. Todo
ello necesario en un periodo de la historia de la humanidad en que apenas
existían otras señas de identidad que el idioma o el folklore, por encima de otras
formas más aleatorias, como las leyes, las fronteras o los sistemas concretos
de gobiernos, que servían para diferenciar a las clases en el poder, pero no a
las clases populares, sometidas a una misma explotación, a una igual miseria, a
una parecida opresión en un mundo en formación en donde leyes, fronteras y
sistemas de gobierno cambiaban con asombrosa rapidez.
2º.-
Como forma de facilitar la creación colectiva, potenciando así la sustitución
de letras, la improvisación y otras formas de auto-creación del folklore, ya
perdidas en la gran mayoría de los casos. Al repetirse unas pautas rítmicas y
métricas determinadas, el proceso creativo se hace más simple y se pone al
alcance de un mayor número de gente.
Algo
parecido se podría indicar sobre la utilización de pocos y muy simples
instrumentos, debiendo, en este caso, hacerse referencia al deficiente
desarrollo de la tecnología, lo que reducía aún más la posibilidad de construir
instrumentos más complejos. El capitalismo, que aceleró de manera prodigiosa el
desarrollo de las artes «cultas», paralizó, en cambio, el proceso de evolución
de las artes populares, encerrándolas en el marco de lo pintoresco y lo
anecdótico como forma de impedir su incidencia cultural y social.
Pero
lo que era válido en un determina do momento de la historia de la humanidad ya
no lo es hoy. Si la utilización de unas formas, unas canciones y unas
costumbres tenían plena justificación cuando se daba una perfecta sincronía
entre el folklore producido y la sociedad que lo producía, parece evidente que
al variar la relación canto sociedad, es aquél el que debe amoldarse a la
evolución de ésta, y no intentar que la evolución de las clases populares quede
estancada al nivel en que está su folklore tradicional. Si algún sentido tiene
el folklore, si alguna grandeza encierra, es la de estar, precisamente, al
servicio y en total dependencia del pueblo del que nace.
Los
criterios que eran válidos en una sociedad rural no sólo descentralizada, sino
con una total incomunicación entre unas comunidades y otras, no puede ser
utilizada sin sonrojo en el siglo XX, cuando el papel hegemónico de un nuevo
bloque histórico, formado por la más amplia alianza de fuerzas sociales, lo
desempeña un proletariado altamente industrializado, residente en grandes
urbes, en el que cada vez es mayor el peso de las fuerzas sociales no ligadas
directamente a la producción (clases pasivas, sectores de servicios,
profesionales liberales proletarizados, etc.) y cuando, en fin, la revolución
científico-técnica ha hecho posible, entre otras cosas, la reproducción técnica
del sonido (el disco, el cassette, la cinta magnetofónica, la radio, la
televisión, la ampliación electrónica de los más variados instrumentos y de la
voz humana). Los adelantos tecnológicos permiten la comunicación vía satélite,
y todo ello ha roto las pocas barreras que aún quedaban para la transmisión de
pensamientos e ideas entre los diferentes pueblos de cualquier lugar del globo.
En
esta situación, pensar en seguir manteniendo el folklore en su estado primario
es, además de utópico, falso. Ni el más «puro» de los folkloristas se resiste
hoy a reproducir las canciones que recoge en disco, libro o cassette, a
cantarlas por la radio o la televisión, a utilizar en un recital los beneficios
que ofrece una buena megafonía o a viajar miles de kilómetros en un avión para
mostrárselas a públicos o estudiosos que tienen una tradición y una cultura
totalmente distintas.
Pero
todavía hay quienes se escandalizan ante cualquier innovación del tipo que sea.
Reniegan de la utilización de nuevos instrumentos, descalifican a quienes no
son estrictos en la reproducción de los menores giros de un ritmo determinado y
se indignan ante quien introduce en la canción popular una sensibilidad
contemporánea que rompa con el «rusticismo» tradicional. Ignoran así que el
pueblo nunca ha hecho las cosas, desde los instrumentos para acompañarse en el
folklore hasta las casas que ha habitado, rústicas por principio. Si en algún
momento las clases populares han construido instrumentos o herramientas
técnicamente deficientes es porque no sabía hacerlo mejor y no tenía medios
para ello. Pretender que sean esas deficientes herramientas las que se sigan
utilizando es condenarnos a viajar en carro por los siglos de los siglos. Las
cuevas de Altamira están bien como están, y son monumento a un determinado
momento del desarrollo del talento de la humanidad, pero sin obligar por ello a
Picasso o a Paul Klee a que siguieran utilizando las mismas técnicas de la prehistoria, fuente de todas las purezas.
Una
similar argumentación se puede repetir con respecto a la utilización obligada
de los ritmos y formas musicales del pasado. Hoy, cuando están rotas las
barreras que la ignorancia ponían a la comunicación y a la creatividad de los
pueblos, no es necesario seguir utilizando los módulos acuñados hace cientos de
años para cubrir otras necesidades. Ahora bien, el hecho de que no necesitemos
repetir miméticamente los ritmos tradicionales del folklore no quiere decir, en
absoluto, que se deba prescindir de ellos por completo.
Una
de las causas más evidentes del renacer del interés por el folklore en todo el
mundo es la reacción que se vive en tantos países del mundo ante la tendencia
homogeneizadora de la industria. Los países superdesarrollados, Estados Unidos
en primer lugar, llevan años intentando imponer sus criterios estéticos y sus
formas de vida en todo el mundo, en un proceso de colonización cultural sin
precedentes en la historia de la humanidad. Frente a ello han surgido las
culturas nacionales como forma de mantener unas señas de identidad y una
resistencia cultural que, no por resistente, debe despreciar cuanto de
provechoso y liberador pueda llegarle de fuera. La nueva sociedad no viene para
arrinconar, como trastos viejos, todo lo que ha servido al pueblo y que aún hoy
le sirve en ciertos casos para expresarse durante la larga historia de la
humanidad. De lo que se trataría es, precisamente, de todo la contrario, de
abrir un amplio abanico de posibilidades que ayuden al hombre, en la canción
popular como en tantos otros aspectos de la vida, a cumplir sus anhelos de
libertad y felicidad.
Hoy
en día la canción popular ha de ser amplia, libre, sin fronteras, que sea como
un hermoso árbol, al que pertenecen cada una de sus partes, desde las raíces,
que toman su riqueza y vigor de la tierra, hasta la última de las hojas que
recoge la luz del sol y de las flores que lanzan su aroma por el aire.
Defendamos una canción popular en la que quepan todas las formas y estilos que
enriquecen al pueblo, desde las más antiguas formas de la tradición hasta las
más modernas creaciones del artista de hoy, pasando por los ritmos
tradicionales tocados con nuevos arreglos e instrumentos y por cuantas
variantes se nos puedan ocurrir. Una única limitación ha de haber, la misma que
pone el pueblo en su vida diaria: que hoy sigan siendo válidas y útiles esas
formas musicales, tradicionales o no; que sigan expresando las señas de
identidad popular; que sean identificadas como propias del hombre del siglo XX,
al margen de los años que tengan tras de sí; que expresen la realidad variada y
compleja de las clases populares y que aporten herramientas válidas en su lucha
por la libertad. Que sean, en definitiva, savia, jugo y fruto y no tronco
muerto, cuyo único sitio puede estar en los museos, pero no en la vida.
En memoria de Valentina y Nanino
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