sábado, 27 de abril de 2013


Gramsci y el folklore. Diario de Las Palmas. 1983



Fotos de la ficha policial


Cuando ya había colgado el tema del día sobre LinaMorgan, me entero que hoy se cumples 76 años del fallecimiento del político y escritor italiano Antonio Gramsci, fundamental en el pensamiento comunista de entreguerras, agudo analista cultural, héroe antifranquista y germen de la modernización del pensamiento comunista en el siglo XX.
No soy dado a celebraciones, y menos mortuorias, pero el aniversario me viene al pelo para recuperar este texto largo y espeso que se publicó en 1983 durante tres martes seguidos en las páginas centrales de EL DIARIO DE LAS PALMAS. Insisto una vez más: no era prensa especializada, ni una revista de musicología ni prensa roja. Era, simplemente, un periódico diario de Las Palmas de Gran Canarias. Algo insólito hoy en día. ¿Tantas batallas hemos perdido?




En pocos sitios sigue teniendo el folklore la utilidad original con que nacieran canciones y costumbres. Excepto en el tercer mundo, donde todavía se conservan restos de una cultura tradicional de origen campesino, algunas escasas comunidades rurales que todavía perviven en ciertos países de Europa y América, o naciones en las que el peso de la tradición ha sido lo suficientemente fuerte como para seguir manteniendo vivas costumbres y ceremonias, como Japón; el folklore ha perdido totalmente su sentido originario de utilidad y parece un trasto viejo condenado a morir o a convertirse en pieza de museo para que sea recordado en visitas escolares los jueves por la tarde.

Sin embargo, algún sentido debe tener, aparte del meramente comercial, cuando en todo el mundo surgen movimientos musicales que reivindican, cuando menos, la raíz folklórica de sus antepasados como forma de identificación y distinción de otros pueblos de la tierra. El folklore (la canción folklórica, puesto que a este apartado del folklore nos referimos) se ha convertido en fuente de estudio directo para los musicólogos y en inspiración principal para infinidad de grupos y cantantes de todo el mundo. Evidentemente hay una causa de identificación cultural, de búsqueda de señas de identidad, que justifica este interés y esta influencia. También hay otros motivos, pero de momento nos sirve éste como razón que explica las presentes notas.

No es casualidad que el estudio del folklore surja en el momento en que lo hace, ni que este renacer tenga lugar, precisamente, en los años en que lo tiene. Como todo el mundo sabe, la misma palabra «folk-lore» fue una idea acuñada por el inglés W.J. Thoms y publicada por primera vez en la revista de Londres «The Athenaeum», en 1846. Una época que Julio Caro Baroja ha definido correctamente en pocas palabras: «Estaba entonces Inglaterra en un momento en que luchaban dos tendencias antagónicas. De un lado, ya hacía tiempo que se habían sentado las bases del Industrialismo y se hacía ancho camino la Filosofía utilitaria y el Utilitarismo. En cambio, las bases sobre las que se sentaban las sociedades tradicionales comenzaban a cuartearse: podía preverse incluso la desaparición, más o menos rápida, de aquellas» (1). Y en aquel contexto, en un mundo que luchaba por implantar una sociedad industrial, burguesa y materialista, surge un movimiento literario y filosófico, el romanticismo, que reivindicaba la vuelta a los orígenes, la unión con el pueblo simple y llano, el descubrimiento de las antiguas culturas, los viejos mitos y leyendas, las canciones de antaño, como una forma de recuperar el ideal del «buen primitivo», quintaesencia de unos valores que se consideraba iban a desaparecer para siempre de la faz de la tierra.

En el propio nacimiento del concepto “folklore” hay ya una contradicción que va a seguir planeando sobre él hasta nuestros días, en que las necesidades de luchar en cada país, en cada región, por recuperar las propias señas de identidad frente a la fuerza homogeneizadora de las culturas de los países dominantes, muy especialmente la anglosajona, poseedora de manera casi total de los medios de comunicación del mundo occidental y de su industria cultural, han vuelto a atraer la atención hacia las canciones folklóricas entre otras formas de arte popular. Es una recuperación que se mueve entre el ansia de libertad y rebeldía, un sentimiento de protesta y revolución, que se mezcla, de manera casi imposible de detectar, con una corriente conservadora y utópica de vuelta atrás, al paraíso perdido de nuestros antepasados. Quizás sea ello lo que hace tan difícil el debate sobre estos temas, lo que ha impedido a lo largo de los años la racionalización del estudio del folklore, para convertirlo no en un simple testimonio del pasado, un arte muerto para conservar en los museos, si no en una forma de conocimiento del pasado para vivir el presente y proyectarse hacia el futuro, objetivo que toda ciencia ha de cumplir.

Llegados a este momento es cuando cuesta comprender cómo han sido tan poco utilizadas las ideas que potenciaban nuevas formas de interpretar el hecho folklórico rompiendo los esquemas y las limitaciones del estudio del folklore de acuerdo con las pautas establecidas en el siglo XIX. Y en este marco es de destacar el silencio vertido por musicólogos, intelectuales y folkloristas sobre la obra del italiano Antonio Gramsci (1891/1937), probablemente el primero que estableció los principios para un estudio moderno del folklore y las artes populares.

En los breves trabajos que dedicó al tema, apenas unas páginas en una obra que se caracterizaba por lo vasta, sugerente y variada, Gramsci apunta dos cuestiones que hasta entonces se habían ignorado. Primera: «Puede decirse que, hasta ahora, el folklore se ha estudiado esencialmente como un elemento “pintoresco” (en realidad, hasta ahora sólo se ha recogido material erudito y la ciencia del folklore ha consistido esencialmente en los estudios de método para la recogida, la selección y la clasificación de estos materiales, es decir, en el estudio de las cautelas prácticas y de los principios empíricos necesarios para desarrollar con provecho un aspecto particular de la erudición; con esto no queremos menospreciar la importancia y el significado histórico de algunos grandes estudiosos del folklore). Se le debe estudiar, en cambio, como “concepción del mundo y de la vida” --implícita en gran parte-- de determinados estratos (determinados en el tiempo y en el espacio) de la sociedad, en contraposición (también esencialmente implícita, mecánica, objetiva) a las concepciones del mundo “oficiales” (o, en sentido más amplio, a las concepciones de los sectores cultos de la sociedad, históricamente determinados) surgidas con la evolución histórica». (2).

La cita es larga, pero merece la pena detenerse en ella pues ofrece una diferencia fundamental con la manera en que han entendido el estudio del folklore los folkloristas tradicionales y apunta hacia nuevos objetivos de estudio que hacen dar un importante salto «cualitativo» a las investigaciones folklóricas y a su uso en la actualidad. Frente a la concepción del folklore como algo intemporal, que pasa sobre la historia como algo que varía, eso sí, pero sólo en la superficie y no en el fondo, que «cambia» pero no se «transforma», que está por encima del tiempo y el espacio, surge un folklore como explicación de un mundo concreto, con unas coordenadas temporales y geográficas bien determinadas. Un folklore, por consiguiente, perecedero y en continuo nacimiento.

Frente al hecho pasivo de “estudiar”, esos métodos de recogida, selección y clasificación de materiales folklóricos de que habla Gramsci, surge el hecho activo del folklore como «vida», como forma de interpretar la realidad para ser capaces de comprenderla, y, por consiguiente, de transformarla. Una lección que merecería la pena analizar más despacio y que, sobre todo, merecería la pena aplicar a los actuales estudios de folklore.

La segunda cuestión que establece Antonio Gramsci es igualmente significativa: «Lo que distingue el canto popular, en el marco de una nación y de su cultura, no es el hecho artístico ni el origen histórico, sino su modo de concebir el mundo y la vida, en contraste con la sociedad oficial. En esto y sólo en esto debe buscarse el carácter «colectivo» del canto popular y del pueblo mismo. De este hecho derivan otros criterios de investigación folklórica: que el pueblo no es una colectividad homogénea de cultura sino que presenta numerosas estratificaciones culturales, diversamente combinadas y que no siempre pueden identificarse, en su pureza, en determinadas colectividades populares históricas». (3).

A partir de este concepto se rompen muchas de las condiciones impuestas por los folkloristas tradicionales a la investigación del folklore. Se viene abajo la concepción de lo que podríamos llamar «folklore vertical», que establece la diferencia entre lo que es folklórico y lo que no lo es por un criterio temporal: todo lo antiguo es válido, el mundo moderno y urbano no crea folklore. Frente a esto surge una concepción «horizontal» del hecho folklórico: en cualquier tiempo, antes y ahora, lo que define el carácter colectivo del folklore es la concepción del mundo que expresa, no su antigüedad o su origen anónimo o su transmisión oral. Es un criterio que merece la pena estudiar más detenidamente, porque sugiere una posibilidad que hasta ahora nos había sido negada: en cualquier forma de sociedad puede darse el folklore, porque no es problema de sociedad rural o urbana, sino un problema de «clase social», de concepción del mundo, de tensión dialéctica entre cultura dominante (culta) y dominada (popular). Es decir, hoy en día, incluso en esta sociedad super-industrializada y mecanizada, se están creando nuevas formas del folklore que también hay que investigar y crear. Un folklore vivo y actual que, llámese como se llame, contará, por los medios de que hoy se puede disponer, la manera de entender el mundo que tiene el pueblo de estos tiempos.










En la anterior entrega de estas «notas» apuntábamos la importancia de los escritos de Antonio Gramsci en el esclarecimiento de la significación del folklore, su correcta utilización y la posibilidad de abrir nuevos caminos contemporáneos en la cultura popular e indicábamos que no era casual el renacer del interés folklórico en todo el mundo, coincidiendo con un despertar de la conciencia nacionalista en una buena parte de los países de la vieja Europa y la aceleración de las luchas de liberación en el Tercer mundo.


En el campo de la música, esa búsqueda de señas de identidad, que han vivido y están viviendo una buena parte de los países del planeta, se ha reflejado en el interés que los movimientos de nueva canción muestran hacia sus folklores respectivos, hacia las formas ancestrales de la música tradicional, lo que ha venido a enriquecer estos movimientos con el caudal inagotable de su música tradicional, pero que también ha servido para crear una confusión, todavía no suficientemente aclarada, sobre lo que es el folklore, su utilización actual, las posibilidades de transformación en la sociedad contemporánea urbana e industrializada, y el papel que puede jugar en cuanto a compromiso con su realidad social.
Definiciones de folklore hay muchas; sólo en el célebre «Standard Dictíonary of Folklore, Mythology and Legend» se ofrecen veintiuna definiciones distintas correspondientes a otros tantos autores. Entrar, pues, en este tema es introducirse en una jungla por la que se avanza difícilmente, incluso si aceptamos su definición más simple y conocida («folklore: saber del pueblo») tropezaremos con dificultades y polémicas, pues nos enfrentamos con la necesidad de definir previamente qué entendemos por «pueblo», y sobre este tema se han vertido ríos de tinta.

Julio Caro Baroja, en sus “Ensayos sobre la cultura popular española” ha fijado ya varias definiciones utilizadas a menudo de este concepto: «Se llama “Pueblo” a las siguientes cosas:
1°.- A un asentamiento humano pequeño, a una aldea, lugar o villa y sus habitantes.
2°.- A una unidad humana mayor: regional o nacional.
3°.- Al conjunto de los habitantes de una gran ciudad.
4°.- A línea clase social determinada” (1).

Para el interés que mueve estas notas deberemos prestar atención a las definiciones marcadas con los números 2 y 4, que en unos casos se contraponen (en los folkloristas tradicionales) y en otros se complementan. Por nación entendemos, de acuerdo con la vieja definición acuñada por Stalin, y que durante tanto tiempo ha prevalecido en el estudio de las nacionalidades: «Una comunidad estable históricamente, formada y surgida sobre la base de comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura» (2). Para una buena parte de los analistas del folklore «Pueblo» son todos los habitantes de una de estas comunidades, todos los que viven en el seno de una «nación». Pero aceptar este marco como el que define la «canción popular» o el folklore es ignorar las diferencias de clase que se dan dentro de una misma nación y que --a pesar de las constantes transformaciones de las relaciones que se dan entre ellas, de las posibles que puedan llevarse a efecto en un momento determinado, de la complejidad que en el mundo contemporáneo implica la existencia misma de las «clases»-- es perfectamente definible e identificable en un espacio geográfico temporal determinado.

En líneas generales, la existencia de clases antagónicas en el seno de un país o nación lleva, necesariamente, al enfrentamiento entre ellas, motivado este enfrentamiento por muy diversas causas: bien por motivos económicos, directamente ligados a los procesos de producción, que se encuentran en la base misma de la lucha de clases, y que ha dado lugar a infinidad de canciones en todos los tiempos, bien por motivos políticos, que expresan diferentes concepciones sobre las formas de gobierno y las relaciones de poder, bien por motivos culturales, religiosos, morales, etc., que han generado decenas de miles de cantos populares que expresan, como decía Gramsci, «un modo de concebir el mundo en contraste con la sociedad oficial».

En contra de la opinión de ciertos folkloristas tradicionales, la canción participa de forma natural en este conflicto entre las clases, siendo una de las formas de expresión de los distintos grupos que se enfrentan en él. Sean unos u otros los intereses que defienda, unas u otras las formas de vida de que deja constancia, la canción estará con las clases populares, a ellas pertenecerá y de ellas será expresión, o lo será de las clases en el poder.
Puede darse el caso, claro está, de que un determinado país o nación se encuentre en un momento de su desarrollo histórico y social en el que todas las fuerzas sociales (todas las clases) deban hacer causa común para defender su propia existencia como nación independiente. Son las luchas de liberación nacional que ponen en situación de enfrentamiento antagónico a un país, colonizado, con otro país, colonizador. En este caso es posible el surgimiento de una canción de carácter «nacional-popular», que exprese los intereses de las más amplias capas de la población, sin rígidas distinciones de clases, enfrentados a la potencia colonizadora que intenta imponer también, como forma de mantener la dominación militar, política y económica, una dominación cultural, con la que tan sólo se identifican ciertas capas oligárquicas del país «colonizado», que colaboran con el colonizador aún a costa de perder sus propias señas culturales de identidad nacional. De estas situaciones han salido todas las canciones que, en un momento o en otro, han expresado sentimientos anti imperialistas en cualquier lugar del mundo. Pero la existencia de estas condiciones de «unidad nacional» son siempre efímeras, y una vez finalizada la «colonización» vuelven a aflorar las diferencias de clase que se reflejan necesariamente en el folklore.

Todavía existe un tipo de canción que no entra en estas apreciaciones generales, aun cuando contiene algunos de sus términos, y que, no obstante, puede ser definida como «popular». Se trata de la canción que --dentro de una nación, una clase e, incluso, internacionalmente-- puede crear un grupo marginado con unas formas culturales propias, autónomas y acabadas en sí mismas. Sería el caso del flamenco en España o el de la canción negra en los Estados Unidos: los gitanos y los negros, como grupo marginado, comparten la opresión --económica y social principalmente, pero también política-- con otras clases y capas de la población, pero, sin embargo, las represiones y marginaciones particulares que se vuelcan contra ellos de manera exclusiva dan como resultado que su cultura musical específica, el flamenco o la música negra-americana, tengan unas características formales y de contenido propias.

El asunto es complejo, como se ve, pues nunca una comunidad vive las mismas vivencias al mismo tiempo y a veces siguen perviviendo formas culturales ya periclitadas con otras de reciente aparición, estratificando capas folklóricas que es necesario desentrañar y estudiar. Pero afirmar que una canción, por el simple hecho de ser antigua, trasmitida por vía oral, e, incluso, aceptada por las clases populares (es decir, cantada por el pueblo) es ya una canción «popular», no deja de ser cuando menos una temeridad que muestra un método insuficiente de análisis de la canción popular e ignora el hecho de que dentro de una misma clase social pueden encontrarse contradicciones que repercuten directamente en el campo cultural y en el de la canción. Son contradicciones marcadas por el grado de conciencia de clase --o, por el contrario, de desclasamiento y alienación-- que en un momento determinado se da en el seno de la clase popular y que viene condicionado por la influencia que sobre ellas ejercen las formas alienantes de cultura que imponen las clases dominantes en el poder a través de sus canales de comunicación-dominación. Canales que en un momento del desarrollo humano se establecieron con la transmisión oral (condicionada, claro está, por la censura y el miedo al «señor») y que hoy en día se ven excepcionalmente incrementados por la existencia de la reproducción técnica del sonido y los medios de comunicación de masas (prensa, radio, televisión, cine, empresas profesionales de distribución del espectáculo, industria discográfica, etcétera).

Desde el siglo XIX en que, en pleno romanticismo, se conceptuó el folklore, los folkloristas no han dejado de ser parte del aparato ideológico de las clases en el poder, a las cuales pertenecían y de las cuales han dependido para dar a conocer sus trabajos. En la práctica real de su trabajo, al margen de sus más o menos bienintencionadas opiniones, los folkloristas han contribuido a ignorar y adulterar sistemáticamente los cantos populares (canciones de las clases populares), convirtiéndolas en la expresión histórica de sus propios intereses de clase. Se han olvidado a menudo de tantas canciones anticlericales, picarescas y amorales (entendiendo por «moral» la moral oficial) antiautoritarias, contra las levas que llevaban a las guerras no queridas por el pueblo aunque ensalzadas en los libros de historia, contra reyes, nobles y patronos. Se nos ha venido ofreciendo de esta forma, a través del pretendido folklore, la falsa imagen de un pueblo en perpetua situación idílica, dedicado a bucólicas diversiones y desenfadados entretenimientos, encerrados en ceremonias muchas veces sin sentido y expresando conceptos como --en palabras de Isidoro Moreno, profesor sevillano-- los de «”la autoridad es siempre necesaria”, “siempre ha habido y habrá ricos y pobres”, la resignación, la felicidad consistente en conformarse con lo que se tiene, la inferioridad de la mujer, la igualdad de todos los hombres de cara a la otra vida como compensación, e impulso a la aceptación de las evidentes desigualdades en la vida terrena; y tantos otros temas culturales mediante los cuales las clases dominadas son integradas a los valores de la dase dominante» (3).

Los tratados folklóricos, los libros y estudios y, posteriormente, los discos, aparecen expurgados de todo canto que muestre una concepción de la vida, en su más amplia gama de facetas, distinta y ajena a los intereses de clase dominantes. Y aunque es evidente que todas las canciones deben estudiarse y recogerse, no todas ellas muestran la realidad cultural de las clases populares, y no todas ellas deben ser conservadas y difundidas como representativas del «pueblo», si no queremos traicionar la misma esencia de éste: esa “concepción del mundo y de la vida distintas y contrapuestas a la concepción oficial”. Además, sobre el folklore de los diversos pueblos del Estado español han pesado no sólo siglos de tergiversaciones de los folkloristas profesionales y de la férrea censura, sino el intento premeditado de hacer de un determinado tipo de «folklore» (el que se ha dado en llamar “folklore español”, y que no es sino una música de falsa raíz andalucista) el único representativo, que acallará y suplantará unas culturas nacionales con entidad y significación propia (la catalana, gallega, vasca, canaria, entre otras), en un proyecto más general de eliminar incluso la propia existencia física e histórica de esas nacionalidades.

En ese sentido es en el que entiendo que es necesario plantear un nuevo estudio del canto popular de Canarias y del conjunto del Estado Español, concediendo a las canciones su auténtico significado en el tiempo y en el espacio, estudiándolas como forma de conocer el pasado, vivir el presente y afrontar el futuro. Para ello no es necesario ceñirse exclusivamente a las canciones de contenido reivindicativo, bien sea social o político; es más, eso sería un grave error. Se debe abarcar en este estudio todas las manifestaciones de la canción popular (y del conjunto de actividades humanas que forman el folklore: artesanía, ritos, costumbres, etc...) en su más amplia gama temática: canciones de protesta, amatorias, paisajísticas, festivas, religiosas, etcétera...














Ha escrito Ernest Fischer: «El artista en época capitalista se encontró en una situación sumamente rara. El rey Midas había convertido todo lo que tocaba en oro; e1 capitalismo, todo en mercancía». Frente a esta concepción del arte como un producto que se compra y se vende, sometido a las oscilaciones de un mercado que negocia con la obra artística, característica sociológica importante de lo que podríamos llamar, de manera un tanto simple, arte de la burguesía, las clases populares han ofrecido un concepto distinto de lo que es su arte»; como algo ligado férreamente a la ida en todas sus manifestaciones y facetas, desde los pequeños hechos cotidianos hasta los acontecimientos generales que han marcando el discurrir de las clases populares en su conjunto.

Es en este contexto en el que se deben situar las canciones populares. Desde las que sirven para acompañar en su trabajo a la mujer que lava la ropa, hasta el himno que arrastra a la clase obrera a las barricadas. Sea cual sea su tema, sea cual sea la forma musical utilizada, la canción popular ha de servir para algo: para casarse, para trabajar, para adorar a un dios, para pedir la lluvia, para bailar el día de fiesta, para dormir un niño, para dejar testimonio de la injusticia, para llamar a la lucha, para contar los días de la semana, para aprender a sumar, para cantar la revolución o para aprender a distinguir las setas venenosas. Y es esa capacidad de ser “utilizadas” lo que distingue a las canciones populares. Es su “valor de uso” frente al “valor de cambio” de las canciones de consumo, sometidas a las cotizaciones del mercado, lo que ha de garantizar la autenticidad o no de la canción popular.

Las consecuencias que las transformaciones sociales han tenido para la supervivencia del folklore son difícilmente evalúales. El paso de una estructura de tipo rural, que ha existido en las nacionalidades y regiones del Estado español hasta bien entrado el siglo XX, y que en Canarias es posible apreciar todavía en zonas de determinadas islas, a una estructura caracterizada cada día más por una profunda crisis el el seno de la sociedad rural, con las consiguientes transformaciones de las ideologías y los «modos de concebir el mundo y la vida», ha traído consigo una profunda subversión de los valores tradicionales del folkore y la canción popular, vaciándolo de ciertas utilidades seculares, pero dándole, también, nuevas formas de utilidad.

Cuando el avance de las ciencias y la tecnología, la eliminación parcial de la incultura y las supersticiones, han hecho inútiles los valores originarios de un amplísimo sector temático de la canción folklórica. Cuando la industria discográfica ha creado un complejo entramado comercial alrededor de la canción popular, sometiéndola a la economía de mercado y vaciándola de muchos de sus contenidos, el índice de utilidad del folklore ha dejado de apoyarse en la cotidianeidad más cercana para pasar a hacerlo, básicamente, en elementos ideológicos más complejos. Es decir, la canción popular cada vez ha venido sirviendo menos para aprender a sumar a distinguir las setas venenosas, puesto que para esas funciones ya existen otros medios ampliamente conocidos, pero, en cambio, cada vez sirve mejor como arma de denuncia, o como expresión de sensibilidades colectivas no mediatizadas por la ideología oficial.

En este sentido es erróneo el mantenimiento (como otra cosa que como valiosísimo dato de la realidad socio-cultural de los pueblos) de un tipo de folklore tradicional que se pretende en toda su «pureza». Al perder valor de uso ciertas canciones que, no obstante, los folkloristas persisten en hacernos pasar por las únicas auténticas, lo que hacen en realidad es someterlas a un proceso de mercantilización, potenciado por las empresas discográficas y la industria cultural en general, que las valora en función de argumentos ajenos a su raíz popular y a su «valor de uso», convirtiéndolas no sólo en piezas de museo, sino, además, en mercancías con las que se comercia y se negocia.

Pero no sólo en su contenido las canciones folklóricas han perdido ese sentido de utilidad que las debería caracterizar, también las formas musicales del folklore, que se habían mantenido casi inalteradas a lo largo de los siglos, han cambiado de forma sustancial.
Dos son las razones fundamentales que justificaban, en períodos históricos anteriores, la existencia de ritmos y formas musicales rígidas dentro de la canción popular:

1º.- Como vehículo de identificación de un folklore determinado. Como forma de saber y reconocer que una canción que suena corresponde a tal pueblo, tal zona o tal nación, haciéndola fácilmente reconocible para cualquier persona en cualquier circunstancia. En este sentido, los ritmos folkóricos, con sus múltiples divisiones y variaciones, han servido secularmente para diferenciar y explicar las características de una comunidad histórica y geográfica determinada. Todo ello necesario en un periodo de la historia de la humanidad en que apenas existían otras señas de identidad que el idioma o el folklore, por encima de otras formas más aleatorias, como las leyes, las fronteras o los sistemas concretos de gobiernos, que servían para diferenciar a las clases en el poder, pero no a las clases populares, sometidas a una misma explotación, a una igual miseria, a una parecida opresión en un mundo en formación en donde leyes, fronteras y sistemas de gobierno cambiaban con asombrosa rapidez.

2º.- Como forma de facilitar la creación colectiva, potenciando así la sustitución de letras, la improvisación y otras formas de auto-creación del folklore, ya perdidas en la gran mayoría de los casos. Al repetirse unas pautas rítmicas y métricas determinadas, el proceso creativo se hace más simple y se pone al alcance de un mayor número de gente.
Algo parecido se podría indicar sobre la utilización de pocos y muy simples instrumentos, debiendo, en este caso, hacerse referencia al deficiente desarrollo de la tecnología, lo que reducía aún más la posibilidad de construir instrumentos más complejos. El capitalismo, que aceleró de manera prodigiosa el desarrollo de las artes «cultas», paralizó, en cambio, el proceso de evolución de las artes populares, encerrándolas en el marco de lo pintoresco y lo anecdótico como forma de impedir su incidencia cultural y social.

Pero lo que era válido en un determina do momento de la historia de la humanidad ya no lo es hoy. Si la utilización de unas formas, unas canciones y unas costumbres tenían plena justificación cuando se daba una perfecta sincronía entre el folklore producido y la sociedad que lo producía, parece evidente que al variar la relación canto sociedad, es aquél el que debe amoldarse a la evolución de ésta, y no intentar que la evolución de las clases populares quede estancada al nivel en que está su folklore tradicional. Si algún sentido tiene el folklore, si alguna grandeza encierra, es la de estar, precisamente, al servicio y en total dependencia del pueblo del que nace.

Los criterios que eran válidos en una sociedad rural no sólo descentralizada, sino con una total incomunicación entre unas comunidades y otras, no puede ser utilizada sin sonrojo en el siglo XX, cuando el papel hegemónico de un nuevo bloque histórico, formado por la más amplia alianza de fuerzas sociales, lo desempeña un proletariado altamente industrializado, residente en grandes urbes, en el que cada vez es mayor el peso de las fuerzas sociales no ligadas directamente a la producción (clases pasivas, sectores de servicios, profesionales liberales proletarizados, etc.) y cuando, en fin, la revolución científico-técnica ha hecho posible, entre otras cosas, la reproducción técnica del sonido (el disco, el cassette, la cinta magnetofónica, la radio, la televisión, la ampliación electrónica de los más variados instrumentos y de la voz humana). Los adelantos tecnológicos permiten la comunicación vía satélite, y todo ello ha roto las pocas barreras que aún quedaban para la transmisión de pensamientos e ideas entre los diferentes pueblos de cualquier lugar del globo.

En esta situación, pensar en seguir manteniendo el folklore en su estado primario es, además de utópico, falso. Ni el más «puro» de los folkloristas se resiste hoy a reproducir las canciones que recoge en disco, libro o cassette, a cantarlas por la radio o la televisión, a utilizar en un recital los beneficios que ofrece una buena megafonía o a viajar miles de kilómetros en un avión para mostrárselas a públicos o estudiosos que tienen una tradición y una cultura totalmente distintas.

Pero todavía hay quienes se escandalizan ante cualquier innovación del tipo que sea. Reniegan de la utilización de nuevos instrumentos, descalifican a quienes no son estrictos en la reproducción de los menores giros de un ritmo determinado y se indignan ante quien introduce en la canción popular una sensibilidad contemporánea que rompa con el «rusticismo» tradicional. Ignoran así que el pueblo nunca ha hecho las cosas, desde los instrumentos para acompañarse en el folklore hasta las casas que ha habitado, rústicas por principio. Si en algún momento las clases populares han construido instrumentos o herramientas técnicamente deficientes es porque no sabía hacerlo mejor y no tenía medios para ello. Pretender que sean esas deficientes herramientas las que se sigan utilizando es condenarnos a viajar en carro por los siglos de los siglos. Las cuevas de Altamira están bien como están, y son monumento a un determinado momento del desarrollo del talento de la humanidad, pero sin obligar por ello a Picasso o a Paul Klee a que siguieran utilizando las mismas técnicas de la  prehistoria, fuente de todas las purezas.

Una similar argumentación se puede repetir con respecto a la utilización obligada de los ritmos y formas musicales del pasado. Hoy, cuando están rotas las barreras que la ignorancia ponían a la comunicación y a la creatividad de los pueblos, no es necesario seguir utilizando los módulos acuñados hace cientos de años para cubrir otras necesidades. Ahora bien, el hecho de que no necesitemos repetir miméticamente los ritmos tradicionales del folklore no quiere decir, en absoluto, que se deba prescindir de ellos por completo.

Una de las causas más evidentes del renacer del interés por el folklore en todo el mundo es la reacción que se vive en tantos países del mundo ante la tendencia homogeneizadora de la industria. Los países superdesarrollados, Estados Unidos en primer lugar, llevan años intentando imponer sus criterios estéticos y sus formas de vida en todo el mundo, en un proceso de colonización cultural sin precedentes en la historia de la humanidad. Frente a ello han surgido las culturas nacionales como forma de mantener unas señas de identidad y una resistencia cultural que, no por resistente, debe despreciar cuanto de provechoso y liberador pueda llegarle de fuera. La nueva sociedad no viene para arrinconar, como trastos viejos, todo lo que ha servido al pueblo y que aún hoy le sirve en ciertos casos para expresarse durante la larga historia de la humanidad. De lo que se trataría es, precisamente, de todo la contrario, de abrir un amplio abanico de posibilidades que ayuden al hombre, en la canción popular como en tantos otros aspectos de la vida, a cumplir sus anhelos de libertad y felicidad.

Hoy en día la canción popular ha de ser amplia, libre, sin fronteras, que sea como un hermoso árbol, al que pertenecen cada una de sus partes, desde las raíces, que toman su riqueza y vigor de la tierra, hasta la última de las hojas que recoge la luz del sol y de las flores que lanzan su aroma por el aire. Defendamos una canción popular en la que quepan todas las formas y estilos que enriquecen al pueblo, desde las más antiguas formas de la tradición hasta las más modernas creaciones del artista de hoy, pasando por los ritmos tradicionales tocados con nuevos arreglos e instrumentos y por cuantas variantes se nos puedan ocurrir. Una única limitación ha de haber, la misma que pone el pueblo en su vida diaria: que hoy sigan siendo válidas y útiles esas formas musicales, tradicionales o no; que sigan expresando las señas de identidad popular; que sean identificadas como propias del hombre del siglo XX, al margen de los años que tengan tras de sí; que expresen la realidad variada y compleja de las clases populares y que aporten herramientas válidas en su lucha por la libertad. Que sean, en definitiva, savia, jugo y fruto y no tronco muerto, cuyo único sitio puede estar en los museos, pero no en la vida.

 En memoria de Valentina y Nanino

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