Tomás de
Antequera. Entrevista (1985)
El gran éxito
La generación de cantautores y de los comentaristas
o difusores que nos movíamos alrededor no éramos, desde luego, los más
adecuados para apreciar de buenas a primeras la importancia, calidad y
hermosura de la copla como género y de quienes la cultivaban. O la importancia,
calidad y hermosura de algunas coplas y de algunos de sus intérpretes, porque
son los artistas, y no los géneros los que definen la significación de una obra
concreta. Entre los cantautores, como entre los copleros (cantautoras y copleras
también, por favor), lo hay genios, buenos, malos y mediopensionistas, y en entre
las canciones y coplas hay obras maestras y birrias espectaculares.
Pero no divaguemos. En cualquier caso, quienes
defendíamos la canción de autor, el folk o el rock progresivo en aquellos años a
caballo entre los sesenta y los setenta del siglo pasado, o incluso entre quien
defendía todos esos modelos juntos como una manera similar de afrontar el hecho
musical y el político, cual pienso que era mi caso, la copla era el enemigo con
el que se quería acabar. Qué ignorantes éramos, incluso aceptando que el uso
que el franquismo había hecho de la copla (y de todo lo que el querido Paco Almazán definió como “nacionalframenquismo”)
no podía por menos que hacérnosla aparecer como distante a quienes queríamos
acabar con la dictadura, no supimos ver en ella cuanto después descubrimos: la
belleza de algunas de sus composiciones, la inspiración de ciertos autores y la
personalidad de los mejores intérpretes. Hubo de pasar el tiempo, al menos en
mi caso, para que me llegaran a poner los pelos de punta Concha Piquer o Miguel de
Molina, o a descubrir el valor de Angelillo,
Imperio Argentina y, también, Tomás de Antequera.
En la entrevista, publicada en el colorín de EL PAÍS
el 13 de octubre de 1985, se contaba de él, así que no voy a insistir,aunque, lo que son las cosas de la memoria; recuerdo perfectamente que también en aquella época Tomás de Antequera actúo durante tiempo en el Elígeme y no me acuerdo en absoluto de su presencia en el Manuela, motivo por el que se le hizo la entrevista. En fin, no
obstante, un par de aclaraciones que ayudarán a la comprensión, o al cotilleo,
que viene a ser lo mismo.
El artículo empieza contando la primera vez que
escuché en directo a Tomás de Antequera, como hacia 1975 o 1976. Esa noche le
habían dado un premio nacional de radio a “Para
vosotros jóvenes”, el programa de RNE que dirigía Carlos Tena y en el que estábamos un montón de gente procedente de
la FM de Radio Popular: Adrián Vogel,
Gonzalo García Pelayo, Julio Palacios, y otros como Jorge de Antón y Victorino del Pozo, además de Aurora
de Andrés, locutora de la casa, y algunos más. Tras la cena del premio, que
esas cosas eran siempre de tiros largos, el amigo José Antonio Muñoz, de Aguaviva,
nos propuso ir a un espectáculo que había descubierto y que nos iba a encantar.
Era lógico en él, que ya había proclamado en una canción que no le gustaba que
no dejaran a las majas llevar flores en los pechos. Nos encantó.
La entrevista se celebró en la vivienda de Tomás de
Antequera, en la calle de Bretón de los Herreros, justo en la misma manzana en
la que yo había vivido toda mi vida infantil
y juvenil y en la que aún hoy vive mi hija. Habíamos sido vecinos veinte
tantos años. La describo en el texto, pero lo que no explicó fue un detalle que
me pareció revelador sobre la forma en la que sobrevivía el artista. En la
misma casa residían, como realquilados, tres jóvenes que acompañaban y daban de
comer a la vieja gloria nacional. Por fortuna en esos años habían llegado aquella
juventud que reivindicó su figura y que le alegró aquellos penúltimos años de
su vida. Falleció el 4 de marzo de 1993, con 72 años de edad.
EL PAÍS DOMINICAL. 13 OCTUBRE 1985
Debe
hacer de esto como unos 10 años. El local era Lady Pepa, un café-teatro pionero convertido en una de los primeros
clubs de semi striptease, que aún hoy sigue funcionando con un espectáculo porno.
Para llegar a la sala había que bajar una angosta escalera, después de que un
portero no muy bien encarado franqueara la entrada. Unas mortecinas luces
alumbraban la habitación, rectangular, de paredes deslucidas; en un extremo,
una pequeña barra, y en el otro, un minúsculo escenario encerraban una veintena
de mesas, desocupadas casi en su totalidad. Apenas un par de parejas, que se
acariciaban sin disimulo en el rincón más oscuro, y un grupo de amigos
esperaban, entre risas, chistes y alguna trascendental afirmación sobre quién
sabe ya qué, el comienzo de la actuación.
Habíamos
leído la Crónica Sentimental, de
Vázquez Montalbán, y nos habíamos criado pegados a la radio como cordón
umbilical con la fantasía, pero también nos habíamos dejado las pestañas en las
páginas del Politzer, el libro de
aquel profesor de la universidad obrera de París que murió fusilado por los
nazis y nos dejó en herencia tantas certidumbres adolescentes; y canciones como
Doce cascabeles, Romance de la Reina Mercedes o Zambra
de mi soledad nos llegaban con la ambigua sensación placentera con que se
culmina un oscuro sueño inconfesable.
Salió
a escena con una chaqueta de intrincados bordados plateados sobre terciopelo
azul y tocó los chinchines con el primor de quien aletea mariposas en el viento.
Hoy, una década después, Tomás de
Antequera sigue luciendo sus primorosas chaquetas de fantasía y aleteando
los crótalos, mientras su voz de mil noches de soledad y aplausos sigue desgranando
los versos de Patio Moro, Pobre niña ciega o Romance de valentía. La escena es la misma, pero el marco ha
cambiado. El Café Manuela, donde ha estado actuando todos
los jueves de la temporada pasada está lleno por completo.
Tomás de Antequera o Juan Antequera López, pues tal es el
nombre que la casualidad le puso, había visto la luz en el Valdepeñas de hace
65 años. Hijo menor de una familia en la que habían nacido ya otros 23
hermanos, de los cuales vivían 13, no recuerda veleidades musicales en tan
extensa prole, aunque sí una común afición por el cante.
"Y aprendía lo que cantaban en las películas,
y me ponía a cantar en las tabernas, diciéndole a la gente: 'Mira lo que he
aprendido'. Me echaban dinero, y fíjate lo que eran entonces una peseta o un
duro".
Habla
con suavidad, con un ritmo entrecortado, que tan pronto alarga una palabra como
la frena bruscamente al final. Tomás de
Antequera recuerda sus comienzos por los pequeños pueblos manchegos,
cantando en las tabernas y en los cines acompañado por dos hermanas,
guitarrista y bailarina.
En
1939, el Gobierno de la República llamó a filas a la quinta de 1941. Tomás de Antequera tenía 19 años.
"Al llegar a la mili, el sargento
llamó, al pasar lista, a Juan Antequera López, y yo no contesté porque me
llamaba Tomás. El sargento, que era de Valdepeñas y conocía a mi familia, me
preguntó por mi nombre, y cuando le dije que Tomás, me dijo que no, que era
Juan". Cuenta, y añade: "Luego
me enteré de lo que había pasado. Como entonces se bautizaba a los niños en
seguida de nacer, mi madre no pudo acudir al bautizo, pues estaba en la cama, y
les dijo a mis tías que me pusieran Tomás, que era el nombre de un hermanillo
que se había muerto siendo muy niño. Por el camino, con la chachara, mis tías
se olvidaron el nombre que les había dicho mi madre y me pusieron Juan. Pero
quien ha terminado por ganar es Tomás. A mí me llaman Juan por la calle y es
que ni me vuelvo".
Al
terminar la mili, el joven Tomás decidió quedarse en Madrid y probar suerte en
una ciudad que salía de la guerra sumergida en el estraperlo, la represión y el
hambre, y buscaba en las tonadillas de moda alas para la miseria. Debutó en la
antigua terraza del Café Europa, hoy
cine, no muy lejos de la calle de Méndez Álvaro, donde sólo unos años antes Lister y Modesto habían fundado el Quinto
Regimiento en el patio de un convento. Desde el principio le acompañó el
éxito. "Desde allí pasé al Café de San Millan, que estaba, porque
ya no está, frente al Mercado de la Cebada. Ahí debuté en 1943 y de allí me
surgió la oportunidad de grabar; así que fue muy rápido, porque yo armé tal
escándalo en el Café de San Millán que pusieron guardias a caballo en la puerta
para sujetar a la gente".
En
la España de los coches de gasógeno y las cartillas de racionamiento, la radio
era el nuevo invento popular por excelencia. En ella era donde se cocían los
éxitos de un cantante.
"Entonces se cantaba en directo por la radio,
pero muy poco, porque no te recibían así como así; había que cantar muy bien o
tener una buena recomendación. Yo cantaba entonces, acompañado a la guitarra,
tanto canción española como flamenco. Todavía no había hecho estudios musicales;
luego me metí en las academias, donde aprendí infinidad de canciones con el
maestro Castellano, el maestro Monreal, el maestro Quiroga, Villacañas, Bódalo; un
montón de maestros. También Freiré,
que fue el que me hizo los Doce Cascabeles mucho tiempo después".
Doce cascabeles, con letra de Basilio García y Juan Solano y música del maestro Ricardo Freiré, fue la canción que más derechos de autor devengó en
1953. Para Tomás de Antequera
representa el momento álgido de su carrera, signo de unos tiempos en que la
gente le reconocía por la calle, le aplaudían en los escenarios, y lo mismo le
invitaba en Chicote el conde de Romanones a una copa que un
ama de casa le regalaba una tortilla, suprema muestra de admiración en tiempos
en que la harina de almortas daba unas ya olvidadas gachas como exquisito
manjar en cualquier calle de Lavapiés.
"Madrid era una ciudad", recuerda,
"en donde la gente se sentaba por la
tarde con el botijo en la calle, en donde había verbenas y puestos de melones y
en donde se bebía agua fresca que te daba la gente. Ahora es de otra manera;
pero, a pesar de que los años van pasando y las costumbres cambian, todavía hay
gente de aquella época que vive con el mismo afán. De todas maneras, la televisión
y todas esas cosas han cambiado mucho la vida; ya no hay quien la reconozca".
Con
Miguel de Molina en Argentina --ahuyentado
de España por la manía persecutoria que contra él desataron ciertos círculos de
Falange, que le acusaban de homosexual y republicano--, Tomás de Antequera fue la figura masculina descollante de la
canción española. "No nos cruzamos
nunca Miguel de Molina y yo", recuerda. "Fui a verle al Teatro Pavón, donde debutó con Amalia de Isaura recién terminada la guerra. La entrada valía 15
pesetas. Miguel de Molina me encantó; era un artista excelente, tenía mucho
arte en las manos y era guapísimo; tenía una figura ideal y vestía
maravillosamente también. Ya como cantante no tenía mucha voz, pero decía la
canción muy bien".
También
Tomás de Antequera tuvo su momento
de enfrentamiento con la intransigencia, la censura y el miedo. Fue en el año
1943, cuando todavía trabajaba en el Café de San Millán, y le llegó una orden
al dueño en la que le indicaban que su artista de más éxito no podía actuar.
Hoy, refugiado el gesto tras los gruesos cristales de sus gafas, lo achaca todo
a la envidia. "Fue cosa de rivalidad
y de envidia, pero no entre artistas, sino entre empresas, porque yo no había
hecho nada político ni nada que pudiera considerarse frívolo u ordinario. Hablamos
con unos amigos de la Duquesa de Alba,
que eran los Romanones, ¿sabes?, porque los Romanones iban mucho a verme a mí.
De ahí se montó otra cosa y echamos mano a un sacerdote que también era muy
admirador mío, y se presentó personalmente a ver al director general de
Seguridad para preguntarle qué es lo que pasaba. Le dijeron que había una
denuncia contra mí porque cuando salía al escenario me timaba con los hombres,
pero el cura les explicó que no era cierto, que con las 20 dioptrías que yo
tengo no es que me timara es que no veía. Menos mal que me extendieron un papel
para poder actuar. Lo llevé durante cuatro o cinco años para que no me
molestaran, pero me tiré un año sin trabajar. Fíjate, en lo mejor de mi carrera".
Todavía
se sorprende de que eso pudiera pasarle a él, una persona que confiesa sin
ambages su religiosidad --"Llega una
Semana Santa y para mí lo es todo. Durante 25 años he cantado la saeta en mi
pueblo"-- y que guarda en su pequeña habitación, engalanada como un
museo o un santuario, imágenes de vírgenes y santos junto a una reciente
fotografía de la familia real. "He
sentido siempre mucha admiración y respeto por los reyes, porque los veo como
gente buena. A Alfonso XIII yo no llegué a conocerle, pero mis padres sí, y le
querían. Cuando se marchó yo tenía 11 años; mi madre lloró mucho, y yo, desde
entonces, le he cogido esa cosa a los reyes. Cuando llegó la Monarquía otra
vez, me alegré una barbaridad. Me dije: Dios los bendiga, y que tengan mucha
suerte y que sigan adelante y España la arreglen".
Mientras
trabajaba en el Circo Price, un
local que echa de menos Tomás de
Antequera, "porque daba trabajo
a mucha gente", le vio actuar un empresario colombiano y le contrató
para su primera gira americana. Visitó varios países, Argentina y Venezuela
entre ellos, y también en América gustaron sus historias tristes. "Siempre he cantado canciones dramáticas,
porque me van mejor que las alegres. Las más alegres son Doce cascabeles, que es muy alegre y bullanguera, y Caballito
moro, que también es muy alegre, dentro
de que en la sierra ella muere de un tiro que le dan cuando va en la jaca.
Gustaban porque la gente era muy romántica y las historias que se contaban eran
muy emotivas".
Fueron
sus años de esplendor. Joven, guapo --aunque él no lo quiera reconocer y diga, con
un cierto aire pícaro, que ha tenido “un
físico agradable, he sido simpático con la gente, pero guapo no era, no"--
y reservado, confiesa que se iba por las noches a la cama pensando en la
actuación del día siguiente. "Era
muy feliz, porque la gente me esperaba en la puerta de la calle y me comía a
besos".
A
partir de mediados de los años cincuenta, la estrella de Tomás de Antequera comenzó a declinar, aunque él, como bien se
encarga de recordar, nunca haya abandonado los escenarios. En pocos años, Romance de valentía dejó el sitio a La chica ye-ye. "Eso fue en los años sesenta, que es cuando
vino el twist. También vinieron...", duda un momento, intentando
recordar los nombres, que le quedan tan lejanos, "ésos que son ingleses, ¿cómo se llaman?, los Beatles. De ahí empezó la cosa; primero fue Paul Anka, que decían que traía cola, y fíjate la cola que trajo. Y
también Tom Jones, que es
maravilloso, divino, cantando. Y la gente joven entró por ahí y decayó un poco
la canción española".
Tras
los cafés cantantes de sus inicios habían llegado los teatros, las giras, las
salidas al extranjero, las cabeceras de cartel. Con la decadencia de la canción
española fueron las plazas de toros --participando con sus canciones en espectáculos
cómico-taurinos--, las salidas a Alemania o Suiza para cantar a los emigrantes
en giras organizadas por embajadas y consulados. Pero el escenario se había
apoderado de Tomás de Antequera y
las candilejas eran ya su única droga, que le habían dado la razón de vivir, y
siendo así, no podía haber crisis para él. "Es que se siente mucho placer al subir a un escenario, porque se está
como en un sueño de gloria. Tienes al público enfrente, que no te quita ojo de
encima y aplaude y comenta mirándose unos a otros. Es encantador y no se paga
con nada. Se olvida uno incluso de lo que va a cobrar, aunque yo siempre he
sido muy flojo para eso del dinero; no he sido de los que creen que por ser los
mejores tienen que ganar más que nadie. A mí me ha bastado salir al escenario
para sentirme feliz".
El
Café Manuela le recuerda, con sus
columnas y sus mesas de mármol, los viejos locales donde iniciara su carrera, y
no parece sorprenderle que jóvenes que no habían nacido cuando sus canciones
eran éxito, o adultos que cuando eran jóvenes las rechazaron por anticuadas,
vuelvan al redil y descubran con gesto entre asombrado y entusiasta su arte.
"Es verdad que el público que viene ahora a
verme es muy joven. Me cuentan que sus padres les habían hablado de mí y de mis
canciones, pero lo más bonito es que se marchan encantados de haberme
escuchado. Se acercan a mí para decirme que soy un maestro de la canción que no
habían escuchado antes. Conozco mucha gente joven que les gusta la música
moderna y, sin embargo, escuchan mis canciones y se quedan embelesaos. Qué
letras, qué músicas, qué arte en las manos, me dicen".
Un Clasico
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