jueves, 25 de abril de 2013


Tomás de Antequera. Entrevista (1985)



El gran éxito


La generación de cantautores y de los comentaristas o difusores que nos movíamos alrededor no éramos, desde luego, los más adecuados para apreciar de buenas a primeras la importancia, calidad y hermosura de la copla como género y de quienes la cultivaban. O la importancia, calidad y hermosura de algunas coplas y de algunos de sus intérpretes, porque son los artistas, y no los géneros los que definen la significación de una obra concreta. Entre los cantautores, como entre los copleros (cantautoras y copleras también, por favor), lo hay genios, buenos, malos y mediopensionistas, y en entre las canciones y coplas hay obras maestras y birrias espectaculares.
Pero no divaguemos. En cualquier caso, quienes defendíamos la canción de autor, el folk o el rock progresivo en aquellos años a caballo entre los sesenta y los setenta del siglo pasado, o incluso entre quien defendía todos esos modelos juntos como una manera similar de afrontar el hecho musical y el político, cual pienso que era mi caso, la copla era el enemigo con el que se quería acabar. Qué ignorantes éramos, incluso aceptando que el uso que el franquismo había hecho de la copla (y de todo lo que el querido Paco Almazán definió como “nacionalframenquismo”) no podía por menos que hacérnosla aparecer como distante a quienes queríamos acabar con la dictadura, no supimos ver en ella cuanto después descubrimos: la belleza de algunas de sus composiciones, la inspiración de ciertos autores y la personalidad de los mejores intérpretes. Hubo de pasar el tiempo, al menos en mi caso, para que me llegaran a poner los pelos de punta Concha Piquer o Miguel de Molina, o a descubrir el valor de Angelillo, Imperio Argentina y, también, Tomás de Antequera.
En la entrevista, publicada en el colorín de EL PAÍS el 13 de octubre de 1985, se contaba de él, así que no voy a insistir,aunque, lo que son las cosas de la memoria; recuerdo perfectamente que también en aquella época Tomás de Antequera actúo durante tiempo en el Elígeme y no me acuerdo en absoluto de su presencia en el Manuela, motivo por el que se le hizo la entrevista. En fin, no obstante, un par de aclaraciones que ayudarán a la comprensión, o al cotilleo, que viene a ser lo mismo.
El artículo empieza contando la primera vez que escuché en directo a Tomás de Antequera, como hacia 1975 o 1976. Esa noche le habían dado un premio nacional de radio a “Para vosotros jóvenes”, el programa de RNE que dirigía Carlos Tena y en el que estábamos un montón de gente procedente de la FM de Radio Popular: Adrián Vogel, Gonzalo García Pelayo, Julio Palacios, y otros como Jorge de Antón y Victorino del Pozo, además de Aurora de Andrés, locutora de la casa, y algunos más. Tras la cena del premio, que esas cosas eran siempre de tiros largos, el amigo José Antonio Muñoz, de Aguaviva, nos propuso ir a un espectáculo que había descubierto y que nos iba a encantar. Era lógico en él, que ya había proclamado en una canción que no le gustaba que no dejaran a las majas llevar flores en los pechos. Nos encantó.
La entrevista se celebró en la vivienda de Tomás de Antequera, en la calle de Bretón de los Herreros, justo en la misma manzana en la que yo había vivido toda mi vida infantil  y juvenil y en la que aún hoy vive mi hija. Habíamos sido vecinos veinte tantos años. La describo en el texto, pero lo que no explicó fue un detalle que me pareció revelador sobre la forma en la que sobrevivía el artista. En la misma casa residían, como realquilados, tres jóvenes que acompañaban y daban de comer a la vieja gloria nacional. Por fortuna en esos años habían llegado aquella juventud que reivindicó su figura y que le alegró aquellos penúltimos años de su vida. Falleció el 4 de marzo de 1993, con 72 años de edad.




EL PAÍS DOMINICAL. 13 OCTUBRE 1985

Debe hacer de esto como unos 10 años. El local era Lady Pepa, un café-teatro pionero convertido en una de los primeros clubs de semi striptease, que aún hoy sigue funcionando con un espectáculo porno. Para llegar a la sala había que bajar una angosta escalera, después de que un portero no muy bien encarado franqueara la entrada. Unas mortecinas luces alumbraban la habitación, rectangular, de paredes deslucidas; en un extremo, una pequeña barra, y en el otro, un minúsculo escenario encerraban una veintena de mesas, desocupadas casi en su totalidad. Apenas un par de parejas, que se acariciaban sin disimulo en el rincón más oscuro, y un grupo de amigos esperaban, entre risas, chistes y alguna trascendental afirmación sobre quién sabe ya qué, el comienzo de la actuación.

Habíamos leído la Crónica Sentimental, de Vázquez Montalbán, y nos habíamos criado pegados a la radio como cordón umbilical con la fantasía, pero también nos habíamos dejado las pestañas en las páginas del Politzer, el libro de aquel profesor de la universidad obrera de París que murió fusilado por los nazis y nos dejó en herencia tantas certidumbres adolescentes; y canciones como Doce cascabeles, Romance de la Reina Mercedes o Zambra de mi soledad nos llegaban con la ambigua sensación placentera con que se culmina un oscuro sueño inconfesable.

Salió a escena con una chaqueta de intrincados bordados plateados sobre terciopelo azul y tocó los chinchines con el primor de quien aletea mariposas en el viento. Hoy, una década después, Tomás de Antequera sigue luciendo sus primorosas chaquetas de fantasía y aleteando los crótalos, mientras su voz de mil noches de soledad y aplausos sigue desgranando los versos de Patio Moro, Pobre niña ciega o Romance de valentía. La escena es la misma, pero el marco ha cambiado. El Café Manuela, donde ha estado actuando todos los jueves de la temporada pasada está lleno por completo.

Tomás de Antequera o Juan Antequera López, pues tal es el nombre que la casualidad le puso, había visto la luz en el Valdepeñas de hace 65 años. Hijo menor de una familia en la que habían nacido ya otros 23 hermanos, de los cuales vivían 13, no recuerda veleidades musicales en tan extensa prole, aunque sí una común afición por el cante.

"Y aprendía lo que cantaban en las películas, y me ponía a cantar en las tabernas, diciéndole a la gente: 'Mira lo que he aprendido'. Me echaban dinero, y fíjate lo que eran entonces una peseta o un duro".

Habla con suavidad, con un ritmo entrecortado, que tan pronto alarga una palabra como la frena bruscamente al final. Tomás de Antequera recuerda sus comienzos por los pequeños pueblos manchegos, cantando en las tabernas y en los cines acompañado por dos hermanas, guitarrista y bailarina.

En 1939, el Gobierno de la República llamó a filas a la quinta de 1941. Tomás de Antequera tenía 19 años. "Al llegar a la mili, el sargento llamó, al pasar lista, a Juan Antequera López, y yo no contesté porque me llamaba Tomás. El sargento, que era de Valdepeñas y conocía a mi familia, me preguntó por mi nombre, y cuando le dije que Tomás, me dijo que no, que era Juan". Cuenta, y añade: "Luego me enteré de lo que había pasado. Como entonces se bautizaba a los niños en seguida de nacer, mi madre no pudo acudir al bautizo, pues estaba en la cama, y les dijo a mis tías que me pusieran Tomás, que era el nombre de un hermanillo que se había muerto siendo muy niño. Por el camino, con la chachara, mis tías se olvidaron el nombre que les había dicho mi madre y me pusieron Juan. Pero quien ha terminado por ganar es Tomás. A mí me llaman Juan por la calle y es que ni me vuelvo".

Al terminar la mili, el joven Tomás decidió quedarse en Madrid y probar suerte en una ciudad que salía de la guerra sumergida en el estraperlo, la represión y el hambre, y buscaba en las tonadillas de moda alas para la miseria. Debutó en la antigua terraza del Café Europa, hoy cine, no muy lejos de la calle de Méndez Álvaro, donde sólo unos años antes Lister y Modesto habían fundado el Quinto Regimiento en el patio de un convento. Desde el principio le acompañó el éxito. "Desde allí pasé al Café de San Millan, que estaba, porque ya no está, frente al Mercado de la Cebada. Ahí debuté en 1943 y de allí me surgió la oportunidad de grabar; así que fue muy rápido, porque yo armé tal escándalo en el Café de San Millán que pusieron guardias a caballo en la puerta para sujetar a la gente".

En la España de los coches de gasógeno y las cartillas de racionamiento, la radio era el nuevo invento popular por excelencia. En ella era donde se cocían los éxitos de un cantante.

"Entonces se cantaba en directo por la radio, pero muy poco, porque no te recibían así como así; había que cantar muy bien o tener una buena recomendación. Yo cantaba entonces, acompañado a la guitarra, tanto canción española como flamenco. Todavía no había hecho estudios musicales; luego me metí en las academias, donde aprendí infinidad de canciones con el maestro Castellano, el maestro Monreal, el maestro Quiroga, Villacañas, Bódalo; un montón de maestros. También Freiré, que fue el que me hizo los Doce Cascabeles mucho tiempo después".

Doce cascabeles, con letra de Basilio García y Juan Solano y música del maestro Ricardo Freiré, fue la canción que más derechos de autor devengó en 1953. Para Tomás de Antequera representa el momento álgido de su carrera, signo de unos tiempos en que la gente le reconocía por la calle, le aplaudían en los escenarios, y lo mismo le invitaba en Chicote el conde de Romanones a una copa que un ama de casa le regalaba una tortilla, suprema muestra de admiración en tiempos en que la harina de almortas daba unas ya olvidadas gachas como exquisito manjar en cualquier calle de Lavapiés.

"Madrid era una ciudad", recuerda, "en donde la gente se sentaba por la tarde con el botijo en la calle, en donde había verbenas y puestos de melones y en donde se bebía agua fresca que te daba la gente. Ahora es de otra manera; pero, a pesar de que los años van pasando y las costumbres cambian, todavía hay gente de aquella época que vive con el mismo afán. De todas maneras, la televisión y todas esas cosas han cambiado mucho la vida; ya no hay quien la reconozca".

Con Miguel de Molina en Argentina --ahuyentado de España por la manía persecutoria que contra él desataron ciertos círculos de Falange, que le acusaban de homosexual y republicano--, Tomás de Antequera fue la figura masculina descollante de la canción española. "No nos cruzamos nunca Miguel de Molina y yo", recuerda. "Fui a verle al Teatro Pavón, donde debutó con Amalia de Isaura recién terminada la guerra. La entrada valía 15 pesetas. Miguel de Molina me encantó; era un artista excelente, tenía mucho arte en las manos y era guapísimo; tenía una figura ideal y vestía maravillosamente también. Ya como cantante no tenía mucha voz, pero decía la canción muy bien".

También Tomás de Antequera tuvo su momento de enfrentamiento con la intransigencia, la censura y el miedo. Fue en el año 1943, cuando todavía trabajaba en el Café de San Millán, y le llegó una orden al dueño en la que le indicaban que su artista de más éxito no podía actuar. Hoy, refugiado el gesto tras los gruesos cristales de sus gafas, lo achaca todo a la envidia. "Fue cosa de rivalidad y de envidia, pero no entre artistas, sino entre empresas, porque yo no había hecho nada político ni nada que pudiera considerarse frívolo u ordinario. Hablamos con unos amigos de la Duquesa de Alba, que eran los Romanones, ¿sabes?, porque los Romanones iban mucho a verme a mí. De ahí se montó otra cosa y echamos mano a un sacerdote que también era muy admirador mío, y se presentó personalmente a ver al director general de Seguridad para preguntarle qué es lo que pasaba. Le dijeron que había una denuncia contra mí porque cuando salía al escenario me timaba con los hombres, pero el cura les explicó que no era cierto, que con las 20 dioptrías que yo tengo no es que me timara es que no veía. Menos mal que me extendieron un papel para poder actuar. Lo llevé durante cuatro o cinco años para que no me molestaran, pero me tiré un año sin trabajar. Fíjate, en lo mejor de mi carrera".

Todavía se sorprende de que eso pudiera pasarle a él, una persona que confiesa sin ambages su religiosidad --"Llega una Semana Santa y para mí lo es todo. Durante 25 años he cantado la saeta en mi pueblo"-- y que guarda en su pequeña habitación, engalanada como un museo o un santuario, imágenes de vírgenes y santos junto a una reciente fotografía de la familia real. "He sentido siempre mucha admiración y respeto por los reyes, porque los veo como gente buena. A Alfonso XIII yo no llegué a conocerle, pero mis padres sí, y le querían. Cuando se marchó yo tenía 11 años; mi madre lloró mucho, y yo, desde entonces, le he cogido esa cosa a los reyes. Cuando llegó la Monarquía otra vez, me alegré una barbaridad. Me dije: Dios los bendiga, y que tengan mucha suerte y que sigan adelante y España la arreglen".

Mientras trabajaba en el Circo Price, un local que echa de menos Tomás de Antequera, "porque daba trabajo a mucha gente", le vio actuar un empresario colombiano y le contrató para su primera gira americana. Visitó varios países, Argentina y Venezuela entre ellos, y también en América gustaron sus historias tristes. "Siempre he cantado canciones dramáticas, porque me van mejor que las alegres. Las más alegres son Doce cascabeles, que es muy alegre y bullanguera, y Caballito moro, que también es muy alegre, dentro de que en la sierra ella muere de un tiro que le dan cuando va en la jaca. Gustaban porque la gente era muy romántica y las historias que se contaban eran muy emotivas".

Fueron sus años de esplendor. Joven, guapo --aunque él no lo quiera reconocer y diga, con un cierto aire pícaro, que ha tenido “un físico agradable, he sido simpático con la gente, pero guapo no era, no"-- y reservado, confiesa que se iba por las noches a la cama pensando en la actuación del día siguiente. "Era muy feliz, porque la gente me esperaba en la puerta de la calle y me comía a besos".

A partir de mediados de los años cincuenta, la estrella de Tomás de Antequera comenzó a declinar, aunque él, como bien se encarga de recordar, nunca haya abandonado los escenarios. En pocos años, Romance de valentía dejó el sitio a La chica ye-ye. "Eso fue en los años sesenta, que es cuando vino el twist. También vinieron...", duda un momento, intentando recordar los nombres, que le quedan tan lejanos, "ésos que son ingleses, ¿cómo se llaman?, los Beatles. De ahí empezó la cosa; primero fue Paul Anka, que decían que traía cola, y fíjate la cola que trajo. Y también Tom Jones, que es maravilloso, divino, cantando. Y la gente joven entró por ahí y decayó un poco la canción española".

Tras los cafés cantantes de sus inicios habían llegado los teatros, las giras, las salidas al extranjero, las cabeceras de cartel. Con la decadencia de la canción española fueron las plazas de toros --participando con sus canciones en espectáculos cómico-taurinos--, las salidas a Alemania o Suiza para cantar a los emigrantes en giras organizadas por embajadas y consulados. Pero el escenario se había apoderado de Tomás de Antequera y las candilejas eran ya su única droga, que le habían dado la razón de vivir, y siendo así, no podía haber crisis para él. "Es que se siente mucho placer al subir a un escenario, porque se está como en un sueño de gloria. Tienes al público enfrente, que no te quita ojo de encima y aplaude y comenta mirándose unos a otros. Es encantador y no se paga con nada. Se olvida uno incluso de lo que va a cobrar, aunque yo siempre he sido muy flojo para eso del dinero; no he sido de los que creen que por ser los mejores tienen que ganar más que nadie. A mí me ha bastado salir al escenario para sentirme feliz".

El Café Manuela le recuerda, con sus columnas y sus mesas de mármol, los viejos locales donde iniciara su carrera, y no parece sorprenderle que jóvenes que no habían nacido cuando sus canciones eran éxito, o adultos que cuando eran jóvenes las rechazaron por anticuadas, vuelvan al redil y descubran con gesto entre asombrado y entusiasta su arte.

"Es verdad que el público que viene ahora a verme es muy joven. Me cuentan que sus padres les habían hablado de mí y de mis canciones, pero lo más bonito es que se marchan encantados de haberme escuchado. Se acercan a mí para decirme que soy un maestro de la canción que no habían escuchado antes. Conozco mucha gente joven que les gusta la música moderna y, sin embargo, escuchan mis canciones y se quedan embelesaos. Qué letras, qué músicas, qué arte en las manos, me dicen".


Un Clasico

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