lunes, 31 de octubre de 2016

INTELECTUALES CONTRA EL FRANQUISMO. 1959-1969

“101 intelectuales firmaron un documento y el señor Fraga Iribarne quiso  hacerles un proceso”







    
·     La batalla contra Franco de los “abajofirmantes”
·     Los intelectuales y las huelgas de Asturias de 1962/63




El 30 de septiembre de 1963 el ministro de Información y Turismo, don Manuel Fraga Iribarne, recibió una carta en la que 102 intelectuales y artistas, la flor y nata de la cultura española del momento, por decirlo con frase coloquial, le pedían explicaciones por los excesos represivos cometidos por la Guardia Civil contra los huelguistas que ese año y el anterior habían puesto en pie de guerra a los mineros asturianos. De aquella carta, o de aquellas cartas, porque como se verá no fue sólo una, sino que fueron bastantes, lo que las rodeó y de sus consecuencias tratan estas líneas. Que os sea leve.

Vista en perspectiva, aquella batalla intelectual (y obrera), tuvo al menos un triple significado. Por un lado, supuso la aparición pública de una oposición directa al franquismo por parte de lo más destacado de la intelectualidad del momento, con repercusión no sólo en el ámbito internacional, sino especialmente en el interior de España. Por otro, tanto por parte de los intelectuales que se solidarizaron con las huelgas como por las características ideológicas de los propios huelguistas, aquellas luchas implicaron por primera vez la unidad de acción de las distintas posiciones políticas que con mayor o menor fuerza y decisión se oponían a la dictadura, desde comunistas o socialistas hasta falangistas o católicos desengañados ya de Franco y su franquismo. Por último, aquellos dos años de luchas mineras y cartas de protesta supusieron también la incorporación al antifranquismo activo de una generación de españoles, intelectuales y obreros, que no habían participado en la guerra civil y que habrían de protagonizar las luchas de los años posteriores.

Pero antes de entrar en harina quizás no venga mal una retrospectiva personal, que no significa mucho pero que puede servir para introducirse en aquellos comienzos de los sesenta en España y dar pistas de por donde anduvieron los modelos y los caminos de toda una generación de españoles que nos fuimos haciendo personas conscientes en aquellos años.


Chicho Sánchez Ferlosio. Gallo rojo, gallo negro 



Rememoración de uno mismo


Personalmente, en 1963 era todavía yo un adolescente granujiento, gordito, lector de cuanta letra impresa cayera en mis manos y ya con una confusa conciencia política de herencia genética. No tenía, pues, edad para haber participado ni de cerca ni de lejos en aquellos sucesos, aunque debí saber de su existencia, al menos por vía radiofónica. Al igual que en aquella España había quienes se unían rezando el rosario en familia, también los había que se reunían en la habitación más aislada de la casa para escuchar, en familia, las emisiones clandestinas en onda corta de Radio España Independiente, Radio París o Radio Moscú. La mía era de las segundas. Formábamos parte de aquella España que había perdido la guerra civil, pero que mantenía el sueño emancipador de La República. Familias cuyos maridos, padres, tíos o hermanos había luchado en el frente y pasado por las cárceles. Cuyas esposas, madres o hijas tenían sobre sus espaldas muchas horas y horas de colas a las puertas de los presidios, muchas de ellas también encarceladas, y el deber de hacerse cargo de la familia en tiempos de especial penuria. Los hijos como yo nos criamos con los ojos como platos ante las historias, las preocupaciones o las discusiones de nuestros mayores en aquellas catacumbas de conspiración silenciosa en las que inevitablemente se convertían las reuniones familiares.                                                                        

No había fiesta celebración o Nochevieja en la que no se acabara cayendo en el mismo rito. En algún momento, después de la cena regada con vino y ya con algunos coñacs en los cuerpos, después de las jotas añorantes y los cuplés subidos de tono –callad, reconvenía alguna madre, que hay ropa tendida--, siempre había algún padre o tío que por lo bajini, como en un susurro, comenzaba a cantar “El ejercito del Ebro”, “Puente de los franceses”, “Bandiera Rossa” o “La joven Guardia”. El resto de los presenta se iba incorporando, también los niños, que nos las sabíamos de memoria, y el murmullo amenazaba con convertirse en algarabía hasta que alguna madre, o una abuela, que siempre eran más prudentes, ordenaban callar, que la casa es pequeña y las paredes de papel.

En ese ambiente, y en aquella familia, escuchar juntos las emisiones de La Pirenaica constituía un acto solemne, casi religioso. No sólo una fuente de información sobre lo que sucedía en España y no salía en el NODO, sino en cierta forma un acto de fe y la constatación de que no se estaba solo. De que había un mundo con el que identificarse fuera de aquel miedo permanente de la dictadura. Pese a que fue en Radio España Independiente, La famosa Pirenaica que no estaba en Los Pirineos, donde debí saber por primera vez de aquellas huelgas y aquel documento, no me queda ningún recuerdo preciso de ello. Tal vez porque en los años que siguieron todos aquellos sucesos alcanzarían para nosotros, jóvenes recién aterrizados en la lucha política clandestina, dimensiones casi míticas. Aquellas luchas y aquellos intelectuales de 1962/63 constituyeron la base de mis primeras enseñanzas en la vida, políticas morales e incluso sentimentales y los primeros modelos humanos en los que fijarse. Y no sólo para mí.

 Pero no nos pongamos estupendos, que lo primero que me viene a la cabeza al acordarme de las luchas obreras y culturales de aquellos años es una canción. La que me ha servido para titular estas notas y cuyos versos aún recuerdo literalmente cuarenta y tres años después. Y sin haber vuelto a escucharla con posterioridad, pues no he encontrado ninguna grabación de ella:

“Ciento un intelectuales
Firmaron un documento
Y el señor Fraga Iribarne
Quiso hacerles un proceso…”

1965/66. ·Excursión CAUM
Cantábamos exaltados y a voz en grito en aquellas excursiones a La Pedriza de los jóvenes comunistas y asimilados del Club de Amigos de la Unesco de Madrid (CAUM). O a Segovia o a Cuenca. o a Baeza para homenajear a Antonio Machado . Pero la estrofa tenía dos versos finales en los que los entusiastas y desafinados cantores poníamos el alma, como si nos fuera la vida en ellos:

“…Pero nada pueden jueces
Cuando se está con el pueblo”


En esos dos versos últimos de la vieja canción está, creo yo, la esencia de la identificación, en aquel momento, de una buena parte de la intelectualidad española más progresista con el sentir, las necesidades y las luchas de las clases populares, representada en este caso concreto de 1962/63 por su sector más explotado y combativo, la minería asturiana. Desde esa identificación, la legislación franquista, y el ejercicio de lo que el régimen consideraba Justicia, no sólo era injusta, sino ilegítima, pues emanaba de una sublevación y una guerra devastadora devenida en dictadura cruel. Contra esa concepción dictatorial era contra la que se habían rebelado esos 101 intelectuales a los que Fraga quiso abrirles un proceso.


Anónima. Canción de Bourg Madame



Tiempo de cambios


Aquellos años finales de los cincuenta e iniciales de los sesenta fueron en España tiempos de conflicto y de cambio. Hacía ya más de veinte años que había terminado la guerra, y aunque todavía siguieran perdedores y ganadores en sus sitios respectivos, sus efectos se  habían diluido en las generaciones más jóvenes, lo que acabó por cambiar la percepción y las tácticas a un lado y a otro de la dictadura.

En el terreno político de la izquierda --recordemos, en la clandestinidad, las cárceles o el exilio—hasta los más recalcitrantes historiadores reconocen que a esas alturas del calendario la fuerza antifranquista más combativa, organizada y extendida, también la más represaliada, era el Partido Comunista de España, presente en todos los merengues y organizador o promotor de la mayor parte de ellos, aunque no de tantos como les hubiera gustado. Paradójicamente, también fue aquel el momento de la primera ruptura ideológica y organizativa en el seno de la izquierda no socialista española. En aquellos años surgió con fuerza, primero en la universidad, luego en el campo obrero, el Frente de Liberación Popular, el popular FELIPE, que había fundado en 1958 el profesor Julio Cerón con una ideología mezcla de los restos católicos que le quedaban de su juventud y los nuevos postulados marxistas sobre los que había pensado mucho en una reciente estancia carcelaria. Una izquierda que pretendía ser nueva, superadora de las rencillas y sectarismos comprobados en la guerra y en el exilio. Una izquierda no comunista que, sin embargo, no era anticomunista, tanto como para que su primera acción fuera la adhesión a la Huelga General Pacífica convocada con voluntarismo por el PCE para el 18 de junio de 1958, y que acabó en fracaso, como otras similares, en aplicación del simple principio de la realidad existente.

Nicolás Sartorius
En su objetivo de introducirse en el movimiento obrero, algunos miembros del FELIPE jugaron un papel destacado, aunque minoritario, en la ayuda a las huelgas mineras. Tal fue el caso del entonces joven abogado y luego destacado sindicalista y político Nicolás Sartorius, que se trasladó a Asturias para organizar y contribuir a la huelga así como para defender a los mineros detenidos. El futuro político que recorrerían después aquellos jóvenes y valerosos primeros momentos del FLP saca a flote la ambigüedad y la indefinición políticas del proyecto, que para los setenta ya estaba disuelto. Algunos de aquellos militantes acabarían por dejar huella en la política española del futuro, aunque quedaran marcadas en caminos bien distintos. Unos cuantos recalaron de inmediato en el Partido Comunista de España (Sartorius, Vázquez Montalbán), otros se irían a la izquierda troskista (Jaime Pastor), varios recalaron en el PSOE (José María Maravall, Narcís Serra, José Ramón Recalde, Pasqual Maragall), y aún los hubo que finalizaron su singladura política en el Partido Popular o en partidos nacionalistas de derechas y defendiendo infantas (José Pedro Pérez-Llorca, Mique Roca i Yunyent). Me he extendido porque ese es mi privilegio y me apetecía contarlo, y porque creo que merece la pena destacar esa ruptura del monopolio comunista antifranquista, justo antes de que llegaran los conflictos internos con Claudin y Semprún, las escisiones pro-chichas o pro-soviéticas, o la aparición de la Liga Comunista, el Movimiento Comunista, la Organización Revolucionaria de Trabajadores o el Partido del Trabajo de España, a más de muchos otros grupos, ya en la década siguiente, algunos de ellos hasta exóticos.

También estaban empezando a salir a la luz pública en aquellos años, otros opositores al franquismo, en cuyo seno habían nacido algunos de ellos. Constituida más por personalices aisladas que por organizaciones estructuradas, estas personalidades y pequeños grupos planteaban alternativas desde el liberalismo, el catolicismo progresista, la decepción del falangismo o, incluso, el propio socialismo. Su oposición, en aquellos momentos prácticamente testimonia e individual, que se pretendía ejercer más fomentando las presiones de los Gobiernos y las organizaciones europeas occidentales y menos mediante la acción colectiva directa contra la Dictadura. Se trataba de acabar con el franquismo bien con la vuelta de la monarquía, o bien de instaurar una democracia republicana de corte europeo occidental.

Pero no conviene olvidar que el mundo estaba en plena guerra fría entre los dos bloques geopolíticos surgidos de la Guerra Mundial, el comunista, encabezado por la URSS, y el capitalista, liderado por EEUU. Esa división política tan profunda complicó necesariamente la oposición conjunta contra Franco. Al margen de cualquier otra consideración, la división del mundo en dos bloques de influencia, enfrentados entre sí a cara de perro, dibujaba, no obstante una situación política claramente definida y de nítidos límites: o conmigo o contra mí. En España la situación era distinta y aún más complicada, porque no era nada fría la lucha que se libraba, más bien extremadamente caliente, y los contendientes, aunque con diferentes niveles de enfrentamiento, no eran dos, sino tres. Todos contra Franco, sí, pero los antifranquistas todavía divididos en dos bandos irreconciliables, como había venido sucediendo desde la derrota de 1939. Unos, antifranquistas sinceros sin duda, compartían, sin embargo, un acendrado anticomunismo, alentados y a veces apoyados por el Congreso para la Libertad  de la Cultura, creado como se sabe por la CIA, y se mostraban totalmente contrarios, aunque con distintos grados de radicalidad, a la colaboración con los comunistas en luchas políticas compartidas. Otros, que en el plano interior estaban intentado desarrollar su política de reconciliación nacional, en el internacional todavía defendían apasionadamente las directrices soviéticas y en Mundo Obrero cantaban loas a los avances de los países socialistas, La URSS en lo alto del podio. Personalmente, aquella división entre la oposición antifranquista, que venía de lejos y que aunque fue cambiando con el tiempo y al hilo de las circunstancias ni siquiera hoy se ha superado, es una cuestión que me ha dado que pensar mientras escribía. Espero no ser el único que se haga esas preguntas al leerlo.

Precisamente en 1962, coincidiendo con lo más alto de las primeras huelgas asturianas, aquella oposición occidentalista, hasta entonces silenciosa como colectivo, decidió presentarse en público, y se fueron a hacerlo a Alemania. Aunque eran en general gente de pudientes, sin que esto sirva para rebajar la dignidad de su acción, el viaje acabó por salirles más caro de lo que quizás pensaron en un inicio. Los días 5, 6, 7 y 8 de junio de ese año se reunieron en Munich 118 políticos e intelectuales españoles, del interior y del exilio, que solos o con sus pequeñas organizaciones mantenían posturas críticas con el franquismo. El régimen, y los periódicos a su servicio, que eran todos, los tildó de traidores bautizando las jornadas como Contubernio de Munich. Y como contubernio quedó para la historia, aunque hubieran sido convocadas como unas simples conversaciones sobre el pasado, el presente y el futuro de España y montadas por el Movimiento Europeo, la organización política internacional que proponía una Europa unida y proamericana en aquel contexto de la guerra fría.

En aquellos cuatro días de Munich se juntaron españoles de todo tipo, condición y ascendencia. Allí discutieron juntos viejos enemigos que en otros tiempos se habían enfrentado hasta la muerte. Allí estaba Salvador de Madariaga, historiador insigne, exembajador y ex ministro republicano exiliado en Londres, liberal y europeista, a más de decidido anticomunista, hablando cara a cara con José María Gil Robles, el muy derechista líder de la Confederación de Derechas Autónomas (CEDA) y ministro durante el bienio negro, colaborador necesario del alzamiento militar, de cuyos resultados comenzaba a renegar. Había una delegación del PSOE encabezada por Rodolfo Llopis, su secretario general en el exilio, y representantes de los nacionalismos vasco y catalán. A su lado se sentaban los nuevos alevines monárquicos, que al final no se aclaró si contaban con la aquiescencia de Don Juan o no, y los nuevos democristianos, cuyos nombres sonarían muchos años después: Manuel Jiménez Fernández, Joaquín Satrústegui, Antoni de Senillosa, Fernando Álvarez de Miranda o Iñigo Cavero. También estaba un hombre singular, poeta apreciable y político honesto, falangista de primera hora, ex voluntario de la división azul, que, no obstante se había separado del franquismo ya en 1942 y que para esas alturas de Munich ya había pagado con la cárcel su disidencia pública con aquel régimen que había ayudado a construir. Se llamaba Dionisio Ridruejo y más adelante tendrá un papel destacado en el asunto de la solidaridad intelectual con los mineros asturianos, batalla en la que defendió la unidad de acción de todos los antifranquistas.

José María Gil Robles / Rodolfo Llopis
En aquel contubernio había de todo, como se puede ver. De todo menos comunistas, que eran la barrera roja que habían impuesto algunos de los asistentes, encabezados, al parecer, por Gil Robles, y es de suponer que secundado con entusiasmo por Rodolfo Llopis. Fue un veto gustosamente recibido por el resto de conjurados, uno de cuyos principales puntos de confluencia era el anticomunismo, pero al parecer cumplido tan sólo a medias. Por los bares del hotel y en  los descansos de las sesiones circulaban por allí tres militantes comunistas conocidos como tales por todos los asistentes a las conversaciones: Tomás García, responsable de economía del PCE en el exilio, que unos años después regresaría clandestino a España con el nombre de Juan Gómez, el novelista Armando López Salinas, responsable de la organización de cultura en el interior, y el escritor catalán Francesc Vicens, militante destacado del PSUC, que abandonaría dos años después en solidaridad con los expulsados Fernando Claudín y Jorge Semprún. Se puede asegurar que no es que pasaran por allí, vieran una reunión cerca y no lo pudieran resistir. Lástima que se hubieran acabado las entradas y no les dejaran pasar, pero ahí estuvieron, hablando con unos y otros en los entreactos y cargando de mala conciencia a los que pensaban que deberían estar dentro, que también los había.

El sucinto documento resultante de tanta mezcla, apenas una página, exigía al franquismo no más, pero tampoco menos, de lo que entonces era habitual en los países de Europa Occidental. Pedían instituciones democráticas, a las que se referían como “claramente representativas”, el ejercicio libre de los derechos de libertad personal y de expresión, la supresión de la censura, la organización de partidos políticos y el reconocimiento de la personalidad de las “distintas comunidades naturales”. Reivindicaciones todas ellas que muy bien pudieran haber firmado los mismísimos comunistas en aquel preciso momento en el que el partido había iniciado nuevos rumbos políticos.

Dirigido por Santigo Carrillo desde la postguerra mundial, aunque oficialmente no hubiera llegado a la Secretaría General hasta 1960, El Partido Comunista de España había retirado ya sus últimos guerrilleros a comienzos de los cincuenta, una vez comprobado que los aliados antinazis vencedores en Europa, en plena lógica de guerra fría, no sólo no iban a ayudar a democratizar España, sino, que por el contrario, estaban fortaleciendo y justificando la dictadura. En 1956 el partido expuso por primera vez su política de Reconciliación Nacional, resultado de considerar que habían pasado ya 20 años desde el inicio de la Guerra Civil, y que a esas alturas no sólo habían cambiado España y los españoles, envueltos en una situación internacional igualmente diferente, sino que ya no eran sólo los vencidos, sino también una buena parte de los antiguos vencedores y sus hijos, los que sufrían las consecuencias de la dictadura. Era a ellos a quienes los comunistas proponían reconciliación, y muy especialmente a los grupos, cenáculos y personalidades de esa oposición liberal y moderada que se había reunido en Munich y que no  había querido saber nade de ellos. Pero si en el famoso contubernio la línea de demarcación entre los comunistas y los conspiradores era clara, en otras luchas más concretas las cosas sucedían, como en este caso de las huelgas asturianas y la solidaridad de los intelectuales, de manera muy diferente.

Entretanto, la dictadura había superado ya el aislamiento internacional que había tenido que soportar tras la guerra mundial y había reingresado en la ONU. Por si fuera poco, el abrazo de Eisenhower a Franco en su visita de 1959 había convertido al antiguo enemigo pronazi en un nuevo aliado contra el comunismo, que era la batalla que entonces libraba el mundo occidental y cristiano. El beneplácito del amigo americano había permitido sacar a España de los agobios económicos de la autarquía y aumentar su comercio internacional. La emigración de los españoles a Europa en busca de sustento y la llegada de la turistada europea a España en busca de sol fueron casi simultáneas, como la apertura de los Teleclubs, que acercaban el mundo a los rincones más remotos del país gracias al nuevo invento maravilloso. Una gloria bendita aquella idílica España, por cuya continuación debía rezar de rodillas El Caudillo ante el brazo incorrupto de Santa Teresa. Y todo ello sin rebajar ni un ápice su ordeno y mando, sin flaquear en su dureza represiva. Y precisamente ahora --bien pudo pensar Franco--, en un momento tan boyante y esperanzador, llegan estos miserables mineros asturianos, que no han aprendido nada del 34, y unos cuantos intelectuales tocapelotas para joderme las cosas.


Anónima: “En España las flores” y “Una canción”




Asturias la roja


Las del 62 y el 63 no fueron las primeras huelgas obreras que tuvieron lugar en la España franquista, aunque sí las más extendidas y las de mayor repercusión hasta aquel momento. De hecho, e incluso durante los años más duros del primer franquismo, se habían venido produciendo paros obreros y movilizaciones ciudadanas, algunas de relevancia. En fecha tan temprana como 1947, a ocho años tan sólo de la guerra española y a dos de la mundial, ya habían ido a la huelga alrededor de 40.000 trabajadores de la metalurgia vizcaína, que se saldó con cientos de despedidos pero que supuso una victoria moral y una demostración de fuerza nada despreciable. En marzo de 1951 la reivindicación de unos céntimos en el precio del billete llevó a los barceloneses a un boicot total a los tranvías, que circularon vacíos durante varios días. Fueron movilizaciones importantes y extendidas, que aún cuando motivadas por reivindicaciones económicas muy básicas y circunstanciales implicaban también un enfrentamiento político con el régimen, por muy indirecto que fuera. Pero resultaba muy difícil extenderlas y generalizarlas, como demuestra el fracaso de las posteriores y repetidas jornadas nacionales de protesta que con su habitual optimismo histórico fue convocando el PCE en aquellos años.

La estricta clandestinidad en la que se movían las organizaciones sindicales tradicionales, y la propia que los comunistas habían creado en aquellos primeros años franquistas, impedía la expansión de los conflictos que se generaban, pues, en general, no tenían la estructura ni la penetración entre las masas obreras necesarias para conseguirlo. Por eso fueron tan importantes las huelgas asturianas de aquellos dos años, porque cambiando las formas organizativas de los trabajadores y los nuevos métodos huelguísticos y reivindicativos permitieron dar un paso fundamental en la lucha sindical contra la dictadura, aún a costa de cientos y cientos de detenidos y de años y años de cárcel.

Asturias y sus mineros constituían todo un mito revolucionario para la izquierda española. Su heroico aunque infructuoso levantamiento en 1934 contra las políticas reaccionarias del bienio negro republicano, su feroz resistencia en 1936 al avance de las tropas facciosas, o el orgullo resistente de sus guerrilleros habían convertido a los mineros asturianos en un referente de resistencia y lucha que las huelgas del 62 y el 63 vinieron a certificar.

Ya en enero de 1957 había tenido lugar allí la primera huelga de nuevo cuño, por llamarlas de alguna manera. Sucedió en la mina La Camocha, nombre que ha pasado a la historia, y los motivos fueron esencialmente laborales y económicos: la atención a los enfermos de silicosis, las protestas por las malas condiciones del trabajo o el desacuerdo con el precio de los destajos. La diferencia esencial con otros paros obreros similares habidos con anterioridad no estaba, pues, en las reivindicaciones concretas, sino en la manera en que se organizó y se llevó a cabo; no dirigida por algún sindicato clandestino, sino por un grupo de representantes elegidos libremente por sus casi 1.500 compañeros, que sustituyeron al sindicato del régimen en la negociación, en la que, por cierto, acabarían consiguiendo sus reivindicaciones tras nueve días de cierre total del pozo.

Casimiro Bayón (izquieda)
Los libros de historia sindical han consignado aquel momento y aquella huelga como el del nacimiento de Comisiones Obreras, la principal fuerza político sindical de oposición al franquismo en lo que quedaba de él y hoy convertida en sombra de lo que fue, si no en número de afiliados, si en formas organizativas y reivindicativas. Aquella primera comisión estuvo formada, y es justo que demos sus nombres para que no se pierdan en la maraña de La Historia con mayúsculas, por un falangista que había estado en la División Azul (Gerardo Tenreiro), un comunista avezado al que aún le quedaban muchas batallas que librar (Casimiro Bayón), un minero sin adscripción ideológica (Pedro Galache), un joven de las Juventudes Obreras Católicas (Francisco “El Quipu”) y otro, del que se desconoce la identidad, aparentemente socialista. Marcelino Camacho, que ese mismo año había regresado a España para organizar un nuevo movimiento sindical, debió sentirse muy satisfecho de que aquella huelga casi espontánea confirmara sus teorías.


Chico Sánchez Ferlosio
“Coplas del tiempo-1. Los mineros en huelga”



Hay una lumbre en Asturias

En esas andaba la cosa cuando el 7 de abril de 1962 estalló la primera de las que no sin cierto regusto poético se iban a conocer como “Las huelgas de la Primavera”. Se podrían dedicar folios y folios al tema, porque existe bibliografía detallada, pero por una vez, y sin que sirva de precedente, creo que Wikipedia hace de los hechos un resumen fiel y exacto, aunque le falte decir que al final los huelguistas convocaron a entre 200.000 y 400.000 mineros y trabajadores, dato que, teniendo en cuenta la fecha y las circunstancias, tiene evidente relevancia. Cuenta la ciber-enciclopedia ahorrándonos trabajo:

En 1962, siete mineros fueron despedidos del Pozo San Nicolás (Nicolasa) de Mieres (Asturias) tras reivindicar mejoras laborales y salariales. Fue el punto de partida de una huelga que duró entre abril y junio en las Cuencas Mineras asturianas, extendiéndose por Mieres, Langreo, San Martín del Rey Aurelio, Gijón, etc. y más tarde a otras 27 provincias españolas, llegando sus repercusiones al extranjero.1 A la vez que en Asturias, también en Francia y Bélgica se estaban llevando a cabo conflictos mineros aunque éstos eran legales al estar bajo regímenes democráticos. En ese momento las condiciones salariales de muchos mineros eran muy precarias, a pesar de las políticas paternalistas de Girón de Velasco, situación denunciada incluso por la Iglesia española.2


El Régimen respondió reprimiendo a las familias mineras que participaron en dicha huelga, además de la represión "silenciosa" y cruenta de las fuerzas del orden de la época, como la Guardia Civil. Fueron despedidos muchos mineros y, otros, fueron enviados fuera de Asturias. No obstante se atenderían a varias peticiones de los mineros, negociando el secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, directamente con los huelguistas. Las soluciones fueron publicadas en el BOE.3 A la huelga le siguieron movimientos de protesta y apoyo en Madrid y Barcelona, así como concentraciones en varias ciudades europeas y americanas, haciéndose también eco de la misma los diarios Le Monde, New York Times o Il Corriere della Sera.

Pablo Picasso inmortalizó en 1963, con un dibujo de una lámpara de mina, estos hechos. Aunó esfuerzos en la lucha democrática contra el Régimen y supuso el apoyo explícito de varios intelectuales, inusual hasta entonces, y común a partir de este momento hasta el final del franquismo.

Se podría decir que la partida se quedó en tablas, por mucho que el Gobierno hubiera hecho todo lo posible por vencer el pulso a los huelguistas, desde los amagos de negociación hasta la más dura represión, incluida la declaración en mayo de un estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, epicentro de las protestas, que reducía drásticamente los ya escuetos derechos de que gozaban los españoles. 125 mineros, los más conscientes y que más se habían destacado en las luchas, aparte de ser despedidos de sus trabajos, fueron deportados y obligados a residir en otros lugares de España. Al volver a los tajos a finales de mayo, tras siete semanas de paro, los mineros y el resto de trabajadores que se habían sumado a ellos no habían alcanzado completas sus reivindicaciones, pero habían realizado una importantísima demostración de fuerza y unidad y salían reforzados de la huelga, cargados de rabia y confianza. Además, habían comenzado a organizarse. El régimen, por su parte, aparentemente había ganado, pues se habían restablecido el orden, pero en realidad habían acabado como un boxeador noqueado en su rincón, perplejo y pensando qué hacer ante la violencia y la extensión con que había resucitado de repente aquel eterno cáncer de La Patria, la vieja lucha de clases que creían abolida por decreto.

Parece cierto, como señalan todos los que se han ocupado del tema, y de manera muy clara el periodista Jorge Martínez Reverte[1], que ha narrado minuciosamente los primeros momentos de aquella huelga, que su origen inicial fue espontáneo, motivado por la decisión personal de no bajar a la mina de siete picadores del pozo Nicolasa, en la cuenca del río Caudal, sin adscripción o militancia política conocidas. Sencillamente pedían que se les subiera el sueldo miserable que cobraban y se revocara un reciente cambio de horarios laborales que les estaban haciendo polvo. Así de simple. Pero las cosas nunca eran simples en la España del franquismo. Aquella espontaneidad de la protesta, la juventud de quienes la iniciaron y la rapidez con que se extendió, no pueden entenderse sin el alto grado de conciencia política y de herencia de lucha generalizados en las cuencas mineras. La República y sus ilusiones, La Guerra y su crueldad, el hambre de la postguerra, las cárceles, los del monte o los muertos eran temas de los que no se hablaba en público, pues nunca se sabía quién podía escuchar, pero que sin duda estaban presentes en las conversaciones familiares o amistosas y en las escuchas colectivas de La Pirenaica o Radio Moscú. ¿Si eso era habitual en mi familia en el Madrid de unos años antes, qué no sería en las cuencas mineras asturianas, donde era toda una comunidad, o la mayor parte de ella, la que había compartido ideas, batallas y resistencias durante décadas?

1962. Solidaridad desde Europa
Si el estallido de aquellas huelgas primaverales fue espontáneo, no cabe duda de que su extensión fue organizada. Los partidos políticos y los viejos sindicatos existentes, y algunos que ya apenas existían o que estaban comenzando a existir, se volcaron en su apoyo en la medida cada cual de sus posibilidades o sus estrategias. En las comisiones o grupos representativos elegidos por los trabajadores figuraron, además de una buena parte de simples independientes, militantes más o menos organizados de la UGT y la CNT, que compartieron mesa de discusión y reivindicaciones con antiguos falangistas. Cumplieron un papel destacado los afiliados a la HOAC (Hermandades Obreras de Acción Católica) y la JOC (Juventudes Obreras Católicas), que contaron con la colaboración y ayuda directa de numerosos curas de las parroquias mineras, en una demostración sobre el terreno del distanciamiento que ya entonces mantenía con la dictadura una parte de la Iglesia Católica. También aparecieron inmediatamente en la zona los entonces muy jóvenes militantes del FELIPE, creo haberlo referido ya. A alguno de ellos, como Manuel Peláez y Nicolás Sartorius, su contribución a la huelga les costaría detención y torturas, a más de un primer paso por la cárcel tras la condena que les impuso un tribunal militar en marzo del año siguiente. En la extensión de las huelgas asturianas al País Vasco, en Vizcaya resultó detenido un entonces joven afiliado de UGT que con los años llegaría a ser Secretario General del sindicato socialista. Se llamaba Nicolás Redondo.

La importancia de aquellas huelgas del 62, y de las que les sucederían el años siguiente, y, sobre todo, la dura represión que el Gobierno volcó en los huelguistas, motivaron no sólo la carta de los 102 intelectuales a la se refiere la canción de mi recuerdo, sino todo un aluvión de correspondencia, notas, manifiestos y denuncias, de estricto germen español unas, de procedencia internacional otras, que abrirían una brecha irreversible entre la Dictadura y el mundo español de la cultura, que pasaría a convertirse en sí mismo en un bloque opositor activo y organizado.


Margot (Italia). Desde Falange de Franco





Los abajo firmantes


No fueron, sin embargo, aquellos documentos del 62/63 los primeros que los intelectuales españoles firmaron cuestionando el franquismo o exigiéndole derechos que la dictadura no estaba dispuesta a conceder. La guerra civil y el triunfo en ella de los militares sublevados habían venido no sólo a confirmar la existencia de las dos Españas que Antonio Machado había diagnosticado proféticamente, sino a demostrar que ambas resultaban irreconciliables, o que al menos una de ellas, la vencedora, había decidido que así fuera. Las cárceles y el exilio con que el franquismo condenó a quienes se habían defendido de su agresión marcaban los límites de aquellas dos Españas, divididas no ya por las ideologías respectivas, sino por barreras físicas y reales, muros y fronteras imposibles de saltar. Aquella situación de un país escindido y enfrentado-- que  directa o indirectamente afectaba a la mayoría de los españoles --pues no se olvide que tras la guerra se exiliaron alrededor de medio millón de personas y varios centenares de miles más habían sido encarcelados, a más de los miles y miles de asesinados en los paredones o en las cunetas que ahora están apareciendo-- debió significar una preocupación importante para intelectuales, científicos o artistas, que habían visto cómo el exilio o las cárceles les separaban e incomunicaban de amigos, compañeros y colaboradores con los que en muchos casos habían compartido juergas, tertulias y empeños, al margen de sus ideologías respectivas, y que para otros, los más jóvenes, suponían maestros cuyo magisterio habían perdido.

El volumen y la importancia del exilio intelectual español resultan abrumadores. Existen sobre el tema multitud de estudios que cualquiera puede consultar sin problemas, aunque no insistiré sobre ello. Sin embargo, me permito reproducir un resumen publicado por el historiador Vicente Llorens en la monumental obra en seis volúmenes “El exilio español en 1939, que José Luis Abellán coordinó en 1976[2]. Se trata del número de intelectuales, profesores, literatos, artistas, científicos y técnicos cualificados salidos de España como consecuencia del triunfo franquista. Leerla da vértigo:

“2 premios Nobel; 891 funcionarios públicos (dedicados a la industria, la técnica, la enseñanza, seguros, Banca, etc.); 501 maestros de Primaria; 462 profesores de Universidad, Liceos, Institutos, Normales y Escuelas Especiales; 434 abogados, magistrados, jueces, notarios, etc…; 375 médicos, farmacéuticos y veterinarios; 361 técnicos y peritos en sus diversas especialidades: agrícolas, textiles, electrónicas, marítimas, papel, petróleo, construcción, etc…; 284 militares y profesionales de todas las armas (dedicados en América a la industria, la técnica, la enseñanza, seguros, etc...); 214 ingenieros en sus diversos grupos; 208 catedráticos; 146 ejecutivos bancarios, de finanzas, economistas, administradores, etc…; 109 escritores y periodistas; 28 arquitectos. Dentro del conjunto de la emigración, se calcula en cinco mil el número de intelectuales que salieron, entendiendo por tales todos aquellos que tuvieran una cierta notoriedad en profesiones liberales, artísticas, literarias o docentes”.

1939. Llegada del buque Sinaia a México
¿Se puede imaginar lo que esa sangría significó para la educación, la cultura, la ciencia y la industria española? ¿Cómo se valora lo que esa avalancha aportó en sus respectivas disciplinas a los países que los acogieron? Acercando el foco a México, al que fueron a parar buena parte de estos exiliados, volvemos al libro para aportar algunos datos altamente significativos sobre la importancia que tuvieron en su país de acogida y sobre su intensa actividad intelectual, desperdiciada en España:

“En determinados momentos, la Universidad Nacional Autónoma de México tuvo un 60 por 100 de profesores españoles o de origen español. Y en una Feria del Libro celebrada en la ciudad de México en 1960, los exiliados españoles participaron con una sección propia; según el catálogo que se repartía en dicha sección, existía una representación de 970 autores con 2.034 obras. Ello constituía la presencia física española en aquella Feria del Libro, pero además se daba cuenta de un fichero con 12.000 folletos, ensayos, artículos y traducciones de los que eran autores españoles residentes en América”.

Era aquella una intelectualidad del exilio a la que la sus compañeros del interior, muchas veces viviendo su propio autoexilio silencioso, no tenía acceso alguno, de la que permanecían totalmente aislados y con la que apenas existían vías de comunicación. No es de extrañar que la primera carta colectiva dirigida al Gobierno español que he encontrado (y que al parecer es la primera de estas características que se escribió) tuviera como tema, precisamente, la amnistía para los encarcelados y la vuelta de quienes estaban en el exilio. La carta está fechada el mes de abril de 1959, justo a los 20 años justos del final de la guerra civil, lo que no podía ser una casualidad. Dado que es breve, merece la pena incluirla entera:

Excelentísimo Señor Ministro de Justicia. Madrid.

Hace veinte años que terminó nuestra guerra civil. Como consecuencia de ello gran número de españoles y entre ellos grandes artistas, viven aún separados de la vida cultural del país. Muchos viven en el extranjero con la esperanza del retorno. Algunos han muerto. Otros, en España están desplazados de sus actividades. Pero el pueblo de España y su historia necesitan de su aportación al quehacer intelectual y al enriquecimiento de la tradición cultural.

Los que nacimos con ellos y las nuevas, generaciones deseamos que se incorporen de nuevo a la vida nacional porque creemos que el progreso de España necesita de la contribución de todos sus hijos sin distinción de opiniones.

Los artistas plásticos conscientes de su responsabilidad ante el porvenir cultural del país y considerando que el tiempo transcurrido ha borrado las diferencias motivadas por la guerra civil, solicitamos de V. E., tenga a bien promulgar una AMNISTIA general que elimine las dificultades que impiden el regreso de los españoles que se encuentran en el destierro, garantice su libre incorporación a la vida nacional sin trabas de ninguna índole y que devuelva la libertad a todos los presos políticos, iniciando así una nueva etapa que permita el pleno desarrollo de todas las manifestaciones del espíritu que contribuyen al engrandecimiento del país.

Se desconoce quién redactó el modélico texto, que en tan sólo tres párrafos decía mucho más de lo que aparentemente se leía en él. Eran tiempos para descubrir entrelíneas el verdadero significado de lo que contaban los periódicos, y no hay motivo para que no leamos este documento con el mismo criterio, lo que tal vez ayude a entender su significado real en aquella oscura España de 1959.

El documento pedía al ministro una amnistía que permitiera la vuelta a España de los exiliados. Y punto. Sin embargo, basaban su petición en unas premisas que contravienen los fundamentos más profundos de la dictadura. Los exiliados no eran para los firmantes unos antipatrias, como defendía el régimen, a los que, en todo caso, se podía perdonar generosamente, sino, muy por el contrario, máximos representantes de una “tradición cultural” española cuya “aportación al quehacer intelectual” del país resultaba necesario para el “enriquecimiento”, precisamente, de esa tradición única, que juntaba a las dos Españas. Ese retorno de los exiliados se pedía con la convicción de que “el progreso de España necesita la contribución de todos sus hijos sin distinción de opiniones”. Es decir, sin distinción de ideologías y en situación de libertad de expresión. Es decir, en una democracia. Eso debería abrir “una nueva etapa”, cultural, pero también necesariamente política, que daría como consecuencia el  “engrandecimiento del país”. La vuelta de los exiliados no era una petición caritativa, único motivo por el que el régimen había permitido hasta entonces el regreso individual de algún expatriado, sino la expresión de un pensamiento político claramente antifranquista y democrático.

Daniel Vázquez Díaz
Un elemento en cierta forma sorprendente de aquella primera carta reivindicativa aparece cuando se da un vistazo a la lista de sus casi 100 firmantes, que curiosamente pertenecen todos al ámbito de las artes plásticas. No a la literatura, el teatro, la universidad o el cine, tan solo artistas plásticos. El porqué de esta circunstancia permanecerá seguramente en la ignorancia. Fuera como fuera, para encabezar las firmas se escogió, como se haría en documentos posteriores, a la figura más ilustre que se pudo encontrar. En este caso se trataba de Daniel Vázquez Díaz, pintor de extraordinario prestigio en aquel momento, que había alcanzado ya renombre durante La República y que en los años inmediatamente anteriores había recibido los mayores galardones pictóricos españoles e internacionales. Aunque durante la guerra había permanecido en Madrid, no se sabe de ninguna contribución suya al esfuerzo de guerra, y tras ella había seguido sin mayores problemas en la España de los franquistas vencedores, llegando a realizar algunos retratos de Franco. Algo debió  haber cambiado en él en aquellos años para decidirse ahora a dar el paso de encabezar una petición de amnistía, un gesto que no dejaba de ser arriesgado y valiente en aquella España.

Mayor compromiso republicano habían mantenido algunos de los firmantes que, como Vázquez Díaz, habían iniciado su carrera artística en los años 30 y, que como él, se  habían quedado en España tras la derrota. En la lista figuraban nombres tan importantes para las artes plásticas españolas como Benjamín Palencia, Ángel Ferrant, Juan Manuel Díaz Caneja, Rafael Zabaleta o Cristino Mallo.

Dibujo de Manuel Millares
Sin embargo, la mayor parte de los firmantes, y la más significativa, estaba formada por el grupo jóvenes pintores que durante aquellos mismos años cincuenta se habían adscrito a las filas del informalismo pictórico, y que, tras su éxito en las muy recientes bienales de Sao Paolo (1957) y Venecia (1958) se habían convertido en las nuevas estrellas internacionales del arte español. Allí estaban, entre otros, Manuel Millares, Pablo Serrano, Manuel Mampaso, Antonio Saura, César Manrique, Arcadio Blasco, Lucio Muñoz, Martín Chirino, Joan Guinovart o Hernández Mompó. O un jovencísimo Antonio López de 23 años, probablemente influenciado por su tío, Antonio López Torres, también firmante.

Casi de inmediato, ese mismo mes de 1959 (el año, recordémoslo como nota ambiental, en que el Caudillo inauguró el Valle de los Caídos y recibió en Barajas a Dwight David Eisenhower, todopoderoso presiente USA),m fueron el resto del mundo de la cultura opositora los que se unieron a la inicial petición de amnistía política de los pintores. El documento está disponible, así que lo copio a continuación:

«Excelentísimo Señor.

Los abajo firmantes nos dirigimos a V. E. para exponer nuestro parecer acerca de una cuestión que consideramos trascendental.

Los españoles tenemos planteado aún el problema de nuestra convivencia. Todavía no están firmemente establecidas las bases que permitan la participación de todos en la vida española. Quedan –como señalaba Ecclesia (órgano de Acción católica) en su editorial del 4 de abril– grietas del alma nacional aún por cicatrizar. Una de las más profundas es la que constituyen esos miles de compatriotas que, por encontrarse en las cárceles o en exilio, se hallan imposibilitados de colaborar con nosotros, en las tareas que exige la vida de nuestro país.

Sin embargo, creemos que nada justifica ya este hecho doloroso. Ha llegado el tiempo de que las últimas heridas sean restañadas. Los obstáculos que impiden la reconciliación de los españoles deben ser eliminados. Nosotros pensamos que un paso muy necesario y eficaz en este camino, sería la amnistía general para todos los presos políticos y exilados.

Por ello, pedimos a V. E. tenga a bien transmitir nuestra aspiración al Consejo de Ministros, a fin de obtener una amnistía que permita la plena incorporación a la vida nacional de todos los españoles.

No dudados que V. E. sabrá comprender los sentimientos que nos animan y de que nuestra petición será atendida.”


Como es fácil comprobar con sólo leerla, hay diferencias entre esta misiva y la anterior. La principal de ellas, la falta de cualquiera de las alusiones políticas que entre líneas podían detectarse en la primera, excepto la consideración de que a esas alturas era ya el momento de dar definitivamente por finalizada la guerra civil y sus divisiones. Tal vez ese aligeramiento político respondiera a la intención de conseguir firmas que rompieran el marco de la separación estricta entre bandos enfrentados, incorporando a la reclamación de amnistía a intelectuales que habiendo apoyado al franquismo durante la guerra y en los años posteriores, o habiendo mantenido ante él una ambigua tibieza, estaban ya, veinte años después, más o menos distanciados de la dictadura. Si esa era la pretensión, lo consiguieron, porque entre las firmas abundan las de exfranquistas declarados.

Encabezaba la petición un nombre realmente de postín, merecidísimo postín, de la intelectualidad española del siglo XX. El historiador y filólogo Ramón Menéndez Pidal, en aquel momento director de la Real Academia Española. Era ya un anciano de 90 años y nunca había mostrado demasiado interés por la política, aunque al parecer dentro de sí guardaba un acendrado odio hacia Francisco Franco, como será una gozada comprobar en alguna anécdota que posteriormente relataremos sobre otros documentos que encabezó o firmó con asiduidad hasta su fallecimiento en 1968. No era franquista ni republicano, pero su rúbrica debió sentarle al régimen como una patada en las narices.

Igualmente había entre los insignes firmantes personalidades de la cultura que desde una inicial adhesión a las ideas republicanas habían evolucionado, especialmente durante la guerra civil, hacia posiciones cercanas, o al menos consentidoras, del franquismo. Bien representativos de ese cambio podían ser el fisiólogo y escritor Gregorio Marañón, el novelista Ramón Pérez de Ayala, el dramaturgo y cineasta Claudio de la Torre, el poeta Dámaso Alonso, que ya en 1944 había proclamado su inapelable sentencia poética: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres”. O, tal vez el más destacado de todos, José Martínez Ruiz, icono de la generación del 98 con el seudónimo de Azorín.

Edgar Neville
Sin embargo, los que formaban legión entre los firmantes del documento eran los miembros de la llamada generación del 36, escritores y dramaturgos esencialmente, que habiéndose iniciado en la política, durante la guerra o en los años inmediatamente anteriores, en las filas del falangismo o el catolicismo más tradicionalista, a esas alturas estaban ya saturados de dictadura. Para proclamarlo a los cuatro vientos, y no sin riesgo para ellos, allí estaban sus nombres: Joaquín Calvo Sotelo, Edgar Neville, el padre Federico Sopeña, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren, Camilo José Cela, Dionisio Ridruejo, Gonzalo Torrente Ballester, Víctor Ruiz Iriarte, Miguel Mihura y su hermano Jerónimo, Luis Escobar o Juan Antonio de Zunzunegui. Algunos de ellos formarían parte luego de la nómina de abajofirmantes habituales, aunque otros no volvieran a estampar su rúbrica en ningún documento similar. Su adhesión a éste, sin embargo, retrataba su velado disgusto con la dictadura, o al menos, constituía una muestra de su buena voluntad.

Dejo aparte la relación de los intelectuales abiertamente antifranquistas, la mayoría jóvenes, que firmaron aquel documento, algunos de ellos ya militantes o colaboradores del Partido Comunista, porque lo firmaban todo y se repetirán en cartas posteriores, por lo que resultaría totalmente redundante. Sin embargo, entre los nombres de la lista, algo más de 100, hay uno que destaca y no se puede pasar por alto, aunque no fuera, precisamente un izquierdista.

Se trata del Teniente General Alfredo Kindelán, que ya con 80 años de edad se encontraba en la reserva tras haber jugado un papel decisivo en la sublevación militar de 1936 y que a la sazón representaba, aún en la penumbra, las diferencias y rencillas que enfrentaban al Caudillo con algunos de sus antiguos conmilitones. Kindelán había sido un pionero de la aviación española, viejo monárquico y admirador y colaborador de la dictadura de Primo de Rivera. Ya en 1934 había participado en la fracasada sublevación militar contra la República encabezada por el General Sanjurjo, repitiendo conspiración dos años después con más éxito y siendo durante la guerra civil Jefe del Aire del ejército franquista.  La verdad sea dicha, así a primera vista no parece el perfil de una persona dispuesta a amnistiar a sus enemigos. Pero en 20 años las cosas habían cambiado mucho y con ellas las relaciones entre Kindelán y Franco. La Guerra Mundial, y los diferentes posicionamientos adoptados por uno y otro, acabaría por romper las relaciones de los dos militares, entre los que, todo parece indicarlo, tampoco existía especial filin entre ellos, como lo demuestra que Kindelán, según nos cuentan, siempre hubiera considerado a Franco como un general más, igual que él y de su mismo rango, y no como un Generalísimo, Caudillo de España por la gracia de Díos y la conspiración interna por la que se hizo nombrar Jefe del Estado, investido de todos los poderes, dictador absoluto en septiembre de 1936.

Con antipatía personal o sin ella, ante la guerra mundial tomaron caminos divergentes. Kindelán se apuntó al bando aliado, siguiendo en eso su ideología monárquica, y siempre con la idea de que Franco debía acabar restaurando em el trono a Juan de Borbón, el heredero de la saga. El enfrentamiento con su viejo compinche, dictador pro-nazi y dispuesto a inmortalizarse en el cargo, resultó inevitable, y aunque no se concretó en una ruptura explicita le valió a Kindelán el ostracismo en el seno de la carrera militar. Poniendo su firma al pie de aquella petición colectiva de amnistía política y regreso de los exiliados, es decir, exigiendo el fin de la etapa de guerra civil que aún vivía España, y que seguiría viviendo hasta el fin de la dictadura cuando menos, el Teniente General Alfredo Kindelán hacía finalmente público y notorio su distanciamiento con el dictador a cuyo triunfo tanto había contribuido. No era demasiado, pero así estaban las cosas. Pienso que merece la pena dejar noticia del gesto de Kindelan. Incluso se lo reconoce el actual Ministerio de Defensa, que en la biografía que en su web sigue ofreciendo de los militares más destacados del ejército español explica, no sin seguir utilizando el viejo lenguaje franquista de llamar “bando nacional” a los sublevados en 1936, esta peculiaridad política de Kimdelan, antifranquista por monárquica, Asegura el ministerio que…

“…Hasta en el aspecto político tuvo actitudes pioneras y visionarias, siendo un firme partidario del bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial, a la vez que luchaba por la restauración monárquica en España”.

El siguiente tema con el que se enfrentarían los que ya empezaban a definir su papel de abajofirmantes fue la censura, una cuestión casi gremial que afectaba seriamente a su trabajo específico, pero que también constituía una libertad fundamental, la de expresión e información, que les era negada a todos los españoles. En la carta que más de 220 intelectuales, “--novela, poesía, teatro, ciencias, filosofía, ensayo, cinematografía, publicismo, etc…”, que tenían “distintas convicciones ideológicas”, según se encargaba de explicar el mismo encabezamiento del documento, enviaron en diciembre de 1960 a los ministros de Educación Nacional, Jesús Rubio Mina, y de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, parece detectarse, de nuevo, el interés de los promotores por que fuera firmada por la mayor cantidad posible de intelectuales.

En sus dos largos y argumentados folios de extensión, ni siquiera se pedía la eliminación de la censura, que se considera “ilusoria” y cuya legitimidad o ilegitimidad se negaban a considerar en aquel momento, sino que simplemente le reclamaban al régimen que la organizara y estableciera criterios claros para su aplicación, más allá del simple capricho del censor de turno, que era como seguían funcionando las cosas. Vale, no quiten la censura, pero organícenla, venían a decir. No era la primera vez que se ponía esa reivindicación sobre la mesa. De hecho, en el mismo sentido se habían referido al tema los cineastas reunidos en 1955 en Salamanca para participar en las I Conversaciones Cinematográficas, organizadas por el entonces joven estudiante Basilio Martín Patino, luego abajofirmante frecuente. Como los cineastas cinco años antes, los 200 firmantes de 1960 resumieron sus exigencias en dos puntos:

“1º. La urgente necesidad de una regulación de la materia con las debidas garantías jurídicas, estableciendo claramente el derecho de recurso.

2º. La necesidad, en cualquier caso, de que los funcionarios encargados de aplicar dicha regulación posean una personalidad pública, ya que el anonimato desde el que vienen ejerciendo sus funciones los censores es motivo de las mayores arbitrariedades.”

Un documento como era de esperar, en el que, sin embargo, estalla a simple vista el nombre del primer firmante. Nada menos, que de José María Pemán, probablemente el escritor más representativo del régimen en aquellos años; poeta, narrador, autor teatral, articulista, guionista de cine y televisión y ensayista político de enorme repercusión en la cultura franquista, monárquico inicial que no había tenido problemas en asimilarse al falangismo. Al contemplar su firma al pie de aquella carta contra la censura, que es lo que en realidad era, al margen de los tacticismos momentáneos que se hubieran utilizado al redactarla, cabe preguntarse dónde había quedado en él aquel carácter de misión religiosa e histórica que había detectado, ya en 1938, en la sublevación militar, a la que había cantado en su larguísimo y un tanto retórico “Poema de la Bestia y el Ángel”:

“Otra vez sobre el libro azul que baña
la luz naciente en oro ensangrentado,
el dedo del Señor a decretado
un destino de estrellas para España.”

La mayor parte de los 10 siguientes nombres de la lista tampoco tienen desperdicio en cuanto a simpatías declaradas o silencios cómplices con el primer franquismo se refiere: Leopoldo Eulogio Palacios, expreso en  zona republicana durante la guerra y catedrático,  Pedro Laín Entralgo, Ramón Pérez de Ayala, Camilo José Cela, Juan Antonio de Zunzunegui, Enrique Lafuente Ferrari, Claudio de la Torre, José Luis Aranguren, y más abajo Alejandro Núñez Alonso, Leopoldo Panero, Luis Rosales o José María Sánchez Silva, el insigne autor de “Marcelino, pan y vino”, lectura infantil obligada en todos los colegios franquistas y base de una película de éxito. 

Obvio de nuevo a los habituales, a los que ya se había sumado sin reparos Dionisio Ridruejo, pero no puedo dejar de resaltar la presencia entre los firmantes del cineasta Luis García Berlanga, en esta la primera vez, y tal vez la última, que suscribió un documento semejante, siendo como era el director valenciano mas dado a diseccionar el franquismo con bisturí certero en sus películas que a participar en acciones colectivas,  de acuerdo a su condición de anarquista burgués con la que alguna vez se definió no sin ironía.

Como si los intelectuales hubieran acordado realizar una declaración antifranquista al año, en 1961, el 1 de abril, en la que el régimen conmemoraba el vigésimo segundo aniversario de su victoria (otra vez esa misma fecha simbólica), alrededor de 150 de ellos se adhirieron con una breve nota a la Conferencia de Europa Occidental por la Amnistía de los Presos y Exiliados Políticos Españoles que la Comisión Europea había convocado en el Hotel Continental de París para los días 25 y 26 de ese mismo me. Estaba prevista la asistencia de más de 500 delegados, representantes, sobre todo, de los sindicatos y los partidos, socialistas, democristianos o comunistas de sus respectivos, a más de las organizaciones europeas de derechos humanos, rectores universitarios, líderes religiosos, intelectuales, escritores y artistas. .

No se trataba de una carta más, pues, aún siendo una iniciativa de la Comisión Europea, era aquella una conferencia activamente apoyada y difundida por los comunistas, lo que la convirtió de inmediato en una nueva conspiración antiespañola de los rojos de siempre. En realidad, se trataba de un acto sumamente variado en convocantes y participantes, entre los que estuvieron personalidades tan diferentes como el escritor católico Francois Mauriac, el canónigo Leclerc, el socialista Pietro Nenni o el existencialista Jean Paul Sartre, los escritores cubanos Nicolás Guillén y Alejo Carpentier, Jean Cocteau, Marc Chagall, Bertrand Russel, Picasso, Carlo Levi, Gutusso, Henry Moore, Visconti o Rosellini, por referirnos tan sólo a los integrados del mundo cultural europeo. Hasta el Papa Juan XXIII y la Reina Isabel de Bélgica expresaron su apoyo a la reunión.

Los ataques franquistas contra la conferencia fueron virulentos desde antes incluso de que se celebrara. Una nota anónima del diario ABC denunciaba ya en mazo que la conferencia, en realidad, formaba parte “de un bien meditado plan y de una vasta conspiración”, para afirmar luego, no sin un cierto humor negro impremeditado: “El régimen español es muy reacio a detener a nadie por razones políticas”. En aquellos momentos, sólo en el penal de Burgos cumplían condena 468 presos políticos, condenados a un total de 11.493 años de cárcel. Curiosamente, la Conferencia de París no sólo tuvo en contra al régimen franquista y su bien adiestrada prensa, sino también a algunos de los representantes más conspicuos de la oposición moderada que al año próximo se reuniría en el contubernio de Munich. Especialmente la sección española del Congreso por la Libertad de la Cultura, el organismo pro-americano creado por la CIA para luchar en la guerra fría ideológica contra el comunismo. Su tesis principal, como la de la propaganda franquista, era que la tal Conferencia Europea, era una conspiración con la que…

“…el comunismo trata de cubrir una de sus habituales maniobras de propaganda, de infiltración y de «frente único» en la propia España, en la Europa occidental y en Latinoamérica.”

1960. Copenhague. Escritores españoles 
en un seminario organizado por el CLC. 
Entre ellos, Esteban Pinilla (1º izd),
 José María Castellet (2º), 
Julián Marías (4º) y Lorenzo Gomis (5º). 
No todos eran anticomunistas.
Así se lo escribían por carta los máximos responsables de la sección española del Congreso por la Libertad de la Cultura, Salvador de Madariaga y Julián Gorkin, al filósofo José Ferrater Mora, al que querían ganar para la causa. Después de condenar los crímenes que a su entender había cometido el comunismo internacional (y que en gran medida ¿para qué engañarnos? eran ciertos), consideraban luego que el Congreso de París no sólo no iba a ayudar a los presos políticos, sino que les iba a perjudicar, en tanto que la dictadura siempre estaba presta a utilizar la presencia de comunistas para aumentar la represión. Eran argumentos anticomunistas netos, sobre los que volveremos en algún momento. Madariaga y Gorkín concluían comunicando a Ferrater su propio plan para neutralizar la iniciativa comunista y no tan comunista del Congreso Europeo. Tres puntos que revelan claramente el rechazo de estos grupos opositores liberales y proamericanos a cualquier colaboración con iniciativas promovidas por los comunistas:

“1. Advertir a las personalidades democráticas independientes, de cuya buena fe han abusado los comunistas, llamándoles la atención sobre la maniobra que encubren y la explotación que de ella hace el franquismo, perjudicial a los presos políticos;

2. Constituir un Comité de patronato de altas personalidades democráticas europeas y latinoamericanas para desarrollar una auténtica campaña en favor de la libertad de todos los presos políticos españoles, sin excluir, claro está, a los propios presos comunistas; y

3. Organizar, con la adhesión y el apoyo de las Organizaciones y el mayor número de personalidades democráticas posible, una próxima conferencia en un país de Europa occidental en favor de los presos políticos de nuestro país.”

Amparo Soler Leal
Esta batalla interna de la oposición antifranquista pudo tener alguna influencia  entre la intelectualidad española a la hora de adherirse a la conferencia por la amnistía, pero no demasiada. Lo hicieron alrededor de 150 intelectuales, artistas, científicos, escritores y cineastas, pero es de destacar que faltan entre ellos algunos de los que hasta entonces se habían adherido a uno u otro de los manifiestos anteriores, precisamente los que podríamos considerar más cercanos a esa oposición moderada y, en numerosos casos de origen pro-franquista. Tan sólo Dionisio Ridruejo, siempre en la brecha y sin demasiados dogmatismos, aguantó el envite de los suyos y plantó su firma al pie de la adhesión colectiva. El resto de los firmantes forman una nómina casi completa de la nueva cultura antifranquista española del momento, netamente de izquierdas, entre los que destacan una buena cantidad de militantes comunistas o sus allegados cercanos. No los voy a citar, insisto, aunque se pueden leer en la reproducción adjunta, porque ellos protagonizaron la batalla intelectual en solidaridad con los mineros asturianos y aparecerán sobradamente en su momento. Merece la pena, no obstante, destacar un nombre que no había encontrado hasta ahora y que posteriormente tampoco aparecería con frecuencia en documentos posteriores. Se trata de la entonces joven actriz Amparo Soler Leal, que a sus 28 años acababa de iniciar una prometedora carrera cinematográfica.



Óscar Chaves (México). “Un caballero cristiano”




Semprún/Sánchez, el pimpinela escarlata comunista

Así hemos llegado a las cercanías de 1962, año, junto al siguiente, de las huelgas mineras asturianas y de los diversos escritos y otras muestras solidarias de los intelectuales españoles que centran estas notas. Hemos visto ya varios documentos firmados por pensadores, escritores y artistas en los que se evidenciaba, directa o indirectamente, una clara crítica y oposición a la dictadura y en los que se planteaban reivindicaciones democráticas que, de haberse conseguido, hubieran acabado, o hubieran reducido, el carácter dictatorial del franquismo. Tal vez sea la hora, antes de meternos de lleno en el momento culminante de esta batalla de los abajofirmantes, de intentar clarificar un poco lo qué subyacía políticamente bajo estos documentos y cartas y quiénes estaban detrás de ellos (o mejor sería decir delante, pues eran los que realmente apostaban la cárcel en la jugada), pensándolos, redactándolos, recogiendo las firmas y difundiéndolos.

Desde luego, parece evidente que una idea así no surge en una reunión de amigotes en Pasapoga o en Villa Rosa alrededor de una botella de coñac francés; ni siquiera en las tertulias del Café Pelayo, uno de los muchos bares en que la intelectualidad opositora del momento se juntaba para lanzar exabruptos contra el “enano sangriento del Pardo”, y cantar, cuando el nivel etílico aligeraba definitivamente las lenguas, aquel remedo del anuncio radiofónico de una pasta abrillantadora:

“Que es aquello que reluce
a lo lejos más que el sol.
Son los cuernos del Caudillo
que los limpian con Netol”.

No, no era así como se podía planificar y desarrollar una campaña política  ilegal de las dimensiones que había tomado la de las cartas de intelectuales.  Las cosas eran mucho más complicadas y requerían, al menos, la existencia de un núcleo más o menos organizado que contara con la infraestructura necesaria, por muy precaria que fuese, para llevarlas a cabo. En este terreno no dejaban de tener razón quienes, desde el franquismo o su oposición moderada, veían detrás de todo ello la mano de los comunistas, que sin duda fueron los artífices principales de estas movilizaciones de intelectuales.

No se trataba, sin embargo, de una simple conspiración manipuladora para protagonizar, cual prima donas, la oposición al franquismo al servicio de Moscú, por mucho que también existiera un lógico deseo de hegemonizar, en el más estricto sentido gramsciano, la lucha antifranquista. Se trataba, eso si, de un intento de desarrollar en un terreno concreto, el de la cultura, la política de reconciliación nacional proclamada por el partido en 1956, con la que intentaban, precisamente, romper el monolitismo del régimen, enfrentado a él a quienes habiéndole apoyado en sus primeros momentos habían encontrado en los más de 20 años transcurridos desde su toma del poder, motivos suficientes para renegar de él. Cuando en 1962 y 1963 la batalla se estableció alrededor de la solidaridad directa de los intelectuales con los huelguistas, también se estaba intentando llevar a la práctica otra de las columnas vertebrales de la táctica del PCE de las dos últimas décadas del franquismo, la de la “alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura”. 

En Junio de 1953 llegaba a España un supuesto hispanista francés que en los diez años siguientes iba a dar muchos quebraderos de cabeza a la policía franquista y que ocupa por derecho propio un lugar destacado en esta historia. En el pasaporte que presentó en la frontera de Irún figuraba el nombre de Jacques Grador, pero no era el suyo, sino el del amigo que le había prestado el documento. Quienes le trataron en España durante aquella época le conocieron principalmente como Federico Sánchez, nombre que luego se haría famoso como título de una autobiografía, pero también se llamó Agustín Larrea o Federico Artigas, e incluso, para contactos esporádicos, simplemente Rafael.

Aquel supuesto hispanista, culto, educado y políglota, a la par que de físico agraciado y elegante porte, se llamaba en realidad, como ya se puede haber supuesto, Jorge Semprún Maura, que con el tiempo llegaría a ser novelista afamado mundialmente y Ministro de Cultura socialista ya en la España democrática. En aquel momento del cruce fronterizo todavía no habían llegado sus glorias públicas, aunque contará ya con una intensa biografía personal. En los 29 años que entonces tenía, Jorge Semprún había vivido ya el exilio, la lucha guerrillera contra el nazismo, el internamiento en el campo de concentración de Buchenwald y una muy temprana militancia comunista de más de 10 años. Para el PCE de aquellos años duros, esencialmente integrado por obreros, un militante como Semprún resultaba toda una rareza, además de una auténtica joya de valor incalculable. De familia de clase alta que contaba, incluso, con un padre exembajador de La República y un abuelo antiguo Presidente conservador del Consejo de Ministros de la Monarquía, con formación universitaria y un profundo conocimiento de varios idiomas, incipiente poeta que había escrito ya acalorados cantos de amor a La Pasionaria o a Stalin, capaz de moverse con soltura en los más diversos ambientes sociales, sofisticado a la vez que fiel militante, no es de extrañar que Semprún se hubiera convertido para la fecha en una de las varias manos derechas con las que contó Santiago Carrillo para llevar a cabo la nueva política del PCE que ya se estaba diseñando. Poco sabían ambos que al final de la aventura española de Semprún-Sánchez, en 1962, se rompería la amistad y la colaboración con una fuerte polémica política que acabaría con la salida del partido del escritor, acompañado de Fernando Claudín, otra de las manos derechas carrillistas en aquellos años a los que nos venimos refiriendo.

Ficha de Jorge Semprín en Buchenwald
Pero retomemos el hilo de la historia donde lo habíamos dejado. A finales de la primavera de 1953 en la frontera de Irún. Tras lo visto, no hay más remedio que reconocer que, según su trayectoria personal, intelectual y política, nadie daba mejor el perfil ideal de infiltrado clandestino en la España franquista que Jorge Semprún, y más si la infiltración era en el mundo intelectual y político del país. ¿Quién podía confundir a este elegante  y educado hispanista francés con un malencarado comunista del tópico franquista, tan bien representado por la cara tosca del actor Fernando Sancho, que a unos cuantos rojos malvados y brutales dio vida en el cine franquista de la época? Durante los siguientes 10 años, con algún esporádico viaje a Francia en ellos, Semprún se dedicó en cuerpo y alma a intentar subvertir el orden franquista, y en algunos terrenos lo consiguió, por mucho que resultara un rotundo fracaso aquella Huelga Nacional Pacífica de 1959, en la que con tanto ahínco trabajó y que tanto le debió dar que pensar posteriormente.

En su “Autobiografía de Federico Sánchez[3], Semprún parece más empeñado en dirimir las viejas disputas políticas con Santiago Carrillo que en dejar testimonio de lo que fue su actividad clandestina en España, lo que tal vez satisfaga las exigencias de La Historia con mayúsculas, pero viene fatal a efectos de estas notas, pues nos priva de un testimonio de primerísima línea sobre el tema que nos interesa. Sin embargo, entre lo poco que cuenta hay una declaración inequívoca sobre la consigna con la que llegó a España: “explorar las posibilidades de establecer contactos, por primer vez, con grupos o intelectuales aislados, con los que no existía ninguna relación orgánica”. Para ello, estaba previsto un recorrido por San Sebastián, Salamanca, Madrid, Valencia, Barcelona, Canarias y Sevilla. Fue, al parecer, un viaje fructífero, en el que, aunque no consiguió pasar por las islas ni por Andalucía, realizó suficientes contactos como para que su trabajo pareciera prometedor.

Gabriel Celaya y Amparo Gastón
En unos casos, los contactados eran ya militantes comunistas, más o menos relacionados con el trabajo práctico del partido, como el caso del poeta Gabriel Celaya y su compañera Amparo Gastón, con los que se encontró en San Sebastián al día siguiente de su paso de la frontera y con los que establecería una íntima amistad, llegando a utilizar su vivienda madrileña de piso franco en alguna de sus estancias clandestinas posteriores, en las que también sería acogido por camaradas veteranos, como el filósofo social Eloy Terrón, que al llegar la democracia sería el primer Decano del Colegio de Doctores y Licenciados de España elegido democráticamente, o el poeta Ángel González. También debió tomar contacto, aunque no lo concrete en su libro, con los incipientes novelistas Antonio Ferres y Armando López Salinas o el cineasta Juan Antonio Bardem, militantes comunistas ya en fecha tan temprana como 1953.

Vicente Aleixandre
También aprovechó Semprún para encontrase con algunos de los intelectuales independientes que constituían el objetivo más buscado del viaje. Una carta de recomendación, no sabe si del poeta exiliado José Herrera Peteré, le abrió en junio las puertas de la casa de la calle Vellintonia en la que vivía Vicente Aleixandre y celebraba sus históricas tertulias. Debió agradarle al futuro premio Nobel el joven hispanista francés, que como tal se presentó Semprún, pues cuando le despidió, a más de admirarse por lo bien que hablaba español, le regaló un libro cariñosamente dedicado. Parece ser que no hablaron de política en aquella ocasión. No hacía falta, el antifranquismo de Aleixandre resultaba evidente, como demostraría su participación incondicional en cuanta iniciativa contra el dictador se puso en marcha en años sucesivos.

Tras aquel primer viaje de reconocimiento, que duró un mes, Semprún regresó a Paris. En su excelente estudio de esta etapa de la vida del escritor realizado por el historiador Felipe Nieto, mucho más pródigo en detalles que la autobiografía del protagonista, se reproduce el documento presentado al partido por Semprún tras su regreso de aquel primer mes de viaje exploratorio por España. A primera vista llama la atención en él la manera en que está redactado, tan distinta a los fríos, tópicos y monótonos informes oficiales del comunismo de la época, incluyendo notas ambientales o impresiones personales que adelantan los modos del novelista que Semprún sería ya al final de esta década clandestina.

«Solo se ven dos cosas: fascismo y miseria (con el correspondiente lujo desenfrenado en reducidísimos sectores). En Barcelona y en Madrid: la Vía Layetana y la calle de Alcalá, por las mañanas: bancos, bancos y más bancos, y delante de cada puerta de aquellos, la pareja de policía armada. Luego, en plena Barcelona, calle Sanjurjo, las chabolas, y en Madrid, en cuanto se aparta uno del casco céntrico de la ciudad, la brutalidad de la miseria. Como estribillo alucinador, el grito de los ciegos que en cada esquina venden los cupones de la lotería especial: «¡Para hoy, para hoy! ¡Quedan cinco iguales! ¡Para hoy!» Al lado, algún escaparate de tienda de lujo y algún «Cadillac» rutilante».
(…)
«Como impresión predominante, pues, queda la de la extraordinaria vitalidad del pueblo español. ... enorme reserva de fuerza política, en gran parte todavía inutilizada. No da España impresión estática, ni siquiera a ojos vistas. ... se nota que grupos y capas sociales enteras se hallan en movimiento. Una frase vuelve como estribillo en todas las conversaciones que se han tenido: «el día en que se organice...» Y está organizándose».
(…)
confirma en todo punto la justeza del análisis de la Dirección del Partido, la justeza de la línea política en este aspecto del trabajo. De cara al futuro, las posibilidades rebasan con mucho, a mi parecer, las previsiones más optimistas que podían hacerse».

La verdad es que resulta una auténtica tentación relatar con detalle esta aventura clandestina de Jorge Semprún, que, si no fuera porque en ella se jugaba realmente la cárcel o incluso el paredón, tendría mucho de Pimpinela Escarlata comunista. Rememorar su primer encuentro con Ridruejo en un banco del Parque del Retiro. O el día aquel que quiso ir al fútbol para tantear el ambiente y estuvo a punto de delatarse porque no conocía el nombre de ninguno de los popularísimos jugadores del Real Madrid y preguntaba en voz alta por ellos a Simón o al Tanque, que uno de los dos debió llevarle al Bernabeu. O, ya inmersos en la dureza de la clandestinidad, sus citas en plena calle con los camaradas. Ya se sabe, cada uno avanzaba por una acera en sentido contrario al del otro, y si al cruzarse no se hacían ninguna señal preconcebida, es que el terreno estaba despejado y ya podían reunirse en la siguiente vuelta.  Recordar especialmente aquella cita dramática con Francisco Romero Marín, “el tanque”, y Simón Sánchez Montero, sus compañeros en la dirección del Partido en Madrid, a la que este último no acudió. Los otros dos pensaron que le habían detenido, como así había sido, pese a lo que decidieron regresar a dormir a sus domicilios clandestinos respectivos, cuya dirección Simón conocía, pues estaban seguros de que no se iba a doblegar bajo las torturas policiales. Así Fue. Le torturaron y no dijo ni una palabra.

Pese a lo tentador que resulta, no seguiré por este camino, entre otras cosas porque no es el objetivo de estas páginas y, sobre todo, porque ya lo ha contado con detalle y conocimiento el historiador Felipe Nieto en el libro indicado. De todas formas, aun queda una fecha señalada a la que hacer referencia en estos intentos de acercamiento y captación de los intelectuales antifranquistas de aquel periodo que protagonizó el comunista Semprún-Sánchez, aunque en la historia comience ya a compartir pantalla con otros nombres de referencia.

El 1 de abril de 1954, en el 15 aniversario exacto de la proclamación de la victoria franquista, elección de fecha que nadie ha explicado si se debió a la casualidad o se eligió como símbolo, se celebró la reunión constitutiva de la primera célula comunista en la universidad madrileña, que bien puede considerarse el primer éxito organizativo de la nueva estrategia del PCE que traía al interior Jorge Semprún y cuyos integrantes tendrían posteriormente mucho que ver con los documentos y firmas que aquí contamos. El furtivo encuentro tuvo lugar en un descampado de la Ciudad Universitaria, aquella misma que aún retenía huellas de la guerra en sus muros, “bajo la protección eficaz de los jinetes de la Policía Armada que patrullaba todo aquel sector, dada la fecha”, según la información facilitada al Partido por el propio Semprún.

Enrique Mújica
A aquel remedo de excursión campestre en día de fiesta acudieron tres invitados. En primer lugar, el organizador, un joven vasco estudiante de derecho de 22 años, que con el tiempo se convertía en un referente de la socialdemocracia española pero que en aquel tiempo era un fiel y valeroso militante comunista. Se llamaba Enrique Mújica, y Semprún ya le había conocido en su primer viaje, nada más llegar a San Sebastián, de la mano del poeta Gabriel Celaya. También estaban Jesús López Pacheco, matriculado en Filosofía y ya galardonado con un accésit del premio de poesía Adonais a sus 23 años, y su compañero de facultad Julián Marcos, luego poeta y cineasta. Al acabar la reunión se había constituido la célula y se habían establecido los objetivos para subvertir no sólo el orden universitario de la dictadura sino también el intelectual y cultural en general.

Al inicial grupo de tres comunistas madrileños se unirían pronto unos cuantos más. Tampoco demasiados, pero significativos y de futuro prometedor. En aquella primera célula universitaria del PCE tras la guerra estarían, por ejemplo, el luego cineasta Julio Diamante, o los quizás más conocidos Ramón Tamames y Fernando Sánchez Dragó, de variopinto recorrido político posterior.

También estaba ya en aquella célula inicial el que sería el más directo colaborador de Semprún durante su etapa clandestina. Tenía 20 años, estudiaba Derecho y era hijo y nieto de sendos fusilados por La República, siendo su abuelo, el viejo carlista Víctor Pradera, todo un icono de la martirología franquista. Descender de quien descendía era lo que le confería un valor político especial al joven Javier Pradera, destacado editor y periodista en años posteriores, pues le permitía acceder al mismísimo núcleo duro de la dictadura, y llegar hasta quienes habiéndola apoyado estaban ya hasta las narices de ella. Al parecer cumplió satisfactoriamente su función, estableciendo una estrecha relación política y personal con Semprún, al que se unió también en su mutua salida del partido en 1964.  

Antonio Buero Vallejo
Aquellos estudiantes no eran los únicos ni los primeros comunistas con los que había contactado Semprún, pero sí eran los primeros que montaban una célula organizada. En paralelo, el enviado del Comité Central no paró de mantener contactos con otros militantes, intelectuales básicamente, unos procedentes del Partido de la guerra y algunos también, ligeramente más jóvenes, incorporados por su cuenta en algo así como alumnos libres de un curso de comunismo activo. Entre los primeros se podía contar (o se pudo contar al poco) con el poeta Gabriel Celaya y su compañera Amparo Gastón, el profesor Eloy Terrón, el productor e historiador cinematográfico Ricardo Muñoz Suay, amigo personal de Santiago Carrillo que jugaría un papel determinante en la organización del mundo del cine, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, que con el estreno en estreno en 1949 de “Historia de una escalera” había revolucionado el mundo cultural del momento y que siempre mantuvo una actitud de cercanía-distanciamiento con el partido cuya militancia le había llevado a la cárcel tras la guerra, apoyando siempre, pero sin implicarse en la vida orgánica. También estaba allí, disponible, el poeta Blas de Otero, aunque parece ser que en aquellos años centrales de los 50 andaba en algún tipo de crisis metafísica y no estaba con ánimo para militancias directas.

Entre los militantes mas jóvenes, niños de la guerra todos ellos, había ya novelistas, o alevines de novelistas en los cincuenta y tantos, como Armando López Salinas o Antonio Ferres, que publicaban relatos y artículos en las revistas de la época y estaban a punto de sus primeras novelas. Convencidos de que el comunismo era el camino correcto para acabar con el franquismo, y ante la imposibilidad de localizar a la organización oficial, habían decidido constituirse ellos mismos en Partido, elaborando y distribuyendo por su cuenta, a maquina con muchas copias de papel carbón, octavillas y proclamas de acuerdo a lo que escuchaban en La Pirenaica. También militaban ya a la llegada de Semprún cineastas tan destacados, incluso entonces, pero sobre todo después, como el director Juan Antonio Bardem o el productor Eduardo Ducay.

No eran demasiados, aunque falten nombren en la lista, pero suficientes para empezar a organizarse y trabajar, lo que hicieron con suficiente éxito en la década siguiente, acabando por ser el PCE la fuerza política clandestina no sólo con un mayor número de militantes directos, muchos de ellos firmas ilustres de la cultura del momento, sino, sobre todo, rodeada de un amplísimo círculo de simpatizantes y colaboradores. Tontos útiles, les llamaba el anticomunismo imperante. Ya hemos visto muchos de sus nombres al pie de los documentos reproducidos, los veremos aún más en los que quedan por reproducir, los directamente relacionados con las huelgas mineras asturianas de 1962-63.


Quilapayún: Dicen que la patria es” o “canción de soldados”




La estrategia del Partido

Las intenciones políticas que Semprún y los militantes comunistas del interior pretendían hacer realidad habían quedado claras en un  largo texto que la dirección del PCE comenzó a elaborar a raíz del primer viaje exploratorio de Semprún en 1953 y que finalmente se publicaría en abril de 1954, al poco de volver éste a España y tras haber sido consultados algunos militantes del interior, como el poeta Gabriel Celaya.

Desde el mismo título se evidenciaban sus intenciones últimas. “Mensaje del Partido Comunista de España a los intelectuales patriotas”, se llamaba, y en ese calificativo que destacaba el patriotismo de los destinatarios se evidenciaban ya las intenciones últimas del documento, que no eran otras que las que dos años después el Partido formularia oficialmente con el nombre de Reconciliación Nacional. No se trataba tanto de movilizar a los intelectuales afines, que también, sino, sobre todo, de convencer a quienes no siendo comunistas, ni rojos de ningún tipo, podían entender a esas alturas que incluso quienes habían figurado en el lado vencedor eran igualmente víctimas de la Dictadura y la sufrían tanto como los perdedores.

Son más de 30 folios de historia, análisis y consignas que, por su extensión, minuciosidad y, especialmente, su lenguaje un tanto farragoso, no resultan fáciles de tragar, por lo que nos vamos a ahorrar reproducirlos íntegros, aunque quien se sienta impelido a la exactitud histórica o tenga mono de la vieja literatura partidista puede ver aquí el documento completo. No queda, sin embargo, otro remedio que glosarlo con cierto detenimiento, pues este mensaje constituye el origen primero de las luchas antifranquistas del mundo de la cultura a las que nos venimos refiriendo.

De acuerdo al carácter “patriótico” de los intelectuales a los que se dirigían, no es de extrañar que los párrafos iniciales estuvieran destinados a denunciar la creciente dependencia del régimen franquista de los Estados Unidos, con los que hacía sólo unos meses, en septiembre de 1953, habían firmado el acuerdo que permitía la instalación en España de bases militares estadounidenses. También se recordaba la pasada alianza de Franco con Hitler, aunque prácticamente no hubiera referencias a la guerra civil. No era un silencio casual. Para los comunistas, la guerra ya había terminado, y al margen de quién la hubiera ganado o perdido, de lo que se trataba ahora, pasados ya 15 años de ella, era de acabar con la dictadura a la que había dado lugar y que todos sufrían. En ninguno de sus maquiavélicos planes, de tales fueron tratados, los comunistas intentaron reabrir viejas heridas que pudieran alejar u ofender precisamente a aquellos exfranquistas con los que querían contar.  

También denunciaba el documento la represión general, la falta de libertades sindicales o civiles, las duras condiciones de vida de la población en general, en contraste con el creciente beneficio de los bancos y el gran capital, la pervivencia del caciquismo rural y la connivencia corrupta entre las élites franquistas y los poderes económicos.

Al entrar directamente en el terreno de la intelectualidad, los redactores destacaban primero, para que quedara constancia, el apoyo y el respeto mostrados siempre por La República hacia la cultura y la educación, un compromiso irrenunciable. Y en este terreno, los primeros en las filas republicanas, los propios comunistas, faltaría más. Aparecían los nombres de Lorca y Machado, asesinato y exilio, pero también hacían suyo a Miguel de Unamuno, fallecido por su propia dignidad y lucidez, aunque al principio se hubiera puesto del lado de los sublevados.

Pío Baroja
Ya situada en el presente, la dirección comunista hacía referencia a las “decenas de miles” de intelectuales, artistas, maestros o científicos que estaban en el exilio o habían pasado por las cárceles, y denunciaba el exilio interior en que vivían muchos, con citas a Pío Baroja, el doctor Vital Aza o Menéndez Pidal. Atacaba la dureza de la censura imperante, que se cebaba incluso con obras del Siglo de Oro, el abandono de la investigación científica y de la enseñanza, y, en la línea del patriotismo declarado, condenaba la venta, dilapidación y deterioro del patrimonio histórico nacional, incluso en casos en los que, por su carácter religioso, su defensa no parecería propia de malvados comunistas ateos: “llegando a tal grado la incuria vandálica del régimen, que joyas de nuestro tesoro artístico-monumental como la mezquita de Córdoba aparecen mugrientas y abandonadas a la acción devastadora del tiempo”.

Pero los autores del mensaje sabían que sólo con buenas intenciones y grandes ideas no se va a ninguna parte. Que las personas, sean intelectuales o analfabetas, también quieren que se les hable de lo suyo. Y lo de cada cual era en este caso la situación concreta de precariedad económica y de falta de horizontes profesionales de los intelectuales y científicos españoles, terreno en el que entraba con detalle el documento. Dedicaba al tema seis párrafos que, a la luz del hoy precario que vivimos, no tienen desperdicio:

“Cuando un joven investigador, después de difíciles años de estudio abnegado, consigue un cargo de auxiliar en el laboratorio de una facultad de ciencias de España, recibe por esa labor un sueldo de 500 pts. mensuales. ¿Cómo dedicarse por entero a la labor docente, preparar concienzudamente cursos y clases, profundizar sus conocimientos y ponerse al día de las novedades mundiales en el campo de la cultura, cuando los sueldos de 6.000 a 18.000 pts. anuales no permiten al profesorado español vivir con la decencia que semejante labor profesional exige?

No es mejor la situación de los hombres ocupados en las llamadas profesiones liberales, porque si un catedrático de Universidad gana justamente 46 pts. con 30 céntimos al día, un inspector municipal veterinario sale por 18 pts. diarias y un médico de tercera de la Asistencia Pública domiciliaria, con 300 familias adscritas, sale después de aplicársele los descuentos, por ¡250 pts. mensuales!

Tampoco difiere, con sus matices peculiares, la situación en el campo de la creación intelectual. Si tomamos la novela, ¿cuál es el autor, por conocido que sea, que puede vivir normalmente de su obra? ¿Cuál es el que no se ve obligado a solicitar colaboraciones periodísticas o radiofónicas que le desvían de su preocupación esencial? A la caza y captura de los 20 o 40 duros de un artículo, una conferencia o una charla radiofónica, el novelista español malbarata en temas anecdóticos y forzosamente limitados por la censura, la mayor parte de su tiempo y de su afán creador. La defensa de la propiedad intelectual, por otra parte, de los legítimos derechos del autor constituyen una imperiosa necesidad frente a la piratería de ciertas grandes empresas editoriales que sistemáticamente estafan y despojan a los escritores españoles, al amparo de las ordenanzas oficiales.

Hay que terminar con la vergüenza de ver a poetas y escritores ya consagrados tener que costear la edición de algún libro suyo con los ingresos de sus actividades extraliterarias, ocuparse de colocar los ejemplares, de atender a su distribución. ¡Y todo este esfuerzo por una tirada de unos cuantos centenares de ejemplares, cuando en las amplias masas del pueblo trabajador existen fuertes deseos de saber, de ahondar y enriquecer el campo de sus conocimientos, de su cultura!

Semejante situación de asfixia económica predominante en todos los campos de la creación intelectual y artística constituye un obstáculo insuperable, en las condiciones actuales, al desarrollo de la cultura española. ¿Qué estimulo de creación puede sentir un músico no entronizado en los circuitos de los conciertos y encargos de la camarilla oficial, si sabe que las ganancias producidas por la ejecución de un poema sinfónico, ni siquiera le permitirá comprar el papel de su partitura? ¿Qué estímulo para un profesor de dirección de orquesta el tener que malvivir como corredor de comestibles o de cualquier otro producto comercial?

Igualmente trágica es la situación de los artistas, pintores y escultores, de los cuales ¿cuántos son los jóvenes valores que no llegaron a madurar por las terribles exigencias de la subsistencia diaria? Pintan paredes, se tienen que dedicar al dibujo industrial o publicitario o se ven en la obligación de tener que aceptar y ejecutar encargos de bodegones y retratos para el consumo privado de la «buena sociedad».
                
1958. Reunión del Comité Central del PCE en Praga
¿Quién no iba a quedar convencido ante tales argumentos, tan reales entonces como, por otro lado, tan aproximativos hoy en día. Bromas aparte, aquel “Mensaje del Partido Comunista de España a los intelectuales patriotas” de abril de 1954 constituía, en definitiva, una denuncia de la degeneración y decadencia que había sufrido el mundo intelectual español bajo el franquismo, una situación que retrataba sin demasiadas exageraciones ni demagogias y que pretendían fuera entendido por cualquiera, por muy franquista que hubiera sido, a poco que contemplara la realidad circundante con una mirada sin prejuicios ideológicos ni rencores personales.  A ellos iba dirigido el párrafo final:

“En este movimiento tienen su puesto y su misión todos los intelectuales patriotas españoles. Todos los trabajadores de la ciencia, del arte y de la literatura, los maestros de la cultura, los estudiantes, todos los hombres dignos de la estirpe española que quieran una España suya, española, una cultura suya, la cultura española, humanista, popular y progresiva; que quieran vivir y crear en paz en una España libre y democrática; que quieran salvar a España de la humillante ocupación yanqui y eludir la catástrofe nacional que ésta la depara. Todos aquellos que sientan el clamor que surge de las mismas entrañas de la Patria deben alzarse junto al pueblo y contra el franquismo. Todos unidos sin distinción, independientemente de las posiciones que les enfrentaran, de sus ideas políticas y convicciones religiosas, de sus concepciones filosóficas o artísticas, de su origen y posición social, en el frente nacional. Porque el momento es grave, porque el pacto de guerra y de entrega de España a los yanquis pone en peligro el porvenir de la Patria, porque se trata, por encima de cualquier divergencia, del ser o no ser de España, de la propia existencia de los españoles”.

En este “Mensaje del Partido Comunista a los intelectuales patriotas”  de 1954 estaban ya anunciadas la táctica, la argumentación y los objetivos que Jorge Semprún y su cada vez mayor número de camaradas iban a intentar desarrollar en los próximos años. Y ni el régimen, que tanto les combatió, ni la oposición liberal y moderada, que tanto intentó ignorarles, se podían llamar a engaño sobre las intenciones comunistas. Aunque con ello no se consiguiera derrotar a La Dictadura, no cabe duda de que la jugada funcionó. Pasados diez años de la entrada en España del enviado del PCE el mundo intelectual constituía un autentico vivero de disidencia antifranquista de todas las corrientes con una presencia hegemónica de comunistas y simpatizantes.


Óscar Chávez. Ya se fue el verano






Primeras escaramuzas


Para cuando se reunió por primera vez la célula comunista aquel 1º de Abril, dos de sus integrantes, Jesús López Pacheco y Julián Marcos, ya habían comenzado a organizar unas jornadas poéticas en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, en la que estudiaban. La iniciativa, que habían llamado “Encuentros de la Poesía y la Universidad” cuadraba con los planes comunistas como pensada a propósito. Los nombres de algunos de los participantes son indicativos de las intenciones. Por allí pasó Gerardo Diego, histórico miembro de la generación del 27 que había arrimado su ascua a la sardina franquista con poco entusiasmo, el más joven Luis Rosales, que ya empezaba a alejarse de sus iniciales ideales falangistas, o Dionisio Ridruejo, ya para entonces un disidente declarado. Junto a ellos, Eugenio de Nora, simpatizante comunista cuando menos y fundador de la revista Espadaña, en la que dio cobijo a los poetas sociales de la época, o José Hierro, que había pasado cinco años en la cárcel y en cuyo recital, según el informe de Semprún al Partido “se armó gorda durante el coloquio”.

José Ortega y Gasset
Cualquier circunstancia resultaba aprovechable, y cualquier resultado, aún pequeño, altamente positivo. José Ortega y Gasset era un intelectual controvertido cuando falleció el 19 de octubre de 1955. Había sido en 1931 uno de los fundadores de la Asociación al Servicio de la República y diputado en las Cortes Constituyentes, pero muy pronto se distanció de ella al considerar su política demasiado extremista. Salido del país a los pocos días de estallar la guerra, que pasó en diversos países, había regresado a España en 1945. Su vuelta había constituido un triunfo para el franquismo, por mucho que Ortega, en una ambigüedad que parece pensada para la historia, renunciara a volver a la cátedra de la que se le había expulsado y mantuviera una actitud de cauta reticencia política. Su muerte desató una auténtica oleada de panegíricos de los corifeos de la dictadura sobre el hijo pródigo vuelto a casa tras arrepentirse de sus pecados anteriores. La ocasión la pintaban calva para que aquellos jóvenes universitarios comunistas dieran la campanada. La historiadora Andrea Fernández Montesinos lo ha contado así en su tesina: “Hijos de vencedores y vencidos: los sucesos de febrero de 1956 en la UniversidadCentral”:

“La pequeña célula comunista, ante esa apropiación que las autoridades hacían del filósofo, convocó un acto multitudinario en la Universidad. (…) En una orla sin cruz se escribió una leyenda que decía: “Ortega, filósofo liberal español” y se leyeron fragmentos de sus textos. Torres López, decano de Derecho, se sintió obligado a asistir a un acto organizado en su facultad. Una vez finalizado el acto, al grito de ¡al cementerio, al cementerio! lanzado por Diamante y Pacheco, unos 600 estudiantes, a pie, marcharon en silencio hacia la sacramental de San Isidro.”

No eran pocos en aquellas fechas 600 estudiantes secundando una incitación a manifestarse criticando al régimen. Sin embargo, allí estuvieron, según el informe policial del momento que se conserva en el archivo histórico del PCE. Y como un éxito es siempre un acicate para afrontar nuevas y más arriesgadas empresas, la decena de militantes comunistas que ya para entonces debían integrar la célula decidieron dar un paso más en su estrategia político-cultural.

Jesús López Pacheco
Al parecer la primera idea se le vino a la cabeza a Jesús López Pacheco, que la discutió con sus camaradas y otros amigos, quienes la encontraron no sólo excelente y necesaria, sino viable, que era lo más importante. Se trataba de montar nada menos que un Congreso de Escritores Jóvenes, que reuniera a los bisoños autores que afloraban en la universidad con algunos de los nombres más relevantes de la cultura del momento, ponerles a charlar y debatir y ver que salía. Entre los invitados previstos se encontraba Baroja, Cela, Ángela Figuera Aymerich, Ángel Crespo, Alfonso Sastre, Aleixandre… Excepto por Baroja, parecería el inicio de cualquiera de las listas de abajofirmantes que surgirían a continuación.

Siguiendo la nueva estrategia del Partido, al igual que estaba comenzando a hacer el movimiento obrero, de utilizar en la medida de lo posible las posibilidades que ofrecían las grietas legales del régimen, los promotores recabaron el apoyo del sindicato estudiantil franquista, el SEU, con el que inicialmente contaron, aunque la ayuda duró hasta que los falangistas vieron el cariz que tomaban las cosas. También les apoyó, y esta vez sin arrepentimientos, el Rector de la Universidad Central, cargo que ocupaba el médico, historiador y ensayista Pedro Laín Entralgo, entonces en pleno despegue de su pasado falangista. Incluso llegó a reunirse en la cumbre del conflicto, por mediación de Dionisio Ridruejo, metido en la aventura desde el principio, con Enrique Mújica, ya sospechoso en todos los ámbitos, incluido el policial, de ser comunista, condición que le llevaría a la cárcel tres años después.

La suspensión por orden gubernativa del peligroso congreso de jóvenes escritores no impidió que el pequeño grupo comunista universitario dejara del preparar el ambicioso objetivo que se habían planteado como siguiente acción. Montar un congreso estudiantil que supusiera no sólo el fin del SEU, sino un torpedo directo a la línea de flotación de las libertades que el régimen podía consentir. Era un proyecto un tanto desmesurado, que se adelantaba en 10 años a lo que habría de suceder con el nacimiento de los diversos sindicatos de estudiantes surgidos a mediados de la década siguiente, y naturalmente no se consiguió. No obstante, si prohibición cuando ya estaba avanzado el proceso provocó una importante rebelión estudiantil que desembocó en la huelga, las manifestaciones y los enfrentamientos callejeros de febrero de 1956 en la Universidad Central madrileña, una revuelta que supuso la mayor contestación popular y en la calle al franquismo desde el boicot a los tranvías de Barcelona en 1951 hasta las huelgas asturianas de 1972-73.

Incluso hubo un muerto en uno de esos enfrentamientos, el estudiante falangista de 19 años Miguel Álvarez, alcanzado por una bala disparada, según todos los datos disponibles, por uno de sus camaradas de centuria, los únicos que en aquella ocasión llevaban pistolas, que usaron a discreción. También hubo otro tipo de víctimas, los numerosos detenidos y encarcelados, acusados de promover y dirigir las protestas, entre los que figuraron la práctica totalidad de los nombres que ya conocemos como comunistas (Jesús López Pacheco, Ramón Tamames, Enrique Múgica, Javier Pradera, Julián Marcos o Fernando Sánchez Drago), junto a una buena cantidad de estudiantes y no estudiantes procedentes de otros terrenos políticos, como los todavía falangistas, aunque cada vez menos, Dionisio Ridruejo y Gabriel Elorriaga, o buena parte de los miembros de la recién nacida al hilo de aquellas movilizaciones Asociación Socialista Universitaria (ASU), que apoyó entusiasmada el fallido congreso estudiantil y de cuya dirección fueron detenidos algunos que pasarían a la historia posterior en las filas del PSOE como Francisco Bustelo, Miguel Sánchez Mazas y Manuel Fernández-Montesinos. Tampoco les fue bien a las autoridades académicas que por su liberalismo dieron alas, según el régimen, a las protestas. Al Decano de la Facultad de Derecho, Manuel Torres López, le cesaron y literalmente se fue a París, el Rector, Pedro Laín Entralgo, también fue cesado, y el ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, debió dimitir a los pocos días. Los tres habían sido franquistas y comenzaban a dejar de serlo. El fracaso de la experiencia aperturista que intentaron desde que llegaron a sus cargos cinco años antes contribuyó a aumentar el distanciamiento.

Pese a lo apasionante de aquellas luchas universitarias, voy a pasar sobre ellas como un suspiro. Ante todo, porque sólo tangencialmente está relacionada con el objetivo principal de estas líneas, la resistencia intelectual contra el franquismo en aquel periodo, pero también porque es un episodio suficientemente historiado y alguna de estas historias, completas y bien documental, están fácilmente accesibles. Sin embargo, si hay un aspecto íntimamente relacionado con el tema que tratamos. Es en esta ocasión, al menos que yo haya localizado, cuando por primera vez en la historia de la resistencia al franquismo un documento que criticaba aspectos esenciales de la dictadura, su política educativa, aparecía públicamente no como un panfleto de cualquier grupo político, sino como una iniciativa abierta y colectiva rubricada personalmente por una colectividad de convocantes individuales. Bien es verdad que, en esta ocasión, la mayor parte de los firmantes eran en su mayor parte estudiantes anónimos, y no personalidades de la cultura, como sería habitual en cartas posteriores.

Aunque mucho más breve y con un tono menos exaltado, estrictamente referida al ámbito educativo y sin la menor alusión política directa, la proclama universitaria, modestamente titulada “Manifiesto a los Universitarios Españoles”, parece nacida de pautas muy parecidas a las marcadas por el mensaje comunista a los intelectuales patriotas de 1954 y explicada con términos y análisis similares a los que se utilizarían en documentos posteriores, algunos de los cuales ya se han podido ver. El manifiesto comenzaba aclarando quienes eran los remitentes, acuñando por primera vez en aquella correspondencia antifranquista que le seguiría el término “abajo firmantes”:

Desde el corazón de la Universidad española, los estudiantes de las Facultades y Escuelas Especiales de Madrid, abajo firmantes, en la convicción de que ejercen un auténtico derecho y deber al buscar el medio de salir de la grave situación universitaria actual, invitan a sus compañeros de todos los Centros Superiores de España a que suscriban la presente petición, elevada a las autoridades nacionales”

Especificaba cuales eran aquellas autoridades a las que pedían que se les escuchase, que eran prácticamente todas:

“Al Gobierno de la Nación, a los Ministros de Educación Nacional y Secretario General del Movimiento.”

Y concretaba el motivo para haber escrito, firmado y enviado la misiva:

“En la conciencia de la inmensa mayoría de los estudiantes españoles está la imposibilidad de mantener por más tiempo la actual situación de humillante inercia en la cual, al no darse solución adecuada a ninguno de los esenciales problemas profesionales, económicos, religiosos, culturales, deportivos, de comunicación, convivencia y representación, se vienen malogrando fatalmente, año tras año, las mejores posibilidades de la juventud dificultándose su inserción eficaz y armónica en la sociedad y comunicándose, por un progresivo contagio, el radical malestar universitario a toda la vida nacional que arrastra agravándolos todos los problemas antes silenciados.”

Después de estas presentaciones protocolarias, la carta entraba en una exposición detalla de las deficiencias de la universidad franquista. Una exposición bastante cercana a la realidad, por otro lado, que denunciaba  desde las faltas de perspectivas laborales de los licenciados a “el monopolio del pensamiento” en las aulas, desde el alto coste que conllevaba estudiar una carrera, lo que obligaba al clasismo universitario, hasta el “hondo divorcio entre la Universidad teórica, según la versión oficial, y la Universidad real formada por los estudiantes de carne y hueso”. ¿Recuerdan el “Mensaje del Partido Comunista a los intelectuales patriotas” de hacía tan sólo dos años?

Una frase de aquel documento universitario me ha llamado la atención, sea coincidencia o no. En un momento, los redactores --que parece fueron colectivos pero entre los que tuvieron una influencia importante los estudiantes comunistas y su responsable político, Semprún-Sánchez, que al parecer metió mano directamente en el texto--, realizan un definición contundente y precisa de la universidad española en una serie de definiciones tajantes. Lo curioso es que la frase en cuestión recuerda mucho a otra de un año antes muy similar, si le quitamos la frase subordinada, aunque referida no a la educación, sino a la cinematografía. Escribieron los estudiantes:

“La situación material y vocacional del universitario español es de indigencia, su perspectiva intelectual es mediocre –¡cuántos catedráticos y maestros eminentes apartados por motivos ideológicos y personalistas!– y su porvenir profesional totalmente incierto.”

En mayo del año anterior, y en el transcurso de las jornadas cinematográficas que se celebraron en Salamanca  que ya han aparecido por aquí, el comunista Juan Antonio Bardem se había expresado con igual contundencia. ¿Coincidencia o es que el cineasta metió pluma en el manifiesta universitario?:

“El cine español es: Políticamente ineficaz. Socialmente falso. Intelectualmente ínfimo. Estéticamente nulo. Industrialmente raquítico”

Para encontrar soluciones a esa dramática realidad universitaria, los estudiantes firmantes de la carta pedían la convocatoria de un Congreso Nacional de Estudiantes de acuerdo a cuatro puntos, de los que marcaban el calendario y los mecanismos representativos:

“1º. Que en el Congreso Nacional de Estudiantes tomen parte todos los estudiantes de Centros Superiores de Enseñanza de España, por medio de sus representantes, designados por libre elección, garantizada por el control de los Claustros de Profesores. Y que estos representantes se constituyan automáticamente, una vez elegidos, en cada Distrito Universitario, en comisiones para la organización del Congreso.

2º. Que las elecciones se celebren entre el 1 y el 15 de marzo de 1956 y el Congreso tenga lugar en Madrid del 9 al 15 de abril de 1956.

3º. Que los representantes elegidos, reunidos en el Congreso Nacional, nombren a sus presidentes de Comisiones y que los acuerdos y conclusiones se aprueben por mayoría.

4º. Que por los Ministerios correspondientes se alleguen los medios de toda índole precisos para la preparación y el desarrollo del Congreso, así como para evitar toda clase de obstáculos que pudieran interponerse a su plena efectividad.”

Es de suponer que ninguno de los muchos estudiantes, y algunos intelectuales, que hicieron suya la carta, de los que no he encontrado ninguna nómina, ni completa ni incompleta, creyera que realmente se pudieran cumplir esos puntos. No sólo porque su cumplimiento significaba el total arrumbamiento del SEU, debilitado pero aún poderoso, sino porque implicaba la introducción de un sistema democrático de elección y representatividad estudiantil directa susceptible de extenderse a otros terrenos, como el laboral, o ¿por qué no? el político, que cuestionaba la mismísima esencia dictatorial del régimen. Lo que probablemente no imaginaban desde los altos cargos de la dictadura era la intensidad de las protestas que acarreó su prohibición, la violencia con que fueron enfrentadas por las centurias falangistas correspondientes y la represión a que daría lugar, con gran número de detenidos que, aunque en general fueron condenados a penas muy inferiores a las que aplicaban en otros colectivos, como el obrero, no dejaron por ello de pasar por presidio. 

Además de su importancia meramente agitativa y concienciadora, que sin duda fue grande, aquellas iniciativas prohibidas sirvieron para cohesionar a la oposición antifranquista, tanto la comunista como la de otras tendencias, y, especialmente, para tejer una red de relaciones con intelectuales y artistas, disidentes o en proceso de disidencia, de la que saldrían los documentos de abajofirmantes posteriores, que alcanzarían su máxima expresión, y su mayor contundencia política en la batalla de intelectuales y mineros de 1962/63.


Rolando Alarcón. A la Huelga





1962.  Los abajofirmantes y las huelgas de primavera

Ya se ha contado más arriba, pero es hora de retomarlo. El 7 de Abril de 1962 los mineros del Pozo Nicolasa, cercano a Mieres, se pusieron en huelga pidiendo la readmisión de siete picadores despedidos por solicitar mejoras salariales y de condiciones de trabajo. A simple vista podía parecer uno más de los conflictos laborales que habían estallado en los últimos años en las cuencas mineras asturianas por temas similares. Sin embargo España había cambiado. Ya existían gérmenes de organizaciones obreras nuevas, no sólo comunistas, sino también la nueva izquierda que representaba el FELIPE o de origen católico y en las minas trabajaban jóvenes que, aún conservando las convicciones y tradiciones de lucha de sus mayores, no habían sufrido los horrores de la guerra ni pasado por las cárceles y por consiguiente no tenían el miedo tan dentro de su cuerpo. Por otro lado, la respuesta del régimen, que enseñaba por un lado la zanahoria de las promesas pero aplicaba con dureza la vara represiva, no consiguió sino enconar los ánimos. Lo que comenzó como un paro local acabaría convirtiéndose así en una huelga generaliza de dos meses, en la que participaron casi medio millón de trabajadores, mineros e industriales fundamentalmente, que sobrepasó las fronteras asturianas y se extendió a 22 provincias de toda España.

Por mucho que la primera chispa hubiera sido espontánea, los comunistas estuvieron en la huelga desde el primer momento, aunque no solos, organizándola en los pozos y centros de trabajo y difundiéndola a través de sus propios medios de comunicación, desde La Pirenaica hasta Mundo Obrero, y prestando a los huelguistas toda la ayuda que podían recabar, tanto dentro de España como en el extranjero. Se podría decir que tiraron la casa por la ventana. De tal entusiasmo militante y solidario no podían quedar ajenos los intelectuales.

La organización comunista en el mundo de la cultura y la intelectualidad no era ya un pequeño y desperdigado grupo militantes y simpatizantes que se al llegar a España nueve años antes se había encontrado Jorge Semprún, quien, por cierto, probablemente realizó en esta ocasión su último trabajo político clandestino, pues saldría de España a finales de año para acabar enfrentándose con Carrillo y dejar el partido en 1964, después de haber publicado su primera y muy exitosa novela “El largo viaje”.

Para la primavera de 1962 la célula comunista de intelectuales en Madrid era ya una organización regular, aunque alguno anduviera todavía a su aire, que había crecido exponencialmente en los últimos años y llegaba prácticamente a la totalidad de variedades culturales. Sin ánimo de exclusividad y citando prácticamente de memoria, por lo que el error siempre es posible, militaban en el Partido Comunista poetas como Jesús López Pacheco, Gabriel Celaya, Ángel Crespo, Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Celso Emilio Ferreiro, Carlos Álvarez o Ángel González, y probablemente Ángela Figueras Aymerich y Angelina Gatell, los novelistas Armando López Salinas, Antonio Ferres, Luis y Juan Goytisolo, Alfonso Grosso y Juan García Hortelano, los pintores Agustín Ibarrola, José Ortega, Eduardo Úrculo o Ricardo Zamorano, los cineastas Ricardo Muñoz Suay, Juan Antonio Bardem y Julio Diamante, el profesor universitario Eloy Terrón, el científico Faustino Cordón, el crítico de arte José María Moreno Galván, el actor Francisco Rabal y los dramaturgos Alfonso Sastre y José María de Quinto. No era mala nómina, teniendo en cuenta, además, que todos estaban en momentos culminantes de sus respectivas carreras. Pero, más que su número, quizás resultaba más decisiva la amplitud de su área de influencia, que llegaba prácticamente a lo más recóndito de la mejor cultura española del momento, de la poesía a la novela social, del teatro realista al informalismo pictórico, de los platós cinematográficos a las aulas universitarias. Sobra decir nombres, porque sería una larga lista y porque a la mayor parte de ellos los vamos a encontrar firmando la larga correspondencia que dirigirían al régimen ese año y el siguiente.


Alfonso Sastre y Eva Forest
Otra vez se acudió aquella primavera de 1962 a la carta de firmas, el método que ya tenía probada una segura difusión internacional, aunque esta vez introdujeron algunas variedades tácticas que merecerá la pena repasar luego. Vamos antes a los orígenes. Al parecer, la mayor parte de las reuniones para estudiar el camino a seguir y escribir el texto, que finalmente se dice que lo redactó Juan Antonio Bardem, se celebraron en el piso que Alfonso Sastre y su esposa, Eva Forest, tenían en una de tantas calles dedicadas a vírgenes en el entonces muy moderno barrio madrileño de la Concepción.

El objetivo del documento, además de denunciar la situación en Asturias, buscaba, ante todo, reunir al más amplio espectro posible de intelectuales que lo suscribieran, como había sucedido con otros anteriores, insistiendo en unir a diversas corrientes de la oposición, de forma que tuviera la mayor repercusión posible dentro y fuera de España. De ahí tal vez el tono comedido del escrito, y la falta de alusiones políticas directas que pudieran ahuyentar a los posibles firmantes.

Tomando como motivo de la misiva la falta en la prensa española de noticias sobre la huelga, lo que obligaba a informase en la extranjera, y la reciente aparición de una única nota oficial en la que se culpaba del conflicto a la inevitable subversión extranjera, los firmantes pedían muy educadamente, incluso citando a la jerarquía eclesiástica, que recientemente se había referido al tema, tan sólo dos sencillas cuestiones: que se informara verazmente de lo que estaba sucediendo en Asturias y que no se ejercieran prácticas “autoritarias” contra los huelguistas, quienes simplemente exigían, y aquí brillaban las sutileza enmascaradoras del lenguaje, “La normalización del sistema de negociación de las reivindicaciones económicas por los medios generalmente practicados en el mundo”. Se trataba pues tan sólo de dos únicas solicitudes: la libertad de información y la de sindicación, comunes en toda Europa pero que a nadie se le oculta que en la España franquista constituían reivindicaciones peligrosas y subversivas.

Manuel Fraga Iribarne
Hay otro detalle distintivo en esta carta histórica. A diferencia de las anteriores y de las posteriores, su destinatario directo no era el Gobierno ni sus ministros u otros prebostes franquistas, sino que se dirigía a un intermediado, al que se pedía intercediera en su nombre ante las autoridades correspondientes. El elegido fue Manuel Fraga Iribarne, catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional de la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Universidad Complutense de Madrid, alevín privilegiado del régimen, que con sólo 29 años había dirigido el Instituto de Cultura Hispánica y que a los 40 que tenía en ese momento ya había publicado una quincena de libros. Aunque había ocupado varios cargos oficiales secundarios, Fraga aún no había ascendido a la cúpula dirigente de la dictadura, de la que en aquellos momentos se le tenía por un moderado aperturista, motivo por el que quienes le escogieron como mediador tal vez debieron considerarle un compañero de profesión, y como tal se dirigían a él en el encabezamiento, por quien valía la pena apostar. Cuando en octubre de ese mismo año fuera elegido por Franco Ministro de Información y Turismo se iban a enterar de lo que valía un peine.

Merece la pena, en cualquier caso, reproducir el texto íntegro, pues supone un ejemplo evidente de la sutileza literaria y política que en aquellos tiempos era exigible, lo que obliga a un no menos ajustado ejercicio de lectura entre líneas para entenderlo por completo, Más teniendo en cuenta lo que iba a suceder después:

“Sr. D. Manuel Fraga Iribarne. -Catedrático- Fernán González, 63. MADRID.  

Estimado amigo y compañero: 

Estamos seguros de que no ha podido ocultarse a su sensibilidad –exigida por los imperativos ético-sociales inherentes al carácter público de nuestra vocación- la gravedad de ciertos hechos que estamos presenciando. La prensa y la radio extranjera nos dan cuenta de que en la región minera de Asturias se produce un movimiento huelguístico de vastas proporciones. Algunos días después, estos medios informativos nos precisan que las huelgas afectan a unos 100.000 trabajadores y que en algunas provincias del País Vasco, Levante y Andalucía, se registran otros brotes determinados por simpatía. Entre tanto la prensa y la radio española permanecen en silencio, como si tales hechos no debieran interesar a nadie. De un modo o de otro, vamos informándonos de que las huelgas tienen un carácter económico y reivindicativo que se pone en estrecha relación con el estado de malestar social que nadie desconoce, que el Gobierno ha admitido incidentalmente en más de una ocasión, y que la jerarquía eclesiástica –usando de su fuero- ha denunciado con frecuencia como muy recientemente lo hizo el Excmo. Sr. Arzobispo de Sevilla.

Según todas las apariencias, las huelgas de Asturias son de la especie normalísima de las que, con regularidad y dentro de la Ley, se producen en casi todos los países. Sin embargo, roto de pronto el silencio oficial, se nos comunica por medio de una nota gubernativa que las huelgas de Asturias han sido promovidas por agentes extraños, conductores de ideologías importadas. Nada se nos dice del estado social real al que las huelgas se refieren, ni del alcance de las mismas, ni de sus objetivos, ni de los incidentes a que han dado lugar. Todo parece indicar, en consecuencia, que la nota no se ha publicado para hacernos salir de nuestro estado de incertidumbre, sino exclusivamente para permitir la adopción de medidas extraordinarias que, en efecto, no han tardado en producirse sin que tampoco en este caso haya sentido el Gobierno la necesidad de justificar mediante una explicación informativa tan grave resolución, y el silencio ha continuado después.

La situación que las circunstancias antedichas dibujan no nos parece satisfactoria y por lo que a nosotros se refiere –hombres de vocación intelectual, obligados a la orientación y la crítica- hemos de pensar que nos compromete alguna suerte de manifestación ya que sería absurdo e inmoral, que por propio decreto, nos consideramos ajenos y desligados de las realidades colectivas que nos envuelven.

Nos es patente que el malestar social extendido en España constituye un problema grave al que corresponde un tratamiento de sinceración incompatible con unas medidas simplemente silenciadoras y represivas. Es evidente también que la afirmación a la opinión pública no se practica en España con la debida lealtad. Nos parece que sobre ambos puntos tenemos el deber de instar al Gobierno y a la opinión, practicando una especie de mediación moral que, prudente y enérgicamente favorezca el establecimiento de una situación más próxima al estado de libertad, justicia y concordia que hemos de desear para todos los españoles. A tal fin, proponemos a Vd., si está de acuerdo con nuestra manera de contemplar el problema, que se dirija al Jefe del Gobierno, ejerciendo individualmente el Derecho de Petición, y haciendo presentes sus puntos de vista favorables a:

1º- La práctica de la lealtad informativa.

2º- La normalización del sistema de negociación de las reivindicaciones económicas por los medios generalmente practicados en el mundo con renuncia a las maneras autoritarias. 

Le saludan atentamente.”

Circunloquios aparte, bajo tan moderadas palabras latían sin embargo similares exigencias a las que en junio de ese mismo año había plateado el Comité Ejecutivo del PCE en un comunicado publicado en Mundo Obrero, que como era clandestino y comunista no tenía que morderse la lengua:


1.- La instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados.
2.- La efectiva garantía de todos los derechos de la persona humana, en especial los de libertad personal y de expresión, con supresión de la censura gubernativa.
3.- El reconocimiento de la personalidad de las diversas comunidades naturales.
4.- El ejercicio de las libertades sindicales sobre bases democráticas y de la defensa por los trabajadores de sus derechos fundamentales, entre otros medios por el de la huelga.
5.- La posibilidad de organización de corrientes de opinión y de partidos políticos con el reconocimiento de los derechos de la oposición.

Estos cinco puntos de la estrategia comunista habían sido ya planteados en otras cartas de intelectuales anteriores, y en este caso subyacen en su conjunto por debajo, o alrededor, de las dos reivindicaciones específicas del documento: los derechos de información y de sindicación. El diseño de sociedad española que abocetaban los intelectuales que pudiera asegurar el cumplimiento de sus peticiones no era muy distinto al que dibujaban los cinco puntos comunistas. En ambos casos el cumplimiento de aquellas peticiones exigía una plena democracia y la desaparición de toda dictadura. Un objetivo con el que no podían dejar de estar de acuerdo todos y cada uno de quienes, siendo tan distintos, lo suscribieron.

Menéndez Pidal con Charlton Heston y Samuel Bromston
A continuación de la doctrina iban los firmantes, encabezados por Ramón Menéndez Pidal, ilustre filólogo, historiador y medievalista que a sus 93 años de edad presidía la RAE y que tan sólo un año antes había acaparado los NODOS y las páginas de la prensa, junto a Charlton Heston, Sofía Loren y Samuel Bronston, cuya épica filmación de la leyenda de El Cid había asesorado históricamente, al menos prestando su prestigioso nombre a los títulos de crédito, por lo que fue obsequiado con la falsa Tizona que se utilizó en el rodaje. Menéndez Pidal no tenía la menor significación política, aparte de un acendrado liberalismo que le había llevado a suscribir la mayor parte de las cartas y documentos anteriores, circunstancias que le convertían en el ideal para encabezar ésta. El novelista Armando López Salinas, que se encargó junto a Juan Antonio Bardem de acudir a su domicilio para recabar su firma, contó después cómo se produjo la cita:

“Cuando pensamos en el manifiesto pretendimos encabezarlo por la figura más relevante posible. Así que fuimos a ver al presidente de la Academia Menéndez Pidal. Tras leer nuestro manifiesto y hacer unas cuantas correcciones de estilo dijo: 'Si esto es contra el cabrón de Franco, firmo’".

La contundente frase, que demostraba la inquina personal que el dictador provocaba en el académico, recorrió los mentideros intelectuales antifranquistas. Y no debió ser una exageración interesada de López Salinas o Bardem, pues prácticamente igual (“Contra el cabrón de Franco, lo firmo todo”) se la refirió a Jorge Martínez Reverte para su libro sobre la huelga de 1962 el propio sobrino-nieto de Menéndez Pidal, Álvaro Galmés de Fuentes, filólogo y arabista, que es de suponer recibiera la anécdota directamente por vía familiar.

Pedro Laín Entralgo
La lista de los firmantes que seguían a Menéndez Pidal era impresionante, no sólo por la relevancia intelectual de quienes firmaban, sino por la jugada política que significaba la presencia de sus nombres suscribiendo el documento: Ramón Pérez de Ayala, Ignacio Aldecoa, José Bergamín, Camilo José Cela, Gabriel Celaya, Faustino Cordón, Fernando Chueca, José María Gil Robles, Teófilo Hernando, Manuel Jiménez Fernández, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren, Julián Marías, Manuel Millares, Antonio Quirós, Dionisio Ridruejo, Alfonso Sastre, Antonio Saura, José Suárez Carreño, Gonzalo Torrente Ballester, Dr. Vega Díaz, Luis Felipe Vivanco, Juan Antonio Zunzunegui y Antonio Buero Vallejo.

En total eran sólo veinticinco, muchos menos que en otros documentos anteriores, lo que, como se verá, no era una disminución de fuerzas, sino una táctica perfectamente pensada para aumentar el impacto del documento. La lista resume en sus nombres más significativos lo más destacado de la cultura española del momento, representada en lo que podríamos calificar como una triple transversalidad, generacional, cultural y política.

Entre los 25 firmantes los había que habían vivido los años de La República y la guerra ya de adultos, con parte de su obra intelectual realizada, y entre los que si bien se pueden encontrar republicanos (José Bergamín o el doctor Vega Díaz), predominan los de origen franquista, entre los que destaca la presencia nada menos que de José María Gil Robles, ex Presidente de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), ex Jefe de Gobierno durante el bienio negro de la República e instigador de la sublevación militar, democristiano y monárquico que había regresado a España tras un periodo de exilio voluntario en Portugal, declarado anticomunista que se encontraba en plena revisión de su propia biografía política.

La segunda generación representada era la de quienes siendo jóvenes en la guerra, y habiendo participado o no en ella, habían iniciado su obra ya en el franquismo, Laín, Ridruejo, Celaya o Cela, por ejemplo, a los que se juntaba  una tercera generación, la de los niños de la guerra, formados ya como artistas o intelectuales ya en la dictadura. A la transversalidad generacional se unía también la profesional. Entre los 25 firmantes había prácticamente de todo: profesores universitarios, científicos, investigadores, poetas, novelistas, dramaturgos, artistas plásticos e incluso un arquitecto, un médico y un abogado.

Gonzalo Torrente Ballester
Sin embargo, el mayor ejercicio de equilibro se encuentra en las distintas posiciones políticas que venían a representar aquellos 25 firmantes. Los había, como no podía ser de otra forma, comunistas, pero tan sólo cuatro eran militantes más o menos organizados (Celaya, Sastre, Cordón y Buero), a los que se podrían añadir otros tres que se movían en su círculo de influencia (Aldecoa, Millares, Saura). Los otros diecinueve firmantes variaban entre los simples liberales apolíticos, como el propio don Ramón, hasta los exfalangistas (Ridruejo, Laín, Torrente Ballester), viejos democristianos y monárquicos cedistas (Gil Robles y Jiménez Fernández), cristianos nuevos (Aranguren) y el cristiano viejo José Bergamín, el más rojo de todos los creyentes en Cristo, vuelto hacía poco del exilio y al que estos hechos acabarían por obligarle a volver a él. Faltaban los socialistas, pues el único que podría adscribirse a esa ideología, el doctor Francisco Vega Díaz, había sido director de Sanidad del Gobierno de la República hasta el final de la guerra y pertenecía al núcleo más íntimo de colaboradores de Juan Negrín, del que había sido alumno, por lo que no parece que en esos años se pudiera encontrar en muy buenas relaciones con el PSOE que desde Francia dirigía ya entonces Rodolfo Llopis, contrario por completo a cualquier roce político con los comunistas.

No queda constancia de que Fraga respondiera de ninguna de las maneras al requerimiento de intermediación de tan ilustres compañeros de intelectualidad, aunque es seguro que trasladó la carta a las instancias gubernamentales correspondientes, que como en otras ocasiones anteriores dieron la callada por respuesta. Lo que no se mienta no existe. En previsión, no obstante, de ese silencio administrativo, que por supuesto esperaban, los organizadores habían distribuido la carta entre las embajadas y los corresponsales de prensa extranjeros en Madrid, que dieron buena cuenta de ella en sus respectivos periódicos.

En unos momentos en los que el franquismo intentaba salir de una profunda crisis económica mediante el acercamiento a las grandes potencias capitalistas, cuando el mismísimo Eisenhower  había viajado ya hasta España para charlar de tú a tú con el Caudillo, el hecho de que 25 de sus más prestigiosos intelectuales vinieran a recordar a todo el mundo que en España no se respetaban las más simples libertades, moneda común en el resto de los países, debió caerle al régimen como un jarro de agua fría. Y más cuando los obreros asturianos estaban dando otra vez la lata y comenzaban a imitarles en el resto del país. Pero de todas formas sabían que la mala publicidad era un coste que tenían que pagar, y pensarían que si el tiempo había hecho olvidar sus simpatías con el nazismo, qué no sucedería con la opinión de aquellos cabezas de chorlito, marionetas del comunismo y la masonería internacionales. Solo tenían que cubrirse la cabeza con el gorro cuartelero y esperar a que pasara el chaparrón.

Lo que probablemente no esperaba la dictadura, porque era la primera vez que ocurría, es que 17 días después de la carta transcrita, otros 40 intelectuales iban a solidarizarse conlos 25 anteriores mediante un escrito que sería el primero de unos cuantos que le sucedieron y que mantuvieron el caso abierto e “in crescendo” durante lo que quedaba de mes. Podía parecer que ante la primera petición, los firmantes de la segunda se hubieran sentido impelidos, en una reflexión espontánea, a mostrar su solidaridad pública. Un aparente acto causa-efecto que en realidad no tenía nada de tal, pues, viendo lo ocurrido después, no puede deducirse sino que estaba pensado desde el principio como una táctica para prolongar la resonancia de la protesta. Nadie que yo sepa lo  ha explicado así, pero en lo que se sabe hay un hecho que lo indica claramente. Armando López Salinas ha explicado como recogió la firma de Ramón Menéndez Pidal para el primer documento, sin embargo él mismo no lo firmó, como hubiera hecho en anteriores ocasiones, y se reservó para suscribir el segundo, junto a la mayor parte de los artistas y escritores comunistas que no habían aparecido en el primero, pese a haberlo redactado, recogido las firma y difundido.

El breve texto de aquella primera reacción colectiva, dirigido a Menéndez Pidal, era una simple adhesión a las peticiones del primero, repitiendo su mensaje, aunque con menos circunloquios lingüísticos, y reivindicando, directamente y con ese nombre, “el derecho de huelga”. También pedían la puesta en libertad de los huelguistas que habían sufrido “detenciones y sanciones gubernativas”. En realidad eran sumamente suaves y diplomáticos, pues lo que se había desatado en las cuencas mineras y en otros lugares era una profunda y cruel represión, palizas y torturas incluidas, especialmente a partir de la declaración de Estado de Excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa el 5 de mayo, un día antes de la primera carta. Pero ese tema ya llegaría.

De izquierda a derecha: Gabriel Celaya, Carlos Muñiz, 
Alfonso Sastre, Mari Dapena, Jose María de Quinto y Eva Forest.
De momento, los 40 nuevos adheridos a las reivindicaciones iniciales ya no mostraban los equilibrios generacionales o ideológicos de los primeros 25 firmantes. La practica totalidad de ellos pertenecían a la nueva generación de los 50, eran muy mayoritariamente de izquierdas y antifranquistas declarados y, eso sí, practicaban las más distintas ramas de la cultura (teatro, plástica, cine, literatura, crítica…), con apenas firmantes procedente de la universidad. Dejo aquí la lista completa, porque no ocupa mucho y tiene cierto morbo saber cuáles de nuestros autores del momento andaban por estas cosas. No están todos los que eran, pero sí eran todos los que están.

Lucio Muñoz (pintor), Juan Manuel D. Caneja (pintor), J. Ramos Valdivielso (¿), Pedro Mozos (pintor), Martín Sáez (pintor), José Paredes Jardiel (pintor), José Caballero (pintor), Lauro Olmo (dramaturgo), Ricardo Doménech (crítico teatral), Carlos Muñiz (dramaturgo), Manuel Pilares (escritor), Ricardo Rodríguez Buded (dramaturgo), Alberto González Vergel (director teatral), José Monleón (crítico teatral), Luís Delgado Benavente (dramaturgo), Fernando Fernán Gómez (actor y escritor), Trino Martínez Trives (director teatral), Francisco Rabal (actor), Carlos Saura (director cinematgráfico), Carmen Martín Gaite (novelista), Carlos Barral (poeta y editor), J. M. Caballero Bonald (escritor), Armando López Salinas (novelista), Jesús López Pacheco (escritor), Juan Goytisolo (novelista), Amparo Gastón (poeta), Rafael Soto Vergés (poeta), Juan García Hortelano (novelista), Ángel González (poeta), Ángel Crespo (poeta), Gabino Alejandro Carriedo (poeta), José Luís Cano (poeta), Antonio Taylor (¿), Carlos Clarimón (novelista y publicista), Nino Quevedo (cineasta y escritor), Ramón Nieto (escritor), José María de Quinto (escritor), Leopoldo de Luís (poeta), Francisco Moreno Galván (pintor y poeta), José María Moreno Galván (critico de arte y flamencólogo).

Aquellas primeras adhesiones suponían el comienzo del importante efecto eco que iba a tener la carta inicial. Dos días después de la adhesión de los madrileños llegó la de los catalanes remachando el clavo. El texto era similar al anterior: libertad de información y derechos laborales, pero en este caso la carta incluía un reivindicación adicional que no deja de ser significativa:

“exponemos nuestra voluntad para una completa libertad cultural para las diversas minorías nacionales comprendidas dentro del Estado Español, de acuerdo con los principios de la UNESCO, de los cuales España es signataria.”

Salvador Espriu
Los firmantes del manifiesto catalán no eran cualquier cosa. Por el lado cuantitativo porque la carta llevaba nada menos que 120 firmas, prácticamente la nómina completa de la intelectualidad de Cataluña en aquellos momentos, tanto de los que se expresaban en castellano, en el caso de los escritores, como de quienes utilizaban el catalán en su obra. Cualitativamente, sus nombres representaban lo más valioso y respetado de la cultura catalana del siglo XX, dentro y fuera de Cataluña. Abundaban entre ellos los pertenecientes al mundo universitario, como el historiador Josep Benet, el filólogo Jordi Carbonell o los filósofos Josep M. Calsamiglia y Jordi Rubio i Balaguer, pero el peso de la solidaridad caía sobre artistas, escritores  y derivados. Literatos firmaban, entre muchos otros, Manuel de Pedrolo, Joaquín Molas, Ana María Matute, Gabriel Ferrater, Luís Goytisolo o Joan Fuster, a los que había que añadir los dedicados directamente a la lírica, que abundaban, y de renombre: Marià Manent, Francesc Vallverdú, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, José María Valverde, Joan Oliver (Pere Quart), J.V. Foix, Jaime Gil de Biedma y Salvador Espriu, el maestro poético del momento.

Los artistas plásticos tenían una presencia destacada (J. M. Subirachs, Rafols Casamada, Llorens Artigas, y Antoni Tapies estaban), y en medio de literatos y pintores, Joan Brossa. Había cineastas (Joaquín Jordá, Vicente Aranda, Romà Gubern), fotógrafos (Leopoldo Pomés, Francesc Català-Roca), críticos de arte o literatura (Alexandre Cirici Pellicer, José María Castellet), sacerdotes (José Jaén, Josep Dalmau) y hasta dos efímeros cantautores, el también periodista y novelista Josep María Espinàs y el librero y crítico cinematográfico Miquel Porter Moix, que ya andaban en el empeño de crear la Nova Canço Catalana.

A estas alturas la prensa internacional ofrecía casi a diario nuevas noticias sobre las huelgas asturianas y las protestas intelectuales correspondientes, informaciones que llegarían a colectivos intelectuales de distintos países y que darían lugar a sendas cartas de adhesión a los primeros firmantes llegadas desde México y Francia. 88 nombres de destacados exiliados españoles en México fueron, antes que los madrileños y catalanes, los primeros en expresar su adhesión al escrito encabezado por Menéndez Pidal. Solo algunos: León Felipe, José Giral, Pere Bosch Gimpera, Juan Rejano, Margarita Nelken, Wenceslao Roces, Mas Aub, Cipriano Rivas Cherif, Antonio Robles, Adolfo Sánchez Vázquez, Carlos Velo, Rodolfo Halffter, Ramos Xirau, Vicente Rojo…

Los exiliados no escribieron una carta a nadie ni pedían nada en ella, era más bien un comunicado que dieron a conocer el 16 de mayo, es decir, apenas 10 días después del primer manifiesto-carta, lo que, teniendo en cuenta la velocidad de transmisión de las noticias en la época, y más de noticias como esta, significa que se pusieron a la faena nada más enterarse de lo que estaba pasando. El texto, breve, no tenía, como digo, ningún carácter reivindicativo. Se trataba simplemente de la expresión colectiva de respeto y orgullo, de emoción, que aquellos intelectuales, artistas y políticos, que llevaban ya 23 años fuera de su tierra, sentían ante los mineros e intelectuales que con tal valor se enfrentaban con el dictador y con los que no podían por menos que identificarse íntimamente. A mi entender es un comunicado político con una fuerte corriente emotiva subterránea.

“Desde hace varias semanas se están produciendo en España importantes acontecimientos que no pueden dejar de llamar nuestra atención. Una gigantesca ola de huelgas se extiende por todo el país. Decenas de miles de obreros participan en ellas. Con esta viril actitud expresan la repulsa del pueblo español a las condiciones en que vive bajo la dictadura franquista, privado de las más elementales libertades y derechos humanos.  El documento suscrito por un grupo de eminentes intelectuales españoles, encabezado por el Presidente de la Academia Española de la Lengua, don Ramón Menéndez Pidal, denuncia clara y valerosamente el engaño en que se mantiene a la nación al ocultarle la verdadera situación del país.  Como intelectuales españoles emigrados en México, unidos ante todo por la misma preocupación por el destino de nuestra patria, saludamos con profunda emoción el ejemplo de la dignidad, unidad y sacrificio que están dando los obreros españoles, así como los intelectuales y estudiantes que, junto con ellos, pugnan por encauzar el país hacia el recobro de sus libertades y de su soberanía nacional.”


Jean Paul Sartre y Simone de Beavoir
La siguiente andanada, y última de esta primera batalla epistolar, llego disparada por más de un centenar de intelectuales y artistas franceses, todos ellos de relieve, el mismo día que los catalanes dispararon la suya. En ella firmaban, aportando su granito de arena, los dos matrimonios, o similares, de intelectuales más famosos no sólo de Francia. Los formados por Louis Aragón y Jean Paul Sartre con Elsa Triolet y Simone de Beavoir respectivamente. También estamparon su nombre nombres tan relumbrantes como los de André Bretón, Raymond Aron, Michel Butor, Claude Roy, Jean Cassou, Claude Couffon, Marguerite Duras, Michel Leiris, Christian Zervos, Robert Marrast o Piere Vilar. También dos españoles: Pablo Picasso y Fernando Arrabal. El documento es breve, pero revela la alta consideración y respeto que tantos intelectuales ante la España antifranquista y su aversión hacia la dictadura. Aunque no todos los firmantes, ni mucho menos, fueran comunistas, en su redacción estaba presente la impronta del partido, y no sólo porque entre quienes lo suscribían figurara Maurice Thorez, el histórico secretario general del PCF, ya muy enfermo del mal que le mataría dos años después. La insistencia en destacar el carácter unitario del manifiesto inicial así lo delataba:

“Las grandes huelgas de Asturias y del País Vasco tienen una profunda repercusión en España. Los estudiantes y profesores de Madrid y Barcelona se solidarizan con los huelguistas. La agitación se extiende a Portugal. Reina una profunda emoción en todo el mundo civilizado… Nacido en medio de la sangre, asentado sobre millares de asesinatos, de condenas y ejecuciones, es preciso que el régimen del general Franco sucumba sin nuevas matanzas y que la democracia renazca sin una nueva guerra civil. Actualmente circula un manifiesto por España, firmado por los hombres más representativos de todas las tendencias de la oposición: Menéndez Pidal, Pérez de Ayala, Gil Robles, Giménez Fernández, Laín Entralgo, Gabriel Celaya, Dionisio Ridruejo, etc. 
El hecho de que se haya llegado a este acuerdo demuestra que España puede reconquistar la libertad sin nuevos derramamientos de sangre.  Fundado en la fuerza, el régimen de Franco no capitulará por las buenas. Reprimirá brutalmente las huelgas e intentará romper por todos los medios el vasto movimiento de unión por la libertad. Franco cuenta con el apoyo de los medios internacionales, políticos, militares y financieros, que lo han sostenido y que, en muchas ocasiones, han contribuido así a cerrar las puertas de la prisión franquista sobre el pueblo español. Es preciso que no se repita esta ayuda para consolidar este régimen.
 Conscientes de la lucha del pueblo español por la paz del mundo y por la libertad de Europa, y teniendo presente la deuda que los demócratas de todos los países tenemos contraída con él, manifestamos nuestra completa solidaridad con todas las fuerzas en lucha por la libertad de España. Nos comprometemos a apoyarlos con todas nuestras fuerzas… Con esto creemos contribuir a librar a España y al mundo de un régimen nacido en la oleada fascista que estuvo a punto de dominar a Europa y que todavía queda como un bastión opresivo y amenazador.”


Atahualpa Yupanqui. Preguntitas sobre dios




Mujeres en la calle


No hay que pensar, no obstante, que la firma de cartas fue la única acción en solidaridad con los mineros en huelga que salió de las filas del mundo cultural español, sobre todo de la universidad, pero también de otros ámbitos cercanos.

Armando López Salinas
Según cuentan las crónicas, el 9 de mayo de 1962, recién estallada la huelga pues, un grupo de intelectuales catalanes y madrileños presentaron en una librería de Barcelona la revista "Siega", publicación semi-legal (o semi-clandestina, según se mire) que editaban los estudiantes de la Facultad de Económicas que unos años después constituirían el Sindicato Democrático de Estudiantes. El acto era importante y se movía en el ámbito político del PCE y el PSC, partidos hermanos en España y Cataluña a los que pertenecían, como simpatizantes o como militantes directos, toda la nómina de presentadores, que fue extensa. La representación catalana tras el estrado era importante, todo poetas o casi: Joan Oliver (Pere Quart), José M. Castellet, Francesc Vallverdú, Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. De Madrid habían llegado Alfonso Sastre, Gabriel Celaya, Jesús López Pacheco, Armando López Salinas y Antonio Ferres, prácticamente la plana mayor de la intelectualidad comunista madrileña. Aunque la huelga había comenzado apenas hacía dos semanas, la lumbre se había corrido ya por España entera, como bien señalaría luego Chicho en su canción, y el tema salió a relucir en el coloquio con el consiguiente aumento de temperatura en la sala, que acabó estallando en una espontánea manifestación callejera de los asistentes, intelectuales y estudiantes, al canto de “Asturias, Patria querida”. Quién les iba a decir a ellos que aquella canción, entonces prácticamente un canto de borrachos, pero que les servía de seña de identificación con los asturianos, se iba a convertir en el himno oficial del Principado.

Aquella inicial confluencia intelectual-universitaria pudo ser, tampoco lo he estudiado con precisión, la primera de las numerosas manifestaciones en solidaridad con los huelguistas que tuvieron lugar en los meses siguientes, sobre todo en Barcelona y Madrid, pero también en otros centros. En ellas fueron detenidos casi dos centenares de estudiantes, entre los que se encontraban algunos al borde de formar parte de la intelectualidad del momento, como Manuel Vázquez Montalbán, ya entonces un alevín de periodista a punto de publicar su primer libre, escrito en prisión, el luego crítico literario Salvador Clotas, el historiador Jaume Sobrequés o Lourdes Ortíz, posteriormente dramaturga y novelista y por aquel entonces ya responsable de la organización comunista en la Universidad de Madrid, o a punto de serlo. 

Gloria Ros
Pero aún teniendo importancia estas manifestaciones estudiantiles, entiendo que si alguna de las movilizaciones en la calle de aquellos días tuvo una significación histórica es la que protagonización alrededor de cien mujeres madrileñas, relacionadas por vía familiar con el mundo de  la cultura o intelectuales, licenciadas y escritoras ellas mismas. Según figura en alguna parte, las promotoras de la acción habrían sido concretamente Gabriela Sánchez Mázas (hermana de Chicho Sánchez Ferlosio y pareja de Javier Pradera), Ana Guardione (pareja de Chicho), Carola Torres (pareja de José María Moreno Galván) y Eva Forest (pareja de Alfonso Sastre), todas ellas en el entorno del PCE. Llama la atención la inclusión en este grupo de conspiradoras iniciales, tan notoriamente comunistas, de Gloria Ros, casada con Dionisio Ridruejo, cuyo marido andaba entonces con los tiras y aflojas políticos que conoceremos.

Es de imaginar la transmisión de la convocatoria por medio de innumerables charlas de café y llamadas telefónicas: “A las 12 del día de San Isidro en La Puerta del Sol. Pásalo”. Pese a la precariedad de los medios y la falta de experiencia de aquellas intelectuales madrileñas en lides semejantes, la convocatoria funcionó, si bien el desarrollo parece ser que fue bastante frustrante y un tanto chusco. Allí estaban, en La Puerta del Sol, al medio día del martes 15 de mayo, festividad de San Isidro, patrón de la ciudad, aquel casi un centenar de mujeres, entre las que se encontraban la novelista Dolores Medio, la poeta Concha Lagos, la escritora Concha Fernández Luna, la luego editora Felicidad Orquín o Josefina Aldecoa, que aún no era la reconocida novelista que sería luego, sino tan sólo “la mujer de Ignacio Aldecoa”. En el mismo apartado de “mujeres de” se podría incluir a un buen número de convocantes, desde Amparo Gastón (pareja de Gabriel Celaya) o Teresa Bergamín (hija de José Bergamín) a  Isabel Hierro (hermana de José Hierro), Pepa Ramis (casada con José Manuel Caballero Bonald) o María Luisa Romero (esposa de José María de Quinto), además de la totalidad de las convocantes iniciales. Igualmente estaban entre las manifestantes Dulcinea Bellido, Carmen Rodríguez y Natalia Calamai, casadas, respectivamente con los dirigentes comunistas Luis Lucio Lobato y Simon Sánchez Montero y el joven abogado del Felipe Nicolás Sartorius, los tres entonces en la cárcel.

Incluso hay quien citó entre las manifestantes --El Socialista de aquel mes, por ejemplo-- a las actrices Nuria Espert y Aurora Bautista, posibilidad creíble pues las dos se movían en los mismos círculos culturales, políticos y amistosos. Conviene recordar que esta última, que había sido un auténtico icono del cine imperial franquista, ya había rodado en 1959 “Sonatas” con Juan Antonio Bardem, que alguna conversación concienciadora debió tener con ella, y que estaba a punto de convertirse en un rostro señero del nuevo cine español cuando dos años después protagonizada “La tía Tula”, versión de Miguel Picazo de la novela de Unamuno.

Isabel Álvarez de Toledo
No obstante, la presencia más llamativa en aquella concentración femenina debió ser la de Isabel Álvarez de Toledo, XXI duquesa de Medina Sidonia, XVII marquesa de Villafranca del Bierzo, XVIII marquesa de los Vélez, XXV condesa de Niebla y tres veces Grande de España. Era mucho título para un alboroto callejero. Sin embargo, a quienes la conocían no debió resultarles extraño, sino al contrario, coherente, la presencia en aquella cita de tan aristocrática joven, que tenía entonces 27 años y era de carácter levantisco y dada a la literatura, como probaría unos años después con la publicación en la editorial comunista parisina Ebro su novela “La huelga”, en la que apuntaba los dardos contra los terratenientes andaluces, su propia clase, a la que acabaría regresando con el tiempo.

El poeta y novelista José Manuel Caballero Bonald asistió a lo sucedido aquel día en compañía de otros compañeros de profesión, como Fernando Baeza, Gabriel Celaya o Angelino Fons, movidos por la solidaridad con sus mujeres manifestantes y, claro está, con los mineros; aunque si se escarbara, también sería posible encontrar algún rastro de proteccionismo masculino muy de la época. Casi cuarenta años después el poeta y novelista rememoró en sus memorias[11] lo que vieron sus ojos aquel día, dándole al recuerdo el toque de irónico distanciamiento que permite el paso del tiempo:

“Al  hilo de los acontecimientos se organizó una manifestación de mujeres en la Puerta del Sol, con ánimo de reiterar públicamente la protesta contra esas últimas vejaciones calificadas por Fraga de ‘tomadura de pelo’. Parece ser que aquella movilización femenina estuvo mal planteada desde un principio, pues a poco de iniciarse o una ver articulado un grupo de cierta apreciable consistencia. Pudimos comprobar que había más policías que manifestantes. Tampoco es que se hubieran congregado muchas mujeres, pero, aun dando por supuesto esa posibilidad, la abundancia de peatones que transitaban a aquellas horas por la Puerta del Sol habría impedido realmente que se hicieran notad demasiado. No se produjo ninguna violencia ni las dispersó ninguna carga policial. Simplemente fueron detenidas por grupos y conducidas a las terribles dependencias de la Dirección General de Seguridad. Me cuesta trabajo entender cómo aquellos agentes de la brigada político-social actuaron con tan metódica pericia, identificando entre los transeúntes, sin otra ayuda que la del olfato de sabueso, a todos los que habían acudido a aquel conato de manifestación. ¿Cómo se enteraron de la furtiva convocatoria y a través de qué astutas estrategias fueron reconociendo y neutralizando a la mujeres? Me inclino a creer que esos agentes pertenecían a una brigada selecta adiestrada en la sutil especialidad de detectar la presencia de antifranquistas. Sin duda que el sistema policiaco de la dictadura podría ser acusado de todas clases de tropelías, pero en ningún caso de inoperancia.”

El recuerdo traicionó a Caballero Bonald en la ubicación cronológica exacta de la manifestación, qué el sitúa después de la carta de Fraga, la de la “tomadura de pelo”, correspondiente a las huelgas y los manifiestos de octubre de 1963, cuando la concentración femenina en La Puerta del Sol, tuvo lugar más de un año antes, en mayo de 1962. Tiene razón, en cambio, al destacar la eficacia represora de la Brigada político-social, de negro recuerdo para todos los rojos de la época. Lo que causa extrañeza es que es el escritor se extrañe de ello, pues contaban la social, y él lo sabía, con numerosos instrumentos para enterarse de lo que iba a pasar antes de que sucediera, y más aún en un medio como el cultural madrileño, tan pequeño y tan dado al cotilleo personal y político, en el que una convocatoria así debía resultar casi pública. Todas las manifestantes eran conocidas como desafectas al régimen, cuyos maridos y familiares habían sido detenidos con anterioridad y cuya vida era minuciosamente escrutada con los seguimientos, las vigilancias, las escuchas telefónicas o, sobre todo, con los variados confidentes policiales que merodeaban entre las mesas, se sentaban en tertulias o charlaban en la barra y comunicaban a sus jefes todo lo que escuchaban.

Caballero Bonald, Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma
El mismo Caballero Bonald rememoraría a posteriori aquellas conspiraciones, recuerdo que reproduzco, porque creo que puede contribuir a entender el ambiente en el que se desarrollaban las conspiraciones político-culturales de esos años (En otros terrenos, como el obrero, la precaución era mucho mayor), a más de dejar claro que, en aquel ambiente, nada podía quedar oculto al ojo del policía, “abierto de noche y día”, como cantaría años después Adolfo Celdrán con verso de Nicolás Guillén:

“Nos reuníamos sin ninguna regularidad en casa de Carmina Labra, de Gabriel Celaya o en la mía propia, y trabamos de convencernos de que ahí mismo se estaba gestando la inminente caída del imperio franquista. También se celebraban sigilosas reuniones en iglesias de barrio, cuyos párrocos prestaban con gusto sus instalaciones y para las que me visaba siembre Natalia Calamai, la mujer de Nicolás Sartorius, una activista con mucho encanto. Pero la más movida de esas sesiones tenía lugar en el ya desaparecido café Pelayo –que debía su nombre  la calle donde estaba: la de Menéndez Pelayo, cerca de Alcalá--, con asistencia incluso de un policía que había ido adquiriendo cierta furtiva confianza con la clientela y saludaba familiarmente a algunos de los conspirados habituales. Pero al café Pelayo yo no acudí sino en su última etapa y muy de vez en cuando, a poco de volver a Colombia. La asistencia a estos conciliábulos era muy variable: había militantes comunistas, que eran los más –aunque las células solapaban a veces su identificación--, emisarios extranjeros de paso y diversas especies de conjurados por libre: Ángel González, García Hortelano, Alfonso Grosso, Antonio Ferres, López Salinas, Javier Alfaya, Alfonso Sastre, Juan Eduardo Zúñiga, Eduardo García Rico, Felicidad Orquín, José Esteban, Isaac Montero, María Amposta –entonces mujer de Pericas y luego de García Hortelano—Jesús López Pacheco, Martínez Menchén, Ricardo Zamorano… Si no se planteaban estrategias políticas de despegue inmediato, podían ocurrir cosas muy peregrinas. Quiero decir que la simple sospecha de estar representando el papel de hombres de poca fe o de ilusos declarados, propagaba entre los asistentes la tentación de los remedios etílicos.”

Amparo Gastón, Sabina de la Cruz, Blas de Otero
y Gabriel Celaya
Como se puede ver apenas había presencia femenina entre los conjurados, aunque probablemente sería más adecuado decir que lo que no había era conciencia masculina de la presencia femenina en aquellas conjuras antifranquistas de, al parecer, tan frecuente conclusión alcohólica. Por el contrario, y según sabemos por el propio testimonio de muchas de ellas, las mujeres, fuera en su condición de intelectuales o “esposas”, siempre estuvieron presentes en aquellas reuniones, en casas clandestinas o bares públicos, sobrias o con tres copas de más, participando y organizando las batallas correspondientes, aunque ante las luces de los focos, los de entonces y los de ahora, quienes aparecieran fueran sus mucho más conocidos maridos. Tal vez es que política, como el coñac Soberano, era cosa de hombres. Precisamente por romper con esa concepción de la política como un territorio en el que también las mujeres estaban subordinadas a los hombres, sin presencia propia, es por lo que me parece históricamente importante aquella manifestación, que sólo ellas pensaron, convocaron, intentaron llevar a cabo y pagaron.

No cabe duda de la valentía del gesto de aquellas mujeres, buena parte de las cuales pasaron tras su detención las preceptivas 72 horas en los calabozos de la DGS, apenas a unos metros de dónde habían intentado manifestarse, y terminaron enfrentándose a multas gubernativas, al parecer de entre 5.000 y 25.000 pesetas, que algunas decidieron no satisfacer, pagando su importe con meses de presidio. Igualmente fueron detenidos y multados los maridos mirones, pese a que su única actuación ilícita había sido la de mirar. También fue, todo sea dicho, una acción un tanto ingenua, fruto de la inexperiencia generalizada en aquella época en organizar manifestaciones previamente convocadas, que no fueran resultado de un estallido de rabia más o menos espontánea, sobre todo en el mundo universitario. Pero su gesto tuvo, creo yo, una dimensión que sobrepasa la de la simple acción coyuntural fechada en el tiempo.

Aquel conato de manifestación del día de San Isidro fue la primera vez desde la victoria franquista que un numeroso grupo de mujeres expresaban públicamente su propia identidad política, independiente de la que pudieran tener sus familiares masculinos, maridos, hermanos o primos, o sus colegas de profesión, por mucho que las apoyaran y por mucho que las reivindicaciones planteadas tuvieran poco que ver con su condición femenina. Además, la concentración fue el germen del primer movimiento organizado de mujeres nacido en la España de la segunda mitad del siglo pasado.

Carmen Rodríguez y Simón Sánchez Montero
Tras la manifestación, y tras salir las protagonistas de los calabozos de la DGS, La dirección del PCE convocó a algunas de ellas, el núcleo de militantes que había participado en su organización, a una reunión que tuvo lugar en la vivienda que Ana Guardione y Chicho Sánchez Ferlosio compartían en la madrileña Colonia del Viso, aunque el incipiente cantautor se encontraba en esos momentos cumpliendo en El Sahara su servicio militar obligatorio. Aparte de la anfitriona, estuvieron allí Carola Torres, Gabriela Sánchez Ferlosio, Josefina Arrillaga, Felicidad Orquín, Carmen Rodríguez y Dulcinea Bellido, todas ellas conocidas ya del lector. 

Por parte del PCE acudieron sus dos máximos responsables madrileños en aquel momento: Francisco Romero Marín, héroe guerrillero en la URSS y ex responsable de los pasos clandestinos en la frontera francesa, cuya firmeza le valdría posteriormente el sobrenombre de “el tanque”, y Julián Grimau, a sólo seis meses de su detención. Concorde con la política de reconciliación nacional y de acoso colectivo a la dictadura, la pretensión de la dirección comunista era fomentar una asociación de mujeres, que incluyera a militantes, mujeres de presos e intelectuales femeninas procedentes de todas las áreas antifranquistas para luchar, básicamente, por la amnistía de los encarcelados, un objetivo parcial y limitado, pero de gran relevancia en aquellos años en que las cárceles franquistas se habían vuelto a llenar de nuevas generaciones de presos procedentes de las luchas obreras y universitarias.

Fruto de aquella reunión inicial, iría surgiendo lo que un año después apareció públicamente como Movimiento Democrático de Mujeres. No era todavía la irrupción del feminismo en España, pero sí el primer paso en la organización independiente de las mujeres, que aunque todavía centrada en causas subsidiarias de las masculinas, como la amnistía o la solidaridad, acabaría desembocando, años después y tras muchas peripecias evolutivas, en el movimiento feminista actual.


Victor Jara. La hierba de los caminos




Recuperando fuerzas


A principios de junio de 1962, tras ocho semanas de huelga, los mineros volvieron a sus pozos. Consideraban un éxito la movilización, al menos parcial, pues se  habían logrado una buena parte de las mejoras salariales y laborales que exigían, aunque les quedara un regusto amargo por el encarcelamiento de 12 huelguistas, que cumplieron pequeñas condenas, y la deportación de otros 125, compañeros que no podían ser olvidados. El régimen se debió sentir igualmente aliviado con la vuelta de los mineros a los pozos, una vuelta que pensaban terminaría con la grave campaña de desprestigio que estaban sufriendo en el exterior, por mucho que hubieran debido ceder a las reivindicaciones laborales y, sobre todo, por mucho que su sindicato oficial, el famoso Vertical, hubiera perdido cualquier clase de influencia que hasta el momento hubiera podido ejercer en las cuencas mineras.

Pero el fin de aquella “Huelga de Primavera” no supuso la tranquilidad laboral en Asturias, en la que continuaron los pequeños paros casi permanentes en los siguientes meses. Al fin y al cabo, aún conseguidas algunas mejoras, aún quedaban compañeros en la cárcel o en el destierro. Según un informe policial de la época, en esos dos meses primaverales de 1962 habían sido detenidos en Asturias un total de 356 trabajadores (264 por incitación a la huelga, 19 por el plante de Baltasara, 65 por militancia comunista, 5 por pertenecer al FLP y 4 por la distribución de propaganda socialista), de los que 28 aún permanecían encarcelados a mediados de junio. Ya en agosto de aquel mismo año tuvo lugar un nuevo paro de considerables proporciones. La chispa que desató el fuego fue el intento de despido de un picador del Pozo Venturo, de Duro Felguera, llamado César Rodríguez y militante comunista. Aunque el paro no alcanzó las proporciones del de primavera, aquel verano pararon en Asturias más de 20.000 mineros, que venían a avisar que las cuentas aún no estaban saldadas. La nueva huelga saltaría en el verano de 1963, entre julio y septiembre, y aunque no tendría el enorme seguimiento de la primera, alcanzó tintes aún más dramáticos, especialmente en la durísima represión que desató.

Los firmantes de las cartas de solidaridad consecuentes, por su parte, regresaron en ese intermedio a sus libros o cuadros, aunque sin desconectarse de lo que seguía sucediendo en Asturias. Al menos así lo intentó el PCE, del que consta que aquel verano de 1962, entre otras acciones y solidaridades, reunió nada menos que en Helsinki a un cierto número de intelectuales para que un minero, que había tenido que salir de España para no ser detenido, les contara lo que había pasado. Algunos asistentes habían llegado desde España, como era el caso del crítico de arte Vicente Aguilera Cerni, la directora y escritora teatral María Aurelia Capmany, el novelista Antonio Ferres o la entonces aún sin editar novelista Eva Forest, casada con Alfonso Sastre. Otros eran figuras universales de la literatura, tres de los cuales ganarían el Premio Nobel en el futuro: el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el chileno Pablo Neruda y el francés Jean Paul Sartre. También asistieron el cubano Nicolás Guillén y el soviético Ilya Ehrenburg.

Quién debía informar a tan alto plantel intelectual, que no consta si se sintió intimidado por el renombre de los que se sentaban frente a él, había trabajado en la siderurgia de Mieres, tenía tan sólo 26 años y para entonces ya conocía con detalle las cárceles franquistas. Su nombre llegaría a alcanzar una dimensión casi mítica en la historia del sindicalismo democrático español del siglo XX. Se llamaba Manuel Álvarez Ferrera, aunque era más conocido por su sobrenombre de “Lito”, o, en referencia al pueblo asturiano en el que había nacido “Lito el de la Rebollá”. Con apenas 15 años ya trabajaba, y más o menos a esa edad comenzó a militar en la Juventud Obrera Cristiana, participando en luchas reivindicativas que le llevaron varias veces al despido, siempre con readmisión posterior. Sus creencias religiosas, de las que no renegaría nunca, no le impidieron ingresar con 19 años en el PCE, edad a la que fue detenido por primera vez, iniciando un calvario de sucesivos encarcelamientos.

Manuel Álvarez "Lito"
Según el propio Lito explicaría posteriormente, la cárcel había sido su verdadera escuela, pues en ella descubrió el amor por la cultura y el conocimiento, que le despertaría un voraz apetito cultural y le convertiría en el intermediario ideal entre el mundo obrero y el intelectual. Labor que desempeño durante sus años de exilio en representación de Comisiones Obreras, de las que era uno de los fundadores y a las que perteneció hasta su fallecimiento en 2013, por mucho que en los últimos años criticara su creciente burocratización y sus carencias reivindicativas. Durante aquellas huelgas de primavera, Lito era ya un hombre marcado, que había tenido que pasar a la clandestinidad y que perseguido noche y día tuvo que exiliarse para evitar la detención, que en este caso le hubiera valido, dada su reincidencia y su implicación dirigente en los paros, largos años de cárcel.
                                                                                                  
Manuel Álvarez Ferrera regresó legal a España en 1967, continuando su militancia política y sindical. Cuando ya en la democracia el Gobierno le ofreció 690.000 pesetas como “indemnización por la represión sufrida durante el franquismo” las rechazó con un argumento inapelable: "No quiero el dinero. Me vale con una plaquina en La Rebollada, que si quieren se la hago yo, en la que se reconozca lo que luchamos por la clase obrera cuatro amigos y yo". Ese era el joven que aquel día de verano se reunió en Helsinki con tal plantel de lumbreras intelectuales (dicho sea sin el menor ánimo peyorativo) para contarles que en España se seguía luchando, y se luchaba duro.  Intimidado no, a mí me hubiera acojonado. 



Tapio Heinonen (Finlandia) “Canción para Julián Grimau”





El largo y cálido verano del 63


No se sabe muy bien cómo se produjo la primera chispa de la rebelión de los intelectuales ante lo que estaba sucediendo en Asturias durante el verano de 1963. Una nueva huelga minera de gran magnitud, que continuaba la de hacía un año, y ante cuya brutal represión reaccionaron los profesores, artistas, creadores y otros individuos de turbio pensar. Fue una huelga enmarcada en dos sucesos trágicos, en los que no vamos a insistir, pues nos apartarían del tema, pero que no se puede menos que dejar consignados. El 20 de abril de ese mismo año había sido fusilado, tras las correspondientes torturas, incluido tirarle desde una ventana, el dirigente comunista Julián Grimau, el último ejecutado por sucesos supuestamente ocurridos en la guerra civil. El 18 de agosto, en medio de las huelgas, el verdugo ejecutó a garrote vil a los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado, condenados por la colocación de sendas bombas en dos organismos oficiales, acción en la que, como se demostró posteriormente, no habían participado. En ambos casos tuvo lugar una fuerte campaña internacional para evitar su muerte, y dentro de España varios intelectuales, entre ellos Menéndez Pidal, realizaron gestiones en el mismo sentido, aunque, por razones que desconozco, esa solidaridad no se expresó en ningún documento colectivo.  

Siguiendo con nuestra historia, según algunos estudiosos de aquellos agitados años (Gregorio Morán, por ejemplo, en su “El cura y los mandarines[12]), habría sido el crítico de arte José María Moreno Galván el primero en llevar a Madrid las noticias sobre la represión que se estaba produciendo, que habría conocido en un viaje a Asturias por medio de amigos comunistas, como él mismo, entre los que estaba el pintor Eduardo Úrculo, residente en Oviedo y con el que mantenía una estrecha relación. Para otros (Fernando Jáuregui y Pedro Vega, “Crónica del antifranquismo”)[13], también el poeta Jesús López Pacheco habría visitado ese verano Asturias, trasladando luego a sus camaradas lo que allí había visto y oído. No dejaron testimonio directo de ello, así que lo meteremos entre lo posible, que también pudo ser la confluencia de varios testimonios paralelos. Quién sí recordó posteriormente en un artículo publicado en el diario Gara su participación en aquellos inicios sería el dramaturgo Alfonso Sastre: 

“Se celebraba en Gijón un encuentro sobre teatro y yo asistía invitado a él por colegas míos cuando me asaltó el duro y a la par estimulante relato de lo que estaba sucediendo en las minas y en las comisarías: las huelgas en aquellas y las torturas en estas, siendo lo más impresionante para mí que una mujer, con lágrimas en los ojos, dijo la siguiente frase, que contenía un infinito reproche: «¡Asturias está sola!». Hablando entonces muy inquieto con amigos asturianos (y ya no de teatro), pude hacerlo con mi buen amigo el pintor Eduardo Úrculo, que conocía bien el estado de las cosas, y que me prometió enviarme a Madrid unos datos concretos sobre algunos casos de torturas a los mineros y a sus mujeres, que los apoyaban en su lucha. Efectivamente, vuelto a Madrid, recibí una lista que di a conocer a mis amigos comunistas con la propuesta de hacer una denuncia de aquella situación de sufrimiento y de gran pasión por la verdad y la justicia; y propuse el arranque de una acción de protesta intelectual pública.”

Que conste así para esta historia, aunque al final de igual cómo se produjo el primer impulso que llevó a la acción. En realidad, no deja de extrañar que la noticia llegara de manera tan casual a los comunistas madrileños, que recibían regularmente la información partidista, a través de la cual bien podían conocer ya lo que estaba sucediendo en Asturias. Máxime cuando entre ellos estaba en lugar destacado Armando López Salinas, que a más de novelista era corresponsal clandestino de Radio España Independiente, emisora que hizo un esforzado seguimiento de la huelga desde el principio y de Mundo Obrero, que aunque con mayor tardanza también realizó un auténtico despliegue informativo. Precisamente a través de sus ondas Santiago Carillo había ofrecido una alocución el 19 de septiembre en la que, tras un análisis exhaustivo, como entonces eran todos los análisis, de las razones políticas de la huelga, realizaba un llamamiento directo a su implicación:

“También los intelectuales y los estudiantes deben hacer sentir su solidaridad y su apoyo a los mineros, por todas las formas a su alcance, sin pérdida de tiempo. La lucha de los mineros es su propia lucha.”

José María Moreno Galván
La casa de Alfonso Sastre y Eva Forest se convirtió de nuevo en el principal centro operativo. En ella se reunieron a mediados de febrero los integrantes de la organización de intelectuales del Partido, o al menos los más activos e implicados en el tema. He leído por ahí que entre los reunidos figuraban, aparte de los titulares del piso, Armando López Salinas, José María Moreno Galván, Ricardo Domenech, José María de Quinto y Ricardo Zamorano, aunque también debían estar Jesús López Pacheco y Juan García Hortelano, que según Sastre sería el redactor del texto de la carta. Desde Asturias, donde vivían, habían bajado a la reunión Eduardo Úrculo y el periodista Eduardo García Rico, que les comunicaron las últimas y preocupantes noticias. Los dos asturianos hablaron de detenciones a diestro y siniestro, palizas, simulacros de fusilamiento, torturas, cortes de pelo a las mujeres más rebeldes, maltrato a alguna embarazada e incluso de un asesinado por la Guardia Civil. Cuando la carta se mando al ministerio el 30 de septiembre, todo ello estaba en la denuincia, con nombres y apellidos, fechas, y circunstancias, incluida la identificación de los autores de tales barbaridades.


La inclusión de todos estos datos hizo que la carta resultante tuviera un significado político muy distinto a otras anteriores. Ya no se trataba de reclamar un derecho más o menos generalizado en toda Europa, fuera la libertad de expresión, la sindical o la amnistía para presos o exiliados. Aún presentada como una demanda de información, la denuncia de represiones, palizas y torturas concretas constituía en esta ocasión un enfrentamiento directo con el régimen, sin paliativos, que no dejaba lugar a la ambigüedad. O se estaba con las torturas o contra ellas, o al lado de la dictadura o frente a ella.




Tal vez por ese motivo la composición política de los firmantes fuera distinta a la de otras ocasiones. El número de pertenecientes a la oposición liberal o de viejas afinidades con el franquismo era muy inferior, pudiendo asimilarse a tales categorías tan sólo los nombres de Pedro Laín Entralgo, Valentín Andrés Álvarez, Paulino Garagorri y José Luis López Aranguren. El resto, hasta los 102 que finalmente suscribieron el documento, eran en su gran mayoría declaradamente antifranquistas y de izquierdas, incluidos los directamente militantes o simpatizantes del Partido, que constituían una buena cantidad.



Un par de circunstancias vinieron a complicar la situación y a prolongar el conflicto de manera no prevista, pero sin duda bien recibida por los promotores del documento. La primera estuvo relacionada con la elección de la persona cuya firma debía encabezar el documento. Dejamos de nuevo la palabra a Alfonso Sastre:

“Yo no me había atrevido hasta entonces a proponerle su firma a nuestro grande y admirado amigo José Bergamín, porque, recientemente regresado de su exilio, no quería ponerlo en aquel trance, pero, ya con firmas ilustres en el bolsillo, nos decidimos a visitarle para hablarle del tema, y ocurrió lo que era de temer (y también que desear): que a mi propuesta de que leyera la carta antes de tomar una decisión sobre ella, contestó con las siguientes firmes palabras: «Desde luego voy a leerla, pero antes decidme dónde debo firmar». El azar se presentó entonces también, pero ahora negativamente, en las siguientes palabras de nuestro acompañante el novelista Ángel María de Lera, que le dijo señalándole el primer lugar de las firmas: «Usted aquí, maestro». Así lo hizo él sin dudarlo un instante y de esa manera se puso en su contra una grave persecución en los medios, en los que se le acusaba de estar siempre vendido al «oro de Moscú» -poco menos que de ser un agente pagado por el Kremlin-, lo que lo obligaría a refugiarse en una Embajada y a tomar secretamente un avión en Barajas, protegido por dos funcionarios, hacia su segundo exilio.”

José Bergamín
Efectivamente, quizás fue un error colocar encabezando las firmas a Bergamín, el políticamente más débil y expuesto de todos ellos y que desde su regreso no había dejado de recibir denuestos de la presa del régimen, en lugar de poner en su lugar a Vicente Aleixandre, por ejemplo, también firmante de total fidelidad e inatacable para el régimen. Sobre todo resultó negativo para el poeta católico-comunista, que se convirtió en el primer objetivo a abatir, lo que le costó, como Sastre ha dejado claro, su expulsión de España por orden directa del propio Ministro de Información y Turismo, que le condujo a un segundo exilio que duraría hasta 1970.  Políticamente, sin embargo, aquel error, como hemos visto casi casual, provocó un enfrentamiento con el régimen y una difusión internacional de la situación española que ahondaba el desprestigio del régimen en el mundo.

Chicho Sánchez Ferlosio. Fuego de los altos hornos




El factor Fraga

Parafraseando la vieja canción del cubano Carlos Puebla, se acabó la diversión, llegó el ministro y mando a parar. El señor ministro en cuestión era Manuel Fraga Iribarne, el mismo destinatario de la carta del año anterior, solo que los reclamantes ya no se dirigían a él como a un colega catedrático que podía ejercer de intermediario, sino como a la máxima autoridad de la política cultural e informativa del régimen que era desde su nombramiento ministerial apenas hacía tres meses. Una autoridad a la que se exigían explicaciones. Desde su nuevo cargo, Fraga decidió no permanecer en silencio, como había hecho en la anterior ocasión, sino pasar al ataque contra sus atacantes publicando en la prensa oficial el documento y la lista completa de firmantes (encabezada por Aleixandre) y contestándolo con un escrito propio sin posibilidad de réplica. O eso debió pensar él.

En un artículo publicado en septiembre en Mundo Obrero, Fernando Claudín, se preguntaba por las razones de esta decisión de Fraga:

“¿Imposibilidad de silenciar una denuncia, respaldada por los más representativos intelectuales españoles, que había llegado a manos de los corresponsales de prensa extranjera? ¿Expresión de las contradicciones en el seno del Gobierno, entre los ‘duros’, los que han ordenado la represión contra los mineros, (…) y los ‘liberalizadores’, los que estiman que semejantes métodos no facilitan a las clases dominantes la solución del ya por sí difícil problema de la ‘sucesión’?”
  
Siguiendo la lógica partidista, Claudín destacaba la repercusión internacional del posicionamiento antifranquista de los intelectuales y lo utilizaba para intentar socavar la unidad de la dictadura abriendo brecha entre sus diversos, y ya enfrentados, sectores. Era cierto que en el régimen se estaba produciendo un corrimiento de fuerzas que acabó por arrumbar lo que quedaba en el gobierno de falangista, sustituyendo el Caudillo a sus antiguos camaradas por jóvenes tecnócratas opusdeístas, liberales y europeístas en lo económico pero tan aficionados al palo y tentetieso como los viejos carcamales fascistas a los que sustituían. Un buen ejemplo es el propio Fraga Iribarne, considerado un “liberalizador” antes de llegar al ministerio, consideración que perdió en cuanto pisó moqueta ministerial y actuó como lo hizo, en este caso y en otros muchos más.

Personalmente, y no sin especular, creo que una buena parte de lo ocurrido entonces bien puede achacarse a rasgos de carácter propios que Manuel Fraga Iribarne, que dejaría patentes, e incluso haría gala de ellos, en su larguísima carrera política posterior. Básicamente su acendrado anticomunismo, su demostrada soberbia personal e intelectual y, muy especialmente, su incapacidad genética para recibir cualquier crítica sin contraatacar. El 1 de octubre recibió la carta, y tan sólo dos días después se público en la prensa franquista, íntegra y con las firmas completas (curiosamente en Mundo Obrero no se daría a conocer hasta pasada más de una semana). Completaba la publicación una carta personal del mismo ministro negando lo afirmado por los firmantes, aunque, curiosamente, no se la dirigió al conjunto de ellos, sino directamente a Bergamín, contra el que lanzaba un profundo e insidioso ataque político que no dejaba de tener tintes amenazantes, sobre todo a la luz de la expulsión posterior del poeta.

En el largo texto, cinco folios de escritura apretada, al que el ministro aseguraba que venía obligado por “mi profundo respeto a la función intelectual”, Fraga arremetía en primer lugar contra los abajofirmantes habituales, sin citar a ninguno,  a los que acusaba de estar al servicio del comunismo y sus conspiraciones políticas, por el que eran utilizados, “voluntaria o involuntariamente” convirtiéndose así en “meros peones en el tablero”.

Tras esta valoración general de la maldad del comunismo y la estupidez de los intelectuales que les seguían, Fraga entraba a degüello contra Bergamín, al que acusaba, no sólo de filocomunista, sino, para mostrar sus inmensos conocimientos políticos, de filoestalinista. Para demostrarlo, y en un gesto de soberbia intelectual inabarcable, se permitía adjuntar a la carta, por si su propio autor lo había olvidado, el prólogo que Bergamín había escrito en 1938 para el libro, aunque más exacto sería llamarle libelo, "Espionaje en España" de Max Rieger (Ediciones "Unidad", Madrid Barcelona 1938), en realidad un seudónimo nunca desvelado posteriormente, que abordaba los llamados “sucesos de mayo” de 1937 en Barcelona.

Aquel mismo mes y año la capital catalana había sido escenario durante cinco días de una intenso enfrentamiento interno entre fuerzas de la propia República. Por un lado, el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), y los anarquistas catalanes de la CNT, y por otro el resto de las fuerzas republicanas, encabezadas por el propio Gobierno de la Generalitat presidida por Lluis Companys, y especialmente las comunistas del PSUC. El texto de Rieger constituía un autentico panfleto, en el que se intentaba demostrar, con pruebas imaginarias y falaces remedos de argumentaciones, la tesis estalinista de que los troskistas españoles, y los internacionales, no eran sino meros agentes provocadores del falangismo y el nazismo alemán, y, en su conjunto, del imperialismo mundial. Bergamín asumió plenamente en su prólogo esas tesis conspirativas, rechazando con firmeza las peticiones de algunos intelectuales franceses, que habían escrito al Gobierno de La República en guerra exigiendo garantías jurídicas en el proceso que se había abierto contra los miembros del Comité Central de POUM y otros militantes, detenidos tras los enfrentamientos de mayo durante la dura represión que los siguió, que llegaría a su punto más alto con el asesinato en junio de Andreu Nin.

Esos eran los hechos y aquello había escrito Bergamín, No cab duda que unos sucesos lamentables y dramáticos, pero utilizarlos 25 años después, y en unas circunstancias históricas tan distintas, para deslegitimar la protesta y a quien la encabezaba constituía una auténtica falacia, indigna no ya de un ministro del franquismo, a los que la falacia se les suponía como el valor a los soldados, pero sí al menos del intelectual y catedrático, autor ya de más de 40 libros, que Fraga siempre presumió ser.

Las acusaciones contra los comunistas, los intelectuales manipulados y el propio Bergamín venían a ocupar la mitad de la carta, lo que no era poco discurso. Una vez establecida la maldad insidiosa de los remitentes, el ministro abordaba un detallado recorrido por las denuncias concretas que contenía el documento. Ni que decir tiene que lo negaba todo. O casi todo. En unos casos explicaba que los nombres citados por los denunciantes no existían, por lo que mal podían haber sido detenidos o apaleados. En otros, sin embargo, sí se correspondían con personas reales, que efectivamente habían sido detenidos y encarcelados, aunque --aseguraba-- nunca torturados. En cualquier caso, y según la consideración ministerial, estos no parecían contar, pues se trataba de peligrosos comunistas que habían sido justamente castigados por sus malignas intenciones.

Había, no obstante, un párrafo final en el que se le escapó el subconsciente al ilustre Fraga obligándole a confesar al menos una verdad. Los firmantes le habían pedido explicaciones sobre dos mujeres, Anita Braña[16] y Constantina, “Tina”, Pérez, a las que se les había cortado el pelo al había cortado el pelo cero en el cuartelillo, a más de hacerlas víctimas de otras humillaciones y malos tratos. Fraga lo daba por cierto, aunque el tono despreciativo, jocoso y justificatorio del párrafo en el que lo reconocía decía mucho sobre el carácter misógino y machista del personaje en cuestión, rasgos de su personalidad que en años posteriores, ya democráticos, dejaría salir hasta la saciedad en su actividad política diaria. Escribía:

“Parece, por otra parte, posible que se cometiese la arbitrariedad de cortar el pelo a Constantina PÉREZ y Anita BRAÑA, acto que, de ser cierto, sería realmente discutible, aunque las sistemáticas provocaciones de estas damas a la fuerza pública la hacían más que explicable, pero cuya ingenuidad no dejo de señalarle, pues es claro que la atención que dicha circunstancia provocó en torno a sus personas en manera alguna puede justificar una campaña de truculencias como la que se orquestó. Vea, por tanto, como dos cortes de pelo pueden ser la única apoyatura real para el montaje de toda una "leyenda negra", o "tomadura de pelo", según como se mire.”

Mucha tinta hicieron correr aquellas líneas, la primera de ellas la de la pluma del propio Bergamín, que no era precisamente hombre dado a rehuir las batallas y a callar sus opiniones, que utilizó aquel desliz de Fraga como argumento principal de su propia contra-respuesta al ministro. Tardó tan sólo tardó tres días en remitírsela:

“De todo lo que Vd. afirma en su carta - dejando aparte lo que a mí personalmente y muy particularmente se refiere, y que nada tiene que ver con el documento y su petición del que responden otras muchas firmas y no sólo la mía (que si es una de las primeras en su encabezamiento pudiera ser la última por su humilde significación, pues a mí no me corresponde ni el mérito de su iniciativa); de todas sus afirmaciones, digo, le confieso que me sorprende la que Vd. hace tratando de justificar el hecho posible de que la fuerza pública maltratara a unas mujeres trabajadoras, infligiéndoles esa atroz afrenta de señalarlas cortándoles el pelo, que es un infamante atentado a la dignidad moral humana. Su comentario humorístico a este hecho para desvirtuarlo suponiéndolo cierto, a mí me espanta.”

Además de denunciar otras omisiones del ministro, como la absoluta falta de referencias a los torturadores denunciados con nombres y apellidos en la carta inicial, Bergamín desmontaba la principal línea justificativa de Fraga, aquella que achacaba todo a la campaña de manipulación y propaganda comunista:

“El que este documento haya sido utilizado en el exterior con impaciente propaganda que se anticipó a su conocimiento, será, todo lo más, una descortesía, pero no comprueba en modo alguno sus conjeturas sobre su intención de una supuesta maniobra; pues, aunque ésta hubiese existido, no invalida lo que tan sencilla y claramente en dicho documento se expresa. La verdad es la verdad la diga quien la diga y sea cual sea la finalidad ajena a ella de quienes en otro sentido traten de utilizarla”

Y desafío por desafío, el poeta respondía con un envite al desafío lanzado por Fraga al final de su carta invitándole al diálogo. Bergamín aceptaba hablar con el ministro del pasado y del presente, pero no sin denunciar la falacia de la argumentación de Fraga y sin poner condiciones que sabía inasumibles:

“No queda más, contestando a su carta, que decirle que estoy a su disposición para dialogar de todo; de lo pasado como de lo presente; aunque sin involucrar tendenciosamente lo uno con lo otro; lo que pasó hace un cuarto de siglo, y en plena guerra civil, con lo que pasa ahora. Parece que en su carta Vd. trata de hacerlo de ese modo con mi caso particularísimo, como si quisiera desviar la atención del escrito que se le ha presentado, autorizado por tantas otras, más valiosas firmas, que no sólo la mía.
Yo acepto y deseo ese diálogo que Vd. me ofrece; pero no particular y privado sino general y público; sin censura previa que lo coaccione antes y lo tergiverse después; con libertad total de expresión para los que dialogan.”

Ni que decir que no hubo charla de ningún tipo, sino la expulsión del poeta, el 30 de noviembre de aquel mismo año, previo haberse tenido que refugiar en la embajada de Uruguay. No obstante, y pese a la dureza con que se trató a Bergamín, no fue el único que hubo de sufrir las presiones gubernamentales ejercidas a través de Fraga y sus subordinados ministeriales, que se entrevistaron con varios de los firmantes para pedir su retractación. Incluso se llegó a que Vicente Aleixandre, Pedro Laín Entralgo, Juan Marsé, o Salvador Espriu, entre otros (hay quien ha escrito que todos los firmantes), fueron citados a declarar por los jueces, aunque finalmente no se instruyera proceso alguno. Tan sólo en un caso consiguieron su objetivo. El pintor Francisco Mateos, que durante La República y la guerra había pertenecido a la UGT y que había sufrido dos breves periodos de cárcel, fue el único que abjuró públicamente de su adhesión al documento. Según parece amenazado con la suspensión de la magna exposición de su obra que estaba prevista para el II Certamen Nacional de Artes Plásticas, a celebrar en noviembre de aquel mismo año.

Angelina Gatell
Quienes no se doblegaron a las exigencias de Fraga, es decir, el resto, hubieron de enfrentarse a presiones y represiones, aunque a veces no fueran instantáneas. Hay quien ha dejado testimonio de ello. La poeta Angelina Gatell, también actriz de doblaje y guionista televisiva, fue una de las invitadas a retractarse, a lo que se negó tajantemente. Un año después, en agosto de 1964, TVE anunció la emisión de una telenovela de cinco capítulos dedicado a Marie Curie, que ella había escrito y Pedro Amalio López, otro de la cáscara amarga, había dirigido. Pero llegó el 10 de agosto, la fecha prevista par el estreno, debidamente anunciado en “Sábado Gráfico” y otras publicaciones, y ni sombra de la doble premio Nobel se vio en la pantalla de TVE. Extrañada, Angelina Gatell acudió a pedir información al burócrata correspondiente. En su libro autobiográfico “Memorias y desmemorias[18] reprodujo casi cincuenta años la conversación, que le debió quedar bien grabada:

“- ¿Qué ha pasado? –pregunté.
- Se suspendió a última hora, cosas de la censura.
- No es posible –contesté tajantemente-. A no ser que no quieran que se sepa que se debe a una mujer el descubrimiento del radio. No hay absolutamente nada a lo que la censura, por cafre que sea, pueda poner pegas.
El hombre no sabía por donde salir. Al fin me dijo bajando la voz, como su temiera que alguien pudiera oírlo:
-¿Me das tu palabra de honor de que no vas a comentarte lo que voy a decirte?
- Ah, pero ¿las mujeres tenemos palabra de honor? –pregunté con todo el sarcasmo del que fui capaz.
- Eso es lo que te pierde, esa manera tan cáustica de ser… Bueno, confío en ti. Sabes que te aprecio, que te admiro…
- Al grano.
- ¿Tú firmaste un documento protestando por no sé qué jaleo de los mineros asturianos?
- Sí. Lo que llamas jaleo fueron varios mineros brutalmente apaleados, heridos y encarcelados, varias mujeres rapadas al cero y exhibidas como escarnio por haber tomado parte en una huelga. Sí, lo firmé. Es el llamado documento de los intelectuales…
- Pues eso ha sido…
- Pero, ¿ahora? Lo de Asturias pasó hace más de un año. Mi novela fue aceptada después. Tengo cartas que lo avalan…
- Ya, pero… ¿Llevas tiempo sin que nadie te llame a trabajar aquí, no?
- Sí.
- ¿Y en Radio Nacional?
- Lo mismo, pero como estoy en doblaje y he rechazado varis cosas, pensé que…
- Algún amigo tuyo ha caído en la cuenta de que la actriz y la guionista son una misma persona y te ha denunciado. Alguien que está haciendo méritos. La orden de suspender la emisión de tu novela llegó el sábado.
- ¿Sabes quien pudo ser?
- No. Y si lo supiera no de lo diría. Y procura ser más prudente si no quieres seguir perdiendo.
- Ya estoy acostumbrada a perder.”

¿No me digan que el dialogo no recuerda a una caza de brujas macartista?

En cualquier caso, la política de Fraga de dar siempre la cara y responder atacando no le dio los resultados previstos. Los ataques a Bergamín y su posterior expulsión y las presiones y amenazas a otros firmantes no metieron el miedo en el cuerpo al colectivo, muy al contrario exacerbó su indignación. A finales de aquel mismo mes, el 31 de octubre, vio la luz una nueva carta, dirigida directamente a refutar las justificaciones del ministro.

Tras defender a Bergamín de los ataques recibidos, insistían los firmantes en el reconocimiento de Fraga de los malos tratos a Tina Pérez Y Constantina Braña, a los que no les encontraban la menor gracia:

Un acto de tal naturaleza nos parece a todas luces infamante y motivo suficiente para que en cualquier país civilizado y libre se exijan responsabilidades criminales a sus autores. Por otra parte, parece muy poco probable que este acto de violencia física y moral no fuera precedido o acompañado de otros malos tratos y coacciones.

Y a partir de este hecho aceptado inferían, con una lógica aplastante, que si habían maltratado así a las mujeres, qué no habrían hecho a los hombres:

“El reconocimiento del hecho anterior legitima la sospecha de que se haya empleado, asimismo, la violencia física con detenidos del sexo masculino. Pensar lo contrario constituiría una falta de lógica: ¿Por qué los autores de los presuntos delitos habrían de emplear violencias sólo con las mujeres, que no han participado ni participan directamente en las huelgas?”

Era cierto que la primera carta contenía fallos en la identificación de algunos de los torturados o, más grave, en la denuncia de que un minero había muerto, algo que no había sucedido. De hecho, los propios organizadores de la acción habían recibido a última hora desde Asturias una nota de Eduardo Úrculo reclamando que se cambiaran algunos datos que no parecían responder a la realidad. Pero la rectificación llegó tarde, el documento ya estaba en circulación y fue imposible cambiarlo. Pero lo cierto era que las torturas existían, como entonces sabía todo el mundo interesado en el tema y como posteriormente demostrarían los historiadores. Aquellos errores nominales, debidos sin duda a la clandestinidad fomentadora de la rumorología, no invalidaban la denuncia general de las torturas realmente existentes, como por otra parte probaban de manera fidedigna los casos de aquellos mineros que Fraga reconocía que habían sido detenidos, aunque no torturados, como Alfonso Braña (marido de Anita), Everardo Castra o Alfonso (en realidad Vicente) Zapico, suavidad represiva que se demostraría falsa cuando estos mineros salieron de la cárcel y pudieron contar su historia. Los firmantes lo sabían y Manuel Fraga también.

Al igual que hiciera Bergamín en su contestación, también los firmantes de la nueva carta reclamaban información sobre los dos torturadores denunciados en el primer escrito, el capitán de la Guardia Civil Fernando Caro, responsable del cuartel de Sama de Langreo, y el cabo Pérez, cuyas hazañas serían sobradamente probadas por los estudios históricos. El primero era un simple sicario, segundo de a bordo, pero del segundo merece la pena hablar un poco, porque en esta historia tuvo un papel de protagonista en la sombra y porque su nombre es uno de los que figuran como reclamados por la jueza María Romilda Servini en la causa abierta en Argentina contra los torturadores franquistas.

Fernando Caro Leira, que así se bautizado el citado capitán, por mucho que en esas fechas, por cierto, fuera sólo teniente, ostentaba el cargo de jefe del cuartelillo de la Guardia Civil en Langreo, para el que había sido nombrado en agosto de 1963, en pleno fragor huelguístico. Llevaba buena carrera el chaval, pues había accedido a ese puesto de toda confianza con sólo 29 años. Claro que tenía como avales ser profesor de gimnasia y experto en judo, a más de pertenecer a una familia con influencia en la milicia, según delata que su boda en 1959 saliera en las notas sociales de ABC, proclamando a los cuatro vientos la cantidad de generales y coroneles que habían asistido a la ceremonia.

Caro había llegado a Asturias con la consigna gubernamental de palo y tente tieso con los huelguistas, y se aplicó a ello con resolución y remordimientos. Existen numerosos testimonios sobre lo que sucedía en las celdas del cuartelillo de Sama cuando llegaba alguna noche se presentaba el teniente, aseguran que con frecuencia borracho y siempre enfundado en un chándal, y se disponía a una sesión de francachela en compañía de la brigadilla. Dos de sus víctimas habían sido, precisamente, Anita Sirgo y Tina Pérez, las dos mujeres humilladas y rapadas de la polémica. La primera de ella recordaría años después aquellos sucesos:

“Luego vienen a buscar a Tina y se la llevan una media hora y luego vienen a por mí. Ella ya traía el pelo cortado. Ponían fotografías  encima de la mesa de Caro para que dijéramos sus nombres y decimos que no sabemos. Entonces el capitán Caro pone la foto de Pasionaria y nos dice ‘¿A esta tampoco la conoces?’. Yo llevaba una melena larga, era joven y me amenazan con raparme el pelo al cero si no digo nombres. Como no hablo me van cortando poco a poco mechones con una navaja de afeitar. Lo hacía Pérez. De vez en cuando me daban una hostia y en un momento dado le pregunto a Caro que si no tenía madre y se levantó hacia una piña de bronce pesada que tenía encima de la mesa. Se incendió, cogió la piña y me la tiró pero, afortunadamente, la esquivé. Tengo mal el oído de los puñetazos que me dieron. Al día siguiente el jefe de la policía urbana, Jesús, que ya murió, quedó asombrado. El pasillo estaba lleno de sangre, había visto a mi marido y a Zapico y no les reconocía. Estaban hinchados de los golpes. Zapico era silicótico y echaba sangre por todos sitios”.

¿Cuáles no serían las hazañas de Caro y la polvareda que levantaron, que fue cesado como jefe del cuartelillo de Sama de Langreo justamente el 31 de diciembre de aquel mismo 1963? Año nuevo, vida nueva. El torturador fue traslado, pero su breve pero intensa actuación en Asturias no supuso la menor merma ni desdoro en su ascendente carrera militar, que paradójicamente se aceleró a la llegada de la democracia, pese a que en 1981, siendo comandante de la Guardia Civil en Málaga, expresara sus claras simpatías con los golpistas del 23 de febrero. Pasó a la reserva con todos los honores en 1987, y desde entonces vive en Málaga, su ciudad natal, dedicado a sus labores. Parece ser que es seguidor del Real Madrid y que hace algunos años fue uno de los ganadores de un concurso sobre la serie “Los Tudor”, que emitió Canal+. En Argentina le esperan.

Y ya que andaban los abajofirmantes con las teclas entre las manos,  aprovecharon para pedir información sobre las muy recientes detenciones de varios intelectuales y universitarios por haber participado en las protestas contra la represión de los huelguistas asturianos. Entre ellos había alguno que ya hemos citado como perteneciente a aquella célula inicial del PCE en la universidad de Madrid hacía ya nueve años, como Javier Pradera y Fernando Sánchez Dragó, a los que en esta ocasión acompañaron en los seis meses que pasaron en Carabanchel el sociólogo Ángel de Lucas, el historiador y traductor Ángel Sánchez Gijón, el filósofo Miguel Sánchez-Mazas Ferlosio y su hermano Chicho, que estaba pronto a grabar las históricas canciones que al año siguiente se editarían en Suecia como anónimas.

La carta en su conjunto rebatía de principio a fin el escrito de Fraga Iribarne, pero sin duda lo que peor debió sentarle al ministro fue la manera en que los firmantes le restregaban por la cara el “profundo respeto a la función intelectual” que él mismo había reclamado para sí en el inicio de su carta a Bergamín. Que alguien le enmendara la plana fue toda su vida algo que le resultaba difícil de tragar:

“Cuanto antecede justifica nuestra actitud como intelectuales y como ciudadanos en este caso y constituye una sólida base para nuestra gestión informativa, resultando por tanto absolutamente innecesaria y fuera de lugar, para movernos a tal gestión, toda supuesta maniobra de carácter partidista o publicitario. Entendemos que la misión del intelectual en toda sociedad libre, máxime si dice inspirarse en los principios cristianos, es promover el esclarecimiento de la verdad y contribuir a la formación de una conciencia pública. En consecuencia, nuestra actuación se ha guiado y se guía por un estricto concepto de la responsabilidad; y, de acuerdo con éste, juzgamos que ninguna autoridad gubernativa en un Estado libre y de derecho se halla titulada para fijar las normas que han de regir los deberes del intelectual con respecto a la conciencia pública, deberes de carácter eminentemente privativo y moral.”

Dos semanas tardó Fraga en rumiar su contestación, que esta vez vio la luz el 15 de noviembre, alargando todavía más la polémica y su repercusión. En su nueva carta, el ministro ya no se andaba con chiquitas ni con disquisiciones intelectuales. No reproduzco ningún fragmento, aunque puede encontrarse entera entre los documentos varias veces enlazados, porque, aparte de dar por roto el diálogo (tal estaban las cosas por España que a lo sucedido le llamaban “diálogo”), el ministro se limitaba a transcribir los artículos correspondientes del Fuero de los Españoles y la Ley de Enjuiciamiento Criminal, con los que venía a decirles a los demandantes que podían acudir a los tribunales si tenían narices, y, de paso, meterse la lengua donde les cupiera.

José Luis López Aranguren
La segunda y última carta de Fraga iba dirigida personalmente a José Luis López Aranguren, que había encabezado la anterior de los intelectuales, aunque no incluía ninguna referencia personal a él, a diferencia del virulento ataque a Bergamín de su primra respuesta. Sin embargo, también ahora pasaba por alto al resto de los firmantes, que en esta ocasión no habían sido 102 (o 101 tras la deserción de Francisco Mateos, según se vea), sino 182. 

Buena parte de ellos ya habían suscrito ya la primera carta y repetían, pero, como es lógico dadas las cifras, también había una buena cantidad de nuevos descontentos, o de viejos que por alguna razón no habían estado en la anterior. Buena parte de ellos eran realmente importantes y significativos. Procedían de la Universidad (Santiago Montero Díaz, Antonio María Badía Margarit, Miquel Coll i Alentorn) las artes plásticas (Rafols Casamada, Antoni Tapies, Andreu Alfaro, Eusebio Sempere), el teatro (José María Rodríguez Mendez, Fabia Puigserver, Feliu Formosa), el cine (Juan Antonio Bardem, Joaquín Jordá, Víctor Érice), y, sobre todo, la literatura (Manuel de Pedrolo, Susana March, Francisco Candel, José Corredor Matheos, Consuelo Bergés, José Luis Cano, Joan Fuster, Gonzalo Torrente Ballester, Pío Caro Baroja)…


Raimon. digamos no





La ubicuidad del confidente. Camilo José Cela

Llega ahora el turno de alguien que ya ha aparecido en funciones secundarias pero que en este momento toma por asalto el papel protagonista, algo que sin duda sería del gusto del personaje en cuestión. Se trata del futuro premio Nobel don Camilo José Cela, entonces ya un novelista acreditado, que había firmado prácticamente todas las cartas de intelectuales anteriores, incluida la de 1962 en petición de información sobre las huelgas de Asturias, pero que se había abstenido, en cambio, de suscribir las dos de 1963. Pese a ello, también jugaría en esta batalla un papel importante, aunque, como se verá, bastante deslucido.

En aquellos años, Cela era todo un novelista de pelo en barba y 47 años de edad que había publicado siete novelas, entre ellas dos obras maestras de la literatura española contemporánea: “La familia de Pascual Duarte” (1942) y “La colmena”, que publicada en Argentina en 1951 había tardado cuatro años en salir en España. Además, su bibliografía incluía otros treinta volúmenes o más con recopilaciones de relatos y artículos, poesía, ensayo literario y menudencias varias. Incluso uno autobiográfico, “La cucaña, I. Memorias de Camilo José Cela. La rosa” (1959), lo que a cualquier le podría parecer un cierto apresuramiento memorialístico para quien tan sólo tenía 43 años cuando lo escribió. 


Desde el 26 de mayo de 1957 ocupaba el sillón “Q” de la Real Academia Española, convirtiéndose nada menos que en el académico más joven de la historia de tan insigne institución. Un académico, eso si, que ya decía tacos y se tiraba pedos, pero cargado con toda la dignidad que aportaba el cargo, incluso en el efecto estético de su barba de pre-hipster. En 1956, el mismo año de las grandes huelgas estudiantiles de Madrid, había fundado en Mallorca la revista “Papeles de Son Armadans”, con José Manuel Caballero Bonald como secretario de redacción, sobre la que hay coincidencia universal en considerarla la primera publicación regular española que tendió un puente entre la literatura española del interior y la del exilio, publicando en sus páginas textos de los entonces malditos Rafael Alberti, Max Aub, Emilio Prados, Luis Cernuda, Américo Castro, Manuel Altolaguirre y muchos otros. Una valentía que la historia debe agradecer al futuro Nobel.

Sin embargo, Cela tenía también un lado oscuro, que entonces no era públicamente conocido, pero sobre el que seguro que sabían quienes le conocían de antiguo y que, en cualquier caso debía ser un rumor persistente en los mentideros culturales madrileños. Rumores que el tiempo y los documentos confirmarían plenamente. 


Todo el mundo sabía que, pese a sus proclamas de progresismo y disidencia, el escritor firmaba con cierta frecuencia en los periódicos del régimen artículos de afirmación y loa de los principios franquistas. Ese mismo año, por poner sólo un ejemplo que sus compañeros debían tener bien presente, había publicado una violenta diatriba contra el antiespañolismo de los italianos que habían recopilado y publicado el “Cancionero de la Nueva Resistencia Española”, algunas de cuyas canciones van enlazadas en este trabajo. Menos conocido, aunque no ignorado del todo, debía ser su ofrecimiento en 1937 al ejército franquista para formar parte de sus servicios de información, que fue rechazado por ser el peticionario menor de edad, o su trabajo como censor oficial en los primeros años cuarenta. Pero, al fin y al cabo, no se trataba de pecados mayores, debían pensar quienes le ofrecían firmar tal o cual documento. Aquello eran inconsciencias de juventud que bien podían haber cambiado con el tiempo, máxime considerando la censura que habían sufrido algunas de sus propias novelas y la buena disposición del novelista a suscribir las cartas que se le habían presentado anteriormente. Lo que no sabían quienes confiaban en él era que su actuación durante aquellas protestas intelectuales de 1963 le llevarían a situarse en el nivel más bajo al que pueden caer los servidores de una dictadura: el de chivato, delator y confidente.

En medio de toda la polvareda política levantada por las huelgas, la primera carta de los intelectuales y la respuesta de Fraga a Bergamín, tuvo lugar en el Hotel Suecia de Madrid, durante la semana de mediados de octubre, un “Seminario internacional sobre realismo y realidad en la literatura contemporáneo”, que organizado por el Instituto Francés y el Club de Amigos de la Unesco de Madrid reunió a una buena cantidad de autores extranjeros, y, ni que decirlo hay, a la plana mayor de la literatura española del momento. La reunión fue movida, incluido un agrio enfrentamiento entre Bergamín, que debía pronunciar una conferencia que finalmente se retiró, y López Aranguren, director del seminario, que la impidió.

Amparo Gastón, Gabriel Celaya, Alfonso Sastre
 y José Manuel Caballero Bonald
Aprovechando que estaba prácticamente toda la profesión reunida, decidieron montar un encuentro especial para decidir cómo se respondía a la carta de Fraga a Bergamín, que a todos había indignado. De ella salió el segundo documento de las 182 firmas. Cela había sido invitado a participar, como correspondía, e inicialmente asistió, aunque se levanto a la mitad y se marchó. Los demás debieron entenderlo. Todos sabían que a Cela se le calentaba a menudo la boca, pero que a la hora de la verdad siempre prefería la retaguardia. De hecho, no había suscrito el primer documento, y el que se preparaba en aquella reunión era más duro aún. Lo que no sabían los reunidos, y la mayoría no llegaría a saberlo nunca, pues ya habían muerto cuando la historia se conoció, era lo que Cela haría tras abandonar la sala.

Durante la búsqueda de documentación para su libro “Disidencia y subversión; la lucha del régimen franquista por su supervivencia (1960-1975)[21], publicado en 2004, el historiador Pere Ysás encontró en el Archivo Histórico de Alcalá de Henares un viejo documento que viene a aclarar alguna de las idas y venidas de Cela en aquellas fechas y por este motivo. Se trataba de un informe dirigido al ministro de Información y Turismo realizado por su Director General de Información, un cargo que Ysás no identifica pero que bien podría haber sido Carlos Robles Piquer, que ocupó ese cargo bajo el mandato de Fraga, quien además era su cuñado. Otro personaje que pasó de la dictadura a la democracia como un nadador en aguas turbias.

En su escrito, el director de información trasladaba al ministro que había mantenido un encuentro con Cela en el que éste le había informado de la reunión de intelectuales del Hotel Suecia y de sus intenciones de escribir una segunda carta de protesta. El documento ministerial está fechado el 17 de octubre, lo que viene a decir que el novelista se dio prisa en chivarse, pues si bien no consta la fecha exacta en que se celebró la reunión de intelectuales, el Seminario al que asistían tuvo lugar entre el 14 y el 20 de octubre, lo que deja pocos días disponibles.

No contento con contar lo que pensaban hacer sus compañeros, el escritor se permitió ofrecer consejos sobre como solucionar la situación de rechazo al régimen que se detectaba en el mundo cultural. Según contaba el Director General al Ministro, Cela consideraba que buena parte de aquellos abajofirmantes habituales, entre los que, no se olvide, había estado él mismo, eran “perfectamente recuperables”, y al parecer citó en ese categoría los nombres de Aleixandre, Bergamín, Buero Vallejo, Celaya y Laín Entralgo, por quien sugirió empezar la labor redentora, ya que el exrector de la universidad madrileña tenía un carácter “más débil” que los otros. No tenía buen olfato el escritor respecto a detectar lealtades, virtud que, a tenor de los hechos, le debía resultar lejana.

La solución que al parecer aportaba Cela para terminar con aquella sublevación de la cultura era sencilla: “sea mediante estímulos consistentes en la publicación de sus obras, sea mediante sobornos”. Táctica que se debía llevar a la práctica montando “un sistema para estimular a estos escritores”, que bien podría consistir en fundar “una editorial privada o entendiéndose con una ya existente”. Es decir, había venido a transmitir el escritor al ministro a través de su subordinado, sólo se trataba de alentar la vanidad, y el patrimonio de los escritores e intelectuales díscolos mediante el simple soborno. A él le debió parecer una idea lógica y prácticamente irresistible si es que se llegó a intentar llevar a cabo. Ninguno de los citados en el informe, ni prácticamente ninguno de los intelectuales abajofirmantes, se arrepintieron de su antifranquismo ni siquiera muerto Franco.

Pero siendo estas labores de chivato y confidente significativas en sí mismas, todavía hay en aquel informe de marras un dato aún más duro, que convierte al futuro multigalardonado escritor y marques de Iria Flavia en un simple delator policial. De acuerdo a lo que el director general escribió al ministro, Cela habría delatado que 42 de los 102 firmantes del documento eran comunistas, una acusación ciertamente peligrosa en aquellos momentos pero tampoco demasiado novedosas, pues ya tenía el régimen a sus sociales para saber de que pie cojeaba cada uno. No consta que el escritor diera los nombres concretos de tantos rojos, aunque teniendo en cuenta el tono confidencial y de confianza mutua que se detecta que tuvo la conversación no resultaría extraño que alguno que otro saliera a relucir, por mucho que el director general los callara en su informe. Hay que decir, no obstante, que Cela no marró demasiado en su apreciación. Repasados ahora aquellos 102 nombres al exclusivo uso de mi memoria personal, encuentro alrededor de 35 de los que se pueda decir con justeza que en aquellos momentos fueran militantes o simpatizantes comunistas.

Tampoco es que la denuncia y las apreciaciones de Cela resultaran demasiado novedosas ni aportaran mucho a los archivos policiales, pues resultaba difícil ocultar por mucho tiempo la gestación de una carta de protesta, que obligatoriamente debía circular casi públicamente durante el proceso de firma, y la Brigada Político Social tenía medios más que sobrados para saber de qué pie cojeaba cada uno de los firmantes. Sin embargo, la anécdota, que es mucho más que una simple anécdota, viene a dejar patente el que quizá fuera uno de los rasgos de personalidad más acusados de Camilo José Cela: su ubicuidad y oportunismo ideológicos, su egoísmo esencial y su capacidad para estar al mismo tiempo con Dios y el Diablo, siempre según aconsejara su propio beneficio. No extraña que al escribirían Gibson su irregular estudio-biografía sobre el Nobel lo titulara “Cela, el  hombre que quiso ganar[22].


Paco Ibáñez. “España en marcha”





Estallido de solidaridad

La barbarie de los hechos denunciados en las cartas de los intelectuales, y su valor al denunciarlos, avivado el fuego por las respuestas de Fraga y la persecución de los firmantes, produjo un estallido de apoyo y solidaridad que recorrió el mundo entero. Y no es una exageración.

Ya a medidos de octubre, después de las presiones de Fraga a Bergamín y en paralelo a la gestación de los segunda carta de los intelectuales, 46 escritores, artistas y pensadores españoles residentes en el extranjero, no todos exiliados de la guerra civil, sino también emigrados posteriores, se solidarizaban con los 102 firmantes iniciales, para entonces ya 101, y se negaban a aceptar…

“las tendenciosas y falaces explicaciones dadas por el Ministro de Información y Turismo en forma de carta dirigida a uno de los firmantes y llaman una vez más la atención sobre la absoluta falta de objetividad y de decoro que reviste la información en España, impidiendo que los españoles puedan conocer hechos de suma gravedad y violando constantemente uno de los derechos humanos fundamentales.”


Rafael Arberti y María Teresa León
Encabezaban las firmas Rafael Alberti y María Teresa León, que acababan de trasladarse a vivir a Roma tras 24 años de exilio argentino. Entre los exiliados desde la guerra figuraba el escritor Max Aub, residente en México, y los pintores Baltasar Lobo y Joaquín Peinado, que estaban en París. A falta de consultar el listado completo de firmas, que no he localizado, parece que abundaban las adhesiones de una buena cantidad de jóvenes intelectuales salidos de España en los años 50, bien por motivos políticos o simplemente por deseo de respirar aire fresco. En esa situación estaban Fernando Arrabal (dramaturgo), José Corrales Egea (escritor y crítico), Xavier Domingo (periodista), Manuel Tuñón de Lara (historiador), Aquilino Duque (escritor), José Ortega (pintor), Ignacio Fernández de Castro (sociólogo, fundador del FELIPE, huido a Francia a raíz de la  huelga del año anterior) y Nicolás Sánchez Albornoz (profesor e historiador, hijo de Claudio Sánchez Albornoz y protagonista, con Manuel Lamana, de la famosa fuga en 1948 de presos de las obras del Valle de los Caídos que Fernando Colomo contó con bastantes licencias en su película “Los años bárbaros” ). 

Pau Casals
Pero fuera de España no sólo era a los españoles exiliados o emigrados a los que les preocupaba la situación creada por la represión de las huelgas y de los intelectuales que se habían solidarizado con los mineros y exigido explicaciones al régimen. En este caso, tal vez más que en ningún otro, se movilizaron por medio de escritos de solidaridad intelectuales y artistas no sólo de Francia, donde firmaron un escrito de solidaridad 121 de ellos, sino también en Gran Bretaña, de donde salió una carta con 42 firmas, e incluso Estados Unidos, donde fueron 60 los firmantes, aunque en este caso incluía a algunos españoles residentes en aquel país, como el violonchelista Pau Casals o el novelista Ramón J. Sender. Incluso desde la URSS se envió, al parecer, una carta que no he podido localizar. El cierre del comunicado enviado por los franceses resume a la perfección la idea general que motivaba aquellos escritos y que asumía como propias las luchas por la libertad en España. Era un sentimiento similar al que en 1936 había llevado a los jóvenes de Las Brigadas Internacional a batallar en una guerra que geográficamente les quedaba tan lejana, pero que tan íntimamente imbricada estaba a su anhelo de justicia universal:

“Obrando como lo hacen y recordando firmemente a un ministro que "ninguna autoridad gubernativa se halla autorizada para fijar las normas que han de regir los deberes del intelectual con respecto a la conciencia pública", los escritores, universitarios, científicos y artistas españoles mantienen una exigencia fundamental y contribuyen a salvaguardar, no sólo para ellos mismos y dentro de los límites de España, sino para todos y para todos los países, algunas de las condiciones sin las que no existiría futuro alguno para una palabra justa y verdadera."

A lo largo de aquel otoño se solidarizaron con los intelectuales españoles más de 200 colegas europeos y americanos. No es cosa de poner el nombre de todos. En primer lugar porque no he encontrado los listados completos, y en segundo porque muchos de aquellos firmantes poco dirían hoy a los posibles lectores. Sin embargo, creo que merece la pena recordar a algunos de los que, siendo nombres fundamentales de la cultura del siglo XX, participaron con sus firmas en aquella batalla tan lejana a ellos: Marguerite Duras, André Bretón, Christiane Rochefort, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Luis Trintignan,  Simone Signoret, Natalie Sarraute, Alain Resnais, Louis Aragón, Arthur Miller, Sydney Hook, Dwight MacDonald, J.B. Priestley, Julian Huxley, Peter Shaffer, Arnold Wesker… O el excelente actor británico James Robertson Justice, que al momento de comprobar me entero que, además de poner su buen hacer interpretativo en docenas de películas, fue, en dos ocasiones, rector de la Universidad de Edimburgo.



Violeta Parra. “Qué dirá el santo padre”




Testimonio desde la cárcel


A estas alturas del relato se podría alegar que no resultaba excesivamente incómodo ni peligroso poner la firma al pie de un manifiesto sentado a una mesa llena de papeles en un ático del Greenwich Village neoyorkino o del barrio latino parisiense. No voy a contradecir a quien lo alegue, aunque recordaré que no por su comodidad el gesto era menos valioso. En cualquier caso, lo que nadie negará es que todo resultaba mucho más complicado si la protesta llegaba del fondo de alguna cárcel española.

El 28 de octubre de 1963, casi coincidente con la segunda carta de los intelectuales, que vio la luz dos días después, 15 presos del penal de Burgos, pintores, escritores y profesionales varios dirigieron su propia carta a Manuel Fraga Iribarne a través, como no podía ser de otra forma, del director de la prisión.

Prisión de Burgos en los años 60
Inaugurada en 1932 por el gobierno de La República, la Prisión Central de Burgos se convirtió, prácticamente desde la sublevación de 1936, en el principal centro de reclusión de presos republicanos, función que no sólo no dejo de cumplir a la finalización de la guerra, sino que, por el contrario se incrementó durante el franquismo. Allí pasaron largos años republicanos de todas las ideologías, que eran muchas, aunque con el paso del tiempo y la llegada de nuevos presos procedentes no ya de la guerra civil, sino de la guerrilla o la clandestinidad posteriores, fue variando el equilibrio entre las diferentes corrientes políticas. A esas alturas de los sesenta, Burgos era esencialmente una cárcel para comunistas, hasta el punto que de los 2000 presos que llegó a encerrar el penal en aquellos años, se ha escrito[26] que 1.700 eran de esa militancia. Es complicado concretar cifras, pero en cualquier caso los que si eran comunistas eran los 15 firmantes de aquella carta tan ilustrativa.

Como es de comprender, no resultaba fácil la vida en un presidio español de comienzos de los años 60, aunque ya hubieran pasado los momentos represivos más duros del primer franquismo. La disciplina seguía siendo inflexible, los funcionarios normalmente crueles y despóticos, las celdas de castigo oscuras y la hacinación, las deficiencias sanitarias y la escasez alimenticia continuaban siendo el pan nuestro de cada día. Sin embargo, los presos habían encontrado, aún en las peores condiciones, la forma de sobrevivir. La convivencia en un mismo penal de militantes de los mismos partidos, la conciencia de que se encontraban presos por una lucha justa y la inflexible voluntad de no rendirse les habían llevado a crear los anticuerpos políticos y organizativos que les permitieran resistir y seguir luchando, aún encerrados, por las ideas y los principios cuya defensa les había llevado a la cárcel.

Desde los primeros momentos del franquismo los presos políticos se habían organizado en las cárceles, habían publicado su propia prensa clandestina, habían montado actividades culturales o deportivas y, en definitiva, habían hecho cuanto habían podido para mantener alta la moral de los encarcelados. 20 años después aquellos esfuerzos habían cuajado en un auténtico frente propio de lucha antifranquista. Alrededor de estos años que estamos revisitando algunas batallas intramuros de los presos tuvieron singular importancia, como la realizada para eliminar la obligatoriedad de asistir a la Santa Misa, de forma que quienes fueran ateos o de otras profesiones pudieran dedicar ese tiempo a cosas más provechosas, que estaba librándose en aquellos precisos momentos y que había conducido a varios presos a celdas de castigo. O la que la que reivindicaba su propia condición de “presos políticos”, que la Dictadura les negaba.

En Burgos, sin ir más lejos, los presos contaban con su propio programa radiofónico que se podía escuchar en todo el mundo. Se llamaba “Antena de Burgos” y se emitía semanalmente por las ondas de Radio España Independiente, la famosa Pirenaica que, cómo es bien sabido, no estaba en los Pirineos, sino en Bucarest. Los locutores leían ante los micrófonos los guiones escritos previamente por los propios presos en minúsculos papelillos y sacados del interior de la cárcel a través de sus esposas o familiares por medio de los más sofisticados sistemas de ocultación, desde tarteras de doble fondo hasta objetos artesanales de madera, realizadas por los propios encarcelados, aparentemente compactas, pero con huecos interiores en los que se escondían las minúsculas crónicas. Precisamente la primera de las emisiones de “Antena de Burgos” había tenido lugar el 5 de octubre de 1963, dos semanas antes de que los 15 presos firmaran su propia carta a Fraga.

La misiva era extensa más de cuatro folios de apretadísimos renglones (en la cárcel había tiempo para pensar y escribir), cuyas denuncias difícilmente podían ser ignoradas o negadas por Fraga, pues los firmantes conocían bien el principal tema que abordaban: las propias torturas y maltratos que ellos mismos habían sufrido de manos policiales tras sus respectivas detenciones.

Así, denunciaban, con conocimiento de causa, que el pintor vasco Agustín Ibarrola, detenido en Bilbao en 1961 y condenado a nueve años, había perdido la razón durante varios días a consecuencia de las torturas físicas y psicológicas. Al pintor santanderino Joaquín Fernández Palazuelos le habían golpeado los pies con toallas húmedas, pisoteado y pateado cuando caía al suelo. Al abogado Gregorio Ortíz Ricoll le habían hundido dos costillas a golpes. Al compositor y músico asturiano Eduardo Rincón García, en 1961, en Oviedo, el mismo cabo Pérez denunciado en la carta de los 102, le había retorcido los testículos y obligado a estar arrodillado sobre garbanzos durante horas. El traductor José Ruiz de Galarreta, detenido en Madrid en 1961 y condenado a 15 años, su paso por la DGS y la Brigada Político Social le dejó como recuerdo dos costillas rotas, varios días escupiendo sangre y meses de curación. No sigo, porque las torturas eran siempre similares y casi todos ellos habían sido torturados, y en cualquier caso se puede encontrar la carta completa en el enlace documental correspondiente, y sus firmantes figuran en un recuadro del artículo que publicó "Mundo Obrero" en su momento. 


Agustín Ibarrola,
dibujado en Burgos
Eso sí, antes de cerrar el tema conviene decir, como en la carta misma se señalaba, que faltaban en el documento las firmas de tres presos de Burgos relacionados con el mundo intelectual. Se trataba de Jorge Conill, un anarquista que en la cárcel había ingresado en el PCE, y los escritores Vidal de Nicolás, poeta que acabaría presidiendo mucho después el Foro de Ermua, y Eliseo Bayo, periodista que también había pasado en presidio del anarquismo al comunismo. No habían podido firmar por la sencilla razón de que en aquellos momentos se encontraban, junto a otros dos presos, en celdas de castigo, como consecuencia de su lucha para conseguir la consideración de “presos políticos”, lo que eran y se les negaba. La ausencia de sus firmas en el documento, y de eso se habían dado cuenta los que sí lo pudieron suscribir, era de demostración palpable de la veracidad de sus denuncias.

En cualquier caso, Fraga ni se dio por enterado. Tan locuaz con Bergamín o Aranguren, a los presos les dio la callada por respuesta. 


Daniel Viglieti. “Me gustan los estudiantes” (V. Parra)





Suma de oposiciones

¿Qué había pasado entretanto con las otras oposiciones, aquellas que se habían reunido en Munich excluyendo a los comunistas? ¿Cómo habían reaccionado ante las huelgas y las exigencias de los intelectuales los socialistas, católicos, liberales o falangistas contrarios en diferente medida a la dictadura y coincidentes en su anticomunismo? Todos los partidos opositores al franquismo, aún con diferencias en sus objetivos y estrategias, vinieron a coincidir en apoyar las huelgas e intentar influir en ellas de acuerdo a la implantación que cada cual tenía entre los mineros, que excepto en el caso de alguna organización católica y, en menor medida, de la UGT, era prácticamente nula. También apoyaban la valentía de los intelectuales, aunque ellos no hubieran firmado los respectivos documentos sino de forma excepcional, caso de Aranguren, católico declarado, o del dramaturgo Lauro Olmo, socialista de incorruptible coherencia y honestidad personal y política. Sin embargo, los distintos grupos de esta oposición liberal prefirieron, en general, expresar su apoyo con sus propios comunicados, sin participar activamente en la protesta colectiva. Apoyo sí, protestas sí, pero cada cual marcando su propio territorio.

Creo haber destacado más arriba el importante papel que jugaron las organizaciones obreras católicas en el estallido, la organización y el desarrollo de las huelgas asturianas de estos años. Sus militantes estuvieron siempre en primera línea de cada batalla y muchos de ellos hubieron de pagarlo caro. Dos hechos facilitaron su capacidad de movilización. Ante todo, tanto en el caso de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) como de la JOC (Juventudes Obreras Católicas) se trataba de organizaciones legales, que contaban con sus propias estructuras y que podían reunirse sin mayores restricciones que las establecidas en el código penal para otras asociaciones oficialmente registradas. Sus integrantes no corrían ningún peligro represivo por el mero hecho de formar parte de ellas, lo que no sucedía en el caso de las organizaciones clandestinas. Por otro lado, no menos importante, su actividad contaba con una extensa red de locales, difusión y apoyo a través de la propia infraestructura oficial de la Iglesia, sus parroquias y curas en la zona, que no sólo ayudaron a los huelguistas, recogiendo dinero para ellos o dándoles cobijo cuando lo necesitaron, sino que en algunos casos también les incitaron a la movilización. Por si fuera poco contaban con sus propios medios de comunicación, boletines locales o semanarios de difusión nacional perfectamente legales, con los que llegaban a sus muchos afiliados en una importante labor concienciadora, aún cuando limitada por esa misma legalidad que debían acatar. Tenían medios y los pusieron todos en aquellas huelgas, saltándose los legalismos cuando fue necesario, lo que les valió, como a los demás, detenciones, palizas y encarcelamientos.

Jorge M. Reverte, en su libro sobre las huelgas del 62 que ya hemos citado, hizo referencia a varios de estos sacerdotes, modestos curas de aldea, jóvenes de origen humilde integrados en su comunidad que, apoyados en el “aggiornamento” eclesial provocado ese mismo año, y continuado los siguientes, por el Concilio Vaticano II, consideraban que la injusticia social y la explotación del obrero constituían no sólo pecados, sino, sobre todo, males sociales de los que había que defenderse y contra los que había que combatir. No en el cielo, sino en la tierra. Reverte se basó en informes reales de la Guardia Civil sobre los sacerdotes de 25 parroquias de las cuencas mineras a los que se había investigado. De uno de ellos, el de la parroquia de Laviana, destacaba el informe, a más de otras tropelías, que debía 300 pesetas en la panadería del pueblo como consecuencia de haberlas gastado en comprar pan para los huelguistas. Del de Brimea, que habiendo participado con los rebeldes en la guerra ahora se mostraba partidario de Fidel Castro. Y, en fin, del de la parroquia de Solvay, en Lieres, que además de rojo era mujeriego, o al menos se le veía en compañía femenina en la playa. A Jesús Fernández Navas, por último, le costó el destierro atacar desde el púlpito al capitalismo y decir en tan alto estrado que los ricos no deberían entrar en la iglesia.

Y es que entre las muchas cosas que estaban cambiando en el franquismo de los años sesenta también figuraba la actitud de la Iglesia, o al menos de una parte de sus feligreses y curas, ante la Dictadura.

Víctor Manuel. “Planta 14”





La oposición con crucifijo, Manuel Jiménez Fernández


El 29 de septiembre de 1963, todavía activas las huelgas y tres días antes de la primera carta de intelectuales, un grupo de curas vascos dirigió una comunicación a los padres conciliares, que ese día iniciaban la segunda sesión del Concilio Caticano II. En ella, aparte de pedir cambios en el Concordato vigente con España, en la línea de democratizar la elección de las cúpulas religiosas y suprimir “toda presentación de Obispos por el poder civil” (proponiendo, pues, una incipiente separación de la Iglesia y el Estado), realizaban una impecable descripción de la situación política española y del papel que la propia Iglesia oficial jugaba en ella. Sólo había que sacar las conclusiones pertinentes para dar fe de que había surgido un nuevo catolicismo antifranquista.

“La causa principal, aunque no única, del abismo abierto entre la Iglesia y el pueblo es el hecho de estar la Iglesia, en España, excesivamente ligada al Estado, por lo que se hace responsable a la Iglesia de la actuación del régimen. Esta unión, a nuestro juicio, coarta la libertad de la jerarquía, que guarda un bien significativo silencio ante la evidente y sistemática violación de la ley natural. He aquí unas cuantas realidades del Estado español: Sólo se permite el partido oficial y único, al servicio del Estado. Toda oposición se considera ilegal y es aniquilada. El sindicato, único, establecido y controlado por el Estado, para su servicio, no es libre ni representa a las clases trabajadoras. La huelga es declarada ilegal como principio de gobierno: si se produce es reprimida con dureza. Los derechos de la persona humana, teóricamente reconocidos por la constitución, no tienen vigencia ni garantía alguna en la vida ciudadana. No existe Ley de Prensa, a pesar de que ha sido reiteradamente prometida. Se mantiene una rígida censura; es monopolio estatal la información. No son reconocidos ni respetados debidamente los grupos étnicos y minorías nacionales. El atropello de los derechos del hombre en un régimen no cristiano en nada empaña el nombre y el prestigio de la Iglesia. Pero cuando sucede en un régimen oficialmente católico que cuenta con el decidido apoyo de la mayor parte de la jerarquía, la Iglesia pierde prestigio, el pueblo fiel se aleja y el mundo padece escándalo.”

La aparición de esta iglesia obrerista y de base, las huelgas de aquellos años y, sobre todo, la rebelión de los intelectuales permitieron al fin la cristalización de un frente estrictamente político de intelectuales católicos que al fin se enfrentaron al régimen directa y colectivamente. El 15 de noviembre de 1963, 30 personalidades de la universidad, la intelectualidad y la política dirigieron a Manuel Fraga Iribarne (como se puede comprobar el “Doctor No” de esta historia) una carta que suponía la aparición pública en la escena antifranquista de una fuerza equiparable a las democracias cristianas europeas, aún en germen organizativo, que habría de dar mucha caña política al régimen en los años sucesivos (Recuérdese, por ejemplo, el papel desempeñado por la revista “Cuadernos para el Diálogo”, fundada ese mismo años por Joaquín Ruiz-Gimenez, otro democristiano que incluso había sido Ministro de Educación, cargo del que fue expulsado por su tolerancia con los huelguistas universitarios de 1956).

El texto de aquella carta democristiana, que encuentro en la revista "Ibérica", la publicación sobre política y cultura española editada y dirigida en Nueva York la jurista y exdiputada republicana Victoria Kent, constituye toda una solemne declaración de ruptura de relaciones. Comenzaba por reconocer que los firmantes, que se autodeclaraban “cristianos”, habían pensado hasta entonces que las reformas que necesitaba el régimen, “la liberalización de las de las instituciones y de las formas de Gobierno”, podían llegar desde dentro del propio Gobierno, pero que ya habían “transcurrido bastantes meses y creemos percibir en lo esencial una situación de inmovilismo”. Hasta aquí hemos llegado, venían a decir, lo que siga será otra historia.

La gota que había colmado el vaso parecía ser la respuesta de la Dictadura a las huelgas y las protestas de intelectuales. Denunciaban las informaciones oficiales sobre lo que llamaban “alteraciones laborales”, que calificaban de “incoherentes, con lapsus alarmantes, tergiversaciones, referencias vagas…”. Criticaban duramente los ataques de Fraga a los firmantes de las cartas de protesta, especialmente a Bergamín, aunque no le citaban, y ponían en duda las explicaciones sobre las torturas dadas por el ministro. Reivindicaban el derecho, y la obligación del intelectual, “incluso del sacerdote”, a implicarse en la vida política del país, “al no existir cauces constitucionales propios de una sociedad ya avanzada”, y acababan con una reflexión que era una definición de intenciones, casi un programa político en aquellos momentos:

“El ser comparsa del que manda es para el intelectual, para el joven y para todo hombre ibérico más depresivo que el ser consolador del que sufre persecución social, política e incluso económica”.

De los 30 firmantes, Ibérica tan sólo publicó cinco, pero son suficientes para comprender el alcance político del conjunto. Entre esos pocos nombres figuraban dos catedráticos universitarios. Mariano Aguilar Navarro, de Madrid, que a poco sería separado durante dos años de su cátedra por apoyar las grandes huelgas de estudiantes de 1965 -- hechos que les valieron la expulsión definitiva a López Aranguren, Tierno Galván, Montero Díaz y García Calvo--, y que con el tiempo se convertiría en senador socialista. El otro impartía clases en la facultad de Derecho de Barcelona y en el futuro democrático habría de jugar un papel político importante. Se llamaba Manuel Jiménez de Parga y tras la muerte de Franco llegaría a ser rector universitario, diputado, Ministro de Trabajo, Consejero de Estado y miembro del Tribunal Constitucional, todo ello en las filas de UCD. También estaban entre aquellas cinco primeras líneas los presidentes de los colegios de abogados de Barcelona, Federico Roda Ventura, y Mallorca, Félix Pons Marqués.

Manuel Jiménez Fernández
Sin embargo, el nombre más significativo era el que encabezaba la carta, Manuel Jiménez Fernández, catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de Sevilla, considerado por quienes saben de estas cosas el ideólogo fundamental y fundador de la Democracia Cristiana española. En este escrito creo que ya hemos tropezado con él al menos en un par de ocasiones. Él fue una de las primeras personas del entorno franquista crítico con las que se entrevistó Jorge Semprún-Federico Sánchez en sus estancias clandestinas en España de 1953-54. También hemos leído su nombre entre los 25 firmantes iniciales de la primera carta sobre las huelgas de 1962. Igualmente figuró, con papel destacado, en el famoso Contubernio de Munich, y ese mismo año de 1963 sería uno de los fundadores de la revista “Cuadernos para el Dialogo”, que dirigía su correligionario Joaquín Ruiz Jiménez. Su biografía nos lo presenta como un hombre de derecha moderada, siempre en permanente equilibrio en los límites del franquismo, incómoda posición que le llevó a elegir la salida pública del régimen precisamente por estas fechas en que estamos, cuando le quedaban cinco años de vida.

Nacido en 1896, Jiménez Fernández era ya una persona de 67 años, un señor mayor para los tiempos en que andamos, y desde muy joven había dado muestras de su intensa vocación política, siempre compaginada con la vocación docente y universitaria, desarrollada brillantemente desde que en 1934 ocupara la Cátedra sevillana de Derecho Canónico.

Durante la República había sido concejal del ayuntamiento sevillano y posteriormente diputado en dos legislaturas. Situado en el ala más liberal de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), que presidía Gil Robles, había estado al frente del Ministerio de Agricultura entre 1934 y 1935, durante el bienio negro republicano del gobierno derechista presidido por Alejandro Lerroux, el conocidísimo “Emperador del Paralelo”. En esta etapa había sido objetivo de varios atentados violentos, que por fortuna fracasaron. 


Finalmente dimitió del cargo al no poder llevar a cabo la moderada reforma que pretendía aplicar a la muy progresista Ley de Reforma Agraria aprobada en 1932, en plena euforia republicana. Los que se lo impidieron no fueron los diputados de izquierda, que en cualquier caso hubieran estado en contra, sino sus propios correligionarios más derechistas que proponían no ya una reforma radical de tan importante Ley, sino su práctica derogación. Medida que al final acabaron imponiendo. Pese a todo, Jiménez Fernández siguió de Vicepresidente de las Cortes y en las elecciones de 1936, que ganó el Frente Popular, volvió a ser elegido diputado de la CEDA por Segovia.

El 18 de julio de 1936 pilló a Jiménez Fernández en Sevilla como era natural, pues allí vivía. No había participado en los preparativos del golpe, aunque por el ambiente en que se movía debía tener noticia de lo que se venía, pero cuando llegó reaccionó con extraordinaria valentía y coherencia. Pese a su adscripción clara al terreno de la derecha política, aún en su facción más moderada, el catedrático de derecho canónico, asistente diario a misa, no pudo hacer sino plegarse a la situación de hecho que el golpe, tan prontamente triunfante en Sevilla, planteaba. Jiménez Fernández quedó instalado en el Régimen como una consecuencia natural de su vida pasada, pero jamás realizó la menor alabanza, loa o hagiografía, ni del golpe militar ni de los militares que lo habían protagonizado. Al menos que a mi me conste.

Pese a los buenos servicios ofrecidos en el pasado por Jiménez Fernández, aquella actitud de distanciamiento con la sublevación debió provocar desconfianza y resentimiento por parte de los alzados. Tanto es así, que inmediatamente fue sometido a un expediente disciplinario, se le incautaron sus bienes de fortuna y se le desterró a 100 kilómetros de su habitual residencia sevillana, a Chipiona. Así, en principio, no parecía un mal sitio para esperar el fin de la guerra aquella hermosísima localidad gaditana, a la sazón un pequeño puerto de pescadores aún sin descubrir por el turismo internacional. Sin duda hubiera sido aquel un lugar agradable para esperar la escampada, de no haber sido por la irrupción en escena de los falangistas chipioneros, a cuyos ojos la tibieza del catedrático le convertía en un enemigo declarado de La Patria, que desataron contra él una intensa campaña de insidias, desprecios e incluso amenazas de muerte.


Queipo de Llano
Fue una dramática situación en aquellos años de confusión y terror que bien le pudo costar caro al catedrático de derecho canónico. Al parecer, solo pudo salir de ella gracias a la intercesión directa a su favor del mismísimo general Gonzalo Queipo de Llano, procónsul franquista en la zona con poder omnímodo y cruel sobre toda Andalucía, a más de jacarandoso locutor radiofónico, al que Rafael Alberti había dedicado unos memorables versos del género insultante.

“¿Atención! Radio Sevilla.
Queipo de Llano es quien habla.
Who I Am OJOS, que Yo Soy gargajea
Quien rebuzna a cuatro patas (…).”


Manuel Jiménez Fernández no volvió a ocupar nunca más cargos políticos institucionales. Se centró en su Cátedra, de la que no fue desposeído, en la práctica privada de la abogacia y en intentar cambiar la dictadura desde dentro. Hasta que comprendió que era una misión imposible.

En 1934, en un discurso ante las cortes como Ministro de agricultura pronuncio unas frases que reproducidas ahora no pueden dejar de resumir lo que constituyó su ideario político fundamental durante toda su vida.

"No puedo olvidar que soy catedrático de Derecho Canónico y tengo el concepto canónico de la propiedad. O sea que, como toda propiedad tiene que basarse sobre el concepto de que los bienes se nos han dado como medio para subvenir a la naturaleza humana, todo el uso de los bienes que excede de lo preciso para cubrir estas necesidades para las que la propiedad fue creada puede ser abusivo, y lo es ciertamente cuando éste coincide con un estado de extrema necesidad de otros hermanos nuestros".

Esos simples principios básicos de una cierta justicia social eran los que Jiménez Fernández comprobaba cada día que no se cumplían en la España franquista, en la que, además, veía que en esos días de 1963 se seguían aplicando “Unos procedimientos políticos que sinceramente hubiéramos querido ver borrados para siempre”, según denunciaban en su carta, aludiendo al “tono discriminatorio y partidista de otras épocas”. Aunque las diferencias venían de lejos y ya las habían explicitado en otras ocasiones (la más importante de ellas en la reunión de Munich del año anterior), en este momento tomaban carta de naturaleza pública, y colectiva, al hilo de las huelgas mineras y la solidaridad intelectual con ellas.

Pero tanto el catedrático sevillano como sus compañeros eran personas de orden, educadas y leales, y en el último párrafo le ofrecían a Fraga una posible salida airosa de la situación. Los firmantes mantendrían durante un tiempo el carácter privado de la carta hasta que el ministro les comunicara su actitud al respecto. El documento se entregó el 15 de noviembre. Transcurrido un mes sin que Fraga diera señal de haberla recibido, los firmantes la dieron a la publicidad. Una ruptura de relaciones en toda regla.



Soledad Bravo (Venezuela). “La paloma”






El apoyo anticomunista del PSOE


Con la victoria franquista de 1939, fueron multitud los socialistas que hubieron de pagar con la vida, con muchos años de cárcel y aún más de exilio su fidelidad a La República. La forma en que acabó la contienda, de nuevo con una mini-guerra interna entre los partidarios de seguir luchando, aún a la desesperada (los comunistas y una parte del socialismo, representada por Juan Negrín, Jefe del Gobierno, y otras fuerzas republicanas), o de acabar cuanto antes con una rendición a Franco (el sector mayoritario del PSOE, encabezado por Julián Besteiro e Indalecio Prieto, y buena parte del anarquismo ibérico), no hizo sino enconar las viejas rencillas, y la postguerra mundial, en la medida en que se impuso la lógica geopolítica de la Guerra Fría, no sólo no sirvió para cicatrizar heridas sino que por el contrario, para emponzoñarlas.

Rodolfo Llopis
A las alturas de los años 60, el secretario general del PSOE, y mandatario absoluto del partido, era, y seguiría siéndolo hasta la aparición en escena de Felipe González en 1972, Rodolfo Llopis. Se trataba de un veteranísimo militante socialista que había ocupado todos los cargos partidarios y gubernamentales habidos y por haber durante la República y la guerra, y que había alcanzado la secretaría general del partido nada menos que en 1944, en el primer congreso celebrado tras la guerra por el PSOE en el exilio. Una de las primeras tareas que debió imponerse fue la de acabar con las diferencias internas, lo que provocaría dos años después la expulsión de Negrín y sus partidarios, contra los que Llopis ya se había enfrentado en el golpe de estado interno de marzo de 1939. En el origen de las diferencias políticas entre uno y otro, y los respectivos sectores del PSOE que representaban, estaba la diferente actitud hacía los comunistas, que en Negrín era de colaboración, no exenta de reticencias, en la lucha común contra el fascismo, y en Llopis de abierta desconfianza y enfrentamiento. La lógica de la Guerra Fría había acentuado ese anticomunismo esencial de los socialistas españoles, cada vez más alineados con el Occidente capitalista y enfrentados al comunismo, en aquel momento totalmente implicado en la política internacional soviética. Una desunión de la izquierda que, a la postre, constituiría una importante rémora en la lucha antifranquista.

1944. Toulouse. Ejecutivas de PSOE y UGT
El final de la guerra concentró en el exilio a la gran mayoría de la dirección socialista, que se reconstruyó fuera de España en base a una política de influencia y entendimiento con los gobiernos de los países ganadores de la guerra, excepto la URSS, naturalmente, en cuyas presiones sobre Franco confiaban para la desaparición del franquismo. En la práctica de esta política, los socialistas (y la UGT, pues en aquellos momentos partido y sindicato venían a ser lo mismo) contaron con el apoyo inapreciable no sólo de los respectivos gabinetes socialistas que en un momento u otro gobernaron en Europa, sino, sobre todo, de la enorme fuentes de financiación, propaganda y solidaridad que constituían las asociaciones internacionales de las que formaban parte, muy especialmente la Internacional Socialista, creada en 1951 en Frankfurt, y la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales libres (CIOSL), en cuya fundación habían participado ya en 1949, o el muy influyente Movimiento Europeo, organizador del encuentro de Munich. Aquel centrarse en las relaciones internacionales en el exilio, desatendiendo la organización y la lucha directa dentro de España, constituyó, a mi entender, el principal impedimento del PSOE para jugar un papel significativo en la lucha antifranquista como en justicia le hubiera correspondido. Bien es verdad que, visto con perspectiva, tampoco lo necesitaban, pues fue morir Franco y la memoria popular, tan importante y tan frágil, les devolvió al lugar que habían ocupado en el pasado como si el franquismo hubiera sido sólo un mal sueño a olvidar.

Había muchos socialistas en la España de Franco, como no podía ser de otra manera, pero según todos los datos crecían de los elementos necesarios, políticos y organizativos, que les permitieran ejercer una resistencia prolongada y constante al franquismo. Los no muy numerosos grupos de socialistas que habían conseguido reorganizarse tras la guerra y las cárceles, debían enfrentarse a las dificultades de comunicación entre ellos y al práctico aislamiento de la dirección de Toulouse, con la excepción de la lectura esporádica de "El Socialista" o los viajes a Francia de algún militante del interior. Ese era el caso, seguramente, de los socialistas que, encuadrados oficialmente o no en el PSOE y la UGT, participaron en las huelgas mineras asturianas aún a costa de detenciones y apaleamientos.

Me ha resultado un interesante ejercicio de cotilleo histórico leer los ejemplares de El Socialista de aquellas fechas, que por suerte para cualquiera están disponibles en Internet. El Socialista, que a veces aparecía como Le Socialiste, era un semanario por todo lo alto, con ocho páginas de apretado texto que ofrecían noticias de España, pero, sobre todo, artículos sobre la situación internacional, actividad del partido en el exterior y, muy a menudo, largos análisis culturales, políticos o históricos.  Aunque lo dirigía oficialmente un francés, Georges Brutelles, se editaba pulcramente en París e incluía indistintamente artículos en francés y castellano, se trataba del órgano oficial del PSOE y de Rodolfo Llopis, que lo controlaba directamente.

El Socialista escribió cumplidamente sobre las huelgas asturianas y, algo menos, sobre la solidaridad intelectual que provocaron. Defendió, apoyó e impulsó las movilizaciones y sus reivindicaciones y denunció sin sombra de duda la represión ejercida contra los huelguistas. Sin embargo, tras expresar en estos escritos la solidaridad correspondiente y como en un ejercicio de contrapeso, sus redactores no dejaban de sacar a colación a los comunistas. Y no precisamente para regalarles flores por su participación en las huelgas.

Por ejemplo, en el número del 15 de agosto de 1963, fecha temprana para informar de la huelga de aquel verano si se tiene en cuenta que había estallado apenas hacia dos semanas, El Socialista ya publicaba en primera página un “Mensaje a los Españoles” firmado conjuntamente por la Confederación Internacional de Organizaciones Libres, a la que pertenecía UGT, y la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos. Se trataba sin duda de un apoyo sustancial a las huelgas mineras, aunque no se olvidaron de introducir al final un párrafo envenenado de anticomunismo:

“Por otra parte, no podemos olvidar las múltiples traiciones comunistas a la democracia española durante y después de la guerra civil. Además, la importancia y el volumen cada vez mayores de los intercambios culturales, comerciales y otros de los países comunistas con la España actual son la mejor prueba de su duplicidad. Es evidente que la existencia del totalitarismo franquista favorece el totalitarismo que los comunistas esperan implantar en España; de ello los demócratas españoles son perfectamente conscientes”.

Valdría entender que se trataba de un documento conjunto de las dos organizaciones sindicales anticomunistas mundiales, surgidas al hilo de la guerra fría para contrarrestar la poderosa influencia entre la clase obrera europea de los fuertes sindicatos comunistas salidos de la guerra antinazi. Considerado así, "El Socialista" se limitaba, en realidad, a reproducirlo en lo que podría haber sido un simple ejercicio de objetividad periodística, lo que daría por finalizada esta historia. Sin embargo, el tema se repite insistentemente también en los artículos que pretenden ser simplemente informativos. En el mismo número, un suelto titulado simplemente “Las huelgas de los mineros asturianos”, firmado con las iniciales I. S. I., da una vuelta de rosca más al tema:

“YA SURGIERON LOS COMUNISTAS

Para que la huelga asturiana alcance todo el grado de impopularidad nacional e internacional que el régimen necesita, ya aparecieron los consabidos comunistas. Ya hay comunistas en las cárceles. El hecho de que la propaganda impresa invitando a manifestarse por una serie de reivindicaciones fuera firmada por la UGT-CIOSL llenó de confusión y de despecho a los corchetes de la Dirección General de Seguridad. Había que tener un testimonio que permitiera endosar la huelga, si no totalmente, en parte, a los comunistas. Ya sea porque los comunistas lo hayan hecho o porque los falsarios del régimen lo hayan inventado, lo cierto es que aparecieron los testimonios necesarios, y de impronta comunista, para justificar el encarcelamiento a los que colgaron el sambenito de bolcheviques. Los verdaderos iniciadores del movimiento, como no podían ser calificados de comunistas, se les tildó de “revoltosos”, después de “socialistas-marxistas”. Lo de socialistas a secas no le convenía al régimen y el aditamento de marxistas en la prosa franquista equivale a comunistas. Así, pues, ya lo saben los lectores. La magia de la prensa caudillil, una vez más, intenta mistificar y engañar, conturbando el espíritu timorato de la burguesía española para que vea buitres donde no hay más que blancas palomas o tremebundos bolcheviques donde no hay más que pacíficos huelguistas”

La cosa no parecía tener dudas para el desconocido cronista. Las masivas detenciones de comunistas durante aquellos hechos no respondían a su real participación en las huelgas, sino, en realidad, a una oscura táctica policial, quién sabe si con la mismísima complicidad de los propios detenidos y torturados, de ningunear a los verdaderos movilizadores de las huelgas, que no eran sino el PSOE y la UGT. Por eso, cuando se les detenía no se les identificaba públicamente como tales socialistas, sino bajo el malévolo apelativo de “socialistas-marxistas”, nombre, decía el redactor, que los asimilaba a los nefandos comunistas. Infalible resulta el último párrafo en su elevación a metáfora de la realidad política del momento, con esas blancas palomas que son los huelguistas y ellos mismos enfrentadas a los buitres del comunismo internacional. A su favor queda, para mi gusto, ese lenguaje ya anacrónico que sin embargo retrata toda una época con palabras tan hermosas y sonoras como “corchetes”, “falsarios”, “sambenito”, “aditamento” o “conturbando”.

Resulta sumamente llamativa la insistencia con que los redactores de El Socialista volvían una y otra vez al mismo argumento, calcado de uno a otro escrito. A los comunistas se les detenía para demonizar la huelga; a ellos, en cambio, se les silenciaba para anularlos. El Socialista, 29 de Agosto de 1963, artículo informativo, cuarto párrafo:

“…Así van cazando a los trabajadores acusados de ser los faustos de la huelga. Para que la tramoya de la represión tenga justificación ante la opinión timorata de España y el mundo ya tiene la policía a los ocho comunistas que era menester. Los otros detenidos, para que nadie se apiade de ellos, no son simples sindicalistas de la UGT o del Partido Socialista. Quiá, se trata de otra cosa muy mala, son gente ‘conocida por sus ideas de extrema izquierda’ o de ‘socialistas-marxistas’.”

Lo firmaba José Barreiro, veterano militante asturiano que en octubre de 1934 se había sublevado junto con sus compañeros mineros, aunque él era maestro, contra el gobierno reaccionario del Bienio Negro, lo que le había llevado a la cárcel hasta el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. En 1939 se había exiliado en Francia y en aquellos momentos pertenecía a la Comisión Ejecutiva del PSOE.

El 10 de octubre El Socialista público íntegra la carta de los 102, incluida la nómina completa de los firmantes, a los que alude como “muy calificados intelectuales españoles”. El breve texto no es tanto un análisis político de la carta y las huelgas que la motivaron como una alta valoración moral del acto de dignidad realizado por mineros e intelectuales. Su propio título así lo indica: “Es caso de dignidad”, Pese a mostrar un claro apoyo y respeto a los firmantes, en el último párrafo aparece un cierto retintín hacia ellos, como si parecieran recriminarles que llegaran tarde al antifranquismo:

“En fin, bien está como comienzo que –ya que no iniciadores-- los intelectuales españoles se decidan a solidarizarse con quienes a tan duro precio toman sobre sí la empresa de luchar por la dignidad contra las indignidades del régimen del Caudillo.”

No es de extrañar que esta visión tan lejana, geográfica y políticamente, de lo que sucedía en España contrastara y hasta llegara a enfrentarse con la realidad que a diario veían, y compartían, los socialistas del interior. Precisamente en esos primeros años sesenta estaban empezando a tomar cuerpo los primeros intentos de reconstrucción del PSOE dentro de España. Los estaban llevando a cabo, en su mayor parte, militantes jóvenes y de origen básicamente universitario, niños en la guerra o nacidos ya tras ella. Al frente estaba Antonio Amat Maíz, Guridi, un nombre en el que merece la pena detenerse pues se trata de un personaje casi mítico del socialista hispano y de la lucha antifranquista, clave en los años de referencia.


Canción del Pueblo. “No nos moverán”





Antonio Amat, la esperanza socialista del interior

Antonio Amat
La vida de Antonio Amat tiene tintes aventureros que la hacen buena para una novela o un guión cinematográfico. Sus orígenes políticos están poco claros, quizás porque empezó muy joven. Se sabe que con tan sólo 17 años se alistó voluntario en el ejército sublevado, que había triunfado en Vitoria, su ciudad, el mismo día del alzamiento. La biografía oficial publicada en la web del PS0E ofrece una explicación precisa sobre este alistamiento que no he encontrado desmentida en otras fuentes. Según eso, Amat habría sido detenido en aquellos primeros días de la guerra por tirar por la calle panfletos a favor de La República y, como consecuencia, hubo de alistarse para evitar el juicio correspondiente. Es una historia plausible con la que, en aquellos primeros años de la guerra, y aún después, se podrían identificar tantos combatientes de uno u otro lado del frente. Recuérdese, por ejemplo, la aventura rusa del cineasta Luis García Berlanga, voluntario en la División Azul para intentar aliviar la situación de su padre encarcelado. En ambos casos tampoco sería descartable un apunte de añoranza juvenil por la aventura en estado puro.

También debió ser una mezcla de conciencia política y espíritu aventurero lo que le llevó a organizar en 1943 un grupo de jóvenes que pretendía llegar hasta Francia para unirse a la resistencia antinazi. Los detuvieron en Lekeitio, cuando intentaban subir a la barca que había de llevarles hasta las costas francesas. El intento le costó a Amat seis años de cárcel y uno de destierro en Huesca. Tras regresar a Vitoria en 1950 sería encargado por la dirección en el exilio de la reconstrucción del PSOE en el interior, labor complicada a la que puso manos a la obra con total dedicación y en constante peligro hasta que volvió a ser detenido tres años después.

Debieron ser años vertiginosos para Amat, que comenzó su labor de recuperación por su entorno vasco, en el que pronto contaría con la colaboración de socialistas veteranos, como Ramón Rubial, que le había acompañado en aquello aventura francesa y que también había pagado por ello y que con el tiempo presidiría en PSOE de la democracia, o más jóvenes, como Nicolás Redondo, futuro secretario general de UGT, extendiéndose luego a Asturias, Madrid, Cataluña o Andalucía, territorios que cita expresamente su biografía y que no por casualidad eran aquellos en los que el PSOE y la UGT habían tenido mayor presencia durante La República. La labor tuvo que ser inmensa. Localizar a los viejos compañeros aislados, muchos de ellos desde hacía ya muchos años, o a los pequeños grupos que se habían ido juntando por su cuenta, organizarlos y comunicarlos entre si, y a todos con él y sus camaradas de la dirección, poner en marcha los aparatos de propaganda o financiación, definir y comunicar la política a seguir, debieron suponer cientos y cientos de citas y reuniones clandestinas, viajes, contactos y conversaciones hasta cerrarse los ojos de cansancio. Se cuenta que a muchas de aquellas reuniones acudía en bicicleta, lo que le valió el sobrenombre clandestino de “El ciclista”, uno más de los varios que tuvo.

En 1953 volvió a ser detenido junto a su compañero de dirección del PSOE Tomás Centeno, que murió en comisaría. Esta vez estuvo poco encarcelado, y a la salida regresó a las tareas organizativas y políticas, que no se redujeron al mundo obrero socialista sino que se ampliaron a otros ámbitos, como la universidad, esencialmente, y a otras fuerzas de oposición, desde Ridruejo a Tierno Galván, incluidos contactos los comunistas, llegando a entrevistarse con el clandestino Federico Sánchez.

No obstante, quizás el mejor logro organizativo de Antonio Amat fue conseguir la incorporación al PSOE de un importante grupo de jóvenes intelectuales y universitarios que, por no estar lastrados por el peso del pasado, abrían el partido con su llegada a un mayor enraizamiento en la realidad española. Alguno procedía directamente del comunismo, como el ya citado Enrique Mújica, que tras su paso por la cárcel había cambiado de partido. Otros se movían en el campo obrero, tal que Nicolás Redondo, pero la mayoría habían batido sus primeras armas políticas, y habían sufrido sus primeras cárceles, en las filas de la ASU, la Asociación Socialista Universitaria que tanto había luchado en 1956 en aquellas huelgas de los estudiantes madrileños que ya han salido por aquí en su momento, y que en su mayor parte tuvieron largas y provechosas carreras políticas en la democracia. Se llamaban, por ejemplo, Miguel Sánchez Mazas, Juan Manuel Kindelán, Francisco Bustelo, Luis Solana, Mariano Rubio, Luis Gómez Llorente o Miguel Boyer. 


Luis Martín Santos
También figuraba en ese grupo el psiquiatra y novelista Luis Martín Santos, que en 1961 publicaría esa obra magna de la literatura española del siglo XX que es “Tiempo de Silencio”, y que se había convertido en el más directo colaborador de Antonio Amat en este periodo reorganizador a que nos referimos.

De todos ellos se valió Amat, en mayor o menor medida, para configurar por primera vez desde la guerra una dirección del PSOE en el interior nueva, organizada y cohesionada. Una dirección que pronto exigió a la Ejecutiva del partido no sólo ocupar en ella el lugar que les correspondía, sino, sobre todo, disponer de autonomía y capacidad para elaborar sus propias tácticas políticas de la forma que les aconsejara la realidad que vivían día a día, y no a lo intereses geoestratégicos de la alta política internacional. Ni que decir tiene que pronto chocaron con Rodolfo Llopis, sin cuyo consentimiento no se movía una hoja en el PSOE y que no pudo ver sino con auténticas reservas las aspiraciones de Amat y su nuevo entorno de volar fuera del nido. Tampoco le debían gustar mucho a Llopis algunas de las formas de lucha propugnadas por Amat, como la que este denominaba “táctica antibiótica”, que incluía la preparación de atentados que, por otro lado, nunca se llevaron a la práctica.

1959. Antonio Amat y militantes de la ASU y otras 
organizaciones con sus hijos en la cárcel de Carambachel
Sin embargo, en noviembre de ese año, tras haber asistido al VII Congreso del PSOE celebrado en Toulouse, Amat volvió a ir a la cárcel. Fue detenido, al parecer, a causa de una delación, que provocó la caída multitudinaria de casi un centenar de militantes, entre los que se encontraban la práctica totalidad de la dirección interior del PSOE. Ni que decir tiene que la ausencia de tantos dirigentes y militantes desmanteló prácticamente todo lo que Amat y la nueva dirección del interior habían reconstruido en los ocho años anteriores.

Al estallar las primeras huelgas mineras de la primavera de 1962 apenas hacía un año que Amat había sido puesto en libertad. La intensa campaña internacional por su liberación, coincidente con la que también se estaba produciendo por la libertad del poeta Marcos Ana, y una entrevista que le hizo para la prensa italiana la periodista comunista Rossana Rossanda, le había dado una enorme popularidad y prestigio internacionales, pero también habían cerrado el cerco policial en torno suyo, lo que sin duda hubo de hacer más difícil la tarea a la que de nuevo se enfrentó al salir en libertad: volver a poner en pie y a unir de nuevo  lo que había quedado del PSOE en el interior. Para entonces, Amat ya había sido relevado al frente del partido en el interior por Ramón Rubial. Unas cosas y otras condujeron a Antonio Amat a moderar su actividad política. Que pese a todo siguiera en su sitio da fe de su valor y fidelidad.

Enfermo de cáncer, Antonio Amat Maíz se suicidó la noche del 19 al 20 de noviembre de 1979 tirándose al mar desde la borda del buque Ciudad de Badajoz en el que hacía la travesía de Barcelona a Palma de Mallorca. Seguía militando en el PSOE, aunque se había negado a ocupar ningún cargo, ni orgánico ni institucional, tras el fin del franquismo. Tampoco había participado en 1972 en la sublevación anti-Llopis del PSOE del interior encabezada por el grupo sevillano. Incluso se había negado a competir con Llopis por la Secretaria General del PSOE en el X Congreso del partido en agosto de 1967, tal y como le habían propuesto un buen número de amigos y compañeros del interior. Una de ellas, Josefina Arrillaga, militante entonces del PSOE y su abogada defensora en el proceso de 1958, recordaría posteriormente aquel momento:

“Venían todos con gran expectación a conocer al líder, aunque algunos ya le conocían, y pienso que no respondió a esa expectación. No le culpo a él de eso, porque creo que era más nuestra fantasía, el afán de combatir al exilio, que nos hizo ver en Antonio a alguien que encarnase todos nuestros deseos. Los del Labour Party que tanto ayudaron a su libertad, estaban dispuestos incluso a que Antonio fuese el secretario general del partido. Pero Antonio Amat ni estaba interesado en ello ni lo había estado nunca; él era un activista que nunca pensó en dirigir nada...”

Josefina Arrillaga realizó estas declaraciones al periodista Fernando Jaúregui para su biografía del político vasco, cuyo sólo título delata ya en si mismo una tesis histórica de difícil comprobación, como lo es siempre la percepción de lo que pudo haber sido y no fue: “El hombre que pudo ser FG: pasión y muerte de Antonio Amat "Guridi" y otros "malditos" del PSOE[29]. No voy a entrar en explicar lo que dice el libro, entre otras cosas porque sólo he leído de él reseñas y comentarios, pero me resulta atractivo especular un momento sobre la idea que plantea el título y en la que Jaúregui (y su colaborador, Manuel Ángel Menéndez) coinciden con otros estudiosos. ¿Qué hubiera sido del socialismo español, y de la propia España, si el renovador del PSOE no hubiera sido Felipe González en 1972 sino Antonio Amat varios años antes?

No especularé sobre las posibles consecuencias post-franquistas de esa variable histórica, pues a estas alturas soy ya un convencido de que la inescrutabilidad de los caminos de la historia es muy superior a la de los propiamente divinos. Parece evidente, sin embargo, lo que podría haber supuesto el triunfo de las tesis renovadoras del PSOE del interior en aquellos mismos años en que se estaban produciendo los hechos. Bastaría para ello con hacer un negativo de las principales diferencias que separaban a Amat y sus compañeros de las tesis políticas y organizativas mantenidas por Llopis y la dirección del exilio. Seguramente el partido del interior hubiera cobrado un peso mayor, tanto en la lucha antifranquista como en la elaboración de la línea política general. Probablemente las estrategias de lucha contra la dictadura se hubieran centrado más en las movilizaciones populares dentro de España que en los contactos, las presiones o las influencias internacionales. Tal vez UGT hubiera colaborado con comunistas y otros sindicatos, como había sucedido en las huelgas asturianas, y no se hubiera producido, o se hubiera aminorado, la confrontación sindical entre la organización socialista y las nacientes, y después hegemónicas, Comisiones Obreras, una división que constituyó una lacra para el movimiento obrero español durante largos años democráticos, aunque con el tiempo haya terminado, como dice el tango, “en el mismo lodo todos revolcaos”. A lo mejor no tenía que haber esperado a que muriera Franco para crear la Platajunta.

Fuera del terreno especulativo, dentro ya de lo comprobable por documentado, encuentro un suceso que viene a mostrar palpablemente las diferencias políticas, en concreto sobre la unidad de la oposición a Franco, que separaban a Antonio Amat de Rodolfo Llopis. Dado que no la he visto reflejada en ningún texto de los que he consultado (lo que no significa que no esté contada ya) me parece interesante relatarla.

Como creo que ya ha quedado dicho (porque con ese motivo se firmó un manifiesto de intelectuales al que ya nos hemos referido), en la tarde del 25 de marzo de 1961, se abrió, en el Hotel Continental de París, la Conferencia de Europa Occidental por la Amnistía de los presos políticos españoles. Durante dos días más de 500 delegados de toda Europa y de América discutieron sobre los encarcelados políticos y elaboraron unas conclusiones pidiendo la amnistía que enviaron a varios Gobiernos, a las Naciones Unidas e incluso al Papa Juan XIII. La concurrencia ideológica era sumamente variada. Había desde catedráticos universitarios, dirigentes religiosos, diplomáticos e intelectuales hasta líderes sindicales y políticos, democristianos, laboristas británicos y liberales estadounidenses. También importantes líderes comunistas, especialmente franceses, encabezados por el mítico Maurice Thorez, todavía secretario General de PCF pese a estar ya muy enfermo. No resultaba extraña su presencia, pues la iniciativa de la Conferencia, las cosas como son, había correspondido a los comunistas españoles, con la colaboración inestimable, por aquello de las infraestructuras oblilgatorias, de los camaradas franceses. 

Había laboristas británicos, pero no socialistas españoles. Rebuscando en "El Socialista" de aquellos meses, apenas encuentro referencias al tema, excepto la reproducción de alguna opinión ajena contraria a la Conferencia. Tan sólo el 16 de marzo publicaron una posición oficial propia, a través de un comunicado conjunto de las Comisiones Ejecutivas del PSOE y de la UGT, cuyo mero título resultaba ya clarificador: “Nosotros, exiliados políticos, no pedimos ni queremos amnistía”. Desde esa perspectiva, ambas ejecutivas denunciaban la presencia de los comunistas como primer elemento de rechazo, pues, de acuerdo a su visión, “la intervención de los comunistas quita autoridad a la Conferencia y no favorece la causa de los presos políticos españoles”.

El PSOE y la UGT, aseguraban que también ellos promovían una campaña por la libertad de los presos políticos españoles. Una campaña, eso sí, propia y exclusiva, sin injerencias ni mezclas externas, de acuerdo a las organizaciones que se decía la estaban llevando adelante: “La Internacional Socialista, La Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres y la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos”. El PSOE de Rodolfo Llopis marcaba así su territorio exclusivo.

Creo que se equivocaba Llopis, sobre todo porque dentro de España aquello de la unidad contra Franco comenzaba a ser una realidad, pero también porque la enorme amplitud de las ideologías políticas o religiosas representadas en la Conferencia y la importante repercusión internacional que podían alcanzar sus conclusiones eran muchísimo más importante que la posible maldad de sus inspiradores, estuvieran estos a la luz o en la sombra.

Algo parecido debió considerar Antonio Amat, que en aquellos momentos llevaba más de dos años preso y le quedaban apenas unos meses para salir en libertad. El hecho es que, contraviniendo la política de Llopis, envió personalmente un mensaje de adhesión a la Conferencia de París. Y, además, no lo hizo sólo, sino junto a dos de los presos políticos más representativos de los partidos y las corrientes ideológicas en las que militaban, el democristiano Julio Cerón, que a la salida de la cárcel montaría el más radical FLP, y el comunista Simón Sánchez Montero. La nota era breve y se publicó en Mundo Obrero el 1 de Abril de 1961.

Si algo se distingue en ella, aparte de la significación de los firmantes, es que su elaboración no se pudo deber a una idea loca surgida en un aburrido paseo por el patio del presidio, como algo casual que cuaja. Cada uno de los quienes la suscribían se encontraba en una cárcel diferente, como se puede comprobar en la imagen, y ponerles de acuerdo en esas circunstancias para redactar y firmar un documento con tales implicaciones debió suponer un elaborado juego de bolillos político en el que no sólo debieron participar ellos tres.

La adhesión de Amat a la Conferencia “comunista” de París, y además en tan malas compañías, contravenía por completo las directrices políticas de la dirección en el exterior del PSOE, que cuando respondió indirectamente lo hizo, a mi entender, de manera un tanto miserable y, desde luego, sectaria. El 11 de abril de 1961, casi dos semanas después de la adhesión conjunta de Amat, Sánchez Montero y Cerón, el Comité de Dirección del PSOE, dio a conocer en Toulouse una carta dirigida a Amat, y publicada en El Socialista, en la que le expresaban la admiración del partido por su valor y entrega, le deseaban la pronta liberación y no olvidaban “los grandes servicios que has prestado al PSOE, por el que has sacrificado tu libertad”. Más que un saludo parecía una despedida en la que le agradecieran los servicios prestados. Lo firmaban todos y cada uno de los 21 miembros del Comité Directivo, desde su presidente, el histórico Indalecio Prieto, hasta el responsable de las Juventudes Socialistas, C. Martínez Cobo, pasando, naturalmente por el Secretario General Rodolfo Llopis.

Como se puede ver, la directiva socialista de Toulouse se acordó de sus compañeros, pero su solidaridad acababa en los límites de la propia organización, pues la resolución ignoraba por completo no sólo a Sánchez Montero y Cerón, sino al conjunto de los encarcelados que no pertenecían al PSOE.

¿Y los abajofirmantes socialistas? Pues bien, gracias. Aquí esperando turno. Repasando un y otra vez las listas de los documentos de intelectuales de aquellos años, confrontándolos con mi propia memoria y con los datos que encuentro en la bibliografía de que dispongo o en Internet, la verdad es que no hay muchos firmantes de los que pueda asegurar con certeza que en aquellos momentos pertenecieran al PSOE o fueran ideológicamente afines en sentido estricto y partidario. Los hay, indudablemente, y nada despreciables en el terreno intelectual, pero se trata de socialistas peculiares, en complicada relación con la dirección del PSOE en el exilio, que desatendiendo la estrategia aceptaron participar en una batalla y suscribir unos documentos cuya procedencia conocían muy bien.

Tal era el caso, por ejemplo, del ilustre cardiólogo de fama internacional Francisco Vega Díaz, uno de los 25 firmantes de la primera carta del 62, discípulo, amigo y colaborador de Juan Negrín y su confidente en los últimos días de la guerra. En las cartas solidarias desde el exilio nunca faltó la firma del escritor Max Aub, para mi gusto el mejor novelista de la generación de La República o del 27 y un socialista de primera hora permanentemente en tensión con la dirección del partido. Un no-comunista que siempre se negó al anticomunismo. 


Lauro Olmo
En la misma línea, pero residiendo en el Madrid, el antifranquismo intelectual siempre contó con la presencia, el apoyo y la firma del dramaturgo y escritor Lauro Olmo, fuera cual fuera la causa defendida o la injusticia atacada y convocara quien convocara. Socialista veterano ya entonces, siempre independiente de las respectivas directivas oficiales del partido, Lauro Olmo fue un hombre de intachable coherencia moral y política al que quizás el tiempo no le ha hecho justicia, ni personal ni cultural. También es frecuente la firma de Enrique Tierno Galván, el luego muy mítico alcalde madrileño, que por aquellas fecha aún ocupaba la cátedra de Derecho Político en la Universidad de Salamanca, de la que sería expulsado en 1965, y andaba en un proceso de búsqueda de identidad política que le llevaría a una breve militancia en el PSOE, a disentir profundamente con la política y la figura de Rodolfo Llopis y a ser expulsado expulsado inmediatamente. Aún no había llegado el momento del Partido Socialista Popular y su regreso a la casa madre.

Llama poderosamente la atención en estas cartas y documentos la falta de las firmas o adhesiones de los que en aquel momento se podrían considerar los verdaderos intelectuales orgánicos del PSOE en el interior, captados para el partido por Antonio Amat, con el que habían trabajado y en algunos casos detenidos. No suscribió ninguno de aquellos documentos, o yo no he encontrado su nombre, Luis Martín Santos, ya un siquiatra reconocido con varios libros sobre su especialidad a las espaldas y que precisamente en 1962 había publicado la emblemática novela “Tiempo de silencio”.

Luis Gómez Llorente
También se hecha a faltar a los antiguos estudiantes socialistas de la ASU, ya destacados profesionales en sus respectivas carreras. Es cierto que la mayoría de ellos habían pasado por recientes estancias carcelarias y eso deja su huella, especialmente en circunstancias como las que se vivían en aquellos años de dictadura y más aún formando parte de una estructura organizativa tan frágil como la que mantenía el PSOE del interior. Algunos, como el filósofo, profesor y matemático Miguel Sánchez Mazas o los economistas Francisco Bustelo y Mariano Rubio se habían exiliado tras sus respectivas detenciones, y otros que habían quedado en España, como el profesor Luis Gómez Llorente, el economista Miguel Boyer o el abogado Luis Solana, debían andar a sus cosas profesionales y partidarias. Basta un vistazo a la lista para descubrir que prácticamente todos ellos se sumarían en 1972 a la renovación del PSOE iniciada en el Congreso de Suresnes por Felipe González y Alfonso Guerra y, ya en democracia, desempeñarían un papel fundamental con el partido ya en el Gobierno, bien participando en él, bien disintiendo.



Adolfo Celdrán. “General”



Los falangistas de izquierdas salen de las catacumbas                                    

Pero si hay algo que sorprende en aquella batalla de los intelectuales españoles de los años 62 y 63 no es la presencia de antifranquistas notorios, fueran radicales o moderados, sino la de un grupo de personajes surgidos de lo más profundo de las tripas del franquismo, autodefinidos como falangistas de izquierdas. La carta que elaboraron, enviada el 30 de octubre de 1963 al Ministro Secretario General del Movimiento, el siempre sonriente José Solís Ruiz, la firmaban nada menos que 52 de ellos, entre los que figuraban los jefes nacionales de los Sindicatos de Pesca y Transportes y ocho procuradores en Cortes, encabezados por el camisa vieja Luis González Vicén, que en la guerra había sido Jefe de las milicias de Falange de Valladolid y héroe de “Alto de los Leones”, y que hasta hacía poco ejercía de Lugarteniente Nacional de la Guardia de Franco.

Muchos habían estado en la División Azul, y desde hacía tiempo venían rumoreado por los rincones --y ya lo pregonaban públicamente-- aquello de la “revolución pendiente” que Franco había traicionado. Una auténtica revolución joseantoniana y puramente fascista, de carácter anticapitalista y populista, con la que venían dando la lata desde finales de los cincuenta pero que siempre habían mantenido en el estrecho lecho del régimen. Aquella implicación en unas reivindicaciones de claro origen comunista resultaba, pues, algo novedoso.

En la carta, que no he podido consultar íntegra, aquellos falangistas llamados de izquierda reivindicaban el derecho a la denuncia pública de los actos delictivos, exigían respuesta a las acusaciones del documento de intelectuales, condenaban el corte de pelo a mujeres reconocido por Fraga, al que se criticaba la ambigüedad de su respuesta. No obstante, también intentaban llevar el agua a su propio caudal con aquella solidaridad. En el texto, aprovechaban las huelgas mineras para lanzar una dura crítica a los nuevos ministros económicos del Gobierno, tecnócratas abiertamente pro-capitalistas, con clara influencia del Opus Dei, que acababan de ser nombrados en 1962 y que constituían sus principales enemigos en el seno del régimen. Eso sí, la pregunta final que hacían resultaba inquietante, pues incluso al leerla hoy aún parecen resonar bajo ella los viejos clarines de guerra:

“¿Podría asombrarse nadie si un día los obreros responden con la violencia a las violencias de que son objeto?”


Paco Ibáñez. “Un español habla de su patria"




Con la CIA hemos topado

Para finalizar este recorrido por las distintas reacciones políticas levantadas entre las diversas fuerzas antifranquistas vamos a recurrir al más breve de los documentos de adhesión a la primera carta de los intelectuales, que aún con sólo tres firmas constituye, pienso yo, un ejemplo altamente ilustrativo de lo que aquellas huelgas y aquellos manifiestos supusieron para la política de oposición a la dictadura.

El 2 de octubre de 1963, cuando aún no se le debía haber pasado el cabreo con los 102 que le habían enviado su denuncia de las torturas tan sólo dos días antes, Manuel Fraga Iribarne recibió un telegrama de 17 palabras que, pese a su sencillez, debió sorprenderle:

“Conocedores documento intelectuales solicitando esclarecimiento sobre violencias policiales contra mineros asturianos hacemos presente nuestra adhesión dicho escrito.”

Una de las adhesiones no debió provocar ninguna extrañeza en el ministro. Al contrario, lo que debió parecerle raro era no haber visto su nombre entre los firmantes de la carta que acababa de recibir, pues no se trataba de otro de que Dionisio Ridruejo, asiduo suscriptor de este tipo documentos desde el primero de 1959 pidiendo amnistía. Sin embargo, no había suscrito ninguno de los relacionados con las huelgas del 62/63, pues estaba impedido para ello al encontrase en el exilio en París desde la Conferencia de Munich de 1972. Recibir su telegrama incluso pudo causar alivio a Fraga. ¡Al fin estaban todos!

Salvador de Madariaga
Eran los otros dos firmantes los que debieron escamar al ministro. El primero de ellos era un prestigioso intelectual ya de 77 años, aunque todavía viviría 15 más, autor de una extensa y bien valorada bibliografía que abarcaba desde el ensayo histórico hasta la poesía. Se llamaba Salvador de Madariaga y también era un veterano político de ideología liberal y europeista que había sido ministro de La República, eso sí, durante el bienio negro, y que se había exiliado en Londres al comienzo de la contienda. En tres ocasiones había sido candidato al Premio Nobel, dos al de La Paz y una al de Literatura, aunque en ninguna lo había conseguido.

Julián Gonrkín
Si algo podía definir a Julián Gorkín, el segundo de los firmantes extraños, no era el periodismo o la literatura que escribía, sino el concepto directo de “revolucionario profesional” con el que bien se le podía identificar. Al menos eso había sido ya en 1922 cuando ejerció de agente del Komintern soviético y de alguna manera no dejó de serlo en toda su vida. Militante inicial del PCE se desengañó del comunismo estalinista en su estancia de 1929 en la URSS junto a Joaquín Maurín, acercándose cada vez más a las tesis troskistas. Ya en la guerra civil, y tras pasar por diversos partidos minoritarios e izquierdistas, fue uno de los fundadores del POUM, cuyo periódico oficial, La Batalla, dirigió. Encarcelado tras los enfrentamientos de Barcelona de mayo de 1937, logró evadirse de la cárcel a pocos días de la entrada en Barcelona de las tropas franquistas, lo que le libró quizás del paredón pero le obligó al exilio hasta que pudo regresar, tras la muerte de Franco, como militantes del PSOE.

La primera pregunta que viene a la cabeza, al menos a la mía, es qué es lo que había hecho coincidir en aquel telegrama a aquellos dos hombres que a primera vista parecerían no sólo muy diferentes, sino directamente antitéticos. Un profesor y un revolucionario. Pienso que la respuesta es clara. Por encima de cualquier otra diferencia o simpatía que pudiera existir entre ellos, lo que unió a Salvador de Madariaga y a Julían Gonkín fue el antifranquismo y el anticomunismo que ambos compartían, un doble anti-ismo que en su trabajo político-cultural de aquellos tiempos siempre iría de la mano.

La implacable lógica de la guerra fría, o comigo o contra mí, había llevado a ambos a situarse del lado occidental y cristiano que comandaba Estados Unidos. Desde los años 50 habían formado una especie de tandem directivo, Madariaga presidente y Gorkín vicepresidente, de las diversas ramificaciones españolas del Congreso por la Libertad de la Cultura, organismo internacional creado y financiado por EEUU a través de la CIA, con el que controlaban y dirigían la lucha político-cultural internacional contra la URSS y el comunismo en general.

Desde esa posición, Madariaga y Gorkín ejercían una notable influencia sobre la intelectualidad española democrática y no comunista, especialmente en el exilio. Un importante papel lo cumplieron las publicaciones que editaban, la más modesta “Boletín Informativo del Centro de Documentación y Estudios de París”, tirada a ciclostil y que en Noviembre de aquel año dedicaría un número monográfico a las cartas de los intelectuales y las adhesiones internacionales, y la más oficial y difundida “Cuadernos”, órgano oficial para España, donde estaba prohibida, y Latinoamérica del Congreso Para la Libertad de la Cultura, de la que Gorkín era Redactor Jefe.

Sin saber necesariamente quiénes la financiaban y controlaban, pero sin duda conocedores de las ideas y posiciones políticas que defendía la revista y su equipo directivo, en Cuadernos colaboraban un buen número de importantes intelectuales y escritores españoles, además de latinoamericanos. Sirvan algunos: Juan Ramón Jiménez, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Ramón J. Sender, María Zambrano, Francisco Ayala, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren, Dionisio Ridruejo, José Ferrater Mora, Julián Marías, Camilo José Cela, Enrique Tierno Galván o Miguel Sánchez-Mazas. En sus diferencias y acuerdos ideológicos estaban representadas las diferentes corrientes de oposición antifranquista liberal y socialdemócrata, aunque como se puede comprobar comparando listas de colaboradores de Cuadernos y de abajofirmantes habituales, no eran pocos los que compatibilizaban bien su ideología, alejada en general del comunismo, con la participación en acciones o documentos antifranquistas auspiciados y organizados por los comunistas. Más dados a esta colaboración eran los residentes en España, que vivían en directo el día a día de la dictadura y entendían bien la prioridad que implicaba su derrocamiento, que los exiliados, en los que probablemente estaban más presentes los resquemores nacidos en la guerra.

En cualquier caso, la colaboración con los comunistas era tabú político en la línea de actuación del Congreso Para la Libertad de La Cultura y en todos sus organismos e instituciones, que eran muchas. No había gastado la CIA millones de dólares, de horas y de agentes para crear todo el entramado precisamente para luchar contra la URSS y su influencia internacional como para que ahora llegaran esos mismos comunistas a sacar beneficio de tanto esfuerzo y dinero. Por eso le debió extrañar a Fraga, que sabía bien con quién se las jugaba, encontrar la firma de Salvador de Madariaga y Julián Gorkín al pie de aquel telegrama, no por breve menos contundente.

Pero todavía debió producirle mayor extrañeza y malestar al ministro que un mes después se implicara directamente en el tema el Consejo Federal Español, presidido por Madariaga e integrante del Movimiento Europeo, el organismo internacional creado en 1949 en París y formado por partidos y movimientos socialdemócratas, liberales y democristianos, proamericanos y, desde luego, anticomunistas. Aunque ya debía tener Fraga el punto de mira puesto en el Movimiento Europeo, que había criticado las políticas franquistas a menudo y que el año anterior había dado cobertura oficial al famoso Contubernio de Munich que tantos quebraderos de cabeza había dado al Régimen. Pero por lo menos en aquella ocasión habían dejado a los comunistas a la puerta, mientras que ahora prácticamente los bendecían en público:

“El CONSEJO FEDERAL ESPAÑOL, que representa en el MOVIMIENTO EUROPEO las diversas tendencias democráticas de la opinión española, hace pública su solidaridad con los intelectuales, escritores y artistas españoles que han interrogado al Gobierno - en cumplimiento de un deber social inexcusable - sobre las violencias y malos tratos que han acompañado a la represión de las recientes huelgas mineras de Asturias.
Al mismo tiempo llama la atención de los diferentes grupos asociados en el Movimiento Europeo y de la opinión pública europea en general, sobre el comportamiento agresivo y despótico del Gobierno español que ha respondido a la correcta y justificada pregunta de los intelectuales con una campaña de prensa insultante y amenazadora y con diversos actos de coacción y persecución, entre otros la apertura de diligencias para procesar a los firmantes como reos de un delito de propaganda ilegal.
Tales comportamientos no hacen sino subrayar el distanciamiento del Régimen español de las formas y modos que inspiran la vida política de la comunidad europea a la que España pertenece por derecho propio y de la que su Gobierno la mantiene apartada por razones de incompatibilidad ideológica y moral.”

Eran unas consideraciones que bien pudieran haber suscrito sin desdoro ni mentira los intelectuales comunistas promotores y firmantes de los manifiestos previos, pues su motivación no era otra que la asimilación de España a los regímenes democráticos europeos, el objetivo de la política de reconciliación nacional propuesta por el partido.

El cambio de actitud de Madariaga y Gorkín, y con ellos de las organizaciones y colectivos que aglutinaban a su alrededor, no podía deberse a una rendición de su anticomunismo ni en una variación en sus tácticas de confrontación con el comunismo, que siguieron en el mismo tono. Tal vez pudiera ser que la importancia de las huelgas asturianas y los consiguientes documentos intelectuales y su repercusión en toda Europa les impidiera permanecer en silencio viéndolas llegar. A mi entender, ese cambio de actitud, también vendría a significar el triunfo, dentro de aquella oposición europeista y anticomunista, de las tesis que al respecto defendía Dionisio Ridruejo, que en el exilio francés al que se vio obligado a someterse tras la Conferencia de Munich tuvo tiempo para discutir largo y tendido con sus dos compañeros, en cuyas revistas colaboraba y con los que compartía tantas cosas, aunque disintiera en ésta.


Carlos Puebla. “Hasta siempre, comandante”





Dionisio Ridruejo, el firmante imprescindible


Dionisio Ridruejo
Personalmente, la figura de Dionisio Ridruejo me resulta una de las más atractivas y significativas de la larga nómina de intelectuales antifranquistas que han desfilado por estas páginas. Poeta apreciable, cualidad literaria que pienso ha sido ensombrecida por su intensa actividad política, Ridruejo fue, eso aprecio al leer de él y sobre él, persona de una inquebrantable coherencia ética y moral, a la que sometió su vida. Probablemente se trate del primer intelectual que, salido de lo más puro del fascismo joseantoniano, y aún franquista, tendió puentes entre las dos Españas, la derrotada de la guerra, exiliada o en el silencio y la clandestinidad, y la vencedora, a la que pertenecía y que acabó rechazando muy pronto.

Dionisio Ridruejo se había encontrado con José Antonio Primo de Rivera el 29 de octubre de 1933 en el famosísimo mitin fundacional de Falange Española que tuvo como escenario el Teatro de la Comedia de Madrid. Quedó fascinado, con el discurso y con quien lo pronunciaba:

“Un hombre sugestivo, inteligente, de gran elegancia dialéctica, gallardía y segura honradez personal, que a estas gracias añadía la de un punto de timidez delicada y diferente, enormemente atractiva. Me impresionó como no me ha impresionado ningún otro hombre y me pareció ver en él el modelo que el joven busca instintivamente para seguirle e imitarle: algo así como el amigo mayor que siempre orienta el despegue rebelde de los adolescentes cuando sienten la necesidad de romper con lo más inmediato e impuesto. Con esto, mi sistema de mitificaciones, quedó completo.”

Ridruejo
Ridruejo, que tan sólo tenía por esas fechas 21 años, 11 menos que su recién descubierto mentor, era por aquel entonces un joven licenciado en Derecho, más aficionado a la poesía, que ya escribía, aunque no había publicado,  que a las leyes, de familia piadosa, entabló desde el primer momento amistad con José Antonio, de cuyo circulo más íntimo de intelectuales y poetas entro a formar parte, hasta el punto de atribuírsele la autoría de dos de los versos de “Cara al sol”, el himno del partido:

“Volverán banderas victoriosas
al paso alegre de la paz.” 

Durante la guerra y en la primera postguerra había desempeñado diversos cargos en la Dirección de Propaganda Franquista dirigida por Rafael Serrano Suñer. En 1941 partió hacia Alemania como soldado raso voluntario de la División Azul, y a su vuelta era otra persona, o, al menos, había empezado a moverse la persona inicial. Las dudas se habían instalado en él, y un año después de la vuelta  comenzó a intentar dilucidarlas públicamente en los círculos orgánicos de Falange. Como no le hicieron mucho caso, decidió ir directamente a la cabeza y escribió una carta personal a Franco que leída hoy, sabiendo lo que pasaría posteriormente, puede parecer una ingenuidad, pero evidencia por las que estaba pasando Ridruejo en aquellos momento de desgarro íntimo entre lo que había creído que podía suceder y lo que en realidad sucedía en España:

“Mi general: Si me atrevo a distraer la atención de V.E con esta carta es simplemente por una razón de conciencia… Seguir viviendo silencioso y conforme como un elemento, aunque insignificante, del Régimen me parece en el estado actual de cosas un acto de hipocresía… Durante mucho tiempo he pensado, junto con algunos servidores más inteligentes y leales –más exigentes y antipáticos quizá también– que ha tenido Vuecencia, que el Régimen que preside a través de todas sus vicisitudes unificadoras, terminaría por ser al fin el instrumento del pueblo español y de la realización histórica refundidora que nosotros habíamos pensado. No ha resultado así y se lleva camino de que no resulte ya nunca… Lo cierto es que los falangistas no se sienten dirigidos como tales, no ocupan los resortes vitales del mando, pero en cambio los ocupan en buena proporción sus enemigos manifiestos y otros disfrazados de amigos, amén de una buena cantidad de reaccionarios… La Falange gasta estérilmente su nombre y sus consignas en una obra generalmente ajena y adversa perdiendo su eficacia, y la pugna hace que toda su obra aparezca llena de contradicciones y sea estéril.”

Desde luego no había ni asomo de deslealtad en la sinceridad de Ridruejo, más bien, al contrario, era una clara muestra de fidelidad y confianza. Diferencias sí, pero no traición. De manera muy diferente debió entenderlo el Caudillo, que ordenó su deportación fuera de Madrid, obligado a residir hasta 1947 en diversas ciudades españolas, especialmente en Cataluña, siempre previa autorización oficial. 

De izquierda a derecha, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales,
 Rodrigo Uría, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo,
Gonzalo Torrente Ballester y Antonio Tovar
Tras una larga y meditada evolución, enfrentado a una realidad del franquismo que cada vez le resulta más ajena y hostil, desde comienzos de los cincuenta Ridruejo venía explicando en público su convencimiento de que la solución política para España era la democracia y que la guerra civil debe ser superada definitivamente. Fue una etapa de intensos contactos políticos, con sus antiguos compañeros de la intelectualidad falangista igualmente desengañados, como Laín, Torrente Ballester, Rosales y otros, pero también con opositores directos y de izquierdas, como Tierno Galván o el propio Jorge Semprún. Una evolución política que le condujo a una especie de socialdemocracia con la creación del grupo ADE (Acción Democrática Española), un minúsculo grupo de amigos quizás, pero con buen peso en la España intelectual del momento, y a participar en cuantas iniciativas, fueran jornadas poéticas, congresos de escritores o firmas colectivas, le proponían aquellos jóvenes universitarios que se llamaban Enrique Mújica, Jesús López Pacheco o Javier Pradera, de los que no podía menos que suponer, si no conocer, su procedencia ideológica. Especialmente importante había sido su colaboración con los estudiantes de la universidad madrileña que se levantaron en huelga en 1956, actitud que le valió su primera condena de cárcel, que hasta entonces no había conocido aunque había pasado ya por varias comisarías.

Allí, en una celda de la Cárcel de Carabanchel, rodeado de aquellos jóvenes de la ASU, el FLP o el PCE que habían sido detenidos con él, escribió un romance con querencia de himno, que recurrentemente tituló “La carabanchelera”  y que expresaba bien a las claras su pensar en aquellos finales de los cincuenta y primeros sesenta:


“Levantemos la voz españoles,
por el pueblo humillado clamad,
es la voz de los hombres unidos,
que despiertan a la libertad.
Esta vez marchamos juntos
los que ayer combatían
porque vuelve la vida
triunfando del rencor; 
y con la paz ganada
tendrá la tiranía
en las viejas trincheras
su tumba sin honor”.


Raimon. "De un tiempo, de un país"




Reflexiones desde territorios diferentes

Dionisio Ridruejo es, precisamente, uno de los dos únicos intelectuales españoles de los que he podido encontrar reflexiones sobre el sentido de aquellas batallas de 1962 y 63 contemporáneas al momento en que sucedieron. El otro es Federico Sánchez-Jorge Semprún, que llegará después para poner a estas notas la banderita de fin de obra.

En la búsqueda de documentación he tropezado con sendos artículos de Dionisio Ridruejo publicados en noviembre de aquel mismo 1963, prácticamente al momento de haber sucedido los hechos, en los que, al hilo de las huelgas y las cartas de intelectuales aprovechaba para analizar las relaciones siempre conflictivas entre la oposición antifranquista liberal y socialdemócrata y los comunistas. Ambos escritor los publicó, como no podía ser de otra forma, fuera de España. Uno en el Boletín Informativo del Centro de Documentación y Estudios de Paris, el organismo auspiciado por el Congreso para la Libertad de la Cultura que dirigían Madariaga y Gorkín. El otro en la revista Ibérica que editaba y dirigía en su exilio neoyorkino la abogada y política Victoria Kent, que durante La República había sido directora general de prisiones y diputada en Cortes en la bancada de Izquierda Republicana. También era una pionera del feminismo español, partidaria del sufragio femenino, que, sin embargo, había votado en contra de concedérselo en 1931, cuando al fin lo aprobó la Constitución republicana, provocando un enfrentamiento histórico con su práctica correligionaria Clara Campoamor. Ambas publicaciones se movían en el ámbito de la oposición no comunista en el exilio, y en ambas ofreció Ridruejo similares argumentos sobre las relaciones y la unidad de acción con el PCE. Merece la pena repasarlos por encima para centrar la visión sobre la cuestión que nos ocupa.

En el primero de ellos, el que más espacio dedicaba al mero análisis político, Ridruejo comenzaba por reconocer la importancia de la labor realizada por los comunistas en España, que atribuía a tener “en su campo de expansión la única radio que desmiente a la emisora del Estado”, y a la “disciplina de sus activistas que aceptan ofrecerse al sacrificio incluso para obtener objetivos menores”.

Este respeto por las actividades de los comunistas no acercaba, no obstante, a Ridruejo al comunismo, que se consideraba a sí mismo integrante de “otra clase” de oposición que, “sin propósito de definición ideológica, podríamos llamar liberal, en cuanto su aspiración consiste en acercar el régimen político de la España futura a los modelos del mundo libre”. Ambas oposiciones, explicaba, se movían con tácticas políticas diferentes. Los comunistas, impulsando la idea de lo que Ridruejo llamaba, en alusión a la política de reconciliación nacional, un “genérico antifascista”, que consistiría en “un frente de toda la oposición, en la cual ellos, los comunistas, no podrían por menos que desempeñar –según su creencia mesiánica-- un papel de eje”. La otra oposición se aglutinaría, según su discurso alrededor de “un genérico  menos genérico pero más claro que el puro antifranquismo: el genérico democrático”, que no entraba a concretar en qué consistía, pero todos podían entenderle, especialmente sus correligionarios a los que dirigía esencialmente el mensaje.

Pensaba el analista que la intención de los comunistas de hegemonizar la oposición a la Dictadura les conducía necesariamente a intentar capitalizar políticamente cualquier ocasión, protesta o movilización que se produjera o pudiera producirse, aunque se preguntaba, y preguntaba a los lectores: “Pero, ¿vamos a reprochar al Partido comunista - que por otra parte paga al contado-- que como opositor intente "estar en todas partes" y como grupo mesiánico intente cosechar todo movimiento de la sociedad española?”. Como se puede ver, insistía mucho Ridruejo en el carácter “mesiánico” del comunismo, cuya “expansión fácil” consideraba que provocaría diversos males a una posible salida democrática del franquismo: 

”El sistema de libertad que se busca sería sumamente inestable y su defensa dependería con exceso de las circunstancias internacionales. La izquierda democrática, por otra parte, puede temer con fundamento que una presencia comunista numéricamente excesiva inclinaría la balanza del lado conservador y frustraría las reformas y transformaciones para cuya ejecución, en último extremo, se busca el régimen de libertad. Por añadidura, se piensa que en las circunstancias actuales la presencia de fuerzas maximalistas en el frente común introduciría en la aspiración democrática elementos de contradicción que no harían sino favorecer la perpetuación franquista y post-franquista de la dictadura defensiva y reaccionaria.”

Aquellas eran, precisamente, las razones por las que Ridruejo no era comunista. Pero resulta, que tampoco el régimen lo era. Es más, desde su anticomunismo “brutal”, pensaba el autor, el franquismo utilizaba a los comunistas al situarlos en primera línea de la subversión y proclamando a los cuatro vientos que todo lo que se les enfrentaba era comunista. Le parecía una táctica de la dictadura encaminada a desprestigiar y criminalizar toda protesta en general, acusándola de radical y comunista, y a ocultar la oposición que realmente le haría daño en Europa, la del “genérico democrático”. Sin embargo, lo que preocupaba a Ridruejo en aquel momento era, precisamente, aquella coincidencia anticomunista de la otra oposición, a la que él mismo pertenecía, con el franquismo. La consideraba inadmisible y pensaba que constituía una rémora en el derrocamiento de La Dictadura. Esa idea llevaba a Ridruejo a establecer prioridades políticas que le diferenciaban de sus compañeros en las tácticas a seguir:

“La idea de que los obreros deben dejar de hacer huelgas, los intelectuales dejar de tener conciencia moral y los opositores del régimen dejar de hacer oposición para no "servir" al Partido Comunista, es una idea descabellada. (…) Las prevenciones no-comunistas que evidentemente tiene y ha de tener la oposición democrática y más simplemente el "ciudadano consciente" no tienen parentesco alguno con el anticomunismo brutal, oportunista y a la larga mimético de los duros del sistema, y dejarse ganar por el "tabú" de las "coincidencias inevitables" sería hacer el juego a la violencia de hoy, que está a la vista, para con toda probabilidad, dejar el campo libre a la violencia de mañana que está por ver.”

El texto publicado en Nueva York, más centrado en contestar personalmente a Fraga y menos estrictamente político, se cerraba, no obstante, con una llamada de atención aún más contundente a sus socios políticos, que debieron entenderla perfectamente:

“Por lo que se refiere a lo otro, a la obstinación con que se presenta la amenaza comunista como argumento para que todos tengamos que inhibirnos de nuestros deberes so pena de favorecerla, hay que decir muy simplemente que en ese favorecimiento el Gobierno no tiene competidor posible. Y cada cual con su conciencia.”

El segundo análisis coetáneo de las huelgas y las cartas que he encontrado llegó desde el ámbito del comunismo, y por realizarlo quien lo realizó y por el momento en que lo hizo tiene un interés especial. A finales ya de 1963 la revista Nuestra Bandera, órgano teórico y cultural del PCE, que figuraba como editada en el mismo Madrid, pero que en realidad se tiraba en París, publicó un artículo de nuestro viejo conocido Federico Sánchez en el que extraía algunas conclusiones sobre las cartas de los intelectuales, cuyas repercusiones todavía andaban coleando por el mundo.

Jorge Semprún
Para esas fechas, Jorge Semprún residía ya definitivamente en Francia, tras haber salido de España en diciembre de 1962, pasados nueve años de vida clandestina en el interior de España como máximo responsable comunista de la política cultural del partido. Su principal cometido durante ese tiempo había sido activar en el interior del mundo intelectual, artístico, cultural y universitario español, en el que siempre habían latido extendidos sentimientos contra la dictadura, pero que hasta entonces no se había organizado de manera que pudiera ofrecer colectivamente una respuesta política de oposición al franquismo. Uno de los principales métodos utilizados para aglutinar a los intelectuales de toda ideología y condición contra la dictadura (ya se sabe, el “genérico antifascista” de que hablaba Ridruejo o la “política de reconciliación nacional” que preconizaba el PCE) habían sido, precisamente, las cartas y documentos colectivos a que nos hemos venido refiriendo. Por eso pienso que son pertinentes sus reflexiones sobre lo conseguido con aquellas cartas y acciones de 1963 teniendo siempre en mente las intenciones políticas y organizativas con las que había entrado en España hacía 10 años.

Tras considerar que los recientes documentos de los intelectuales constituían “sin duda uno de los acontecimientos políticos más importantes de este periodo”, frase que no pudo escribir sin poner en ello un cierto orgullo personal del deber cumplido, Sánchez-Sempún destacaba ante todo el salto cualitativo que significaban aquellas movilizaciones, que ya no eran por cuestiones gremiales (censura, enseñanza) o sectoriales (amnistía, vuelta de los exiliados), sino esencialmente políticas:

“Se afronta aquí, por los intelectuales españoles, el problema crucial de la situación política a través de la denuncia concreta de una serie de actos represivos: el problema de las libertades democráticas, de las estructuras políticas de nuestro país. La oposición intelectual eleva con estos documentos de forma muy sensible todo el contenido de sus planteamientos programáticos.”

Valoraba positivamente y con pulcritud --sin ningún asomo de capitalización o del “mesianismo” del que acusaba Ridruejo a los comunistas, todo sea dicho-- la variedad ideológica y generacional de los firmantes:

“Y es que al pie de ambos documentos confluyen, con sus firmas, los representantes de diversas generaciones intelectuales y de muy diferentes corrientes de pensamiento. La amplitud de esta oposición –en cuanto a grupos de edad y en cuanto a corrientes ideológicas—es uno de sus rasgos más interesantes. Confluyen aquí las firmas de hombres que estuvieron en posturas opuestas, en la época de la guerra civil y aún posteriormente. Pero aparecen, masivamente, las firmas de la nueva generación de universitarios, generación formada, no lo olvidemos, en estos últimos veinticinco años, bajo el actual régimen. Lo que estos documentos ponen de relieve, por tanto, es el fracaso cultural del régimen, su incapacidad para atraerse a los intelectuales, su pobreza espiritual”.

Exponía el resultado político inmediato sufrido por el régimen en la batalla, y especialmente su Ministro de Información y Turismo:

“Se desenmascara de una forma aún más rotunda su maniobra de ‘liberalización’ en un momento en que al régimen no le interesa hacerlo”.

Y finalizaba Sánchez-Semprún su análisis, como siempre se hace en estas circunstancias, con una proyección hacia el futuro:

“En estas condiciones, el camino a seguir por la oposición intelectual está claramente trazado: desarrollar y ampliar su iniciativa; reforzar el frente de su protesta, para demostrar, como mínimo, ante la opinión pública la necesidad de un cambio en la vida política española. No cabe duda, pues, que los documentos de los intelectuales constituyen un jalón importante en la lucha por la libertad en nuestro país”.

A simple lectura puede resultar una valoración altamente optimista de lo conseguida en la política de reconciliación dentro del terreno intelectual, especialmente dirigida a sus posibles lectores de la cúpula carrillista al frente del Partido con la que ya andaba en disidencia. En un repaso más detallado cabe descubrir en el artículo de Federico Sánchez, el último que publicaría en Nuestra Bandera, un par de detalles que llaman la atención y que delatan el intenso y complejo momento personal que estaba viendo el autor, en pleno proceso de transformación de revolucionario profesional en novelista internacionalmente reconocido.

En 1963, Jorge Semprún publicó en París, y en francés, el idioma en el que la había pensado, “Le long voyage” (“El largo viaje”), una novela autobiográfica basada en su propia estancia en los campos nazis, que había comenzado en su domicilio clandestino de la calle Concepción Bahamonde de Madrid ya en 1960, aprovechando las horas libres que le dejaban las citas partidarias. El éxito fue inmediato, y la concesión en junio de ese mismo año del premio internacional de novela Formentor, que entregaban los editores europeos, convirtió de repente a Semprún en una figura literaria internacional a la que tener en cuenta. 

En paralelo con ese éxito literario, Jorge Semprún se encontraba en pleno proceso de ruptura con Federico Sánchez. Ya desde su regreso de España en diciembre del 62, Jorge Semprún había comenzado a disentir, junto a Fernando Claudín, de las posiciones políticas mantenidas por el Secretario General, Santiago Carrillo, y por la mayoría de la dirección sobre las salidas políticas al franquismo. Un año después, el enfrentamiento había llegado a su punto más alto de discusión interna y no se resolvería hasta noviembre de 1964 con la drástica expulsión de Semprún y Claudín del partido.  Para Semprún significaba la ruptura violenta con todo lo que hasta entonces había su vida, aliviad sin duda por su nuevo éxito literario. Para el PCE implicaba una más de las disidencias que jalonaban su historia y que no sería la última. En diciembre de mismo año, sin ir más lejos, salió a la luz el primer número de un apócrifo “Mundo Obrero”, de diseño y cabecera idéntica a la original, pero que exponía tesis radicalmente contrarias a las mantenidas por la dirección del PCE. Era la primera expresión pública de un grupo de comunistas escisionistas desde posiciones pro-chinas y estalinistas, que en breve se convertirían en el Partido Comunista de España (Marxista Leninista), la primera de las organizaciones salidas del PCE que le disputarían la hegemonía comunista en los años posteriores.

1959. Comité Central PCE, Arriba, segundo a la izquierda,
Jorge Semprún, bajo él, Fernando Claudín
Considerar ese eje vital, intelectual y político en el que se encontraba Jorge Semprún ayuda sin duda a explicar algunas de las características más llamativas de aquel artículo. En primer lugar, el tono en el que está escrito y el lenguaje que utiliza, ajeno a los tópicos y tics de la literatura partidaria del momento, lo que incluso hoy lo hace de fácil lectura y comprensión frente a lo engorroso que resulta leer en la actualidad ciertos textos similares.

Más significativo resulta a mí entender lo que no se nombra en el documento, tal vez porque el autor considere que ya lo ha dejado atrás. No existe en él, por ejemplo, una sola referencia al PCE, ni a sus siglas ni a su política, bien fuera la de reconciliación nacional u otras, ni aparecen siquiera una vez las palabras “partido”, “comunismo” o “militantes”. Tan sólo una vez escribió Semprún “comunista”, y eso como referencia a la “maniobra comunista” a la que Fraga culpaba todo lo ocurrido. En cambio, los términos “oposición intelectual” e “intelectuales españoles” aparecen no menos de una docena de veces. Es sólo un juego de contar palabras, pero creo que revelador. Todo ello junto parece indicar que, aunque el artículo lo firmara Federico Sánchez

Se piense lo que se piense del análisis de Jorge Semprún, en lo que no cabe que acertó de lleno e en su consideración de que los documentos de intelectuales constituían “un jalón importante en la lucha por la libertad en nuestro país”, y que en los años siguientes se convertirían en la más importante, frecuente y numerosa forma de lucha política de los intelectuales. Aunque a menudo se abusaría en el futuro del género epistolar, hasta acabar dándosele al termino abajofirmante un cierto tono caricaturesco y despectivo, algunas de aquellas cartas posteriores a las del 62/63 tuvieron singular repercusión, por las críticas al régimen que en ellas se lanzaban, pero sobre todo por el gran número de intelectuales que las suscribían, hasta el punto de que en algún caso cabe preguntarse si el territorio español podía contener tantos intelectuales de la oposición intelectual por kilómetro cuadrado.

Así, por ejemplo, en 1965, Manuel Jiménez Fernández encabezaba el documento firmado nada menos que por 1.161 intelectuales, artistas, profesionales liberales y escritores en la que le reclamaban al Ministerio de Información, libertad de asociación, de información y de expresión, derecho de huelga, libertad para los presos políticos y regreso a sus puestos de trabajo de todos los represaliados. Dos años después fueron 565 los que exigieron libertades sindicales y políticas, esta vez al Vicepresidente del Gobierno, el Teniente General Agustín Muños Grandes, y en 1968[31], año de grandes movilizaciones universitarias y obreras, y de consecuente represión, llegaron prácticamente a 1.500 los que de nuevo se dirigieron al Gobierno, en concreto al Ministro de Gobernación, el ínclito Teniente General Camilo Alonso Vega, popularmente conocido en los medios antifranquistas como Camulo


Al igual que en 1963, tal y como el mismo documento de 1968 recordaba en su primer párrafo, de nuevo denunciaban los intelectuales y la gente de la cultura las crueles torturas sufridas por muchos de los detenidos, claramente identificados en las declaraciones adjuntas  a la carta firmadas por cada uno de ellos. Igualmente se identificaba con sus nombres, apellidos y cargos a algunos de los torturadores más contumaces y crueles. Había no obstante una diferencia sustancial en esta denuncia en relación con la similar de cinco años antes. Aparte del aumento exponencial del número de abajofirmantes ya habituales que la suscribieron, destaca en ella una mayor presencia de intelectuales procedentes de esa otra oposición de la que hablaba Ridruejo. Especialmente destacados eran los de significación democristiana y abundaban los firmantes sacerdotes o religiosos. Entre quienes lo suscribían figuraba, por cierto, Ana Fraga Iribarne, la mismísima hermana de Don Manuel, que aparecía como escritora, aunque si bien publicó posteriormente algunos libros, su verdadera labor estuviera en la enseñanza.

Según cálculos del historiador Pere Ysàs, tan sólo entre 1962 y 1969 el Ministerio de Información registró más de 30 escritos firmados por intelectuales, profesionales liberales y artistas. En los años siguientes el método se extendió casi hasta los límites de la parodia. Tanta abundancia provocó la pérdida de eficacia, pues los abajofirmantes habituales acababan siendo siempre los mismos, fuera cual fuera la injusticia a combatir o la causa que defender, desaparecido todo efecto de sorpresa y reduciéndose con ello la repercusión internacional de las acumulaciones de firmas.

En cualquier caso, la primera mitad de los años sesenta fueron marco de profundos cambios en España. En el franquismo gobernante, en pleno paso del aislamiento al reconocimiento internacional, de la autarquía económica al desarrollismo que permitió la emigración y el turismo, del falangismo gubernamental a la tecnocracia opusdeista. Y en la oposición que batallaba contra él, que encontró nuevas formas y tácticas en su lucha, que, como bien se pudo comprobar luego, todavía no era la final.

En esos años, y en aquellas huelgas de Asturias, nacieron y se consolidaron las Comisiones Obreras, autodefinidas entonces como “movimiento sindical”, que no estrictamente sindicato, de “nuevo tipo” y carácter “sociopolítico”, y que se convertirían, a partir de esa definición y de sus acciones al frente de movilizaciones y huelgas de todo tipo, en la fuerza hegemónica del movimiento obrero hasta bien entrados en la transición. También por entonces se cimentó la organización de la disidencia universitaria, que en realidad no había cejado desde 1956 pero que culminaría en 1966 con la fundación del Sindicato Democrático de Estudiantes, que terminaría definitivamente con el SEU franquista y capitanearía las muy importantes luchas universitarias en la década final de la dictadura. Aprovechando igualmente los resquicios que dejaba entreabiertos el régimen en su legislación, comenzó a abrirse paso un amplio movimiento de asociacionismo vecinal, femenino, cultural, profesional o social, que potenció la organización popular de la ciudadanía en general. En definitiva, la lucha contra la dictadura dejó de ser en aquellos años una batalla estrictamente minoritaria, resistencial y clandestina para salir a la luz directamente al ataque y extenderse entre las grandes masas ciudadanas, siempre, claro, dentro de los límites que permitía una dictadura que nunca bajó su listón represivo. Un listón que incluso llego a subirse en los últimos y agónicos años de la dictadura, ya con el Caudillo y su caudillaje en descomposición.

Pero, en fin, la historia ha pasado y aquella capacidad de influencia de la intelectualidad en la sociedad española se ha reducido hasta límites insospechables entonces e incompresibles ahora. La cultura y el arte se han convertido en los floreros decorativos del sistema, valorados en tanto en cuanto constituyan un valor de cambio generador de beneficios para la industria cultural correspondiente, y despreciados en su posible valor de uso como incitadores del conocimiento y la sensibilidad general y, sobre todo, como generadores de pensamiento crítico sobre la realidad. Recordar lo que fue y ya no es podría servir, digo yo, para indagar en qué punto del camino nos perdimos y, en el mejor de los casos, para pensar en cómo recuperar la senda abandonada.




Coetus y Silvia Pérez Cruz. “Gallo rojo”













[1] Jorge Martínez Reverte. “La Furia y el Silencio. Asturias, primavera de 1962. Espasa Calpe. Madrid. 2008.
[2]El exilio español de 1939. Taurus. Madrid. 1976.
[3] Editorial Planeta. Madrid, 1977.
[11] José Manuel Caballero Bonald, “La Costumbre de vivir”. Alfagura. Madrid. 2001.
[12] 2014. Editorial Akal. Madrid.
[13] 2007. Editorial Planeta. Barcelona.
[16] Su apellido en realidad era Sirgo, y estaba casada con Alfonso Braña, otro de los detenidos y torturados. Anita dejó posteriormente testimonio de aquellos hechos.   
[18] T & B Editores. Fundación AISGE. 2012. Madrid.
[21] Crítica. Barcelona. S004.
[22] Editorial Aguilar. Madrid, 2003.
[26] Fernando Jaúregui y Pedro Vega, “Historia del antifranquismo
[29] 1994. Editorial Temas de hoy, Madrid.
[31] En realidad la carta se entregó el 11 de enero de 1969, pero referida por completo a sucesos del año anterior. Estas tres últimas cartas pueden encontrarse completas aquí

No hay comentarios:

Publicar un comentario