jueves, 21 de enero de 2016

En la muerte de Ettore Scola, maestro del cine italiano
El hombre en la historia





Leo que hace dos días, 19 de enero de 2016, murió a los 84 años de edad el director de cine italiano Ettore Scola. No soy amigo de necrológicas, especialmente en el caso de tratarse de amigos o conocidos, cuyo fallecimiento siento como dolor íntimo sin deseo de exteriorizarlo. No es, sin embargo, este el caso, pues mi única relación con Scola es la que se deriva de la admiración por su obra y del respeto por su figura pública y política. Todo ello me alienta a escribir estas líneas, que no pretenden ser sino el apresurado recordatorio de un cineasta de singular talento y un hombre de inquebrantable voluntad progresista. Con que alguien vuelva a ver, o vea por primera vez, alguna de sus películas como consecuencia de estas líneas me doy por satisfecho. El arte de los artistas es lo que debe perdurar de ellos, porque si miramos bien dentro de él encontraremos también los rastros para conocer las personas que fueron sus autores.

No voy a contar su biografía, que se puede encontrar fácilmente en Internet y que ayer y hoy todos los periódicos han resumido. Sí quiero referirme a un aspecto de su vida que las necrológicas apenas destacan y que, no obstante, creo que es relevante, en tanto en cuanto está íntimamente relacionado con sus películas, aunque no de la manera simplista que parecen destacar algunos periodistas.

Ettore Scola era un rojo en el más pleno significado de la palabra, militante durante largos años del PCI, de cuyo “gobierno en la sombra” fue Ministro de Cultura en la esperanzada etapa de Enrico Berlinguer, cuando el famoso sorpasso parecía estar en la palma de la mano de los comunistas italianos.

Encuentro en varios artículos que, tal vez a causa de su militancia política, se califica su trabajo como cine militante, una clasificación, que, por cierto, parece ser que no le gustaba mucho al cineasta, que como persona inteligente prefería matizar las apariencias. “Militante es una palabra que nunca me ha gustado. En el trabajo que hago se transmiten mis ideas; si no, no sería una obra de autor. Cuando filmo películas específicamente políticas, incluso documentales para el Partido Comunista, están en ellas mis convicciones estéticas. Y en el cine que parece más profesional, como en ‘Un italiano en Chicago’ están mis convicciones políticas”, declaró hace algún tiempo al periodista Gregorio Belinchón, que ayer lo reproducía en su crónica de El País, que, pese a la claridad del director tituló “Fiel retratista de Italia, con él se despide un cine militante, un cine que hablaba con y sobre la calle”.

Es cierto que Scola realizó películas directamente militantes, sobre todo en el terreno del documental, como sus trabajos de 1971 y 1972 sobre la Fiesta de L’Unita, la celebración anual del PCI, o el que dedicó, en colaboración con un numeroso grupo de cineastas comunistas, al entierro de Enrico Berlinguer en 1974. Sin embargo, en el conjunto de su filmografía, que incluye cuarenta películas como director, escritas por lo general por él mismo, jamás aparece directamente esa militancia, bien sea como consigna, incitación o proclama, sino, en todo caso, como sustrato ideológico desde el que afrontó las muy diversas historias que quiso contar en sus películas. No es ese el tema de su cine, sino el sustrato analítico desde el que lo elabora.

Si hay una preocupación temática fundamental en las películas de Ettore Scola es lo que podríamos definir como la situación del ser humano en el contexto de la Historia, entendiendo ambos conceptos en un sentido no estático, sino dinámico. La memoria como elemento de relacionar el pasado con el presente y explicar la influencia de los momentos históricos en la evolución y el comportamiento de las personas que pueblan sus películas.

Desde el primero de sus filmes que alcanzó resonancia internacional, “Una mujer y tres hombres” (1974), sobre tres camaradas de la resistencia antinazi que se reencuentran treinta años después para comprobar que nada es lo que era, hasta el último, “Qué extraño llamarse Federico” un documental creativo sobre su amigo Federico Fellini rodado apenas hace dos años, está presente en el cine de Scola la memoria como motor de la historia. Sus personajes son personas enfrentadas a su pasado, que les ha hecho lo que son y que a veces les exige cuentas. Lo suyo es indagar en el paso del tiempo como constructor de una sociedad y unos hombres y mujeres que son lo que son porque antes fueron lo que fueron; aunque ya hayan dejado de serlo.

Siendo esa relación entre el hombre y la historia el “tema” fundamental en la obra de Ettore Scola, pienso que su valor más destacable como artista se encuentra en la manera que lo abordó, siempre desde la imprescindible exigencia estética de que todo artista debe tener. Su territorio expresivo fue a menudo el del riesgo creativo, abordando lenguajes cinematográficos complejos y desafíos expresivos que en las mejores de sus películas abordaban notables audacias formales y, sobre todo, narrativas.

No conozco la filmografía completa de Ettore Scola, pero las películas que conozco, todas las que se han puesto a ojo, son todas buenas o, cuando menos apreciables, y algunas de ellas se mueven, a mi entender, en ese territorio indefinible de las obras maestras. Tal vez sea tan sólo cuestión de gusto personal, porque curiosamente confluyen en ellas las constantes temáticas del artista y los desafíos narrativos, sus cualidades que más aprecio. No las he encontrado completas, así que enlazo algún fragmento de cada una, si bien se pueden descargar con facilidad en las páginas especializadas.



Una jornada particular” (1977) narra el encuentro entre un ama de casa agobiada y explotada (una Sofía Loren que hasta nos hace creer que es el mismísimo personaje que representa) y un periodista homosexual y antifascista, Marcello Mastroniani en su faceta más convincente. La acción transcurre a lo largo de un solo día, el 3 de mayo de 1938, fecha en la que Hitler visitó a Mussolini en Roma, y en un único decorado, una enorme edificio de vecindad cuyos habitantes han dejado vacío para acudir a vitorear el encuentro de los dos dictadores. En ese tiempo y en ese espacio, Scola no sólo cuenta una historia estremecedora sobre las dificultados del amor en un tiempo histórico determinado, sino que nos plantea la reivindicación de la felicidad en cualquier momento y situación como objetivo irrenunciable del género humano, a más de otras muchas anotaciones formales y emocionales a pie de página.



La familia” (1987). En el único decorado de una casa familiar, cuyo pasillo es el eje de la evolución temporal del argumento, la mirada lúcida de un estupendo Vittorio Gassman contempla la evolución de su familia durante 80 años, mientras de fondo oímos sonar el paso del fascismo, la guerra, la llegada de los americanos, la democracia cristiana o el desarrollismo. Una película diseñada con tiralíneas y desarrollada con pasión.







El baile” (1983). La historia de Italia contada a través de un salón de baile y quienes lo frecuentan a lo largo de los años. No hay otro decorado. No han personajes estrictos, sino tipos representativos. No hay ni una sola palabra hablada. Las vestimentas, los peinados y maquillajes, los ritmos musicales, las evoluciones de los clientes, sus coqueteos, sus gestos, su chulería o timidez, sus enamoramientos y desplantes, retratan con nitidez la evolución de toda una sociedad a lo largo de sus momentos históricos contemporáneos.






Gente de Roma” (2003). Retrato de la ciudad a lo largo de un día a través de la actividad, gestos, discusiones, trabajos, desplazamientos, y conversaciones intrascendentes de una miriada de insignificantes personajes que en solitario apenas son nada pero que mostrados en conjunto alcanzan la dimensión magnífica de un fresco románico.









Podría citar muchas otras películas de Ettore Scola que me parecen excelentes, “Una mujer y tres hombres” (1974), “Brutos, feos y malos” (1976), “La noche de Varennes” (1982), “Splendor” (1989) o “La cena” (1998), entre otras, pero ya basta, que esto crece y me conozco.

Eso sí, como broche final os recomiendo encarecidamente que veáis la pieza que finaliza este recuerdo de Ettore Scola, que me parece una perfecta fusión sintetizada de las dos características basicas de su cine, el hombre en el mundo y la ambición estétioca. Se trata de un cortometraje. Sólo ocho minutos de duración en los que el viejo cineasta reflexionaba sobre el pasado y el presente, homenajeaba al cine italiano y, sobre todo, elaboraba una hermosa metáfora sobre la cultura como refugio frente a la barbarie. Se estrenó el 27 de enero de 1997 en el Palacio del Quirinal, residencia del Presidente de La República, como celebración del Día de la Memoria. En un explicito y citado homenaje a “Mamma Roma”, un niño escapa de una redada de los nazis refugiándose en un cine.