Elvis Presley. Semblanza para un cumpleaños póstumo
(1985)
Con motivo de los cincuenta años que
Elvis Presley hubiera cumplido en 1985 si no hubiera fallecido casi ocho antes,
escribí en EL PAÍS esta semblanza del Rey, que no solo cantautores pueblan los sueños melómanos.
Elvis Presley,
el rey del rock and roll, cumpliría hoy 50 años si no hubiera muerto el 16 de
agosto de 1977, lleno hasta los ojos de pastillas, alcohol y contradicciones.
Sus admiradores se acercarán a decenas de miles hasta su casa de Memphis
(Tennessee) para dejar una solitaria lágrima de dolor sobre la mesa del salón o
para ver durante hora y media, en la habitación cuyas ventanas se abren sobre
el pequeño cementerio privado, viejas películas del ídolo.
Previamente
habrán pagado una sustanciosa entrada, como si el destino se empeñara en seguir
cumpliendo el mandato de acumular dinero alrededor del cantante que, bien
escandalizando a las puritanas amas de casa americanas con su impúdico golpe de
caderas o acunándolas en noches de insomnio con alguna de sus arrulladoras
baladas, supo atraer los millones hacia él como un imán de dólares.
Varios Estados y
ciudades americanas han declarado hoy día de homenaje a Elvis Presley. Los
sociólogos aprovechan para escribir tesis sobre su vida. Diversas cadenas de
televisión de Estados Unidos emitirán programas dedicados al ídolo, viejas
películas, entrevistas con su ex productor Sam Philips y algunos viejos
compañeros de escenario, como Carl Perkins, autor de Blue suede shoes, o programas especiales con la participación de su
ex esposa Priscila dedicados a fomentar lo que es ya un mito de América,
"no sólo por su contribución a la herencia musical, sino también por sus
actos de caridad y filantrópicos", como ha declarado el Estado de Nueva
York. Un nuevo y séxtuple álbum con grabaciones inéditas de actuaciones en
directo y reediciones de éxitos se ha agotado nada más salir a la venta.
Nació el 8 de
enero de 1935 en Túpelo, un pueblo de Misisipí, en el corazón del Sur, aunque a
los 14 años emigró a Memphis con su familia. Eran tiempos de depresión
económica. Sus primeros años fueron difíciles, vivían en una habitación
alquilada y el joven Presley se interesaba tanto por las canciones country como
por los viejos espirituales. Al tiempo que comenzaba a actuar con canciones
vaqueras, se convirtió, a los 16 años, en un experto segador de césped, hasta
que encontró trabajo de camionero y comenzó a llevar a casa 35 dólares semanales.
Su madre era su gran amor. Para uno de sus cumpleaños se encerró en una cabina
de grabaciones para aficionados y, después de echar una moneda, tocó con su
guitarra una primitiva versión de My
happines. La hora del éxito había llegado. Una veterana compañía sureña,
Sun Records, que ya producía a otros incipientes artistas de rock and roll, se
interesó por él y le hizo grabar That's
all right, una antigua canción de la que existían varias grabaciones pero
que sólo Eivis convirtió en el primero de sus éxitos. Ese mismo año de 1955,
Tom Parker, un coronel honorario cuyas únicas armas las había velado en
espectáculos pornográficos, cabarés y el Gran Circo de Ponys Parker, le lanzó a
la fama en todo el mundo. Teddy Bautista, cantante rock de larga andadura, recuerda
ese momento de éxito internacional: "Yo vi 19 veces su película King
Creóle. Fue un impacto tan brutal que cambió mi vida por completo: a partir de
descubrir a Elvis me di cuenta de que el rock era una forma de vivir la vida a
través de la música".
Pies y cabeza
Hound dog, Heartbreak
hotel, Blue suede shoes, Jailhouse rock, fueron algunas de esas
canciones que rompieron los corazones de los jóvenes de antaño, que les
hicieron mover los pies y les calentaron la cabeza. En 1958 dos acontecimientos
de distinto signo marcaron su carrera: murió su madre y el Ejército lo llamó a
filas para hacerle un hombre de bien. En Alemania del Oeste, embutido en el
uniforme de soldado --llegó a cabo--, se fue tornando cada vez más angelical e
inofensivo. Cuando volvió a la vida civil, actuó en el show de Ed Sullivan, y
aunque el rebelde tupé seguía coronando su cabeza, sus caderazos se fueron haciendo
más y más inocentes. El lamé y las lentejuelas ocuparon un lugar cada vez más
destacado en su vestuario, las baladas acarameladas fueron sustituyendo a los
rocks desenfrenados, engordó, se movía en alguno de sus cuatro Cadillac o en su
Messerschmidt de tres ruedas y se adornaba el cuello con cadenas de oro y
lujosos medallones. "Cuando vi a Elvis en la televisión americana en 1965
o 1966, ya no era el mismo", dice Teddy Bautista. "Cantó dos temas,
entre ellos Heartbreak hotel, y
parecía que no era el Elvis que a mí me había fascinado. Parecía más la sección
femenina que un cantante de rock". A pesar de ello, algunas de sus nuevas
canciones seguían teniendo garra: Suspicious
mind o In the ghetto ya no
levantaban el polvo bajo los pies, pero estremecían de amor.
Muchos son los muertos
Hay un cierto
síndrome de muerte juvenil en el rock. La carretera, que obliga a hacer miles de
kilómetros en horas intempestivas, la droga o el alcohol, remedio de soledades
y estrés, y la edad, monstruo inevitable, son malos enemigos. La lista de
ídolos del rock muertos jóvenes es larga: Eddie Cochran y Buddy Holly, en los
años cincuenta; Hendrix, Joplin o Morrison, al comenzar los setenta, y Johnny
Rotten, en el umbral de los ochenta, son algunos de ellos.
Los que
sobrevivieron lo hicieron a costa de mil renuncias y problemas: acompañando a
cantantes country, como Carl Perkins; afrontando denuncias y condenas, como
Jerry Lee Lewis o Chuck Berry; encerrándose en un convento, como Little
Richard. Elvis Presley no siguió ninguno de los dos caminos. Cuando murió tenía
42 años, aunque hacía mucho tiempo que había enterrado su bagaje de rockero en
el desván. Quizá el éxito fue su primera tumba. La que vino después, la que
fotos y noticias de Prensa difundieron en su día, fue sólo el receptáculo de su
cuerpo mortal. Su arte de rocker rebelde había muerto mucho antes, su gloria se
perpetúa en el tiempo. Hoy, en su casa familiar de Memphis, las lágrimas de sus
incondicionales, de quienes un día rompieron un primer beso al pie de un
escenario donde Elvis devoraba el micrófono en un acto de amor, o de quienes,
más jóvenes, le han visto pasear su provocadora insolencia en la pantalla,
serán ríos. Los millones seguirán fluyendo a las arcas de su viuda.
No fue el
primero --lugar que le correspondió a Bill Haley--; no fue el mejor letrista
--para eso estaba Chuck Berry--; no era un excelente músico --sin duda Jerry
Lee Lewis le ganaba--. Ni siquiera tenía la voz de Fats Domino o Roy Orbison,
ni la inocencia de Buddy Holly ni la megalomanía de Little Richard. Pero fue el
número uno, el rey.
Antes de él, el
rock and roll era un ambiguo sentimiento de rebeldía y la fusión de varias
músicas norteamericanas; a partir de su subida al escenario se convirtió en un
canto vital en el que identificaban los jóvenes de los países más remotos.
Era Elvis
Presley, aniñado y obsceno como una foto impúdica de los años veinte,
tempestuoso y cálido como una tormenta de verano tras un día de intenso calor.
Cuando movía las caderas, las cámaras de televisión sólo le enfocaban de medio
cuerpo para arriba, a pesar de lo cual no conseguían evitar las tradicionales
protestas de ías puritanas ligas de moral, escandalizadas ante el poder catárquico
de su movediza anatomía.
Hoy es algo más
que un cantante, un símbolo que, como todos los símbolos, encierra en sí mismo
la verdad y la mentira. Símbolo de una juventud que ya no es tan joven, aunque
pusiera su sello en la historia hace casi 30 años. Símbolo de una rebeldía que,
como él mismo, se volvió hogareña y amable. Este 8 de enero sobre su tumba
florecerá un rosal de flores imperecederas.
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