Música culta, música popular. Un debate superador
Grappelli /
Menuhin. Dos maestros
Dos cosas me han llamado la atención al encontrar
los dos textos que siguen: el espacio que en el momento de publicarlos se
dedicaba a la música popular en los periódicos y la libertad de quienes escribíamos
en ellos para afrontar temas alejados de la canción claramente de consumo. ¿Qué
ha pasado luego para que todo eso haya desaprecido? Con esa meditación en la
cabeza los reproduzco.
Los artículos en cuestión fueron publicados,
respectivamente, en EL PAÍS en 1984 y en EL DIARIO DE LAS PALMAS en 1983 y
abordan un tema que siempre me ha interesado, el de los límites y las
relaciones entre los géneros y la consideración del carácter artístico y
cultural de la música popular.
Jacques Lousier. Play Bach
Desde Caruso a
Plácido Domingo o José Carreras, pasando por Alfredo Kraus, son muchos los
cantantes de ópera que han hecho incursiones en la música popular. Los
resultados son variados y de distinta consideración. Las intenciones parecen
responder a un mismo objetivo: interpretar canciones de éxito y llegar así a
públicos ajenos a la ópera, bien para ampliar el ámbito popular a que tienen
acceso, bien para aumentar mercados o ganar popularidad. Es el caso de Mi último perfil, último longplay del
cantante catalán.
Estos objetivos
serían loables si no fuera porque en pocas ocasiones se consigue cumplirlos
satisfactoriamente. Antes al contrarío, los resultados no suelen contentar ni a
unos ni a otros. Aunque hagan ganar dinero.
En la mayoría de
los casos, el intento suele quedarse en un híbrido de escaso interés musical y
cultural. El fallo fundamental reside en la falta de comprensión de un hecho
que, sin embargo, parece evidente y que se repite también a la inversa, en los
cantantes y sobre todo en los músicos populares que han intentado acercarse a
la música clásica (o culta, difícil clasificación). La música culta y la
popular son dos géneros artísticos diferentes que, aun partiendo de un tronco
común, se diversifican por caminos distintos, tienen desparejos ritmos de
evolución y características radicalmente distintas, tanto de intención como de
composición e interpretación.
De igual manera
que la novela o la poesía pertenecen a un mismo género, el literario, y se
expresan en dos lenguajes diferentes difícilmente compatibles. Por mucho que
los siglos que poesía y novela han caminado en paralelo, compartiendo una
similar consideración y valoración artística, permitan una interrelación que no
se da entre la música popular y la clásica, tan desparejas en sus respectivas
evoluciones históricas y en la valoración que han recibido por los estamentos
culturales oficiales.
A nadie se le
oculta que mientras la música culta es considerada desde siempre una creación
de la cultura, especialmente la del mundo occidental, la música popular ha sido
valorada, y todavía lo es —a mi parecer, injustamente—, una subcultura, un
lenguaje subdesarrollado, primario, despreciable. En ese sentido es positivo el
que los grandes artistas de la música culta se acerquen a la popular, si es que
lo que les mueve a ello es la aceptación del valor propio que tiene y no el
simple deseo de ganar más dinero llegando a las multitudes consumidoras del
disco.
La excepción y la regla
Tampoco es un
misterio que deba avergonzar a nadie que la música culta va muy por delante de
la popular en cuanto a evolución formal, complejidad técnica y dificultades
interpretativas. Casi ningún músico que se ha acercado al clásico como fuente
de inspiración ha conseguido obras de verdadera altura, si exceptuamos casos
aislados como los de Frank Zappa, Mikis Theodorakis, Oscar Peterson, Pink Floyd
y pocos más, por citar casos diversos que en algún momento de su carrera se han
atrevido con las influencias clásicas, de la electrónica y la vanguardia al
sinfonismo o lo camerístico. En la mayoría de los casos --rock sinfónico, cantantes que pretenden
cantar con voz de prima doma--, lo más que han conseguido son insufribles
pastiches que imitan sin rigor las formas más sobrepasadas de la música culta.
Pero también es
verdad que, salvo excepciones de rigor --Lambert, Stravinski, Milhaud o
Gerswing, acercándose al jazz, o Debussy, influido por el can-can en la pieza
final de su Children 's Comer;
Musorgsky o Bartock, interesados por el folclore--, los intentos cultos por
expresarse con el lenguaje de la música popular suelen resultar un fiasco
total. Especialmente en los cantantes operísticos, que parecen elegir lo más
trasnochado, caduco y comercial de un género que tiene otros muchos puntos de
interés.
Ambas formas
musicales comparten necesidades básicas: perfección técnica, evolución del
lenguaje propio y comunicabilidad. El problema es que las prioridades varían de
un género a otro. Mientras que en la música popular la comunicabilidad es
históricamente su cualidad fundamental, que no excluye ni anula las otras, pero
las valora de distinta manera, en la culta, los valores que se han desarrollado
como resultado lógico de su propia historia son los de la evolución de los
lenguajes y la pulcritud y perfección de la técnica interpretativa.
Confundir estos
conceptos puede conducir no sólo a valoraciones erróneas y discriminaciones
críticas y culturales, sino también a productos sin ningún valor. Las
influencias mutuas son posibles y pueden resultar fructíferas siempre que se
hagan desde el respeto y el conocimiento de ambos lenguajes y el único interés
que se persiga no sea el monetario, contaminado por la nefasta carrera al éxito
crematístico que promueve la industria discográfica.
MI OTRO PERFIL
José Carreras.
LP Zafiro. ZL-625.
Carreras, al
igual que otros cantantes líricos de importancia fundamental, ha grabado también
su disco de canciones populares. Diez temas que ponen en evidencia las
limitaciones y malformaciones de una práctica que se está haciendo común y
equívoca. Sin caer en las aberraciones de otros casos similares, intentando
contener sus indudables dotes interpretativas para expresar mejor el sentido
del tipo de canción al que pretende acercarse, el disco resulta, una vez más,
lamentablemente fallido.
El álbum tiene,
no obstante, puntos de interés que merecen ser destacados, aunque no resulten
suficientes. En primer lugar, el ser canciones originales, compuestas y
arregladas por personas con experiencia en la canción popular: el productor y
compositor de las músicas, Antoni Parera Fons, que en tiempos anteriores había
demostrado su sensibilidad en la colaboración, como autor e intérprete, con el
poeta Antoni Mus; Josep María Andreu, autor, entre otras, del famoso Se'n va anar, que hizo ganar a Raimon y
Salomé el Festival del Mediterráneo; Eddy Guerín, veterano y a veces inspirado
arreglista, y, sobre todo, Manuel Vázquez Montalbán, que ya había probado con
buena fortuna los textos de canciones en su colaboración con Guillermina Motta.
El problema es
que, aparte de los textos de Vázquez Montalbán, que apuntan toques irónicos de
sutil factura (véase el bolerazo posmoderno que es Óyeme), el disco resulta antiguo, sobreinterpretado, caduco. Sin
esa capacidad de comunicar y encoger el corazón (o las tripas) que tiene la
mejor canción popular. No basta con tener una voz portentosa, un dominio
técnico impecable y buena voluntad para cantar este tipo de canciones. Además
hay que saber hacerlo, y eso no es tan fácil como podría parecer.
HACE unos días,
en un programa radiofónico, surgió de manera casi imprevista el debate entre la
música culta y la música popular, dando lugar a una apasionada polémica entre
los ocupantes del estudio, representantes en buena medida de cierta música
culta de vanguardia, y los oyentes, que intervinieron defendiendo diversos
puntos de vista. Aquel debate ha dado pie a estas reflexiones, que deben
empezar aclarando que los calificativos de «culta» y «popular», especialmente
el primero, son utilizados con el único fin de clarificar y ordenar las ideas,
y sin ninguna intención valorativa en sí; sin pretender decir, en absoluto, que
porque a una música la llamemos «culta» hemos de suponer que la otra es
«inculta».
En cualquier
caso hay que estar conformes en que se trata de un debate apasionante para los
amantes de la música en cualquiera de sus variaciones, pues la influencia de la
música popular y folklórica en la música culta, y a la inversa, es una
influencia evidente, necesaria y enriquecedora, siempre que sea una influencia
y no una imitación y siempre que el resultado no sea una fuente de confusiones.
Será un debate apasionante y enriquecedor en tanto en cuanto se plantee desde
unos términos de superación, y no de enfrentamiento, cayendo en el error de
valorar cada forma musical de acuerdo con los criterios de la otra, sin
respetar ni conocer las leyes que ambas músicas, popular y culta, tienen. Error
constantemente repetido tanto en la teoría como en la práctica del hecho
musical.
En realidad se
trata de dos formas artísticas distintas. La música clásica y la canción
popular (que también podríamos llamarlas así) parten, probablemente, de un
mismo tronco común, como la novela y la poesía nacen del mismo tronco de la
literatura, pero se diversifican por caminos diferentes, manteniendo unas líneas
de crecimiento, unos ritmos de evolución, y unas características de valoración
totalmente distintas, lo que los convierte en dos lenguajes diferentes, aunque
paralelos. Caer en el error de comparar una y otra con los mismos criterios
valorativos es entrar en una dinámica de enfrentamiento absolutamente estéril,
pues nunca se llegará a un acuerdo sólido. Pero para el entendimiento y la
colaboración es necesario el conocimiento por separado de ambas formas
musicales.
No debe asustar
esta alusión a los dos lenguajes, siempre han existido. También se podría
hablar de un mismo lenguaje y dos distintos grados de evolución, es decir, un
lenguaje elaborado y rico, el de la música culta, y un sublenguaje balbuceante
y subdesarrollado, el de la música popular; pero creo que está fuera de lugar.
En realidad siempre han existido esos dos lenguajes dentro de las músicas
populares y cultas, dos lenguajes que a lo largo de los siglos se han mostrado
tan separados como ahora lo están la música culta de vanguardia y la música
popular contemporánea, aunque el desarrollo de las propias características de
cada cual haya tendido a acentuar esa diferencia. Es una distancia similar a la
que separaba la música renacentista de los cantos folklóricos de su época,
separación que se ha venido manteniendo a lo largo de la historia.
Pero esos dos
lenguajes, a diferencia de lo que algunos estudiosos “cultos” consideran, no
están jerarquizados ni subordinados, simplemente tienen características distintas.
La más destacada de la música culta es la evolución del lenguaje, de su
lenguaje, mientras que en la canción popular (como en todo arte popular) el
principal elemento de valoración es su utilidad y su inserción en el medio
social en el que nace y se desenvuelve. Desarrollar esta dualidad de valores,
sin contraponerlos, naturalmente, pues entre otras cosas, también cada forma
musical participa en mayor o menor medida de las características de la otra, es
lo que puede llevar a un cierto entendimiento y a una colaboración entre ambas
formas musicales.
Por supuesto que
a nadie se le ocurre ocultar que la música culta va muy por delante de la
popular en la utilización del lenguaje específicamente musical. Ninguna creación
de música popular puede valorarse en este nivel de la misma manera que las
producidas por la música culta. Cuando los músicos de rock descubren los
sintetizadores y los programadores hace ya muchos años que son utilizados por los
músicos cultos, con unos resultados, además, mucho más complejos y ricos.
Incluso en el jazz, la más evolucionada, sin duda, de las músicas populares, y
por mucho que haya influido sobre Lambert, Stravinski o Milhaud, no puede
establecerse una comparación entre el grado de evolución lingüística alcanzado
y el logrado por la música culta de vanguardia.
Pero no se puede
medir el grado de evolución y modernidad de la música popular tan sólo con
estos criterios de lenguaje, por los avances rítmicos, melódicos, armónicos y
tímbricos de la música culta, sino que habrá que utilizar las propias leyes de
la música popular. Y sólo así se comprenderá que detalles que apenas tienen
significación para un músico culto son altamente significativos en la evolución
de la música popular. Pongamos un ejemplo: la introducción de la guitarra
eléctrica amplificada en el blues negro americano no vino a variar la
estructura musical del blues, pero sí sus condiciones sociales y su repercusión
popular. Se pasó de cantar el blues en el campo, en los pequeños locales que
habían nacido en los años inmediatos a la abolición de la esclavitud en los
cruces de caminos o en los pueblos del sur de EEUU, a cantarlos en las grandes
ciudades industriales, a donde les había conducido la inmigración en busca de
trabajo y mejores condiciones de vida. Y para actuar en los grandes locales de
las ciudades industriales, abarrotados de público, era necesario encontrar
instrumentos amplificados, que sonaran por encima del ruido de la gente, que
pudieran atraer la atención y hacer escuchar la música. La guitarra eléctrica, junto
al piano y a la batería, que también se añadieron a los conjuntos de blues,
cumplieron esta misión, y su utilización fue haciendo evolucionar el antiguo
blues campesino hasta convertirlo en «Rythm and blues», del cual ha salido todo
el tronco del rock actual y de una buena parte de la música popular
contemporánea. Un hecho insignificante para los criterios de la música culta
que, sin embargo, se ha convertido en decisivo en la música popular.
No se trata,
pues, de establecer una categoría entre ambos lenguajes. No hay formas
musicales buenas o malas, lo que existen son músicos buenos o malos, y ésos se
dan en ambas formas creativas, la culta y la popular. En honor a la verdad hay
que reconocer que la relación entre número de practicantes de uno y otro estilo
y la calidad de los productos resultantes es claramente favorable a la música
culta. La cantidad de obras de calidad que comparativamente surgen en una u
otra forma artística es superior en ella. La popular, que es practicada por un
número infinitamente mayor de creadores, ofrece, también, un alto grado de
obras mediocres, convencionales, volcadas únicamente a su venta en el mercado.
Pero eso también tiene una explicación, aunque no sea musical, sino
sociológica, y, en cualquier caso, no puede servir para atacar las también
numerosas obras de calidad que se pueden encontrar entre los músicos populares.
Las dificultades
para acceder al conocimiento y al dominio de la música culta han hecho que se
establezca una especie de selección natural, con lo que los artistas que llegan
a dominar este lenguaje y a componer con él suelen tener ya un rigor estético
de alta valoración. La música popular, con un lenguaje mucho más sencillo y de
mucho más fácil acceso, atrás a una ingente cantidad de practicantes de todo
tipo, y no todos ellos son buenos; y, además, las necesidades que la industria
discográfica impone condicionan que no sean siempre los mejores los que
triunfan. Pero todo ello no invalida a la música popular como género artístico,
sino tan sólo a muchos de sus practicantes. Para valorarla en profundidad hay
que utilizar los criterios y leyes que le son propios y, además, las obras y los
autores de calidad que a lo largo de su historia ha ofrecido. Fijarse tan sólo
en los subproductos comerciales que ofrece la música de consumo para
desvalorizar el conjunto de la música popular (y con ella a sus genuinos
representantes) es caer en el truco fácil e inservible.
En otras formas
artísticas vemos cómo con cierta facilidad un mismo creador utiliza técnicas
distintas con igual maestría. En la pintura, por ejemplo, grandes creadores,
como Goya o Picasso, han acudido con frecuencia a la utilización de esas formas
más «populares» de la pintura como son el grabado, el dibujo o la serigrafía.
En la música esto es más difícil de encontrar, aunque sí hay músicos de origen
académico y culto, como el griego Mikis Theodorakis, que han sabido utilizar
con singular maestría las formas de la música popular. Otros, en cambio, han
fracasado en el intento, y el ejemplo más reciente podría ser el del tenor
Plácido Domingo, probablemente uno de los mejores cantantes de ópera de la
actualidad, que cuando se ha puesto a cantar canciones populares ha fracasado
en toda la regla (aunque el éxito de venta de discos le haya acompañado). Los
suyo son unos tangos perfectamente modulados, de perfecta entonación y
afinación, pero absolutamente vacíos de sentimiento y de vida, de rigor y de
creatividad, en suma. Pero es que, como venimos diciendo, el lenguaje de la
música popular es claro y específico, y hay que dominarlo para poder expresarse
a través de él.
Las relaciones
entre música popular y culta han existido, existen y existirán. El problema es
que no siempre se utilizan adecuadamente. Dentro de la música popular hay toda
una corriente influenciada por el clásico que peca, cuando menos, de ingenua:
es toda esa imitación distorsionada de la música culta que han llevado a cabo
grupos y músicos como Emerson Lake and Palmer, Tomita, Waldo de los Ríos,
Walter Carlos y otros, por no referirnos al último invento de “Houkend on
clasic”, auténtica basura musical. La ingenuidad que se percibe en un cierto complejo
de inferioridad de esos músicos populares lleva a despreciar los propios
modelos y leyes, copiando de manera burda la música clásica, y no precisamente
la de vanguardia, que ni tiene posibilidades de dominar ni, por otro lado,
resultaría comercial, sino la más fácil de las músicas del siglo XIX. Así nos
encontramos con tantas adaptaciones de músicos clásicos a los que se ha querido
dar modernidad a base de añadirles unos sintetizadores, que repiten en tono
ridículo las melodías originales, y una caja de ritmos que machaca con
insistencia aburrida los tiempos con la mayor simplicidad para hacerlos
bailables en discoteca.
Esto no quiere
decir que no suceda a la inversa. Una buena parte de las producciones a que han
dado lugar los diversos “nacionalismos”, que tan de moda estuvieron durante
décadas en la música culta, no son sino distorsiones no siempre logradas de
ritmos y canciones folklóricas. Hay casos en que esta influencia ha sido
perfectamente asimiladas. Ahí están, por ejemplo, la inspiración que un baile
tan mundano como el can-can ofreció a Claude Debussy para la pieza final de
“Children’s Corner”, o la importancia que la influencia folklórica adquiere en
una pieza tan admirable como el “Boris Godunov” de Musorgski, o algunas de las
mejores partituras de Falla o Bartock. Y no son casos únicos, como no son
únicos tampoco los músicos populares que han sabido incorporar
satisfactoriamente a su música elementos del lenguaje culto. Escúchese, si no
se cree, algunas de las composiciones de Frank Zappa de mediados de los
setenta, conscientemente influido por Edgar Varese, o las grabaciones más
complejas de Pínk Floyd, John Cale, John Lennon y Yoko Ono en su primera época
o Tangerine Dream, etc. Se comprenderá entonces que hay un camino de posible relación
benéfica entre música culta y música popular, cada una en su terreno, con su
lenguaje y sus funciones. En este intercambio, la música culta ofrecerá siempre
su avanzado lenguaje musical, _sus descubrimientos formales y lingüísticos para
que sean utilizados, sin mimetismos, por la música popular, y esta pondré al
alcance de los compositores cultos su increíble capacidad de comunicación, su
engarce entre la gente, su representatividad musical y social.
Todo lo que aquí
venimos diciendo se ve inmerso en las necesidades comerciales de la industria
discográfica y cultural en general. Y ciertamente estas necesidades comerciales
son más evidentes en la música popular, que se ha convertido en una veta de oro
a explotar por los comerciantes. Pero de eso no se salva nadie, ni, por
supuesto, los músicos cultos.
La industria
discográfica tiende a constreñir el marco creador de cada artista, exigiendo
productos que se amolden a las modas que las necesidades de consumo del mercado
imponen, sólo así se puede explicar la proliferación de modas y etiquetas con
que se adornan ciertas corrientes a de la música popular que, por otra parte,
son prácticamente iguales en estructura y contenido que las anteriores, aunque
lleven nombre diferente. Pero tampoco se puede olvidar que ese mismo fenómeno
ocurre, a una escala distinta si se quiere, en el terreno de la música culta,
donde también se promoción a aquello que se ve puede obtener buenas ventas. Y
cuando no es el condicionante comercial de la industria discográfica es el
ideológico de los que financian las actividades musicales cultas, tantas
entidades públicas y privadas que apoyan la música culta (o popular) como una
forma más de ganar prestigio y hacerse promoción. Ellos también imponen sus condiciones,
y los artistas han de aceptarlas o dejar de participar de estos circuitos. .
Todo el mundo
habla, a mi parecer con gran desconocimiento, de los millones que cobra tal o
cual “rockero”, e intentan hacer tabla rasa pregonando que el rock, y la música
popular en su conjunto, están vendidos al poder del capital. Los que así hablan
se olvidan bastante a menudo del estatus económico alcanzado por los grandes y
menos grandes divos de la ópera, de la interpretación instrumental, por las
grandes figuras de la dirección orquestal o por ciertos compositores estrellas
que recién sale una partitura de su pluma tienen ya comprador seguro y
promoción formidable.
El poder de la
maquinaria de la industria cultural es enorme, y él deforma, distorsiona y
condiciona la creación artística. El número de artistas enriquecidos con la
canción popular es infinitamente superior al de enriquecidos con la música
culta, pero también es infinitamente mayor el número de cantantes populares que
malviven con su arte que el de compositores cultos que lo hacen de igual
manera. La razón es simple, hay un número incomparablemente mayor de cantantes
populares que de compositores cultos, y no sólo como consecuencia de la
industria discográfica, porque la situación era igual cuando ésta no existía,
sino también por problemas de complejidad del lenguaje, educación del público,
etc.
Y él problema
real es que este enfrentamiento entre música culta y música popular a lo único
que conduce es a una división irreconciliable entre un género y otro, y a un
desprecio mutuo entre practicantes y melómanos de ambas formas musicales, con
lo que se asiste a una limitación importante del goce y disfrute de la música.
Si quien ama la música culta desprecia la popular, lo que está haciendo es
negarse a disfrutar de todo el calor, la pasión, la sensibilidad y la alegría
lúdica que pueda ofrecer ésta. A la inversa, quien amando la música popular
reniega de la culta por considerarla aburrida, sin utilidad y sin fuerza, está
dejando a un lado la posibilidad de
disfrutar con un arte que forma parte de la cultura de la humanidad y que ha
alcanzado un grado sofisticado y profundo en la evolución dé esa forma del lenguaje
humano que es.la música. Y el ser humano no está para limitaciones, bastante
son las que nos imponen a diario como para que nosotros aceptemos más de buen
grado.
Si es verdad --y
yo soy convencido de ello-- que el conocimiento hace libres, y que la libertad,
con su posibilidad de elección, nos hace felices, es evidente que es necesario
empezar la enseñanza de la música desde la escuela, poniendo en manos del niño
los conocimientos necesarios para que disfrute de ella en cualquiera de sus
formas. Y no se trata tanto de enseñar a tocar el timple o a escribir una
partitura como de inculcar el amor por la música, por su historia y su
significado. La creatividad llegará posteriormente. Y en esa enseñanza,
naturalmente, se deberá prestar atención tanto a la música culta como a la
popular, porque ambas forman parte de la cultura musical del género humano y
porque ambas, con lenguajes diferentes, sirven para expresar condiciones y
características complementarias del ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario