sábado, 25 de mayo de 2013

Diálogo sobre las cárceles (1983)





Conocí a Julio allá por los finales de 1992 o a comienzos del año siguiente en el centro penitenciario de Salto del Negro, en Las Palmas de Gran Canaria. En esa época colaboraba en un programa en TVE Canarias, que dirigía la amiga y camarada María Dolores Múñez, en el que pese a ser un espacio de sobremesa intentábamos salirnos un poco del guión de lo que eran ese tipo de cosas. En algún momento se decidió realizar alguna emisión desde la cárcel, y ni cortos ni perezosos conseguimos los permisos de la cadena y de la dirección general de prisiones, ofrecimos desde Salto del Negro en dos días sendas emisiones en directo.
Con la excepcionalidad que siempre supone en una comunidad tan cerrada como la cárcel --la más cerrada de todas, junto quizás a la clausura eclesial y la paz de los cementerios--, intentamos no sólo situar en su patio las entrevistas con los invitados que venían de fuera o las actuaciones musicales, entre las que estuvo, recuerdo, la de Caco Senante, sino que pretendimos ofrecer también un tímido apunte de lo que es el universo carcelario, para lo que hablamos con presos y funcionarios de prisiones.
Julio me llamó la atención desde el principio. No voy a exponer aquí las razones porque ya están en el texto, pero diré que me pareció inteligente, sensato, sensible y con una vida que podía llenar un libro. No era El Lute, pero quizás por ser solo un preso común, uno de tantos, su historia resultaba extraordinaria. Hablamos mucho en los ratos de preparación y descanso, y quedamos en vernos cuando acabara la condena, para lo que le quedaba poco tiempo después de 13 años encerrado.
También Joaquín me llamó la atención, el funcionario de prisiones con el que Julio había convivido los últimos años. Su talante progresista y abierto le había llevado a darse cuenta inmediata de lo que implicaba la prisión y a una comprensión espontánea, pero también ideológicamente elaborada, de lo que suponía el sistema carcelario del momento. No lo olvidemos, habían pasado tan sólo apenas cinco años desde las primeras elecciones generales post-franquistas.
Julio me llamó en cuanto salió en libertad, nos vimos algunas veces y pensamos que se debía contar su historia. Para mejor comprensión de lo que queríamos contar añadimos a Joaquín, y un buen día nos encontramos los tres en mi casa y charlamos durante largo tiempo. El resultado es lo que sigue.
Quiero destacar un detalle que marca una diferencia entre el periodismo de ayer y el de hoy. En un diario generalista se podía publicar, con amplia llamada en portada incluida, una entrevista de dos páginas con un paria (dicho sea con la misma admiración con que de los parias habla La internacional) que, además, incluía en lugar de ladillos versos de poetas carcelarios e igualmente parias.
Si hubiera de confesarme profesionalmente, diría al pater correspondiente que si de algo me siento satisfecho de haber escrito en tanto años de plumífero, es de estos reportajes-entrevista que publiqué en EL DIARIO DE LAS PALMAS, de los que aquí ya he colgado el que contaba la historia de Greta, una pionera en España de las operaciones de cambio de sexo cuya vida me conmovió.
He buscado un par de canciones que tienen como base esos versos que cité entonces: La adaptación que Luis Pastor hizo de “Parábolas del billar”, poema que Carlos Álvarez había escrito (más exacto memorizado) en celdas de castigo, y el tradicional “Romance del Prisionero” interpretado por Joaquín Díaz.
Julio me dejó algunos documentos sobre su estancia en la cárcel, de los que al final he escaneado algunos, porque me parecen especialmente reveladores.  





DIARIO DE LAS PALMAS. 22 AGOSTO 1983


Julio no es demasiado alto, ni su aspecto da idea de excesiva fuerza física; su expresión es despierta, inteligente, como de estar siempre atento a la vida. Su manera de hablar pausada, haciendo grandes esfuerzos para ser comprendido, dando largas explicaciones que salpica de continuos «¿comprendes?», preocupado de que no se entienda lo que quiere decir. «Lo primero que he sentido al salir es decepción –dice--. Ahora hay más libertad en la calle, se ve, pero el primer contacto ha sido decepcionante, porque la misma sociedad nos rechaza. Se nota al hablar con la gente, con antiguos amigos que han mejorado su posición social pero que me rechazan porque he estado en la cárcel».
Junto a él se sienta Joaquín, veintinueve años, funcionario de prisiones y jefe de servicio de Salto del Negro. Ambos han coincidido en ese mundo estrecho, cerrado, claustrofóbico, que es el universo carcelario. Un mundo de pasillos, rejas, patios y paredes, un mundo de paseos rápidos y meditaciones lentas, de repasar mil veces los mismos paseos y las mismas ideas. «Tal como está la prisión es imposible la reinserción de quien ha estado en la cárcel --afirma Joaquín, que vive los problemas de su trabajo, tal vez algo más que un trabajo, con apasionamiento y también, ¿por qué no? con dolor--. Porque está concebida la prisión como un compartimiento estanco que separa al individuo de la sociedad para devolverle luego en las mismas condiciones en que estaba antes».
Hablan el uno frente al otro, en un piso de la ciudad, sin el condicionante de los barrotes y los uniformes que han limitado su comunicación, sin embargo, no acaba de romperse el hilo de respeto, de humildad, ¿quizás de miedo?, que rige las relaciones entre recluso y funcionario. Desde la altura de un piso quince, a cuyo balcón se asoma Julio y se sorprende de ver cómo ha cambiado la Avenida Mesa y López, todo arenales cuando él ingresó en la cárcel, un bosque de altos edificios al salir, hablan de esas muchas horas que han vivido en común detrás de los muros de la prisión, cada uno desde su particular situación, compartiendo la reclusión pero sin compartir la libertad.
«En la prisión hay una gran ansia de libertad --dice Joaquín-- pero cuando se sale a la calle se convierte en miedo. La meta soñada, ese agujero de luz al final del túnel que es la libertad para el preso, se convierte en una luz cegadora, tan fuerte que el individuo tiene miedo, porque está solo frente a ella y siente la necesidad de replegarse dentro de sí, es como un molusco. Nosotros hemos tenido gente que ha vuelto después de salir para pedir que les busquemos un trabajo, para sentirse protegidos, de definitiva».
Julio cuenta una anécdota de sus primeros días de libertad: teniendo que entrar en un edificio moderno, se tuvo que quedar media hora ante la puerta, porque estaba cerrada y no sabía corno funcionaba el contestador automático, que cuando él ingresó en presidio apenas si existía. Es sólo una anécdota, pero muestra la profunda soledad de una persona que no conoce las costumbres del medio en que se le ha soltado. «Al preso que sale en libertad se le rechaza. Las personas salen de la cárcel con ansia de hacer algo, de vivir, de trabajar, pero se encuentran las puertas cerradas y acaban por tomarle odio a todo lo que les rechaza. Resulta muy duro volver a recuperar el ambiente familiar, el entorno, que además se ha vuelto en contra». Y habla Julio de esa niña que tenía diez años cuando él entró en la cárcel, y ahora tiene veintitrés, y le mira con mala cara cuando se cruzan en la calle, porque alguien ha dicho a esta niña que había salido de cumplir condena.
Julián cuenta otra historia: la de un hombre que do en régimen abierto consiguió un trabajo en una empresa. Las cosas se le dieron bien, él entendía los negocios y consiguió que las ventas subieran un cincuenta por ciento. Le nombraron ejecutivo del año. Creía que había rehecho su vida. Cuando el consejo de administración de la empresa se enteró que estaba en la cárcel, aún en régimen abierto, le despidió.
«Y luego el mundo al que sales —continúa Julio con esta historia, que los lleva a hablar de lo que les preocupa, a quitarse uno a otro la palabra--, porque yo aprendí a ser realista hace ya varios años, y sé ver el mundo que me rodea: críos de seis o siete años vendiendo periódicos, muchachos limpiando coches, porque no hay trabajo, y la corrupción se mete en el cuerpo de estos muchachos y no hay forma de sacarla. No es justo, y ¿a quién le echamos la culpa? desde luego a mí no».
La ley indica que, una vez cumplida condena, todo individuo es un ciudadano libre e igual, que su pasado debe quedar olvidado al integrarse de nuevo en la sociedad; pero no siempre es así; casi en ningún caso suceden las cosas como prevé la ley. «Es como llevar una pegatina con la palabra “preso”, es muy difícil de quitar. Son dos condenas paralelas y sucesivas, la condena de la ley y la condena de la gente, son paralelas mientras que está un individuo en presidio, y sucesivas porque cuando una se termina empieza la otra, más inhumana».
Y Julio, que tantas veces ha soñado con esa salida en libertad, que la primera vez que vio la calle se asustó de los coches que había, no acaba de comprenderlo: «Si yo cumplo una condena, sea o no sea culpable, pero la cumplo, y me' reintegro a mi sociedad, nuestra sociedad, ¿por qué se me desprecia si me comporto como un ciudadano más? ¿Por qué  se me cierran todas las puertas, ¿Por qué no se le da una oportunidad a ese ser humano que sale de la cárcel? No soy un salvaje. Menos mal que yo tengo a mi familia, que me ha permitido comenzar a trabajar con mi padre desde el primer día».
Julio y Joaquín han compartido en estos últimos años muchas horas de patio, uno andando de un lado para otro, con ese caminar rápido, veloz, que llevan siempre los presos; el otro vigilando, contando, intentando tal vez que esa vida carcelaria fuera más racional, menos dolorosa. Su entrada en la cárcel fue muy distinta. Para Julio constituyó un mazazo que había que borrar su juventud de un golpe: «Jamás pensé que iba a recibir una condena tan fuerte –dice--. En mi conciencia siempre me he considerado inocente del delito por el que me condenaron, aunque tenga mi pasado que consta y no puedo y no quiero disimular. Hice muchas chiquilladas y tonterías y las he pagado, pero nunca pensé que durante tanto tiempo. Tenía dieciocho años, aún no los había cumplido. Trabajaba con mi padre».                       
Joaquín empezó la carrera de Derecho con diecisiete años, casi la misma edad en que Julio ingresó en la cárcel. Nieto de un diplomático español, pensaba seguir esta carrera, pero el descubrimiento del Derecho Penal y de los presos, «la única parte humana del derecho», como él dice, le planteó el cambio de orientación. «También en aquella época –comenta-- el contacto con la prisión era más directo en la Universidad por el tema de las ideas políticas», el caso es que acabó haciendo las oposiciones para funcionario de prisiones, después de terminar Derecho. En tres meses las aprobó, y desde hace seis años, cuando tenía veintitrés, está trabajando en prisiones, primero en oficinas y luego de jefe de servicio, en contacto directo con los internos. Su contacto con el universo carcelario no pudo empezar de manera más dura. «La primera vez que entré en la cárcel como funcionario fue en Carabanchel --cuenta Joaquín--, y conforme entraba yo, sacaban a un funcionario que le habían dado una puñalada en la femoral. El jefe de servicio reunió a los que acabábamos de entrar para darnos porras y decir que fuéramos a machacar a quien había sido. Nos negamos, claro, pero la sensación fue de alucine».
El encarcelamiento de Julio fue más rápido, más brutal, menos estudiado y, por supuesto, nada deseado, «Cuando me metieron en Barranco Seco era todavía la época del franquismo, de la dictadura, se usaba el palo y la porra. Nada más entrar me tuvieron más de un año en celdas de castigo, esposado, en un espacio de dos metros por uno, me maltrataron física y moralmente. Después de eso vi la prisión con horror. La vi con miedo. Después, cuando me llegó la condena, tan alta, treinta años, se me cayó el alma al suelo, ya me importaba todo tres pimientos. A través del tiempo me he ido cohibiendo tanto que hoy prefiero morir antes que volver a entrar otra vez en la cárcel».
Desde entonces han pasado muchos años. Para la población penitenciaria española, para Julio y para tantos Julio como él, los días han pasado lentos, pegados al transistor o a las noticias de lo que sucedía en España, especialmente entre los años 77 y 79, en que los rumores de amnistía corrían por todos los presidios españoles. En esas largas horas de esperar noticias, estudiar el caso de uno, buscar resquicios para un recurso, pensar una y otra vez en esa realidad de la cárcel, las esperanzas de reforma del Código Penal han resultado fallidas hasta ahora. «Ahora se está cambiando un poquito la situación de la población reclusa, aunque sólo un poco, parque no hay todavía nada elaborado, ni legislado, ni aprobado ni nada, pero hasta ahora solo eso: nada».
«Cuando entro en la celda siento que se derrumba el mundo». Cuenta Julio, bajando la voz, hablando como para sí mismo, probablemente pensando en esas miles de noches pasadas en soledad, a oscuras, sin otra posibilidad para vencer el insomnio que pensar una y otra vez en lo que le llevó a la cárcel, sin otra compañía que la propia voz. «A lo mejor, mientras que estoy en el patio, hablando, paseando --y habla en presente, a pesar de que ésta no es ya su situación, pues se encuentra en régimen abierto-- me voy evadiendo de ese mundo, de esa cárcel, pero cuando me encierran y veo las cosas en frío, miro a un lado y a otro y sólo veo paredes y rejas. Se me cae el mundo encima, me siento amargado, triste, con ganas de quitarme la vida. Y en más de una ocasión me la he intentado quitar, para qué voy a mentir. Me siento totalmente entristecido».
Los ex presos que han vivido mucho tiempo en la cárcel, conservan una manera de mirar oblicua, entristecida, restos quizás de costumbres carcelarias, de la estrechez de los muros, del respeto al funcionario, del miedo. La vida en la cárcel es monótonamente igual cada día: a las siete de la mañana hay que levantarse. En Salto del Negro no hay timbres, luego hay que abrir cada puerta una a una, despertando a los presos uno a uno, con el siniestro sonar de los cerrojos. A las siete y media el primer recuento, luego el desayuno. A las ocho limpieza, que suele durar hasta las nueve, hora en que se hace un nuevo recuento para el cambio de guardia de los funcionarios. Desde esa hora hasta la una y media sólo hay el patio y los pasillos para estar. Jugar a las damas o al ajedrez, patear una pelota en el patio, dar rápidos paseos, hablar largas horas sobre los mismos temas que el día anterior, dormitar en un rincón. A la una y media se come y a las dos hay un tercer recuento. Desde ese momento, siesta hasta las cuatro, hora en que puedes tener visita íntima, si es tu día, o seguir el largo juego de nadas en el patio. A las siete y media se cena tras el cuarto recuento, y después de la cena se puede ver la televisión o subir cada uno a su celda, que se cierran definitivamente a las once de la noche. Luego se apagan todas las luces.
«Es como si metieses a un animal en una jaula --explica Joaquín, que en una ocasión quiso quedarse totalmente encerrado en una celda y aguantó poco más de una hora--, sólo el ruido de los, cerrojos, de los tres cerrojos y dejarlo dentro. Imaginar lo que estará pensando ese hombre. Más vale que no se piense, porque te entran las depresiones, las mismas que al hombre que encierras, pero al revés». Sin embargo, no todos los funcionarios piensan igual. Un dicho interno de las prisiones dice que «preso encerrado, preso tranquilo», partiendo de una filosofía que establece que los presos son apestados a los que hay que esconder, de los que hay que huir, que considera que el preso es poco más que un estorbo que se debe almacenar en el cuarto de los trastos viejos. «El error de muchos funcionarios --añade Joaquín-- es considerar a todos los presos como una masa informe en la que todos son iguales y a los que se puede tratar de igual manera, y eso es un error. Cada detenido es un ser humano diferente, y la obligación del funcionario, junto al psicólogo y al criminólogo es eliminar de él esas facetas de su personalidad que le han llevado a delinquir». En lugar de eso se le aísla, se le margina, se le olvida, se le va llenando lentamente de odio social, lo único que puede aprender en la cárcel.
Una prisión es como un pequeño microcosmos en donde se reproducen, distorsionadas y ampliadas, las circunstancias de la vida normal. Las tensiones de la vida diaria, los rumores, los enfrentamientos. La explotación también, ¿por qué no? Una explotación que se practica entre los propios compañeros, que lleva a la formación de bandas que dirigen la vida interna de un presidio, que comercian, trafican y especulan. Que convierten el miedo en la palabra que más se viene repitiendo en esta conversación entre Julio y Joaquín. Miedo a los funcionarios, a quedarse sin unas vacaciones, a que te envíen a celdas, miedo al compañero, a que te den una paliza si no haces lo que debes o algo peor. Miedo también, a la calle, a no saber qué hacer cuando salgas, a que todo haya cambiado tanto que no sepas cómo moverte en ella.
«Mira si hay miedo en las cárceles --recuerda Julio-- que yo he visto morir gente, colgados, asesinados, en medio de todo el mundo, y nadie se ha atrevido a ir a llamar al funcionario». «El miedo existe --continúa Joaquín-- pero no sólo el miedo a la pérdida de libertad, sino el miedo a los más fuertes, que abusan de los débiles. No son numerosas las bandas, lo más pueden agrupar a un cinco por ciento de la población penitenciaria, pero ese grupo de irrecuperables ejerce una gran influencia sobre todo lo que se hace, se compra o se trafica en la cárcel». En muchas ocasiones el preso tiene miedo no sólo al individuo que le explota, sino a ir a decírselo al funcionario, por temor a una represalia, porque sabe que no puede protegerle. Porque puede cargarse encima el sambenito de «chivato», gracias al código que impera en la cárcel, que es, como el que impera fuera, la ley del más fuerte. Julio lo conoce bien:
«Cuando hay un muerto en la cárcel es siempre por algo, no sólo por ajuste de cuentas, como se habla fuera, sino por otras cosas. A lo mejor un preso ha cobrado un dinero que le ha traído su familia y a la vuelta de una esquina del pasillo se encuentra con alguien que se lo reclama a punta de navaja. Y no se atreve a denunciarlo porque le acusan de chivato. Pero no es un chivato el que defiende lo suyo. Una cosa es ser chivato, que la vida de uno no le interesa a nadie, y otra defender tus derechos, hacerlos valer. Por defender sus derechos nadie puede ser llamado chivato».
Pero en la cárcel también se conoce a otro tipo de gente, personas de las más distintas cualidades y defectos, algunas de ellas dejan mejor recuerdo que otras. "Desde luego que se conoce a otro tipo de gente --dice Joaquín, que como funcionario ha visto pasar a infinidad de presos-- personas por las que te sientes atraído, gente con una gran formación y, sobre todo, con unos sentimientos muy arraigados, que sabe cuál es su problema y que es lo que se puede hacer. Hay también un gran sentimiento de solidaridad entre los compañeros. Se encuentra gente de auténtica valía, que saben que aquello es un episodio de la vida y que tienen que salir de él. Y son bastantes, desde luego muchísimos más que los irrecuperables».
Julio encontró en la cárcel a buena gente. «En la cárcel he encontrado gente más humana que muchos de los que están fuera», y recuerda a su amigo, al que quiere tanto como a un hermano, afirma, y a quien todavía escribe al penal del Dueso, donde se encuentra. «En la cárcel --dice-- se conoce muy bien a la gente, porque estás conviviendo hora a hora, minuto tras minuto, segundo a segundo, y se llega a conocer en profundidad a los demás. Y lo quiero como un hermano, porque me ha demostrado el valor de la amistad».
Así, con pudor, porque Julio es poco dado a hablar de sí mismo, pasamos sobre el tema de la amistad, y sobre el del amor, otra cuestión que preocupa a los presos. La realidad sexual asfixiante de las cárceles, las condenas de muchos años, la promiscuidad, el hacinamiento, la vergüenza, el miedo, el abuso, han convertido las prisiones en sitios donde se compra y se vende el placer, la compañía de los más guapos, los más débiles, los recién ingresados o los que no tienen a nadie que les proteja o a quien acercarse. «No hay que asustarse por la homosexualidad en las cárceles --razona Joaquín--, es una constante que se da en todos los sitios donde conviven hombres solos: en los cuarteles, gimnasios, barcos, etc. En la cárcel más todavía». La legislación no contemplaba hasta hace poco la visité íntima a los presos, ahora sí lo hace. Aunque de manera parcial y durante muy breve espacio dé tiempo, los reclusos que lo solicitan pueden recibir visitas íntimas, que no tiene que ser necesariamente la esposa, sino una compañera asidua; pero parece poco satisfactoria una visita de una hora de duración una vez al mes. Y éste es un tema de gran importancia en la vida interna de las cárceles. «Yo he podido mantener mi hombría --dice Julio-- pero hay otras personas que por lo que sea, por debilidad, por necesidad, no pueden hacerlo. También aquí influye el poder y el dinero. Si entra un chaval joven y alguien que tiene fuerza, dinero y poder, se da cuenta, acaba por convencerle, no por la debilidad del chaval, sino por el poder del dinero y la necesidad».
Porque en la cárcel hay ricos y pobres, como en la sociedad exterior, la que casi todos vivimos cada día. Los presos que tienen dinero, una buena posición social, son llevados directamente a la enfermería, compran en el economato y en la calle, reciben toda clase de atenciones. «Es el poder del dinero --explica Joaquín--, aunque sea un habitual del delito, si tiene dinero, vive mejor que los demás. Tienen auténticos lacayos que hasta les llevan el desayuno a la cama, les limpian la celda, les hacen todo. La cárcel es como una España en pequeño, donde las cosas se reproducen a bombo y platillo».
La vida cotidiana de la cárcel transcurre para cada uno con la obsesión de las pequeñas cosas. La comida adquiere en este ambiente tan estrecho y cerrado una gran importancia. Todos se quejan de ella, los que no lo hacen porque es poca lo hacen porque es mala. La asignación por preso y día ha subido hace pocos meses. De ciento treinta y dos pesetas de que se disponía para todo tipo de alimentación y uso diario del recluso se ha pasado a ciento setenta y cuatro, casi un veinte por ciento de aumento, aunque con ese dinero hay que hacer malabarismos. Para Joaquín, no obstante, no es ése el peor problema de vivir en una cárcel:
«Lo peor es no hacer nada en todo el día. El problema fundamental es la falta de actividad. En una prisión como la de aquí, nueva aunque fatalmente construida, la cosa peor construida que he visto en mi vida, la falta de actividad es vital. No existen clases organizadas, y llevamos un año en la nueva cárcel. No funcionan los tres magníficos talleres que hay, con lo que no hay dinero para que los reclusos compren en el economato, que es una forma de independizarse. Hay tres salones de cine que no funcionan, videos que no se utilizan, gimnasios que no sirven para nada. Parece que sólo se quisiera almacenar a la gente, y eso produce unos problemas depresivos profundos. Yo lie visto a la gente volverse loca en la prisión. He asistido a ver cómo se suicidaba un preso, cuando unos días antes yo mismo había dado un parte explicando lo alterado que estaba ese recluso, para que lo trasladaran a un psiquiátrico».
A pesar de todo ello hay personas que han encontrado su sitio en la cárcel, que cuando salen vuelven pronto porque fuera no saben vivir. «Son seres que están perdidos --dice Julio, que ha tenido muchos compañeros así--, abandonados por la sociedad, que no tienen un plato de comida en la calle, que no tienen habitación donde dormir, que llegan a la cárcel y ven en el funcionario no ya a alguien que les da cariño, sino, aunque sólo sea un poco de calor humano. En la cárcel tienen una cama, y al día siguiente por la mañana van a desayunar, al mediodía a comer y por la noche a cenar».
«Es una constante dentro del colectivo de los presos --añade Joaquín--, que una buena parle de ellos están llenos de una falta de afectividad que, mal que bien, llenan en presidio. Es el sentirse un poco protegido, con la vida garantizada y una cierta seguridad. Aunque eso sólo se da en prisiones provinciales como la de aquí. En los grandes penales no se da. Hay gente a la que se ha puesto en libertad y han vuelto a las pocas horas. Se han ido a un escaparate, lo han roto y se han quedado allí, esperando que fueran a por ellos». Hasta tal punto tienen destrozadas sus vidas.


Llegamos al final y no quiero despedir esta conversación sin una pregunta que me ronda la cabeza desde el principio:
--Julio, en estos trece años que has vivido en la cárcel, ¿te ha sido posible encontrar un momento de tranquilidad, de relax, de felicidad?
--«No, nunca».


 1977. Castigado a ocho días en celdas de aislamiento por estar en la cama cuando debía estar en pie.

1980. Carta a la prensa, no publicada, denunciando la situación de los presos.




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