El fin de la esperanza
La guerra civil
española ha permanecido en los libros de historia y en la memoria de quienes la
vivieron o fueron sus contemporáneos como una batalla por la libertad, una
contienda sangrienta y dolorosa, pero también esperanzada, que adelantó lo que
iba a ser del mundo en los años siguientes.
En el recuerdo
han quedado, y también en las bibliotecas, hemerotecas y filmotecas, nombres de
lugares y personas que simbolizaron entonces, y aún hoy lo siguen simbolizando,
el paradigma de la dignidad humana para quienes pensamos que la estatura del
hombre se mide por su capacidad de sacrificio y entrega a la causa de un mundo
más habitable, solidario y justo. Todo ello sin hacer abstracción u olvido de
los acontecimientos más crueles y desdichados que toda guerra, más si es civil,
lleva consigo: excesos, venganzas, muertes.
No es casualidad
que el grito de ¡No pasarán! que ha permanecido como consigna liberadora en
todas las luchas contra el fascismo y la reacción que en el Mundo han sido
desde esa fecha hasta hoy sea el que lanzó Pasionaria un día después de la
sublevación desde los micrófonos de la radio del Ministerio de Gobernación para
galvanizar a los defensores de la República, y no el que dio el Mariscal Petain
en 1916 para arengar a los soldados franceses qué luchaban en Verdún, que le
antecedió en la cronología pero no en la fama.
No vamos a dar
aquí un rimero de lugares y fechas que marcan el progresivo hundimiento de la
democracia en España y el avance de la dictadura, para ello hay libros de
historia a disposición de cualquier curioso. Tampoco haremos un diagnóstico de
las causas y motivos que propiciaron el triunfo de los sublevados sobre los
leales. Sin embargo, si se deben destacar, aunque sea de forma somera, algunos
rasgos fundamentales del por qué de aquella derrota.
La sublevación
del 18 de julio de 1936 fue, sin paliativos, una rebelión militar contra el
poder legalmente constituido, dirigida por generales y oficiales de alta
graduación y promovida por el clero más cerril, la burguesía mas analfabeta y
el caciquismo más reaccionario. Pero no todos los militares secundaron el
alzamiento, también los hubo que permanecieron fieles al juramento que habían
dado a la República, lucharon por ella y aún pagaron con la vida su fidelidad:
Hasta dieciséis generales fueron fusilados por sus compañeros alzados por no
sumarse a la rebelión. Con razón afirmó el ex-ministro de la República Antonio
Alonso Baño que "nunca jamás se
había vertido tanta sangre de jefes militares de alta graduación",
para concluir que "los primeros
defensores de la República, las primeras víctimas del alzamiento del 18 de
julio de 2936, no fueron los gobernadores civiles, ni los alcaldes, ni los diputados
a Cortes, ni los miembros de los partidos políticos de izquierda o de los
sindicatos obreros, sino los generales con mando en el Ejército"[1].
El cierre de la
frontera francesa el 8 de agosto de 1936, a menos de un mes del estallido de la
guerra, dio comienzo a la política de No Intervención de las potencias europeas,
por la que se impedía la venta de armas a los contendientes. Promovida por los
gobiernos de Francia y Gran Bretaña, del Frente Popular el primero y
conservador el segundo, esta política resultó nociva para las fuerzas
republicanas y criminal para el pueblo español. Aparte de que cualquier
democracia debería haber sabido distinguir entre un gobierno legalmente
constituido y unos militares sublevados, los acuerdos del Comité de la No
Intervención se aplicaron de distinta manera a cada uno de los bandos.
Ciertamente, tanto Alemania e Italia como la URSS enviaron armas, material
bélico y otros tipos de ayuda a sublevados y republicanos, respectivamente,
pero en diferente cantidad y condiciones. El Fuhrer, por el mar del norte y el
cantábrico, y Mussolini desde Italia a los puertos andaluces, ambos dictadores
mandaron apoyo militar de tropas y materiales a Franco en cantidades muy
superiores, según reconocen los historiadores, a las enviadas por URSS a la
República. Entender los motivos por los que las democracias europeas, Alemania,
Italia y la URSS adoptaron las posturas que adoptaron frente al conflicto
bélico español supondría destripar los entresijos políticos y las relaciones
entre esos países en aquel momento histórico concreto, lo que supera con mucho
el ámbito de estas líneas. Baste, no obstante, señalar que no fueron ajenas las
ansias de dominar el mundo que unos y otros se planteaban entonces.
En esta
situación, los partidos republicanos, enfrentados unos con otros, no llegaron a
unirse realmente en toda la contienda, debilitando las posibilidades defensivas
de la República. Coincidentes únicamente en la necesidad de acabar con la
sublevación, disentían en cambio en las formas de llevarla a cabo, en los
objetivos prioritarios de la lucha y en las salidas políticas posteriores.
El PSOE,
dividido en tres alas con diferentes perspectivas (los trifásicos, como los oí
llamar en mi infancia): la de derechas, dirigida por Julián Besteiro; la
centrista, encabezada por Indalecio Prieto; y la izquierdista, liderada por
Francisco Largo Caballero, incapaces de dirigir la resistencia al golpe. Los
partidos y demás organizaciones republicanas, paralizados ante el vendaval que
se había desatado y temerosos de que aquello fuera la revolución. Los
nacionalistas, condicionando su apoyo a la satisfacción de sus propios
intereses. El PCE, excesivamente dependiente de las consignas de Moscú,
desconfiando de socialistas y republicanos y enfrentándose a poumistas y
anarquistas. Y estos últimos, siempre contra todos, aceptando a regañadientes
su obligada participación en el gobierno, abominando de la disciplina y el
Estado y convencidos de que la revolución se haría por decisión más o menos
espontánea de las masas. No se trata de juzgarlos ahora, pues probablemente sus
dirigentes hicieron lo mejor que pudieron y supieron, sino de señalar que
fueron mejores sus militantes, y el pueblo en general, que las organizaciones
que los representaron.
Pese a los
puntos negros destacados en la introducción al capítulo anterior, se puede convenir
que el balance de la actuación del PCE durante la guerra fue positivo. Una
conclusión que no sólo viene avalada por simpatías políticas sino por el propio
veredicto que entonces dictó el pueblo español. Los comunistas, que comenzaron
la guerra con la escasa fuerza derivada de la pequeña implantación de un grupo
claramente minoritario, con tan sólo dieciséis diputados en el Congreso, la
acabaron liderando el ejército e influyendo decisivamente en el gobierno
encabezado por Negrín. Sin duda algo debió pesar en ese ascenso el apoyo
soviético, único país que estuvo al lado de la República con armas y bagajes,
fueran cuales fueran los intereses de Stalin en el conflicto; pero algo debió
ver también el pueblo del valor y entrega de los comunistas, de su capacidad de
organización, de su disciplina, de la justeza de las posiciones que defendían.
Algunos de
aquellos comunistas, hombres y mujeres, hablan en este capítulo de aquella
derrota, de aquellos últimos momentos de libertad en Cataluña, Alicante y
Madrid, puntos dramáticos donde se fue perdiendo, gota a gota, la guerra. Hay
sin embargo un testimonio que no podían dar ellos; el de los dirigentes del PCE
que en aquellos últimos días abandonaron España desde un pequeño aeropuerto en
Monóvar, Alicante. Dolores Ibárruri recordaba así el comienzo de un exilio que
duraría 38 años: "Doy todas mis
cosas a las mujeres que trabajan en la casa. Mi vestido nuevo, mis zapatos sin
estrenar, regalo de los camaradas madrileños, un pañuelo de seda recuerdo de
las mujeres de Almadén. Una maravillosa edición de “La Barraca”, de Blasco
Ibáñez, obsequio de Julio Just con afectuosa dedicatoria, la echo al juego. No
quiero que caigan en manos enemigas, no quiero comprometer al donante.
"Llegamos al aeródromo de Monóvar, donde el
camarada Hidalgo de Cisneros, que tenía reservados al servicio del Gobierno
unos aviones pequeños, puso uno a nuestra disposición. El se quedaba allí
todavía, hasta que saliese el Gobierno, hasta que saliese el grupo de militares
y de dirigentes comunistas cuya salida había sido decidida.
"Un grupo de guerrilleros vino a despedirme.
"-¡Salud, camarada pasionaria! ¡Hasta pronto!
"Los abrace a todos. Para mí eran algo
entrañable. Eran carnadas, amigos, hijos, de los que había que separarse. De
muchos, para siempre. De otros, ¿hasta cuándo?
"Conmigo iban los camaradas Cátelas, Monzón,
Moreno y el mecánico, un miembro del Partido. Cierra el mecánico la puerta del
avión. Giran las hélices... Comienza a avanzar el aparato, por el último pedazo
de tierra española que aún es libre"[2].
María Teresa
León, que también estaba en Monóvar con su marido, Rafael Alberti, recordaba
luego aquella derrota: "El fin de
nuestra guerra fue tan espantoso como esas tragedias colectivas que luego
ocupan su lugar en la escena. Pensad en los miles y miles de seres que se
acercaron en Alicante hasta la orilla del mar convencidos de que llegarían los
barcos por donde no llegaron nunca. Pensad en los suicidios de la
desesperación. En la agonía de los que se tiraban al agita para alcanzar la
lancha del barco inglés que llegó con la orden de no recoger más a los miembros
de la Junta de Defensa de Madrid. ¿Y los otros? Gustavo Duran, coronel del
cuerpo, se tiró al agua y agarró el borde de la lancha, gritando a los
marineros tantas cosas en inglés, que consintieron recogerlo. ¿Y los otros? Comenzó
por toda España la caza del hereje, del masón, del comunista, del soldado
republicano, del que no estaba casado por la iglesia, del que leía libros
prohibidos, del que expresaba su descontento hasta por escrito... ¿Cómo fiarse
de esta gente que ha combatido a Dios?, decían las viejas. No servía ningún
argumento. Dios únicamente está con Franco, le contestaron a una amiga mía que
tenía sus hijos en ambos campos. Y es que el frenesí español no se parece a
ningún otro"[3].
[1] Citado
por Marcelino Lámelo Roa, “Asturias,
octubre del 37: ¡El Cervera a la vista!” Edición del autor, Gijón, 1997.
[2] “El único camino”.
[3] “Memoria de la melancolía”.
Derrotas
Los barcos
llegaron después de comer. AI principio creíamos que eran franceses y que nos
llevarían a Oran, pero me asome a la orilla del muelle y vi que venían de
Valencia. No jodas, decían algunos compañeros cuando les expliqué que eran
fachas; pero a la hora o así vimos que pasaban desfilando por delante de
nosotros cantando una canción italiana.
Desembarcaron,
se hicieron cargo del puerto de Alicante y nos obligaron a formar a todo el
mundo. Nos pusieron en fila y un soldado nacional me pidió el maletín (*) que había
llevado durante toda la guerra; le dije que si ellos eran también ladrones y me
lo quedé. Todavía lo conservo. Desde allí nos llevaron al Campo de los
Almendros, que le llamaban, cerca de la ciudad. Estuvimos en él dos o tres
noches y luego nos trasladaron a la plaza de toros. Lo primero que vimos al
entrar en ella fue al cura. Se me calló el alma a los pies.
Un sargento con
gafas, alto y delgado, que estaba acompañado por cuatro o cinco franquistas se
encargaban de hacer la selección. A mí me mandó al patio de caballos, que es
donde parece ser que metían a los que creían que habían sido mandos del
ejército republicano. Aunque no dije a nadie que había sido comisario, se
debieron oler algo, porque era un poco mayor que los demás, ya tenía treinta
años, y además vestía un traje de cuero y llevaba el maletín.
En aquel patio debíamos
ser unos trescientos. Lo primero que hicieron fue registrarnos. Tiré al suelo
el reloj y la pluma que tenía y los pisoteé, porque no quería que se lo
quedaran ellos. En el maletín guardaba una manta, que nos serviría después para
taparnos durante las noches. Los primeros días no nos dieron nada de comer.
Lesmes, un compañero que había estado conmigo en tanques, consiguió pasar al
patio de caballos --él estaba con los soldados, en otro patio-- y me dijo que qué
tal andábamos de comida. Nada de nada, le contesté, y entonces él me pidió que
estuviese preparado, que me iban a traer algo para comer. Se marchó y al poco
rato volvió con un trozo de jamón envuelto en un trapo, que le quitó a unos que
les habían llevado un buen paquete de su pueblo, que estaba cerca. A Lesmes le
seguí tratando cuando salí de la cárcel, en un bar que tenía cerca del Rastro;
por cierto, que fue uno de los testigos qué luego me permitió cobrar la pensión
que me dieron muerto Franco por haber sido comisario durante la guerra.
Aquel jamón nos
vino muy bien, porque nos permitió comer durante unos días; a mí y a los dos
compañeros con los que lo compartí, porque no podía repartirlo entre todos los
que estábamos allí, ya que no hubiéramos tocado a nada. Eran un anarquista
valenciano, Eliseo Martínez, y un capitán socialista extremeño, del que no -me acuerdo
el nombre. Nos hicimos con una lata y por las noches, escondidos debajo de la
manta, cortábamos un trozo con el filo y nos lo comíamos.
Un día se corrió
la voz de que nos querían sacar a todos, meternos en un saco y tirarnos al mar,
pero no lo hicieron. A los pocos días nos trasladaron a la cárcel de Alicante,
que es donde fusilaron a José Antonio, y allí nos tuvieron un mes entero
dándonos de comer un chusco para cinco o seis y dos sardinas en lata. Eso para
todo el día. Un par de días antes de trasladarnos al fuerte de San Fernando nos
pusieron lentejas para comer, que hacía un montón de tiempo que no catábamos, y
les entraron a todos unas diarreas tremendas, que hasta se lo hacían allí, en
medio de la nave. A mí no me hicieron daño, aunque después estuve cerca de
quince días sin hacer de vientre. Por esas fechas un oficial viejo me quitó la
manta en una formación.
Allí estuvimos
bastante tiempo. El militar que mandaba era un teniente coronel del Tercio,
Pimentel creo que se llamaba. El día que le relevaron del mando nos echó un
discurso: Cuando me hice cargo de vosotros creí que me hacía cargo del detritus
de España y ahora me voy convencido de que aquí dejo lo mejor de España, nos
dijo.
A los
legionarios les relevó el regimiento de infantería de San Quintín, que nos
trataron todavía peor y nos daban una comida aún más mala y escasa. Como no
teníamos duchas ni nada nos llenamos de miseria. Dormíamos vestidos, porque a
la intemperie no podíamos desnudarnos. Al ver que había tanta miseria trajeron
una cisterna con una ducha y pudimos lavarnos un poco, pero sólo eso y con un
frío del demonio.
Después de San
Juan del año 39 nos trasladaron al castillo de Santa Bárbara, en el mismo
Alicante, donde estábamos en tiendas de campaña y la familia podía ir a vernos.
Escribí entonces a mi madre, que me mandó un mono, una camisa y un pantalón de
pana, y con eso ya pude cambiarme de ropa. A mí solo iba a visitarme mi madre muy
de vez en cuando, porque estaba en Madrid y mis hermanas y hermanos no podían,
pero a Elíseo Martínez, que era valenciano, le visitaba con frecuencia su
mujer. El 23 de diciembre comunicó con nosotros y nos dijo que al día siguiente
nos iba a traer un buen paquete, para que al menos la nochebuena comiéramos
bien. Yo esperaba que también fuera mi madre, pero el 24 al amanecer nos
levantaron y nos llevaron a la estación, nos metieron en un vagón de ganado y
nos tuvieron todo el día sin desayunar, sin comer y sin cenar. Allí todos
hacíamos nuestras cosas en el vagón, por lo que aquello era un asco.
A las tres de la
madrugada el tren empezó a moverse. Cuando se paró miramos por las rendijas y
estábamos en la estación de Elche, donde nos encerraron en una naves grandes,
que lo único bueno que tenían es que el suelo era blando. Unos moros pusieron
un puesto de dátiles y con cinco duros que me habían mandado de casa compré
unos cuantos y nos los comimos entre los tres que andábamos siempre juntos. Es
lo único que entró por nuestra boca aquel día tan señalado. Hasta que no
escribimos a nuestras familias no supieron lo que nos había pasado, porque
cuando llegaron a comunicar con el paquete les dijeron que no sabían dónde nos
habían enviado y que se volvieran por donde había venido. Pensaron que podían
habernos matado. Hay que ver que hijos de la gran chingada son, pensé en
aquella ocasión, basta que sea nochebuena para que nos jodan más todavía. Desde
entonces nunca me ha gustado celebrar esa fiesta.
(*) Este maletín es el que se ha utilizado para realizar las ilustraciones de cada capítulo.
Antonio Gómez Marín
Cuando se
terminó la guerra, marchamos a Francia. El viaje fue tremendo. La noche que se
perdió Barcelona estábamos en el local esperando a ver qué es lo que pasaba y
fue cuando nos dijeron que entraban los fachas. Cogimos picos y nos fuimos a
hacer fortificaciones a la Diagonal, que es por donde decían que llegaban.
Estábamos en ello cuando les vimos acercarse, dejamos allí los cuatro picos y
palas y nos marchamos, porque no podíamos hacerles frente. Yo fui primero a mi
casa, a decirle a mi madre si se quería venir conmigo, que me marchaba de
Barcelona, pero me dijo que no podía; además tenía a los otros hijos que
estaban en el frente y ella no se veía con ánimos de ir por ahí dando tumbos.
Entonces nos
fuimos a la barriada de San Andrés, todo lo que éramos la juventud y también
gente del Partido más mayor, y desde allí seguimos retrocediendo hasta Vich,
que fue donde lo pasamos peor. Allí el Partido era bastante fuerte y nos
propusimos resistir, pero vino la aviación y en dos minutos aquello quedó raso.
Seguimos hasta Figueras, donde permanecimos tres o cuatro días. Allí estuvieron
concentradas las direcciones del Partido y de la JSU, pero vimos que no había
solución, y unos camiones del Socorro Rojo francés nos llevaron a pasar la
frontera.
Aquello fue
terrible, porque mientras nosotros íbamos en aquellos camiones, que aunque
destartalados, servían, veíamos como pasaban los aviones ametrallando a la
gente que iba a pie, con maletas y bultos de ropa, hacia la frontera. Fue algo
tremendo, algo terrible, algo que si no lo has visto piensas que no puede ser
verdad: toda aquella gente que escapaba de Barcelona y de los pueblos, porque
tenían miedo de lo que pasaba y de lo que les podía pasar si se quedaban, y la
manera que los ametrallaban por el camino. Hubo muertes, lloros, algo
fantástico que no se puede concebir si no se ha vivido.
Isabel Vicente
Poco antes de
terminar la guerra, a comienzos de marzo del 39, estuvo en la escuela del
comité provincial en la que yo era profesor, en la calle Eduardo Dato, que
entonces era Paseo del Cisne, el secretario general del Partido en Madrid y
habló muy claramente de la situación política. Nos dijo que la República había
perdido la guerra, pero que se trataba de conseguir unas condiciones mínimas en
las negociaciones que había con Franco a través de Inglaterra. Y el gobierno de
Negrín pedía tres cosas: unas elecciones en el plazo de seis meses para que el
pueblo dijera lo que quería; fuera de España todos los extranjeros, los de la
Brigadas Internacionales ya habían salido el año anterior, aunque algunos se
negaban a marcharse; y que no hubiera represalias y que el que quisiera pudiera
salir al exterior. Eso se podía conseguir si la resistencia se mantenía. La
guerra mundial estaba ya a la puerta, se sabía que era inevitable, y se trataba
de que si la guerra mundial empezaba y seguíamos resistiendo la cosa podía
cambiar radicalmente.
A los tres días
de eso fue lo de la Junta de Casado. Yo había estado hablando con los camaradas
de la escuela y por la mañana, cuando ya iba a bajar a desayunar, fue a verme
un camarada y me dijo: ¿No sabes lo que ha pasado anoche? Pues se han sublevado
el coronel Casado, Besteiro y algunos más y han creado una junta de defensa
anoche. ¿Y os habéis acostado tan tranquilos? le dije, ¿Y qué íbamos a hacer?
Pues cono, ver como les vamos a hacer frente. Eso era el 5 de marzo. Salí de
allí y empecé a buscar por los locales del Partido. Todos estaban ocupados por
los sublevados. En la escuela, como no había ningún signo externo no se había
presentado nadie. Al fin encontré el medio de llegar al estado mayor del
Partido, que estaba en Chamartín, porque en la casa del Comité Central se
habían encerrado los camaradas que había en ese momento y luego escaparon por
la alcantarilla.
Durante la
primera semana viví toda una odisea. Fue un domingo por la noche cuando dieron
el golpe y hablaron por la radio. Me detuvieron, estuvieron a punto de
fusilarme, me escapé, me volvieron a detener al mediodía, me volví a escapar
campo a través, llegué al Jarama sin saber por dónde cruzar, pero unos
campesinos que vieron que iba huyendo me indicaron un puentecillo sin
vigilancia que había un poco más arriba. Luego, en la carretera de Valencia, un
poco más allá, me detuvieron de nuevo; allí estuve por la tarde, al caer el
sol" conseguí escaparme por tercera vez, pero al entrar en Madrid, en la
glorieta de Atocha me volvieron a detener. Me había hecho treinta kilómetros
andando y sin comer.
Me metieron en el Hotel
Nacional, que habían convertido en cárcel, y en la habitación donde me pusieron
éramos cuatro, que dormíamos atravesado en la cama. Cuando me interrogaron hice
una declaración que había preparado durante la noche. ¿Pero aquí que pasa? le
digo al tío que me interroga, pero si yo estaba en casa de unos tíos, ahí en La
Pobeda, en la orilla del Jarama, y el otro día me detuvieron cuando estaba
cavando en un huertecillo que tienen y la documentación la he perdido. En
realidad me la habían quitado en una de las detenciones anteriores. Total, que
escribió lo que yo le dije, vi que doblaba las dos cuartillas y escribía NP.
¿Que será esto de NP? pensé. Quería decir No Peligroso. Dos o tres días después
me llevaron a lo que hoy es el centro cultural Reina Sofía a prestar servicio
de guardia, pero de guardia por dentro. Todavía no había acabado la guerra.
Aproveché el momento y me escapé.
Volví a la
escuela, que seguía intacta y vacía, pues los alumnos ya se habían marchado
todos y las clases, claro está, no funcionaban, pero seguían allí los dos
camaradas que estaban al frente de aquello y la cocinera. Dormí allí dos o tres
días, o más, hasta la noche antes de entrar las tropas de Franco en Madrid. Tenía
la intención de no marcharme, veía que todos decían que se iban a Valencia o a
Alicante y yo le decía a Carmen, a la que había conocido en la Escuela y era ya
mi mujer, que éramos los únicos que nos íbamos a quedar en Madrid. Y me quedé
aquí, claro, para seguir trabajando. Yo estaba en contacto con lo que quedaba
de la dirección clandestina del partido.
La noche
anterior a que los franquistas entraran en Madrid todos sabíamos ya lo que iba
a ocurrir. Yo fui con Carmen a una cita que teníamos en donde ahora está el
Palacio de los Deportes, que era el solar en el que había estado la plaza de
toros antigua, y allí me reuní con un camarada. Bajábamos luego por la calle de
Alcalá y al llegar a la altura de Príncipe de Vergara subían los primeros
camiones que vimos con tropas de Franco. Ya estaban aquí. Nos despedimos para
vernos por la tarde, volví a la escuela y ya las dos o tres chicas que había
allí trabajando se estaban preparando para marcharse. Recogí unos libros y me
fui a casa de mi hermano. A los dos días, los bandos del ejército de ocupación
firmados por el general Espinosa de los Monteros castigaban las reuniones con
la pena de muerte. Luego salió otro bando ordenando a los jefes, oficiales y
comisarios, y soldados también, del ejército de la República que se presentaran
en los campo de fútbol: en el de Chamartín, en el del Metropolitano, que
desapareció, en el de Vallecas, que entonces era del Nacional, y en otros
sitios. Yo no me presenté, me fui con un camarada a casa de unos amigos suyos
que estaban evacuados, y allí estuvimos los tres o cuatro días que tuvieron a
la gente en los campos de fútbol, porque se lió a llover, de día y de noche, y
la gente allí, como techo el cielo, comida apenas, y empezaron a darse casos de
tifus y tuvieron que dejarles en libertad a los que habían podido localizar.
Después de
aquello ya no volví a casa, pasé a vivir al domicilio de unos camaradas. El
primero de mayo se presentó la policía, preguntando por el marido y luego por
mí. Les conté un cuento, pero empezaron a registrar. Yo me resistía a ser
detenido de esa manera; además, iba a llegar Carmen y también la detendrían,
así que aproveché un descuido y me fui, cerré la puerta, me llevé las llaves y
les deje allí. Y empecé a trabajar en la organización del Partido.
Simón Sánchez
Montero
El 5 de marzo
del 39 me acuerdo que habíamos ido a ver una obra de teatro que creo que ponían
en el palacio de Bellas Artes y allí me dijeron que había una revuelta de las
tropas fascistas en Cartagena, pero yo no le di gran importancia, porque no
estaba en la parte secreta de lo que pasaba, así que me fui a dormir a casa. Al
día siguiente me levanté para estar a las nueve de la mañana a las puertas del
Partido en la calle Serrano. Eran las nueve menos cuarto y a la entrada me
pararon dos señores que me pidieron la documentación y, claro, tenía veinte
carnets: el de amigos de la Unión Soviética, el del Socorro Rojo Internacional,
el de la UGT, el del Partido y no sé cuantos más. Me preguntaron qué era lo qué
iba a hacer allí y yo les dije que trabajar; en ese momento me detuvieron y me
llevaron a una comisaría que había en la misma calle Serrano.
En ella me
encontré con una gran cantidad de gente conocida. Estábamos en una habitación
todos apretados y no podíamos ni sentarnos de tantos como éramos, sobre todo
mujeres, y es cuando empezamos a comentar que se había formado una junta de
Casado. Había quien decía que era una junta para la defensa de Madrid, pero
entonces, ¿por qué nos detenían a nosotros, que no habíamos hecho otra cosa que
defender Madrid? Otro decía que no, que debía ser que iban en contra nuestra,
los comunistas, pero tampoco lo entendíamos ¿Por qué iban a estar en nuestra
contra? Ni yo ni nadie entendía nada de lo que pasaba.
Estuvimos allí
un día y una noche sin sentarnos, porque no cabíamos, y a la mañana siguiente
nos llevaron a un convento de los Salesianos que había por la calle de Atocha.
Entonces nos enteramos ya mejor de lo que ocurría, porque nos mezclaron con
hombres entre los que se encontraban camaradas conocidos, muchos de ellos que
estaban en el ejército. Entre las mujeres estaba Angelita Santamaría, una
camarada mucho mayor que yo que había trabajado con Dolores mucho tiempo, mujer
de un alcalde de Chamberí al que yo quería mucho y que fusilaron: Agapito
Santamaría, que había sido de la dirección del Partido en Madrid. A través de
ellos nos enteramos que había sido un levantamiento contra los comunistas,
avalado por algunos anarquistas y socialistas, al frente de los cuales estaban
Casado, Besteiro y Mera, entre otros, como el padre de Carrillo, Wenceslao.
En las calles de
Madrid estaban las fuerzas comunistas, que habían venido a impedir que la
capital cayera en manos de los fascistas, luchando contra otros que hasta ayer
mismo habían sido del mismo bando, que me parece que era lo peor que podía
pasar. Yo no digo .que tenga odio a nadie, pero que sucediera aquello me
pareció tremendo. En las calles paraban a la gente, le preguntaban que de quién
era, y si decía que estaba con los comunistas le detenían. A una tía mía, que
iba a verme a la cárcel de Ventas, donde nos trasladaron poco después, le
preguntaban ¿usted de quién es? y ella contestaba: soy de ustedes, y así la
dejaban tranquila.
La cárcel de
Ventas estaba en la calle de Marqués de Mondejar y en ella estuve detenida
veintiún días. Nos soltaron gracias a la intervención de la que estaba de jefe
de servicios, una camarada que creo que murió Juego en Barcelona. A última hora
del 27 de marzo nos pusieron en libertad y al día siguiente entraron los
fascistas en Madrid, aunque aquella noche parecía que ya estaban allí, porque
ya se empezaban a ver por las calles curas y monjas, que no se habían visto en
toda la guerra, y, sobre todo, guardias civiles.
El día 28
regresé a casa de mis tíos, donde había vivido toda la vida, y encontré vecinos
gritando ¡Ya somos libres! ¡Ya somos libres! Creo que nunca he llorado tanto en
mi vida como aquel día.
Manolita del
Arco
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