El jazz también importa. Reseñas. 1980
Una de las cosas buenas de trabajar en
medios que sólo cuentan con una persona por tema, la música, por ejemplo, es
que te puedes meter en camisas de once varas sin miedo a manchar con tu
presencia inexperta el terreno de nadie. La especialización, en música, por
ejemplo, es una condena que cae sobre los periodistas, que se ven obligados a
reducir su espacio de interés, dejando fuera todo aquello que no remita a su
especialidad. Por eso, cuando he tenido ocasión no me he cortado de afrontar
géneros que me apasionan pero que siempre me han quedado lejos como
comentaristas, estando, como estaban, en manos de maestros. Siempre me ha
gustado el jazz, pese a lo que he escrito poco sobre él, dejo aquí unas cuantas
reseñas, que no críticas, sobre algunos discos que pude promocionar y difundir,
correspondientes a mi estancia en Canarias y publicadas en los periódicos El
Eco de Canarias y El Diario de Las Palmas, así como en el semanario El
Independiente. Para iniciarlo incluyo el prólogo que me pidió Rafael Hernandez,
viejo y querido amigo, para un libro de poemas que pensaba publicar y en el que
el jazz era tema principal.
Aquella música
negra que nos llenó de color
(Prólogo a un
libro de poemas de Rafael Hernández)
“¡Ay, Harlem!
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia
comparable a tus rojos oprimidos”
Federico García
Lorca, “Oda al rey de Harlem”
Ante estos
poemas de Rafael Hernández cabe preguntarse ¿qué significó el descubrimiento
del jazz para tantos jóvenes de aquella España tenebrosa y gris del franquismo?
Tardes y noches en Whisky Jazz o en Bourbon Street. Peregrinos a la penumbra de
las velas en busca de Lou Bennett, aquel negro con perilla que aterrizó en
Madrid para asombrarnos con su prodigioso juego de pies sobre los bajos del
Hammond. Aventureros de la imaginación con Jacques Loussier, descubriendo
juntos que Bach también tenía feeling. Asombrados parteros del jazz patrio,
solidarios con el lamento de los saxos de Pedro Iturralde o Vlady Bass. O del
piano de Tete, el catalán que, ciego, nunca pudo contemplar su blanca piel y
quizás por eso tocó siempre como un negro. Buscadores de oro en las secciones
musicales de las tiendas de electrodomésticos, donde entre la morralla del
momento se podría descubrir el brillo del “Bird”
de Charlie Parker, el “Vertiginoso” de Dizzy Gillespies o el “Round Midnigth” de Miles Davis.
Porque el jazz
fue una música negra que nos llenó la vida de colores. Con ella --y con el folk
de Seeger o Guthrie-- aprendimos que había otra USA distinta a la de
Eisenhower, Kissinger o Nixon. También allí la América de la rabia y de la
idea. El grito de un pueblo oprimido con el que no resultaba difícil
identificarse desde el otro lado del océano. Y cosas más profundas.
El jazz es la
música de la libertad y el entendimiento, que pese a sus “solos” no es de
solitarios, sino de solidarios. El saxo suelta su improvisación impulsado por
el colchón armónico que le prestan sus compañeros. El piano toma el relevo y se
lo pasa al contrabajo, que acaba en brazos del batería en un diálogo permanente
que conduce al final colectivo de todo el grupo. Y de libertad, entendimiento y
solidaridad sabe mucho Rafael Hernández, que por entregarse a ellas hubo de
sufrir represión y cárceles, aunque también le valieran amistades y pasiones
para toda la vida. En sus poemas, que a veces se rompen en ritmos jazzeros, late la pasión de momentos
irrepetibles, de querencias profundas que le han marcado con el sello indeleble
de la verdad. Bajo esas imágenes casi documentales que pueblan sus versos (el
tintineo de los vasos, el Chrysler negro que igual pasea por la Calle 44 que
por la Castellana, la risa distraída del limpiabotas Jimmy), late el pulso de
una pasión que, ya lo dice él, nos creció como “un abrazo múltiple y gozoso”.
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