“Se encontraron en la arena los dos gallos
frente a frente”, cantaba, cuando todavía vivía, el cantautor Chicho Sánchez Ferlosio en una
paráfrasis de las dos españas machadianas. En 1978 no eran dos, sino al menos
tres, las españas que se enfrentaban en la pantalla televisiva: la que
representaba el pasado, que se resistía a desaparecer, la que quizás quería que
todo cambiara pero no tanto como para que el cambio fuera transformación, y
aquellos, inocentes ellos, que aún pensaban que el proceso que se había
iniciado podía conducir a una situación flamante y nueva, como un coche de lujo
con el cuentakilómetros a cero.
Quizás por estar
teóricamente más relacionados con la realidad de cada día, dónde más
directamente se detectaba ese enfrentamiento entre la España del pasado y las
del futuro era en los informativos. Entusiasmado con el juguete nuevo que era
la democracia, Adolfo Suárez había
nombrado a su amigo Rafael Ansón
director general de la tele, quien comprendió que unos informativos a la altura
de la historia necesitaban de caras nuevas que les dotaran de la credibilidad
que hasta entonces se les había negado. En esa idea, buscó entre la plantilla a
un grupo de jóvenes periodistas y les puso delante de la cámara para que su
juventud mostrara a los espectadores que las cosas estaban cambiando. En
septiembre de ese año se hicieron cargo de los telediarios de la primera cadena
Ladislao, Lalo, Azcona, Eduardo Sotillos y Pedro Macías, a los que acompañó Miguel Ángel Gozalo en el UHF, y realmente pareció que las cosas
estaban cambiando.
El experimento,
sin embargo, duró sólo hasta finales de enero de 1978, en que todos ellos
pusieron su dimisión sobre la mesa del nuevo director general, Fernando Arias Salgado, que había
llegado al cargo en noviembre del año anterior sustituyendo a Ansón. Los
dimitidos habían dado aires nuevos a la información: eran más naturales, menos
agrios y formalistas, no tenían tics oficialistas, se parecían más a la gente
de la calle, y, sobre todo, se creían lo que hacían, creencia que les llevaría
a la dimisión quizás porque comprendieron que allí lo único nuevo eran sus
caras y que el material que se veían obligados a dar a sus espectadores no era
sino la misma manipulación de siempre, aunque ahora fuera una manipulación
realizada en nombre de la democracia.
Canta que algo queda
Si hubo un
género televisivo en el que mejor pudo seguirse esa triple batalla entre las
distintas españas que se enfrentaban en 1978 fue el de los musicales que se
estrenaron ese año. Aplauso, Cantares y Musical Express constituyeron otras tantas formas de reflejar, a
través de los distintos tipos de canciones, esas diferencias entre el pasado y
los posibles futuros.
Desde el madrileño
Corral de la Pacheca, con público y en directo, Lauren Postigo, al que las malas lenguas pronto cambiaron su
apellido por Castigo, intentó demostrar con Cantares
que las viejas glorias de la canción patria, la que había dado lustre y tronío
a la España de los cincuenta, todavía tenían mucho que cantar. De Antonio Molina a Lola Flores, del Príncipe
Gitano a Marujita Díaz, toda la
corte de la copla pasó por el escenario, demostrando en unos casos el patetismo
de su supervivencia, pero recordando en otros que en aquel género tan
vilipendiado también existían verdaderas joyas del arte canoro.
por sus cabeceras los conoceréis
José Luis Uribarri, un veterano de la casa que
siempre se había manejado bien con los éxitos musicales, dirigió y presentó Aplauso, el programa con el que la dirección
de TVE buscaba atraer a las masas juveniles. No obstante, el que consiguió
sacar a bailar a las multitudes fue José
Luis Fradejas, su segundo, que con el apartado A bailar, llenó las discotecas de toda España de jóvenes
saltarines. Ellos melenudos, pero poco, ellas minifalderas, pero dentro de un
orden. Eran los nuevos españoles, que habían recibido alborozados la democracia
pero tampoco querían demasiados quebraderos de cabeza, y que encontraron en los
ritmos simples pero enfebrecidos y en las luces de colorines un buen lenitivo
para el dolor.
La otra
juventud, la rebelde, la que gustaba del rock progresivo, el flamenco-jazz, los
cantautores o el ya pasado underground, tendría también su hueco en esos años
televisivos de la transición. En 1978 fue Musical
Express, que Ángel Casas realizó
desde los estudios Miramar de Barcelona, el programa que vino a añadir un granito
de arena más a la labor que ya habían hecho en años anteriores Mundo Pop (1976) o Popgrama (1977). Por todos ellos pasaron un grupo de críticos,
presentadores y expertos entre los que, además del propio Casas, estaban Carlos Tena, Diego Manrique, Gonzalo
García Pelayo y muchos otros que desde años habían venido luchando en la
radio o en la prensa por una música y una España diferentes y nuevas.
El pueblo llama a la pantalla
Llamarse
Botejara, incluso en la España de 1978, es algo que sin duda define. Un
apellido así es sinónimo de boina, cejas peludas, barba cerrada y pantalones de
pana. La caricatura de un prototipo de español tan antiguo como el linimento
Sloan, aunque, de igual manera que el medicamento que calmaba los golpes y los
dolores musculares se seguía vendiendo en la pantalla, esa España en blanco y
negro seguía existiendo entreverada en el tecnicolor de aquellos años.
Así al menos
debió pensar Alfredo Amestoy, un
niño terrible de la televisión de la transición que con su tupé engominado y su
índice levantado eligió ese apellido para titular su La España de los Botejara, que intentaba ofrecer una visión de la
actualidad desde la tradición pero que no pasó de ser, con todo su éxito a
cuestas, una mueca a los viejos tiempos que se perdían poco a poco entre la
niebla de la modernidad que iba llegando.
A esa modernidad
contribuyó, en ese año que acabó con la aprobación de la primera Constitución
democrática de España en alrededor de medio siglo, un programa en el que dos
presentadoras pizpiretas e inteligentes adelantaban lo que iban a ser la
televisión y la España del futuro. Isabel
Tenaille y Mercedes Milá fueron
las dos entrevistadoras de Dos por dos, pionero de los futuros magazines que
demostró que la actualidad también podía ser ligera.
En el mismo
terreno de la entrada de la realidad en la pantalla en el que jugaban los
Botejara y las dos periodistas, Vivir
cada día significó la aparición del reality show televisivo, aunque
pasarían muchos años en llamarse así y al género aún le faltaba caer en las
simas de indignidad en que caería con el tiempo. Por el contrario, Vivir cada
día, que puso en marcha y dirigió hasta 1988 José Luis Rodríguez Puértolas, fue el intento más serio de hacer
entrar en la pequeña pantalla la realidad cotidiana, la de las pequeñas
personas que nunca saldrán en las enciclopedias pese a sus vidas apasionantes,
que el espacio reflejaba dando espacio y tiempo a los mismos protagonistas de
las historias que contaban.
En 1978 también
se estrenó Cañas y Barro, la
adaptación de la novela de Blasco Ibáñez
que adapto como serial Rafael Romero
Marchent, experimentado realizador de spaguetti western, abriendo el camino
a una tele con mayúsculas basada en los grandes textos de la literatura patria,
que daría sus mejores frutos en años posteriores con producciones como La Barraca (1979), Fortunata y Jacinta (1980), Los
gozos y las sombras (1982), Juanita
la larga (1982) El mayorazgo de
Labraz (1983), Los Pazos de Ulloa
(1985) o La Regenta (1995), entre
otras. Era aquella una televisión hoy relegada, hecha desde la convicción de
que los espectadores eran capaces de seguir con interés una historia adulta contada
sin simplificaciones. Una televisión, una España y unos tiempos que cambiarían
mucho en pocos años.
TRABAJADORES
CONTRA LA MANIPULACIÓN Y EL DESPILFARRO
La manipulación
política y el despilfarro económico han sido durante prácticamente toda su
historia males endémicos de TVE. Cuando mandaba el general porque no había
ganado una guerra para regalarles a otros la palabra; y ya en la democracia,
porque los Gobiernos no habían sido elegidos en las urnas como los niños más
guapos de la escalera para dejar luego que el vecinito feo jugara con su
patinete. Sobre todo sabiendo que en patinete se va más deprisa que andando.
En 1978, en
medio de las apasionadas batallas políticas que se vivieron en España y que
tuvieron su reflejo en televisión, se creó en una asamblea el 27 de septiembre
el primero de los comités anticorrupción que desde entonces irían montando los
trabajadores de la tele ante las diversas crisis que fueron surgiendo en
décadas posteriores.
Aquel primer
intento de control de los trabajadores, que como los posteriores condujo a
poco, estaba formado por 17 miembros, y entre sus funciones constaban en el
acta fundacional las de “investigar los
posibles casos de corrupción ideológica o económica” o “las situaciones de despilfarro que pudieran
darse en la radiotelevisión estatal”. Se editaron varios manifiestos que se
pensaban definitivos, pero los comités anticorrupción siguieron siendo
necesarios en años posteriores y cada vez debieron nacer de cero.
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