sábado, 31 de agosto de 2013





Con España a cuestas



El exilio republicano de 1939 es, cuantitativa y cualitativamente, el más importante de la historia de España, tierra de exilios a lo largo de toda su existencia. Aunque desde el comienzo de la guerra hubo españoles que por unas u otras causas decidieron abandonar España, principalmente intelectuales, profesores y profesionales, y después de la caída de Bilbao salieron hacia Francia numerosos republicanos que veían peligrar su vida si se quedaban, fue la pérdida definitiva de Cataluña la que originó una riada de desterrados.

Según todos los datos acumulados por los historiadores[1], en los primeros días de febrero de 1939 cruzaron la frontera por la Junquera, Puigcerdá y Port Bou alrededor de quinientos mil españoles, entre los que no sólo había funcionarios del gobierno, dirigentes políticos y sindicales, oficiales y soldados del ejército republicano, sino también las mujeres e hijos de muchos de ellos y numerosos obreros y campesinos que temían la resaca victoriosa de las fuerzas de Franco. Una buena parte regresaron a España en los primeros meses de la postguerra, aunque en octubre de 1939 se calcula que todavía quedaban fuera unos doscientos cincuenta mil, que constituyeron el grueso del exilio republicano español.

Si numéricamente la cifra es representativa, aún lo es más la naturaleza de esos exiliados. Según cuantificaba Juan Maestre Alfonso en un artículo del diario Informaciones escrito en 1976[2], entre ellos había dos premios Nobel; ochocientos noventa y un funcionarios públicos; quinientos maestros de primaria; cuatrocientos sesenta y dos profesores de universidades, liceos, institutos y escuelas especiales; cuatrocientos treinta y cuatro abogados, magistrados, jueces, notarios, etc; trescientos setenta y cinco médicos, farmacéuticos y veterinarios; trescientos sesenta y un técnicos y peritos agrícolas, textiles, electrónicos y otros; doscientos ochenta y cuatro militares profesionales de todas las armas; doscientos catorce ingenieros; doscientos ocho catedráticos; ciento cuarenta y seis bancarios y economistas; ciento nueve escritores y periodistas; veintiocho arquitectos. Y todo eso contando sólo a los que vivían en Latinoamérica años después.

Sobre la influencia de estos españoles en los países que les acogieron, Vicente Llorens ofrece en la obra coordinada por Abellán datos esclarecedores: en determinados momentos, la Universidad Nacional Autónoma de México tuvo un sesenta por ciento de profesores españoles o de origen español. En la feria del libro de la ciudad de México de 1960, los exiliados españoles participaron con una sección propia, en la que estaban representados novecientos setenta autores con dos mil treinta y cuatro obras, con un fichero de doce mil folletos, ensayos, artículos y traducciones de autores españoles residentes en América.

Tras pasar la frontera, buena parte de estos españoles fueron a parar a los campos de concentración creados por el gobierno francés en Saint-Cyprien, Barcarés, Argelés-sur-Mer, Agdé, Harás, Magnac-Laval, Clemont-Ferrand y muchos otros sitios[3], continuando así la iniquidad de la política de No Intervención. La dirigente anarquista Federica Monseny, que había sido ministra de Sanidad en el gobierno de la República, recordaría cincuenta años después que "éramos víctimas de una discriminación incalificable, se nos trataba como a prisioneros de guerra, y ello a pesar de que Francia no estaba en guerra con España, y menos aún con la República española"[4]. La comunista Constancia de la Mora, casada con Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana durante la guerra civil, y nieta de Antonio Maura, presidentes de varios gobiernos de la monarquía, se mostraba en julio de 1939 perpleja ante este maltrato del gobierno francés: "El término ‘campo de concentración’, que hasta entonces siempre habíamos relacionado con el nazismo y considerado como brutalidad típicamente hitleriana, empezó a ser mencionada cada día con mayor frecuencia en nuestras conversaciones. Naturalmente sabíamos que existían campos de concentración en Alemania, en Italia, en la España franquista; pero en la Francia de la 'Libertad, Igualdad, Fraternidad', ¿sería posible?"[5].

Los españoles saldrían de los campos franceses para dispersarse por el mundo y para participar desde la primera hora en la lucha contra el nazismo en la II Guerra mundial, combatiendo en la práctica totalidad de los frentes, especialmente los europeos y los del norte de África. Narvik (Noruega) y Bir-Hakeim (Siria), Montecassino (Italia) y Dunquerque (Francia), la liberación de París y la de Berlin, Strasburgo, Dachau, Mathausen y Moscú fueron escenarios en los que los rojos españoles pudieron mostrar lo que habían aprendido poco antes en su propia escabechina nacional.

En dos países tuvieron especial presencia y heroísmo los españoles durante aquella guerra: Francia y la URSS. En esta última hasta setecientos españoles formaron parte del ejército soviético, de los que murieron o desaparecieron doscientos, recibiendo un total de setecientas veintitrés medallas de distinto tipo por su valor en al campo de batalla[6].

Organizados y dispuestos a resistir antes incluso que los propios franceses, los españoles participaron en el maquis francés masivamente, y entre ellos los comunistas en primera línea. Aunque es difícil calcular el total de españoles encuadrados en la resistencia o el ejército de la Francia Libre, diversos autores han coincidido en dar la cifra de diez mil combatientes como la más cercana a la realidad; una buena cantidad en todo caso. El balance de la hoja de servicios de las guerrillas españoles en Francia desde octubre de 1942 a septiembre de 1944 da la cifra impresionante de ciento cincuenta y un puentes ferroviarios, ochenta locomotoras y treinta y cinco puentes de carretera destruidos; seiscientas líneas de energía eléctrica cortadas; seis centrales eléctricas dinamitadas; veinte ataques a industrias de material bélico, destruidas total o parcialmente; ocho cárceles asaltadas, con alrededor de ciento setenta y cinco presos políticos rescatados; veintidós minas de carbón u otros minerales indispensables para la industria de guerra alemana destruidas, total o parcialmente, o inundadas; quinientos doce combates librados contra el enemigo. En total, los guerrilleros españoles hicieron nueve mil ochocientos prisioneros alemanes o fascistas franceses, a los que causaron alrededor de tres mil bajas, y tuvieron cuatrocientas cincuenta bajas propias. En numerosos pueblos y ciudades de Francia hay monumentos y calles que recuerdan a los resistentes españoles, muchos de los cuales, como Cristino García, cuya última carta escrita antes de ser fusilado en España se incluye en el capítulo ocho de este libro, fueron condecorados por su actuación para liberar a Francia del fascismo.

Una última batalla, silenciosa y terrible, libraron los españoles en esta guerra: la de los campos de concentración nazis. Mathausen, Dachau, Auschwitz, Büchenwald, Bergen-Belsen, Aurigny, Ravensbruck y otros escenarios de la mayor iniquidad humana tuvieron internados españoles, hasta completar un número que ronda los 15.000. También allí estuvieron entre los primeros en las redes clandestinas de resistencia que se organizaron en los propios campos y, en muchos casos, lucharon activamente el día que los liberaron las tropas estadounidenses o soviéticas[7].
Aunque no fueron los únicos, en todas estas batallas ocuparon los comunistas la primera línea de combate. Con la dirección del PCE dispersa por el mundo, con dificultades para comunicarse entre sí, sus militantes supieron dar la talla allí donde se encontraran.

Sin embargo, al tiempo que sucedía todo esto, la dirección del Partido vivía una importante crisis, que se prolongaría en los años de la postguerra y que tendría soluciones drásticas y desagradables.

Inmersa en el caldo de cultivo del estalinismo, la dirección del PCE debió afrontar la sucesión por la secretaria general del partido a la muerte de José Díaz, que lo había encabezado desde el congreso de Sevilla de 1932, lo que dio lugar a una batalla política de primera magnitud en la que no faltaron golpes bajos, navajazos y excomuniones, y en la que se agravaron hasta extremos insoportables las heridas internas que se habían abierto en la organización a raíz de la derrota y aún antes. Díaz, que estaba gravemente enfermo desde la guerra civil, se había exiliado en la URSS, falleciendo en Tiflís a comienzos de 1942, según todos los datos suicidado. Dos candidatos, residentes ambos en Moscú, salían con ventaja para copar la secretaría  general: Dolores  Ibárruri, la figura más importante del comunismo español en aquellos años y después, y Jesús Hernández, figura destacada y ministro de Instrucción Pública durante la guerra. El que hubiera podido ser el tercero, Vicente Uribe, estaba en México, bien distante de la dirección de la Internacional Comunista, que era quién habría de decidir finalmente el ganador. En la batalla hubo todo tipo de acusaciones, políticas y personales, en unos tiempos en que la menor desviación conducía, en el mejor de los casos, a la expulsión y, en el peor, a la muerte. La Internacional Comunista se decantó por Pasionaria; Jesús Hernández, junto a su segundo, Enrique Castro Delgado, emigraron a México y fueron expulsados. Cada uno de estos dos últimos escribió sus memorias en forma de libelo contra el partido que se convirtieron en oro puro para la propaganda anticomunista de la época[8].

La batalla tuvo la marca indeleble del estalinismo, que condiciono la política y la actividad del PCE durante todos aquellos años. Cualquier desavenencia era un peligro, cualquier discrepancia un abismo, cualquier heterodoxia una traición. En ese ambiente vivieron sus difíciles vidas los comunistas que hablan en las páginas siguientes, exiliados en Francia, América y la URSS y combatientes en todos los frentes de la guerra mundial que les esperaba al atravesar los Pirineos.





[1] La mayor parte de los datos están extraídos de “El exilio español de 1939”, obra coíectiva en seis volúmenes dirigida por José Luis Abellán. Editorial Taurus, Madrid, 1976. Se han consultado también “Republicanos españoles en la 2ª Guerra Mundial”. (Planeta, Barcelona, 1975) de Eduardo Pons Prades, “Luchando en Tierras de Francia” (Ediciones de La Torre, Madrid, 1981) de Miguel Ángel Sanz, “Los que se fueron” (Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1976), de Teresa Pámies, “La España de los maquis” (Editorial ERA, México, 1971) y “Emigración republicana española” (1939-1945} (Editorial Zero, Algorta, Vizcaya, 1972), ambos de Alberto Fernández.

[2] Citado por José Luis Abellán en la presentación de “El exilio Español de 1939”.

[3] Aparte de los libros citados más arriba, sobre el tema concreto de los campos franceses ver “Los campos de concentración de los refugiados españoles en Francia” (1939-1940). Marie-Claude Rafaneau-Boj, Ediciones Omega, Barcelona, 1995.

[4] Citado por Marie-Claude Rafaneau-Boj.

[5]Doble esplendor”. Editorial Crítica, Barcelona, 1977.

[6] Alberto Fernández. “Emigración republicana española”.

[7] En este tema resulta imprescindible consultar los libros “Yo fui ordenanza de los SS” (Martínez Roca, Barcelona, 1976), “Los años rojos” (misma editorial, 1974), ambos de Mariano Constante, y “KL. Reich” (Seix Barral, Barcelona, 1963), de J. Amat Piniella. Este último texto, publicado en catalán, fue seguramente el primero editado en el Estado Español sobre los españoles exiliados e internados.

[8] 8.- Enrique Castro Delgado: “Hombres made in Moscú” (Luis de Caralt, Madrid, 1963) y “La vida secreta de la Kominterm” (Editorial Epesa, Madrid, 1950). Jesús Hernández: “Yo, ministro de Stalin en España” (Editorial Nos, Madrid 1954).







Exilios


Cuando atravesamos la frontera los gendarmes nos hicieron desnudar a las mujeres, a todas, jóvenes y viejas, y nos preguntaban si éramos prostitutas, si habíamos robado oro en las iglesias… Entonces comprendimos que habíamos perdido la guerra.

Dicen que éramos medio millón los que atravesamos la frontera en febrero del 39. Yo fui a parar a un campo de concentración, como tantísimos de ellos, en el que estuve hasta septiembre, cuando ya se había declarado la guerra mundial. Fui a la cárcel por indocumentada, y gracias a la organización del Gobierno de la República fuimos evacuados todos los que se pudo. Salí de Francia en el último barco desde Burdeos, gracias a que tanto yo como otros militantes comunistas conseguimos visados por la ayuda que teníamos del Partido.

Si tuviera que sintetizar mi etapa de destierro en América, que duró hasta el 48, diría que fue político, y que en él nos ayudó el subjetivismo y voluntarismo militante. Tuve la suerte personal de conocer a comunistas extraordinarios, algunos de los cuales fueron fusilados tras volver a España en los años más duros, como Castro García Roza, Jesús Larrañaga, Valverde, y muchos más que eran comunistas de los que predican con el ejemplo.

Ese exilio también me sirvió para capacitarme teóricamente, porque en aquella época tenía más ideales que base teórica. El nuestro fue un exilio muy activo culturalmente --en Santo Domingo, por ejemplo, nos daba clases de literatura Juan Chabás[1]-- y nunca hemos perdido el tiempo ni nos hemos estancado. Ahora uno se pregunta cómo lo aguantamos, pero es que estábamos unidos por un ideal.

La segunda fase de mi destierro transcurrió en Europa, a la que volví en el 48, a Belgrado y a Praga, en la que viví diez años inolvidables. Llegué cuando el Partido Comunista tomó el poder y vi como empieza el socialismo en una sociedad que tenía los resortes para sacar el país adelante. Hubo un verdadero boom en todos los sentidos, con una participación de las masas que no he visto nunca. También vi los primeros síntomas de estancamiento, de utilización de métodos despóticos, dogmáticos, y eso se notó en la pérdida de confianza en el socialismo, también en las purgas, los procesos en Checoeslovaquia, Hungría, Polonia y Rumania, en los que fueron considerados traidores comunistas que no lo eran. Todo eso también tuvo sus repercusiones entre los camaradas españoles, que llegábamos a dudar si lo que pregonábamos era lo que necesitaban el pueblo y los trabajadores.

Todo eso lo tengo reflexionado en “Testament a Praga[2], en el que mi padre también cuenta su versión de lo que veía, que no siempre coincidía con la mía. Lo que se pone de relieve en el libro es que el comunismo de mi padre era mucho más auténtico, porque había nacido en una época en la que la controversia y la discrepancia eran el pan de cada día entre los revolucionarios. Yo pertenecía a una generación que había contemporizado, mi padre nunca contemporizó, porque le parecía una traición a sí mismo. Lo suyo era predicar con el ejemplo.

Luego fuimos a Francia con la idea de acercarnos a casa y viví doce años en París. Tuve la suerte de trabajan en la última etapa de Nuestra Bandera, con el seudónimo de Nuria Pla, lo que me enseñó todos los intríngulis de una publicación comunista. La revista no hubiera sido posible sin los comunistas franceses. Se hacía en París en una escuela que tenía una cantina, en la que nos encerrábamos hasta la hora en que tenían que llegar los chicos. Allí estaban Manuel Azcárate, Santiago Alvarez, Ignacio Gallego, Santiago Carrillo, Asunción Márquez, y entre todos hacíamos el periódico, con una redacción propia que se reunía cada dos meses en domicilios de camaradas franceses. Yo era la encargada de recoger por ahí los trabajos que se habían encargado, de la recepción de cartas y dinero que se enviaban a casas de comunistas franceses. Por primera vez se consiguieron trabajos de no comunistas. Aquello fue, desde el punto de vista militante y profesional, la escuela más rica a la que he asistido.

En el 71 Nuestra Bandera se quedó sin redacción y yo entré a trabajar en un taller de confección, pero el Partido me planteó que tenía que dedicarme a escribir y así lo hice hasta que volví a España ese mismo año. Ya en Barcelona tenía que evitar cualquier relación orgánica con los comunistas, ya que mi esposo, Gregorio[3], estaba clandestino. Con el dinero del premio Josep Pla, que me dieron por “Testament a Praga” tuve que comprar muebles, sin otros medios, sólo con mi familia, lo que me sirvió, porque tuve que aprender a desenvolverme con gente que no era comunista. Comprendí entonces que hace falta relacionarse con todos, dándome cuenta de que eso me faltaba antes: la valoración de gente que no piensa como tú, llegando a comprender que no somos los mejores.

Yo, y otros muchos como yo, nunca nos planteamos rehacer nuestra vida en el exilio, siempre vivimos con la maleta a medio hacer, lo que fue un drama, sobre todo para nuestros hijos, que tenían que vivir provisionalmente en muchos sitios. Por otro lado, también fue lo que nos salvó de la pérdida total de nuestra identidad española. Es imposible olvidarte de la patria, es como si vivieras en un terreno movedizo donde no tienes en qué apoyarte. Lo único que teníamos para seguir manteniendo nuestra cohesión nacional eran las tertulias y los días señalados.

La solidaridad de la gente de los países en los que estábamos, tanto en su aspecto material como moral, fue muy importante, sin ella no hubiéramos podido mantenernos de manera digna. Ellos nos han ayudado a vivir el exilio con orgullo.

En los años 40 y 50 algunos camaradas entraron clandestinamente en España, muchos de ellos, como Jesús Larrañaga o Pedro Valverde, fueron fusilados al poco de entrar y lo que sentíamos los que nos habíamos quedado era una cierta envidia e impotencia por no haber hecho como ellos, porque algunos no hemos tenido el valor de hacerlo. Es evidente que había una gran masa de emigrados que siempre se imaginó el regreso con banderas y trompetas, después pasaron los años y formaron nuevas familias en el exilio y la visión de la vuelta se fue modificando a la de volver simplemente para morir, como le pasó a mi padre, que su deseo era el de regresar a España y morir. Pero no le dejaron. Le negaron hasta la última posibilidad de volver y sigue enterrado en Praga.

En las noticias que nos llegaban desde España todo estaba desorbitado, le dábamos importancia a todo y durante muchos años yo personalmente he vivido de recortes de periódicos que coleccionaba y que me parecían que eran el anuncio de que pronto íbamos a volver. Nunca pensé que se podía romper el cordón que nos unía al interior de país hasta los últimos años de la década de los sesenta, entonces empecé a tener un miedo físico a quedar definitivamente desvinculada de mi tierra.

En la década de los 60, recién emigrada en París, tuve un choque al conocer a Raimon, por ejemplo, o a escritores que habían adoptado en esencia nuestras ideas. Tuve la posibilidad de conocerlos con motivo de la celebración de conferencias a las que acudían gentes como Francisco Candel o Juan Goytisolo, todos ellos niños durante la guerra o nacidos en los 40. Su existencia fue la justificación de todo el trabajo que habían hecho aquellos que volvieron, como Julián Grimau[4] o Jesús Larrañaga, cuando todo el mundo decía que no servía para nada lo que iban a hacer.

En la prensa española de los 60 comenzaba a expresarse la necesidad de conocer el pasado más reciente, que habían ocultado. Yo, desde París, participaba en los premios literarios que se convocaban en Madrid, siendo tres veces finalista del Sésamo, y me pareció que debía contar ese encuentro con la Cataluña que había dejado, pensando que podía interesar. En el 71 gané el premio Josep Pla con “Testament a Praga” y llegué a la conclusión de que la generación joven española necesitaba que le contasen qué había pasado entre el año 36 y el 39. Constatando el impacto que tuvo el libro entre la juventud comprendí hasta que punto era necesario contar esas cosas. Además, ese libro me dio la oportunidad de regresar en aquel momento y entrar en contacto con los lectores, que fueron los que me dieron la idea de proseguir esa labor de cronista. Estoy segura que si no hubiera vuelto en el 71 no lo habría hecho con el mismo talante.

Teresa Pámies


Ya en Francia, el Partido decidió mandarme a Argel, para explicar la situación a los camaradas que vivían allí. Cuando me disponía a viajar, en la Estación del Este, de París, después de sacar el billete para ir a Marsella a coger el barco, compré un periódico por el que me enteré del pacto germano-soviético. Pensé que era una cosa que merecía discutirse con la dirección, pero si me volvía atrás perdía el billete y todo, por lo que decidí seguir, aunque fui haciendo cábalas durante todo el viaje. En cualquier caso, la noticia no había sido una sorpresa, porque ya se sabía de las negociaciones y casi lo esperábamos. En Marsella estuve con el camarada francés François Billieau y cambiamos impresiones.

En el barco llegué a Oran, donde había un grupo de jóvenes nuestros, entre ellos la hermana de Carrillo, con los que me reuní. Discutimos el pacto y no hubo grandes problemas, porque entonces lo que hacía la URSS era oro en paño para la mayoría de los militantes, aunque algunos tenían dudas. Luego fui a visitar los campos donde estaban encerrados los deportados españoles. Anduve todo el día en el tren y al llegar me hospedé en el mismo hotel en el que se alojaba el coronel jefe de los campamentos, que estuvo bastante atento. En los campos quedaban todavía camaradas importantes, que yo conocía y que años más tarde estuvieron presos conmigo en Burgos. Pude mantener reuniones con los comités de los campos para preparar la evacuación de la zona, que estaba al borde del desierto, pero aquella misma noche se declaró la segunda guerra mundial, se movilizó todo y ya no tenía forma de volver a Argel.

La situación se presentaba muy difícil, porque la salida de los campos de concentración hacia México y Chile se había restringido y yo había preparado una lista de gente para evacuar, encontrándome con que ahora no sabía cómo hacerlo. Regresé al hotel y me enteré que el dueño iba a viajar a Argel por razones de negocios. Le di quinientos francos para que me llevara, pero le dio miedo y me dejó en tierra. Yo tenía la dirección de un camarada argelino, pero me dijeron que no llegaría hasta dos o tres días después, así que me fui a un parque que había al lado de la carretera y dormí allí hasta la mañana siguiente. Tuve la buena suerte de que pasó un autobús y pude llegar a Argel en él.

Desde allí volví a París, aunque primero había pensado ir a Túnez, donde estaban Galán[5] y otros camaradas. Estuve unos días en París, pero empezaron a detener comunistas, como a Francisco Antón[6], que le metieron en un campo de concentración en el que también había otros camaradas de las Brigadas Internacionales. La dirección del Partido tomó entonces la determinación de que nos disemináramos por varios lugares: la Unión Soviética, los Estados Unidos, México, Cuba. A mí me tocó ir a Cuba, donde había españoles, pero antes debía pasar por Santo Domingo.

Santiago Álvarez


Llegamos a Santo Domingo desde Burdeos en el paquebote Lacalle. En el barco iba mucha gente, hasta en las bodegas, que recuerdo que había una para hombres y otra para mujeres para que pudiéramos caber más. Era un paquebote grande, que luego hundieron los alemanes junto a Cuba, que también hizo el viaje, cuando regresaba ya vacío. La travesía se aguantó bien, porque la gente lo que quería era llegar a algún sitio que les permitiera establecerse y, por lo menos, poder comer, porque lo habíamos pasado muy mal. Todos querían ir a México, pero lo que nos dieron fue la República Dominicana, y eso gracias a las gestiones del SERE[7]. Según nos dijeron, Trujillo, el dictador sanguinario, ese chacal de Caribe, cobró cien dólares por cada uno de nosotros, que pagó el SERE. En el barco había un comité del Partido, que organizaba reuniones y discusiones y permitía mantener bastante bien la vida de la organización. Siempre pensamos que aquella iba a ser una etapa, una situación transitoria. Nunca creímos que fuera a durar tanto tiempo.

En Santo Domingo tuvimos siempre organización del Partido, el PSUC, el PCE o las Juventudes, que estaban organizadas como tales, y la dirección la llevaba un comité conjunto de todos ellos. Como era un país muy miserable y había una falta evidente de trabajo, establecimos comunidades, como la “Pedro Sánchez”, organizada por el PCE y las Juventudes. El PSUC montamos la granja Ebro, que era fundamentalmente de catalanes y en la que, además de comunistas, había también gente de la CNT y algún socialista. El sitio donde la establecimos era una ciénaga, hasta el punto de que al cabo de un año todos teníamos paludismo. Yo mismo lo padecí con toda mi familia.

Allí me hicieron responsable del Partido. En la granja queríamos criar cerdos, pero no resultaba posible. El SERE nos había dado dos parejas de bueyes y una pareja de mulas, tan jóvenes y salvajes que hubo que domarlas primero para poderlas montar. Con eso hicimos la roturación de la ciénaga y saneamos todo aquello, aún a costa de nuestra salud, y acabamos convirtiéndolo en un vergel.

Cobrábamos dieciséis dólares y medio, con los que nos alimentábamos la familia todo el mes, y vivíamos en unos barracones, ni siquiera unas casitas, que, no obstante, no estaban mal para aquel lugar. Al principio intentamos cosechar patatas y otras cosas, como si estuviéramos en España, pero aquello fracasó, porque nadie tenía experiencia agrícola. Uno del PCE, al que llamábamos Zapatero, era quien más sabía de aquello, pero tampoco tenía mucha idea, porque era un obrero y nunca había tenido otro oficio. Cuando la experiencia nos obligó a acomodarnos a lo que sembraban los campesinos del país tampoco lo hicimos igual que ellos, porque nosotros metíamos la reja para arar el campo y ellos no tenían, así que éramos unos privilegiados. Nos dio por sembrar yuca, de la que se hacía un pan muy tostado, pero tenía mucho almidón y nosotros andábamos muy mal, porque nos destrozaba el estómago.

Cuando el Partido me hizo responsable de toda la isla, porque al anterior le habían enviado a Cuba, me trasladé a Ciudad Trujillo, es decir, Santo Domingo. Primero fui yo y luego llegó la familia. Así como en la granja cuidaba de los animales y a las tres de la madrugada tenía que ir a la manigua a buscar los bueyes para que estuvieran listos para empezar a trabajar a las cinco, en la ciudad la vida fue más difícil. Tuve que hacer de todo: de vendedor de revistas, de fotógrafo con una máquina que me compraron los camaradas que estaban en Hollywood de camareros, que vivían mejor que los demás y eran muy solidarios. Con aquella cámara resultaba difícil ganarse la vida, porque a los negros había que sacarles un poco blancos para que te compraran la fotografía. También estuve en una imprenta, que acabó saboteando un fascista metiendo un rodillo en la maquinaria, y llevé una contabilidad. Los camaradas, y los emigrados en general teníamos una gran solidaridad y nos pasábamos los trabajos; el que se marchaba dejaba el suyo al que se quedaba.

De lo que sucedía en España nos enterábamos por la prensa y otros medios de comunicación. Muy de tarde en tarde recibíamos la prensa del Partido, pero sobre todo era la radio la que nos servía para informarnos. Ya había estallado la guerra mundial y, curiosamente, Trujillo estaba con los aliados, lo que resultaba una contradicción, porque era un nazi de pronóstico reservado. Me acuerdo que varios camaradas nos íbamos a discutir a los tableros del periódico La Nación, en los que ponían todos los hechos del día, incluso, cuando el avance nazi en la URSS, tocaban las sirenas cada vez que caía una ciudad soviética.

El pueblo sencillo era pro-nazi, porque para ellos los alemanes eran los machos, los toros, los gallos, expresiones con las que querían explicar su valentía. Esto era debido a que con Alemania habían mantenido un comercio que les liberaba de la dependencia de Estados Unidos, que ellos consideraban su máximo enemigo, y eso les hacía ser sentimentalmente anti-yankees. Nosotros discutíamos mucho por este tema. Tras la batalla de Stalingrado fue al revés, ahora los toros, los gallos, eran los rusos, y aquel pueblo que empezó siendo partidario de Alemania acabó al lado de Rusia.

Trujillo hizo una redada de comunistas y nos detuvo a cincuenta y cinco, aunque no todos éramos del partido, porque también detuvieron algún socialista, anarquista y troskista. La causa fue que había españoles que delataban a cambio de cinco dólares que les daban. A pesar de todo, nosotros lo entendíamos, porque con eso se podía vivir una semana. Después de ser puesto en libertad pude, al fin, salir para México, a donde llegué en un viaje muy aventurado. Allí me puse a trabajar de contable y pude enviar algún dinero a mi familia, que se reunió conmigo tras un viaje sensacional, en una goleta a la que se le acabó el carburante, rodeados de tiburones, sin comida.  Un desorden horroroso hasta que pudieron llegar. Era el año 43.

En 1951 tuve problemas con el Partido. Por defender a un camarada acusado de nacionalismo, me acusaron a mí de indisciplinado y de hacer críticas a la dirección del PCE, lo que me supuso casi la expulsión y una cantidad de problemas que resultan interesantísimos de estudiar, porque luego, a finales de los 60, volvieron a ser actuales. Todo ello dio lugar a una asamblea que duró casi un año, porque como no teníamos otra cosa que hacer nos reuníamos una vez a la semana durante cuatro horas y se discutía mucho. Vinieron delegaciones del Partido de París, luego volvían otra vez allí, destituimos al delegado, que era el camarada Felipe Arconada[8], que había cometido numerosas irregularidades, similares a cosas que se denunciaron en el XX Congreso. Nosotros luchábamos contra eso, incluso utilizando palabras del propio Stalin, aunque lo que se denunciaba era un defecto estalinista. Esa experiencia para nosotros fue muy importante, porque había muchas torpezas, muchas visiones erróneas, pero también se dijeron cosas importantes que son un antecedente del XX Congreso, con un ataque brutal al culto a la personalidad en el seno de nuestro partido.

En el primer congreso del PSU, en el que seríamos unas cincuenta personas, me negué a votar el informe del secretariado, y me querían expulsar por ello. Se desglosó el informe, poniendo a un lado la política del Partido, con la que yo estaba totalmente de acuerdo, y a otro los métodos, a los que me oponía. El responsable era Fernando Claudín, que me preguntó por qué no quería votar, a lo que contesté que estaba muy claro, que en nuestro Partido se daban todos los defectos del estalinismo y que no era sólo el PCUS quien tenía esos problemas que denunciábamos.

Para mí la expulsión era muy dura, porque había militado toda mi vida, y ello me llevó a hacer una autocrítica forzada con la que, por otra parte, no convencí a nadie. Los camaradas no me saludaban durante todo el tiempo que estuve apartado, porque uno de los acuerdos fue que no podía ir a ninguna reunión del Partido, ni a actos de masas ni podía hablar con camaradas. Al cabo de dos años el secretariado envió una carta, que estuvo retenida cinco meses por el delegado del PSU, en la que se decía que me habían tratado de manera indecorosa y que se me reintegrara en una célula, cosa que hice, aunque con recelo por parte de algunos.

Aquello me sirvió de mucho personalmente e hicimos muchas afirmaciones importantes. Por ejemplo: el comunista debe ser amigo del comunista, pero no está obligado a serlo, porque el amigo de un militante puede ser un vecino que no es del mismo partido, ya que la amistad se basa en inclinaciones, gustos e intereses que no tienen por qué ser políticos, sino vivenciales. Aprender eso en aquella época fue muy importante. También aprendimos que a veces la lucha de clases más dura se refleja dentro del Partido y que uno puede ser destrozado por los propios militantes y que no hay que temerlo. Yo llegué a esa conclusión. Hay que dar la cara por lo que se cree sin miedo a las repercusiones, aunque signifique enfrentarse a la una dirección con la que no se está de acuerdo y que puede ser despótica, porque el Partido es uno mismo; también los demás, pero siempre uno mismo.

Lluis Salvadores


Cuando llegamos a Saint-Cyprien, nos juntamos todos los del 14 Cuerpo de Ejército en el campo doce. Uno de los primeros días de estar allí rodearon el campo, querían detenernos a los que habíamos estado en el 14 cuerpo, y mi nombre también salía en la lista, pero nos avisaron y pudimos escondernos. El jefe del campo 12 era un capitán de marina español y dijo que jamás en su historia le había desaparecido un cuerpo de ejército sin dejar ni rastro. El Partido me mandó inmediatamente hacerme cardo del enlace entre el interior del campo y el exterior. Cogí unos veinticinco o treinta y organizamos los contactos con la organización del exterior del campo. Teníamos que salir del recinto, pasar las alambradas, meternos en un charco de agua que nos llegaba a la cintura, y en el mes de febrero o marzo era fresca el agua; pasábamos fuera la noche y regresábamos al campo por la mañana con las consignas del Partido. También sacamos a un grupo de unos veintitantos brigadistas internacionales que estaba buscando la policía del campo. El 2 de mayo vino una lista de camaradas, entre los que me encontraba, que debían salir para la Unión Soviética.

En París nos recogieron los representantes de la embajada soviética, que nos dijeron que a partir de aquel momento viajaríamos como personas, y efectivamente, nos llevaron en tren hasta El Havre, cada cual en su departamento, y nos trajeron cestas con bocadillos. El buque en el que viajamos a la URSS se llamaba María Ulianova, que era el nombre de la mujer de Lenin, un barco de pasajeros que hacía el trayecto de Leningrado a Londres, Como no tuvimos tiempo de equiparnos de ropa nos llevaron unos paquetes con todo lo que nos hacía falta: trajes, camisas, ropa interior, abrigos, que como no sabían nuestras tallas a unos les estaban grandes y a otros pequeños, pero nos lo cambiamos entre nosotros y nos apañamos, vistiéndonos, por fin, como personas. La noche que embarcamos fue curioso, porque enfrente de nosotros había un barco alemán con la bandera de la cruz gamada y todos lo mirábamos. Hubo rumores de que estaban en el barco1 Dolores y Togliatti, pero nadie les vio. Era el primer barco que salía, el 4 de mayo, y en él viajaban Vidiella[9], Hidalgo de Cisneros[10] y otros dirigentes, y, efectivamente, también iba Dolores, aunque no la vimos.

Desembarcar en la Unión Soviética fue una impresión triste para mí, por la idea que nos habíamos hecho de cómo era aquello. Al llegar allí tan oscuro, la nieve medio sucia, al subir al tren y al salir de Leningrado en dirección a Moscú, ver aquellos campos medio nevados, con aquellas barracas, daba una impresión que a mi me extrañó. Claro, esto cambio completamente cuando llegamos a Moscú, donde vino a recibirnos Dirnitrov[11]. Muchos dirigentes de nuestro partido se quedaron en Moscú y nosotros íbamos destinados a Jarkov, en Ucrania, a una casa de reposo de los sindicatos muy grande, nueva. Allí pasamos una revisión medica, y al cabo de unos tres meses salí para Moscú, donde me destinaron a trabajar en una fábrica de coches que se llamaba Stalin. Llegamos a Moscú unos sesenta o setenta, y nos comunicaron que tan pronto como acabaran unas casas nuevas que estaban construyendo nos trasladarían a vivir allí, lo que efectivamente hicieron a los tres meses.

Cuando llegamos a la fábrica nos dieron todas las facilidades, nos pasearon, por las secciones y cada cual iba escogiendo lo que mejor le parecía. La mayoría de nuestros camaradas eran chicos jóvenes que estudiaban cuando estalló la guerra pero que no tenían oficio, y claro, en una fábrica  como  aquella,  que  era muy grande... A mí me destinaron a la sección de motores y allí estuve hasta la intervención alemana contra la Unión Soviética en junio del 42. La invasión fue la noche del sábado al domingo, día en que nos levantamos con una alarma general muy grande, con un ambiente tenso. El colectivo de españoles  nos  reunimos,  teníamos  la costumbre de reunimos por cualquier cosa, y mandamos cartas personales a Dolores, a Pepe Díaz, al Partido, diciendo que queríamos integrarnos como voluntarios en el ejército soviético, cosa que hicimos al cabo de unos ocho o diez días.

Los primeros días de la guerra nos metieron en un campo de entrenamiento del ejército soviético, donde nos preparamos muy duro. Nosotros ya teníamos todos una edad de entre veintisiete y treinta años, algunos habían estado heridos en la guerra de España y había una gran diferencia con los soviéticos integrados en la unidad, que en un ochenta por cien era gente deportista, jóvenes, y nos tomaban el pelo a nosotros de cojones. Alguno de los nuestros, cansados de entrenamiento, marchas de día y de noche, la rehostia, estábamos ya hasta la coronilla. Me acuerdo que nos trasladaron de allí, que era un campamento de verano, a un sitio para el invierno. Un poco por chunga, algunos rusos nos llamaban la división azul, y me acuerdo que un día iba retrasado a recoger la comida y me coloqué delante de los rusos. Esta es la división azul, dijo uno de ellos. Me cago en Dios, le metí el plato que tenía de aluminio y le aplasté la cara. Hubo allí un follón... Cosas que pasan. Al cabo de poco tiempo, en octubre, ya nos trasladaron a Moscú.

Celebramos el 7 de noviembre del 42 en Moscú y luego fuimos al frente. A mí me destinaron de enlace motorista en la unidad donde estaban los españoles y los rusos del campamento de entrenamiento. Llegó el 7 de noviembre y las fuerzas desfilaron por la Plaza Roja y tal como desfilaban iban ya para el frente. Al cabo de dos o tres días salimos una unidad de zapadores-minadores, lo que habíamos aprendido, hacia la parte de Kalinin. Cuando llegamos empezaba la retirada. Salimos veintitantos enlaces motoristas y me quedé yo sólo, que hice toda la retirada hasta Moscú. Volví otra vez donde estaban los españoles y al cabo de un mes y medio o así nos llamaron para ver si estábamos dispuestos a ir con un destacamento de guerrilleros a la retaguardia alemana. Todos estuvimos de acuerdo. Nos escogieron a dieciséis o diecisiete. La mañana que teníamos que salir en avión nos concentraron a seis españoles para ir al aeropuerto, donde estaba ya la máxima dirección de la agrupación de guerrilleros a la que íbamos. Había seis rusos, con dos mujeres, y seis españoles, la máxima delegación, ya que tenían confianza en nosotros.

Nos tiraron en paracaídas. Un compañero quedó colgado de un árbol, como yo, que estuve más de media hora para poder soltarme. Todo oscuro, el árbol era muy grande y no podía cortar las correas, porque llevaba encima el armamento y no veía nada, me pude quitar la bolsa para un lado, me agarré del árbol y fui cortando las cuerdas poco a poco para ir bajando despacio y no romperme una pierna. Con un poco de pánico, como es natural. De una forma u otra lo pasamos todos mal. Al fin me apoyé con los pies sobre algo, pensé que podía ser una rama, pero me fui sentando, puse las manos abajo y comprobé que ya era tierra. Recogí el paracaídas y me fui al sitio de concentración, afuera del bosque. Tras concentramos todos emprendimos la marcha para encontrarnos con el destacamento que nos estaba esperando. Allí recibimos un par de aviones más y cuando estuvimos todo el grupo emprendimos la marcha que, sin exagerar, era de unos quinientos o seiscientos kilómetros hasta el sitio que estábamos destinados. Era verano, pero teníamos unos amigos que eran los mosquitos, que allí es una cosa de miedo; los mosquitos no te dejan vivir, te tocan y se paran, clavan el aguijón y entonces ves que aprietan más y notas que te chupan la sangre, cuando ya no pueden más sueltan el pico y empiezan un vuelo que parecen aviones pesados. Estuvimos dos años en el destacamento, en la retaguardia alemana.

A mí me hicieron jefe de estado mayor de un batallón de guerrilleros y cuando regresamos me condecoraron con la orden de la bandera roja, también me dieron otras chapas. Cuando salí de España no pensé que me pasarían todas estas cosas.

Estuve a las órdenes de Fiodorov, un jefe guerrillero ucraniano, que tenía veintitantos batallones bajo su mando, en una zona tras las líneas enemigas en la que, no obstante, no entraban los alemanes. En el 44 me encargaron trasladar a un grupo de unos sesenta heridos, más mujeres, niños y ancianos, hasta nuestras líneas, para lo que me dieron un batallón formado por gente que no podía salir a luchar en grandes acciones, y estuve con ellos hasta la retirada, que llegaron unos aviones a recogerlos. Yo tenía montado un hospital muy grande y tuve que pasar las líneas del frente con los trineos.

Antes de acabar la guerra, me mandaron a Crimea, a organizar un Koljós con refugiados españoles, ancianos, niños y de todo, porque en Crimea había más comida y mejores condiciones de vida. Estando allí me llamaron de Moscú y me preguntaron si estaba dispuesto a incorporarme a la lucha en España, dije que sí inmediatamente. Mientras se preparaba todo, unos dos o tres meses, estuve en una escuela de Partido preparándome para salir de la URSS. Vino el final de la guerra, lo celebramos en Moscú, esto fue en mayo, pasaron unos meses más y llegamos a octubre o noviembre del 45 con la duda de si salíamos o no. Al final me lo prepararon todo: documentaciones, trajes y todo esto, y me parece que era el 2 de enero del 46 cuando salí de la Unión Soviética en un avión.

José Gros




Cuando llegamos a Francia a finales de febrero del 39 nos metieron en campos de concentración en los que estuvimos hasta finales del 41. Yo pasé la frontera con mi madre y otra gente de mi pueblo, Torregrosa, a dieciséis kilómetros de Lérida, pero mi padre, que estaba en aquel momento en el frente, la cruzó con sus compañeros del ejército y le llevaron a otro campo. Para localizarnos nos daban sellos y mi madre enviaba cartas a todos los campos de concentración de Francia, y lo mismo hacía mi padre por su lado, hasta que supimos donde se encontraba. Estuvimos tres años separados y el reencuentro fue muy emocionante, porque mis hermanos pequeños no le conocían.

Cuando salimos de los campos yo tenía catorce años, y como en aquella época sólo se iba a la escuela hasta esa edad, no pude asistir a ella, ni en España ni en Francia. Me pusieron a trabajar. ¿Cómo no voy a ser revolucionaria, con todos los acontecimientos de la guerra civil? Con once o doce años comencé haciendo calcetines, bufandas y guantes para los milicianos que estaban en el frente, luego un mes entero de huida por las carreteras de Cataluña, pensando que nunca pasaríamos a Francia, viviendo ese ambiente de los republicanos, convencidos que teníamos razón, que la guerra no se podía perder, y yo siempre estaba metida entre los mayores, para escuchar lo que hablaban.

En Francia me afilié al PC francés para ayudar al maquis que luchaba contra la ocupación nazi. Tenía catorce años y lo hacíamos para luchar contra esa sociedad injusta, contra la guerra, contra los bombardeos, contra todo eso. Yo quería participar, aportar mi granito de arena para terminar con aquella situación, que era tremenda y muy injusta.

Pese a todo lo malo, tengo muchos recuerdo felices de aquella época Como estábamos tan convencidos que había que luchar para acabar con todas esas injusticias, la lucha te hacía feliz, poder participar en ello, aunque fuera poco. Por ejemplo, en aquel pueblecito en el que estábamos, ocupado por los alemanes, estaba todo prohibido, el baile y tantas otras cosas, pero los jóvenes nos íbamos al campo, donde habían trillado, poníamos mucha agua y los domingos bailábamos con la música de un acordeón. Tras la guerra mundial participé en el equipo de clandestinos que ayudaba a pasar la frontera a los camaradas que regresaban a España a proseguir el combate.

Pepita Belloch


Cuando llegue a Dachau el 20 de junio de 1944 pesaba sesenta kilos y cuando liberaron- el campo, el 1 de octubre del 44, había perdido la mitad de peso y sólo pesaba 35. Me habían detenido por estar en la resistencia y fui condenado a dieciocho meses, que era la pena mínima. Comencé a cumpliría en Francia, pasando por varias prisiones hasta que llegamos a Fresnes, en Paris, desde donde me enviaron al campo de concentración.

El día 18 de junio salíamos de Compiegne para Dachau en un convoy de más de mil doscientas personas. Dentro de cada vagón íbamos ciento o ciento veinte, que ni siquiera de rodillas podíamos ponernos. Por donde pasábamos pedíamos agua, que a veces nos daban y otras no. Yo siempre he tenido suerte. Me había colocado junto a la pared, donde creí que podría hacerme un hueco, y sentí pasar una corriente de aire detrás de mí. Me di la vuelta y vi una rendija de unos tres o cuatro centímetros a la altura de mi cabeza. Una casualidad, pero cuando sentía sensación de sueño, porque cuando te mueres asfixiado sientes sueño, me volvía a respirar bocanadas de aire hasta que me despejaba. Y así llegamos a Dachau tras dos días de viaje; algo increíble, porque debía haber unos doscientos kilómetros de distancia.

Al llegar al campo el tren se paró a trescientos metros de las puertas. Allí estaban los reporteros gráficos para hacernos fotos y publicar al día siguiente que tantos terroristas habían llegado al campo. Al salir del tren nos dio una bocanada de aire que olía ya a carne quemada, y es porque el horno crematorio estaba funcionando día y noche. Sobre la entrada, como en todos los campos, había un cartel que decía en alemán: el trabajo es la libertad.

El campo era una gran alambrada, con un corredor para los que llegaban de fuera, también marcado por alambradas a los lados, y los barracones. Para comer nos daban una sopa que sólo era agua, cien gramos de pan, más o menos, y dos días a la semana no había sopa por la noche. A mi me mandaron a trabajar a un túnel de los Vosgos, cerca de Estrasburgo, que tenía catorce kilómetros de largo y habían habilitado como fábrica de motores completos de aviación. Doce horas diarias de trabajo, una semana de noche y otra de día. En una jornada había que hacer mil cilindros de motor de aviación, que si no los hacías, el domingo había ajuste de cuentas: veinticinco palos. Tenías la posibilidad de tener un 5% de desperdicios de material, pero si lo sobrepasabas otros veinticinco palos el domingo. Si repetías: cincuenta, y la tercera vez, patíbulo, por sabotaje. Así te tenían todos los días. Por decir no, te pegaban, por estar demasiado juntos, te daban con el palo, pasaban lista, pegaban, pasaban otra lista, pegaban. Siempre estaban con la mano arriba.

Pero también estaba la solidaridad entre los internados. El que llegaba nuevo al campo se desmoronaba al ver aquello, tenía que tener el espíritu muy entero o una conciencia política muy fuerte para soportarlo. Después de registrarte, raparte y ducharte te decían: ya no te llamas fulano de tal, sino que eres el número tal. A mí me dijeron personalmente: ya no eres Juan Escuer Gomis, eres el 74.781. Siempre tendré ese número en la cabeza.

Desde que entrabas por la puerta ya veías el humo por la chimenea. Aquel que no sabía por qué estaba allí se caía, se desmoronaba, entonces éramos nosotros, los que sabíamos por qué estábamos allí, que teníamos asumido lo que nos podía pasar, los que nos fortalecíamos y decíamos a nosotros mismos que había que salir de allí vivos.

Cuando veíamos a uno que se quedaba amodorrado, o que se quedaba mirando al suelo, o al aire, y empezaba a mover los labios y, como se dice, a cazar moscas, le sacudías, le obligabas a vivir, a luchar para, salir vivos, porque había que contar a la humanidad lo que pasaba allí, y lográbamos salvar muchas vidas. Solidaridad con la comida, que no teníamos para nosotros, pero había que sacrificarse y sacar una cucharada al día de nuestro plato para salvar la vida de alguien, porque cuando veías que alguno ya no podía más, además de reconfortarle la moral, darle una cucharada de sopa cada compañero podía salvarle; o un cacho de pan, que podía ser una uña de pan, que daba cada uno, con lo se hacían una o dos raciones más para reanimar a los compañeros.

Esa era la lucha de los comunistas dentro del campo; y digo los comunistas porque nosotros éramos los motores, servíamos de conciencia. Había dos clases de personas que podían sobrevivir: los que tenían la ideología y los que tenían una fe. El que tenía una fe, que confiaba que Dios le sacaría de allí, todavía resistía, y los que teníamos ideología sabíamos que la lucha de cada día era la que podía liberarnos.

No teníamos derecho a nada, ni a diarios, ni a escuchar la radio, ni a recibir correspondencia, ni a paquetes. Estábamos aislados, éramos un mundo aparte. Los carceleros tenían el arte de ridiculizar a la persona. Nos rapaban toda la cabeza y nos dejaban una cresta a cada lado ¿Para qué? para humillarnos. El pelo que almacenaban tenía más valor que cien personas. Además, con sadismo. Delante de ti daban de comer a los perros una comida excelente: cachos de carne, patatas, macarrones y de todo, que muchos de nosotros, si no fuera por el miedo que daban los perros, se hubieran tirado a por ella. La fiambrera y la cuchara había que llevarla siempre colgadas en el cinto, porque te la quitaban. Yo le soldé un alambre y no la perdí nunca. Lo tenían calculado todo. Con las sesenta calorías que nos daban, que lo decían los médicos que había allí, se calculaba que un internado podía vivir entre seis y nueve meses.

En Dachau no había tantos españoles, en Mathausen hubo más, hasta el punto de que ahora,- a las puertas del campo, hay un cartel en varios idiomas- en la que se recuerda a los siete mil españoles que murieron allí por la libertad. Cuando los alemanes se dieron cuenta de la gran cantidad de españoles que había en los campos se pusieron en contacto con el embajador de Franco en París para preguntarle que hacían con tantos compatriotas, y, según se dice, fue Serrano Suñer el que dijo que fuera de España no había españoles y que hicieran con ello lo que quisieran. En Matahusen se distinguía a los presos españoles por un triángulo azul con una S, de spanier, que les cosían en el pecho, pero en Dachau no era así, aunque creo que otros campos sí.
La gente ha dicho luego que no sabía de la existencia de los campos, pero no era verdad, porque no podían ignorarlo. Los que vivían cerca tenían que soportar todo el día el olor a carne asada. La chimenea echaba humo noche y día, las veinticuatro horas seguidas, y entraba gente y no salía, alguna cosa tenía que pasar. Naturalmente, también había cámaras de gas donde gaseaban a los judíos. Nosotros no lo sabíamos, porque no teníamos ninguna información, pero se rumoreaba. Es la misma secuencia de las duchas de “La lista de Schlinder”.

A principios de octubre ya sabíamos que los aliados se acercaban y que el general Leclerc avanzaba a paso de caballo hacia Estrasburgo; que, por cierto, con él iba una compañía de españoles, que habían bautizado sus tanques con los nombres de Madrid, Ebro, Belchite, Gernika y otros lugares de las batallas de nuestra guerra.

Para nosotros era vital la información. En el túnel trabajábamos con gente civil, y aunque no teníamos derecho a hablar con ellos ni a frotarnos, solamente mirabas. Los civiles llegaban cada día de su casa con el periódico. Si veías que uno que estaba cerca de ti llevaba un periódico no podíamos hablarle, porque te podían dar de palos o llevarte al patíbulo por eso, pero te acercabas a él y lo primero le mirabas a los ojos; si él bajaba los suyos no era de fiar, pero si te mantenía la mirada le hacías un gesto y él respondía con un guiño, le decías bajito: olvídate el periódico. En esas circunstancias límites todos los sentidos trabajan al máximo, y si lo comprendía te dejaba el periódico y luego colaboraba contigo. Luego te encerrabas en el váter y escondías el periódico como si fuera una compresa, entre las piernas, para pasarlo al campo, porque si te lo encontraban te pegaban una tunda de palos o te ahorcaban, según el humor del que estuviera de servicio. Registraban a la entrada y a la salida de la fábrica, a la entrada y a la salida del campo, y según como lo escondieras era más fácil que lo localizaran. A mí me registraron muchas veces, se conoce que me tenían en el punto de mira, pero como se decía allí, no podías ser ni demasiado listo ni demasiado tonto, sobre todo los que teníamos una responsabilidad dentro del campo. Pasabas el periódico a los barracones y los que sabían alemán lo traducía. Nosotros teníamos un judío de París que conocía muchas lenguas y era el que nos lo traducía, y así nos íbamos enterando de lo que pasaba, al menos nos hacíamos una idea, porque en tiempo de guerra ningún periódico dice la verdad, ni los nuestros ni los suyos.

Los españoles en los campos de concentración éramos las vedettes, porque teníamos nuestra guerra reciente. En el campo había un comité de liberación internacional que estaba compuesto por una o dos personas seguras de cada nacionalidad. Rara vez nos juntábamos todos, porque era muy difícil hacerlo, pero nos reuníamos de dos en dos nacionalidades, que comunicaban a su vez con otras dos, y así todos. La misión era divulgar las noticias, dar información a la gente. A nosotros nos liberaron los americanos. A mi mujer, Constanza, que estaba en Ravensbruck la liberaron los soviéticos.

Joan Escuer





[1] Juan Chabás Martí (Denia, Alicante, 1900 - La Habana, 1954), escritor y crítico español perteneciente a la Generación del 27.

[2] 1971 (Premio Josep Pla, 1970).

[3] Gregorio López Raimundo. Nacido en Tauste (Zaragoza) en 1914. En 1936 ingresó en el PSUC, partido del que ha sido Secretario General y Presidente. En 1947 entró clandestino en España, andando por los Pirineos, conducido por José Gros, responsable de los pasos de la frontera, para hacerse cargo de la delegación del Comité Central del PSUC en el interior. En 1951 fue detenido. Tras su salida en libertad volvió a la clandestinidad, en la que permaneció hasta la muerte de Franco como secretario general del PSUC. Merecen la pena su libro de memorias “Primera clandestinidad”, publicados por Editorial Antártida.

[4] (1911/1963). Dirigente del Partido Comunista. Policía durante la guerra, estuvo exiliado en la República Dominicana, Cuba, México y Francia. En 1959 volvió clandestino a España para hacerse cargo de la dirección del Partido en Madrid. En 1962 fue detenido, siendo el último español juzgado por actos cometidos durante la guerra civil. Salvajemente torturado, fue fusilado durante la Semana Santa de 1963 en medio de una gran protesta internacional.

[5] 5.- José Galán, militar y comunista de gran renombre durante la guerra, hermano de Fermín Galán, que fue fusilado junto a García Hernández por encabezar la sublevación de Jaca a favor de la República en diciembre de 1930.

[6] Dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas y el PCE. Comisario político durante la guerra. Amante de Dolores Ibárruri hasta finales de la guerra mundial.

[7] Servicio de Emigración de los Republicanos Españoles. Creado por el gobierno Negrín en París en abril de 1939, de influencia fundamentalmente comunista y de la izquierda socialista. Creado por Indalecio Prieto, también socialista, existió el JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles).

[8] En realidad se trataba de Felipe Muñoz Arconada, hermano del escritor Cesar M. Arconada. Fue sancionado por el Buró Político del PCE en el verano de 1953 junto a Esteban Vega. Fueron sustituidos en la dirección del Partido en México por Santiago Álvarez.

[9] Rafael Vidiella, uno de los fundadores del PSUC.

[10] Ignacio Hidalgo de Cisneros. Militar del cuerpo de aviación, se afilió al PCE durante la República, fue ministro de Aviación republicano. Ver su libro de memorias, “Cambio de rumbo” (Bucarest, 1961. Hay edición en España.

[11] 12.- Georgi Dimitrov, dirigente de la Internacional Comunista.





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