sábado, 10 de agosto de 2013









Sombras en la batalla


Las peores batallas de la guerra civil española, o al menos las más dolorosas, tuvieron lugar en la retaguardia. Batallas intestinas entre las propias fuerzas que apoyaban a la República que pusieron --junto a la cruel e indiscriminada represión de los primeros meses de conflicto-- la nota negra a una guerra en la que abundaron los momentos heroicos. Los comunistas, aún practicando a veces un inflexible sectarismo y seguidismo estalinista, dieron en ella lo mejor de sí mismos, contando entre los primeros que lucharon sin descanso para evitar el triunfo del fascismo en España. Hubo, sin embargo, diferencias tácticas que provocaron combates sangrientos; no contra el enemigo que cada combatiente tenía enfrente, sino contra los compañeros que luchaban al lado, en sus propias trincheras.

Entre ellas están los dos momentos más bochornosos de la guerra: la rebelión en Barcelona, del 3 al 7 de mayo de 1937, del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y la FAI (Federación Anarquista Ibérica) contra el gobierno y el resto de fuerzas republicanas, los enfrentamientos a que dio lugar y la consiguiente represión, en la que tuvieron papel destacado las milicias comunistas; y la sublevación, el 5 de marzo de 1939, del coronel Segismundo Casado, apoyado por Julián Besteiro (PSOE) y Cipriano Mera (CNT/FAI), el gobierno legal de Juan Negrín, los comunistas y sus propios correligionarios que lo apoyaban.

No es este el sitio para analizar en profundidad estos hechos; ni hay espacio para ello ni ganas de afrontarlo, pero si deben ser motivo de, al menos, algunas apresuradas notas.

El POUM, el más pequeño de los partidos españoles de izquierda, un grupo comunista y antiestalinista al que la propaganda de la URSS acusaba, injustificadamente según todos los datos, de troskista, el “coco” de los comunismos oficiales, se alzó en armas en Barcelona el 3 de mayo de 1937 junto a los anarquistas. Dejando a un lado antiguas rencillas nunca solucionadas, las diferencias entre ellos y el resto de las fuerzas que apoyaban al gobierno republicano se basaban, sin hacer grandes matizaciones, en una diferente interpretación del sentido de la guerra y sus prioridades. Poumistas y cenetistas primaban la revolución sobre la guerra y el resto, encabezados por los comunistas, consideraban que había que acabar primero con el alzamiento militar para poder prestar luego atención a otros temas. La sublevación duró cuatro días y se saldó con el triunfo gubernamental, aunque sus secuelas habían de extenderse incluso más allá del fin de la guerra en una interminable discusión posbélica sobre qué era antes, el huevo o la gallina, la revolución o la guerra.

La comunista Teresa Pámies, que participó en primera línea en este enfrentamiento reflexionó sobre él en “Cuando éramos capitanes[1]. Al hilo del recuerdo de la creación de la Alianza de la Mujer Joven en Cataluña, en cuyas reuniones ella representaba a las Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña, la escritora indica: "Mientras yo bajaba decidida por la Vía Layetana a parlamentar con las chicas libertarias, para convencerles de que las Juventudes Comunistas Ibéricas[2] no eran dignas de entrar en una alianza antifascista, en Moscú se celebraba el segundo proceso de una serie, esta vez contra Radek, el hombre que acompañó a Trostky a firmar el pacto de Brest-Litovsk. Había cometido el mismo crimen que Kamenev y Zinoviev, condenados con anterioridad. La declaración de este último en el proceso celebrado en Moscú, cuya crónica habría de leer años después, decía: `Mi deserción del bolchevismo se convirtió en antibolchevismo y, a través de Trotsky, llegué al fascismo´ ¿No habría justificado esto matar a todos los trotsquistas de Barcelona?

"Pero yo ignoraba la declaración de Zinoviev y, en cambio, mi actuación en aquel momento respondía exactamente a la acusación del fiscal Vichinsky contra centenares de bolcheviques que serían fusilados o deportados en esos mismo años. ¿Cómo explicar la coincidencia?

"En mi caso, no se justificaba en absoluto. Mi padre, que había tocado todas las teclas de la incipiente militancia revolucionaria catalana, me había hecho leer, cuando era pequeña, un libro titulado “Mi vida y mi obra”, de León Trostsky. La lectura fue, como es natural, forzada y superficial, no creo que llegase a entender gran cosa, pero me quedó la imagen de un hombre como mi padre, valiente, enemigo de falsedades e hipocresías.../... Yo sabía, pues, que Trotsky había hecho la revolución al lado de un hombre que se llamaba Lenin. No era una jsuc improvisada, como lo eran muchas de mis compañeras que nunca habían oído hablar de León Trotsky, ni tenían su libro en casa, ni habían participado, como yo, en las campañas rurales que dieron a conocer aquella revolución, cantada por mí con entusiasmo sobre las mesas de los cafés y tabernas de Furiola, de Mollerusa y de Almenar.../... Yo tenía primos hermanos del POUM, payeses combativos y honestos a carta cabal y me constaba que no eran agentes del enemigo ni nada parecido.

"Y, con todo, a los libertarios les dije aproximadamente las mismas palabras, contenidas en el requisitoria del fiscal de las purgas, mi admirado Vichinsky. ¿Por qué? Porque defendía una posición política determinada: la nuestra. Adoptábamos, pues, una actitud nefasta. ¿Por órdenes de Moscú? No, yo no había recibido orden alguna: era mi línea, y al releerla treinta y cinco años después, puedo comprobar que la expresaba con mis palabras. Yo no era un viajante de comercio que traba de hacer negocio con las JJLL, sino miembro de un CE que había elaborado una línea política determinada frente al POUM y a las JCI, negándoles el derecho a actuar en el campo republicano. Podría justificarme añadiendo que las jci también tenían, hacia las jsuc, una línea determinada, francamente hostil, por cuanto nos calificaban de traidores a la revolución y a la clase obrera, comunistas oficíales\ instrumentos de la burguesía republicana que pretendía ahogar la revolución con el pretexto de ganar la guerra. ¿De qué forma influía en nuestra actitud la represión que tenía lugar en Moscú? ¿En qué medida determinaba la del POUM y la de las JCI? Todavía hoy resulta imposible calibrar su grado de influencia; no hay duda, sin embargo, de que influía en ellos y en nosotros".

Consecuencia del enfrentamiento entre el comunismo de obediencia moscovita y el POUM fue también el asesinato del dirigente de este partido Andreu Nin, detenido a raíz del punch de mayo de 1937, trasladado a Madrid para ser interrogado y desaparecido después. Solo en 1993, con la apertura de los archivos de la KGB soviética, se confirmó la participación de la policía secreta de Stalín en su detención, tortura y asesinato. Santiago Carrillo, entonces secretario general de las JSU y luego máximo responsable del PCE, cuya memoria estuvo llena de olvidos, negaba en su libro Eurocomunismo y Estado (1977) toda participación de los comunistas en aquel hecho, que, por otra parte, calificaba de "abominable e injustificable": "Yo puedo decir que el Partido Comunista —sus órganos dirigentes— no tuvieron ninguna responsabilidad material en ese hecho y que si algún comunista participó individualmente en él —lo que ignoro-- lo hizo por su cuenta y no por decisión del partido... En la intimidad he preguntado a cantaradas más veteranos que yo... y todos me han respondido que la única versión conocida por ellos era la de la fuga (al campo enemigo) y estoy convencido de que me decían la verdad".

El periodista y escritor Gregorio Moran, que cita el párrafo en su libro “Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985”, apostilla que "un dirigente político no encanallado o sencillamente inteligente hubiera apelado a la lógica del momento, a las esclavitudes del periodo histórico o sencillamente hubiera manifestado un elocuente silencio", para añadir después que "a nadie en el Buró o en el Comité Ejecutivo se le ocultaba quienes trabajaban en los servicios de espionaje y quiénes sirvieron como agentes operativos en el secuestro de Nin" .

¿Conocían nuestros entrevistados los entresijos de estos acontecimientos oscuros? Con toda seguridad no. Ninguno de ellas estaba en condiciones de conocerlo El propio Jorge Semprúm, tan dado a tirar de la manta y dejar desnudos a los que le acompañaron en su militancia comunista lo explica: "Se puede ser miembro del Comité ejecutivo del PCE e ignorar buena, o mejor dicho, mala parte del pasado del partido"[3]. Si los secretos entre bambalinas no se desvelan a los miembros de la dirección, menos aún a los simples militantes.

Un momento de la guerra especialmente amargo tuvo lugar el 5 de marzo de 1939, cuando ya había caído Cataluña, el coronel Casado se sublevó en Madrid contra el gobierno republicano que encabezaba el socialista Juan Negrín y creó la Junta de Defensa junto a Cipriano Mera y Julián Besteiro, apoyados por otros dirigentes anarquistas, socialistas y republicanos. Los nuevos sublevados pusieron un broche siniestro al conflicto atacando, deteniendo y fusilando a numerosos comunistas en batallas que no deberían haber tenido lugar. No sin ciertas dosis de ingenuidad, pero también de buena voluntad por acabar con la sangría, pensaban que Franco negociaría con ellos una paz digna. Pero el general sublevado, que ya había rechazado un propuesta del gobierno Negrín para acabar la guerra sin vencedores ni vencidos, esperó a las puertas de Madrid a que unos republicanos y otros se mataran entre ellos para entrar triunfante en la capital.









Retaguardias


Recuedo en aquellos días la llegada de las columnas fascistas a las puertas de Madrid, cuando surgió, y luego se hizo universal, el nombre de la quinta columna, de la que había hablado el general Mola, que eran los fascistas, los falangistas, la derecha que había quedado en Madrid y que se aprestaba desde el interior a ayudar a las cuatro columnas que presionaban sobre la capital para propiciar su caída.

Eran días en los que, en mi barrio, como en otros de Madrid, se levantaban barricadas con los adoquines de las calles para dificultar e impedir la entrada de las tropas franquistas, que ya acosaban la Casa de Campo por el río Manzanares y que habían llegado hasta la Ciudad Universitaria. Eran días de gran tensión, de mítines callejeros, mítines relámpago en las calles, días en los que algunos combatientes iban a las líneas de fuego, hacía Carabanchél y otras zonas, incluso montados en los tranvías que llegaban hasta la misma orilla del frente. Recuerdo los bombardeos de la aviación italiana, alemana, combates aéreos sobre el cielo de Madrid y a las gentes que salíamos a las calles a contemplarlos. El cielo por las noches se iluminaba y las gentes corrían hacia los refugios o hasta las estaciones de metro con colchones, con agua, para pernoctar en algunos andenes y así evitar ser las victimas que los bombardeos pudieran producir. Eran días en los que yo andaba en el instituto de bachillerato, en el que había empezado a estudiar por entonces, que estaba cerca de Alonso Martínez. Iba desde mi casa andando todos los días. Son recuerdos que tengo muy grabados, porque yo, con mis once años, andaba medio enamoriscado de la profesora de literatura que nos hacía leer el Platero y Yo de Juan Ramón Jiménez.

Recuerdo aquellos días, las fogatas que hacíamos los chicos en medio de la calle, los juegos de guerra. Cuando bombardeaban desde el cerro de Garabitas y la Casa de Campo, o cuando llegaban los junkers alemanes o los caproni italianos a bombardear Madrid, en mi calle cayó alguna que otra bomba y se produjeron algunos muertos, también por las balas perdidas que llegaban desde la Ciudad Universitaria a través de las calles de Abascal o de otras cuyo nombre ahora mismo no recuerdo del todo. El carnicero del barrio, que era un hombre de Izquierda Republicana y presidente del comité de mi casa, aquellos comités que entonces se crearon, era aficionado al teatro, y cuando los vecinos nos refugiábamos en el sótano para huir de las bombas nos hacía representar algún acto de alguna obra teatral para entretenernos. En ese sentido recuerdo, y esto puede parecer una ficción literaria, pero a veces la realidad supera a las ficciones, que cuando el 7 de noviembre bombardeaban Madrid y parecía que la capital iba a caer y las gentes acudían armas en la mano, los que las tenían, a taponar las brechas que se habían abierto en los frentes, en el mismo sótano en el que nosotros representábamos un acto de Fuenteovejuna, los trabajadores carroceros de un garaje paredaño a nuestra finca, doscientos o trescientos, aprendían, enseñados creo que por un cabo, a manejar el fusil e inmediatamente salían hacía la Universitaria cargados con aquellos mosquetones viejos.

Recuerdo aquel tiempo y más tarde los tiroteos de aquella quinta columna, los muertos en la calle, nuestros y de ellos, pues si se cogía a algún miembro de la quinta columna, cuando todavía no estaba organizado el ejército republicano y aún no funcionaban los tribunales de guerra, eran pasados por las armas inmediatamente, allí mismo, donde les cogían. En el campo de las Calaveras, un antiguo cementerio que estaba donde hoy creo que está situado el campo de deportes de Vallehermoso, a cuyos patios la chiquillería del barrio íbamos a jugar al fútbol, algunas mañanas aparecían los cadáveres de miembros de la quinta columna fusilados.

Los chicos en la calle, la libertad de entonces, las lecturas. Recuerdo aquel tiempo a través de los pocos libros que había en casa, en aquel tiempo y antes: las Novelas del Sábado, que eran de editoriales anarquistas, en las que escribían Federico Urales, Eliseo Reclus y otros. Aquellas fueron mis primeras lecturas, antes que las de Marx, Lenin y otras, junto a los libros de Bill Barnes, el aventurero del aire; Doc Savage; el comic, creo que norteamericano, donde aparecía Merlín; el Hombre Halcón; Dal Arden, el Principe Valiente. Y también lecturas de Los tejedores, de Haupman, de las novelas de Vargas Vila y, cómo no, del Catecismo Revolucionario de Bakunin y otros libros de teóricos anarquistas que andaban por mi casa, leídos no sin muchas dificultades y con poca comprensión, pero que de todas maneras formaron parte de mis lecturas de niño y de muchacho.

Recuerdo la muerte de Buenaventura Durruti1, la llegada de las Brigadas Internacionales a Madrid, su desfile. Es en aquel tiempo y en el anterior donde se fue conformando en mi, a partir de todo ello, con mi padre, sus amigos, las gentes de todo el barrio, una conciencia rebelde; quizás todavía no delimitada en tal o cual corriente política, pero en todo caso yo viví desde niño de una manera muy directa, muy inmediata, la conciencia de clase. Las huelgas, las manifestaciones, el no tener dinero en casa, el vivir de la solidaridad de los compañeros de mi padre en los momentos de huelga, todo eso fue formando en mi una conciencia que más tarde, años después, se transformó en el activismo político que me llevó a las filas del Partido Comunista.

La guerra civil terminó en Madrid con la derrota de la República, pero yo diría que no sólo de la República, sino con la derrota de muchas formaciones políticas que pretendían y creían y deseaban que aquella república de los trabajadores, de la que hablaron en su día tantos y tantos escritores, fuera una realidad. Aquellos sectores obreros habían esperado de la República una mejora en sus condiciones de vida que se habían venido frustrando, y la derrota de la guerra civil, la derrota de la guerra nacional revolucionaria, llevó a España a una situación como la que vivieron millones de españoles, el pueblo de los vencidos, tras abril de 1939.

Armando López Salinas



La guerra me pilló en Guadalajara. El día que estalló nos encerramos, porque Guadalajara fue tomada en principio por ellos. En principio, que luego lo perdieron. Al chaval de la imprenta que tanto me había ayudado le mataron y mataron también a un muchacho cuyo padre, un médico, no sabía que era comunista. En aquellos primeros días murieron cuatro o cinco, pero no les dio tiempo a hacer gran cosa. Yo me encerré en casa, pero ellos llegaban poniendo unas cruces en las puertas donde tenían que detener a alguien. Mi padre, mi madre y yo vimos como se acercaban y se paraban ante la nuestra. Cuando se marcharon, mi padre salió y vio que habían puesto una cruz. Una cruz, una señal de algo, y yo salí por pies, atravesando sitios que me dieron mucho miedo hasta que termine por dejar atrás Guadalajara.

Era el tiempo de la siega y el campo estaba lleno de gavillas y me metí debajo de una de ellas. Allí estuve hasta que vimos los aviones que tiraban octavillas diciendo que la gente saliese al campo porque la República iba a tomar Guadalajara. Me fui al pueblo, donde me encontré con mi padre y mi madre y los vecinos de al lado, que la mujer iba a parir y me parece que eran ocho más. También estaban allí el señor Lucio y la señora Jorja.

Cuando liberaron Guadalajara, que se veía a los fachas como corrían por los campos, el señor Lucio, que era repartidor de huevos y jamones y servía al por mayor al hospicio, al hospital y a otros sitios, me llamó, me dio una llave de su almacén y me dijo: mira, yo voy a Guadalajara a llevar a la señora Jorja, que ya ves como está, te quedas una llave y si necesitan algo en el hospital o el hospicio se lo sirves. Mi padre me dijo que no me hiciera cargo de la llave, porque cuando salimos al pueblo se la había dado también a los fascistas. Pero yo la cogí y se sirvió algo al hospital, aunque exigí que me hicieran un recibo que entregué al señor Lucio cuando volvió. Me dio las gracias, era un hombre que no se metía con nadie. Así pasé la guerra, entre la juventud, entre las mujeres, en el hospital, donde me necesitaban. Yo tenía entre diecinueve y veintiún años.

Mi novio marchó para Alicante, porque era mecánico de aviación, de la Hispano Suiza, una fábrica que trasladaron a esa ciudad. Al principio estuve con un hermano suyo en un servicio especial en un hospital, guardando a los fachas que teníamos heridos, entre ellos a un cura que tenía un tiro de perdigones en la espalda. Siempre me acuerdo de aquel tiro de perdigones.

El final de la guerra me pilló en Madrid en un viaje que había hecho para comprar fieltro para una mesa de billar que teníamos, ya que iban a venir militares de descanso y queríamos arreglarlo.

Volví al pueblo subiendo por el cementerio. Llegué a casa, donde alojábamos a una muchacha que tenía el marido en intendencia y nos la había llevado un primo mío, que era de La Solana, Ciudad Real, y me ofreció que fuera a su pueblo, donde no me conocía nadie. Allí estuve unas semanas, pero regresé a Guadalajara pasando antes por Madrid. En Madrid lo único que me quedaba era la prostitución o entregarme, y como ni lo uno ni lo otro iba a hacer, me fui a mi casa de Guadalajara; andando, porque no tenía un real.

Allí me encontré con que a mis padres les habían echado de la casa en la que estaban viviendo, que no era la suya, que se la habían hundido en un bombardeo, sino otra que les dio el Gobierno, que había sido abandonado por los fascistas que vivían antes en ella. Arriba vivía un abogado que era tío de las chicas que se habían marchado de la que habían dado a mis padres. Subí a verle y le dije que quería que nos hiciera contrato de la vivienda. El contestó que no, porque como la había requisado el gobierno y nos la habían dado a nosotros como siniestrados no tenía que hacérmelo. Le insistí, asegurando que le iba a pagar todos los meses y que me hiciera un recibo. En dos habitaciones metí todo lo que había allí de decoración, cortinas y todo eso, las cerré y nosotros ocupamos el resto.

Tomasa Cuevas



En el 36, cuando se formó el Frente Popular, se crearon también el PSUC y las Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña, en las que ingresé por mediación de dos muchachas de la fábrica en la que trabajaba. En aquellos tiempos ya iba orientándome en la idea de que el trabajo que estábamos realizando en la fábrica era una explotación, que nos estaban explotando, pero que no teníamos más remedio que seguir así porque nos faltaban los medios económicos para estudiar y salir de allí.

En la fábrica, cuando ocurrió el levantamiento militar contra la República se cambió toda la dirección. Yo estaba como delegada de la sección en la que trabajaba. Se hizo un periódico mural y tuve la posibilidad de ir al instituto, un instituto popular. Aquello me gustaba, pero pensé -poca cabeza que tenía entonces- que al instituto solamente podían ir personas que tuvieran una educación mayor que la mía, otros estudios, pues hay que tener en cuenta que yo fui a la escuela, de monjas precisamente, sólo de los nueve a los once años y se puede decir que no sabía nada de nada. Tenía que escoger entre ir al instituto para formarme o quedarme dentro de la fábrica para luchar y conseguir algo, y resultó que me decidí por la fábrica. Ahora muchas veces pienso que no fui muy lista, en el sentido de que si yo hubiera ido a aquel instituto hubiera podido ser, no digo más cosa, pero si hubiera podido tener más conocimiento y más argumentos para defender la causa.

Durante el año 36, dentro de las JSUC, hicimos todo el trabajo que pudimos a través de las células de empresa, de tener contacto con las demás chicas de las otras fábricas, de ir a manifestaciones; en fin, un trabajo de base, pero del que yo estoy contenta porque creo que aquello me enriqueció en cuanto a conocimientos comunistas y en cuanto a conocimientos de todo lo que estaba pasando en la guerra. Todo eso en los comienzos de la sublevación, porque antes yo era una muchacha que iba a trabajar y que luego ayudaba a mi madre en la casa, sin tener ocasión de aprender, o las personas a mi alrededor que me pudiesen orientar. Antes de la guerra, todo aquello que yo llevaba en el interior me hacía darme cuenta de la explotación, de lo poco que ganábamos, de lo mucho que nos hacían trabajar, y esa era una cosa que me hacía rebelar cada dos por tres, pero durante la guerra tuve ocasión de poder formarme un poco más. Entré en el comunismo convencida; me llevaron a él, pero no forzada, sino por mi propia voluntad, y desde entonces empecé a ser comunista.

Luego, en el mismo 36, se hicieron unos cursillos de capacitación sindical en las Juventudes en los que participé, quedando entre los tres primeros. Me dijeron que fuese al comité de Barcelona, al ejecutivo de la JSU, y me incorporé en el Hotel Colón, que es donde teníamos el casal de las jóvenes. Primero estuvo allí el PSUC, pero poco tiempo, porque se trasladaron a otro lugar y nosotros instalamos allí la sede de las Juventudes. En aquel local tuve ocasión de conocer a mucha gente y de fortalecer mi idea de que había que rebelarse, que había que trabajar y luchar para conseguir una transformación en la sociedad y en la gente. Todo eso me impactó mucho, y me dediqué más a la lucha que a las cosas de la casa, las salidas por ahí y otras cosas menores. Fue allí donde tuve la ocasión de conocer a Teresa Pámies, a Margarita Abril, a Gregorio López Raimundo y a muchas otras personas.

Isabel Vicente



Recuerdo que cuando comenzó la guerra todavía salía a la calle a jugar a la comba con las niñas de mi edad, todas entre quince y dieciséis años. Mi tío, que era de Izquierda Republicana, se incorporó creo que el mismo 18 de julio y me dijo que yo también podía hacer algo en un organismo de ayuda a los frentes que se había creado en la calle Zurbarán. Lo consulté con mi tía y me dijo que sí, que había que colaborar, así que fui. Allí, al principio, se hacía punto para mandar jerséis y ropa a los milicianos, aunque a mí me pusieron en la oficina porque sabía escribir a máquina. Era una organización que pertenecía a la Asociación de Mujeres Antifascistas.

Yo nunca había pertenecido a nada, pero allí conocí camaradas del Partido muy buenos: a uno le fusilaron en el "año 42 y el otro, que era químico, le explotó una caldera y murió achicharrado a los 15 días de haber salido de la cárcel. Aquellos camaradas me propusieron que, como sabía escribir a máquina, me fuera a trabajar a las oficinal del batallón UHP, y acepté. A partir de entonces comencé a conocer a los comunistas, porque hasta ese momento apenas sabía algo de ellos. Para mí era un partido desconocido, porque aunque había oído hablar de él conocía más a otros, como el socialista, con el que fui el 1 de mayo del 36 a la manifestación acompañando a la gente de Salud y Cultura, que era una organización del PSOE. Claro, no era normal que yo conociera a los comunistas en el ambiente en el que me movía, porque mi barrio era bastante reaccionario, aunque unas vecinas eran tías de Matilde Landa y republicanas de toda la vida. Pero aparte de esas señoras y de mi tía yo no sabía de nadie más que fuera republicano.

Cuando conocí a Valeriano y a Enrique, los dos camaradas de los que he hablado, que eran del radio de Chamberí del Partido, y comencé a trabajar en el batallón UHP pedí el ingreso en el Partido. Entré directamente, sin pasar por las Juventudes, a pesar de que sólo tenía 16 años. Fue en octubre del año 36.

Yo siempre había tenido un cierto complejo de inferioridad por no haberme criado con mi madre, que se había casado de nuevo tras la muerte de mi padre. Aunque nunca habría abandonado a mis tíos, con los que vivía, por mi madre; algunas veces, en el patio del colegio, no poder decir mi padre o mi madre, como las demás niñas, sino mi tío o mi tía, me causaba algo de extorsión íntima. Sin embargo, todo aquello lo superé con el contacto con los camaradas.

El Partido era entonces muy distinto a cómo es ahora. Había una camaradería tremenda entre todos y una gran fraternidad. Querías a la gente, a los camaradas, fueran hombre o mujer, daba igual. Los había que tenían sus compañeros o compañeras, pero no era eso de mirar al hombre en su aspecto de atracción sexual, sino que le mirabas con fraternidad, con una amistad auténtica, como yo no he vuelto a ver después. Esa camaradería que tan bien recuerdo hizo que aquellos años, aún en plena guerra, fueran para mi de una verdadera felicidad. Eso me ha hecho querer al Partido, porque aún siendo camaradas mucho mayores que yo en general, que me llevaban veinte años o más, les veía con esa humanidad, con ese cariño, que si te pasaba cualquier cosa había que ver cómo te trataban. Creo que ahora nos hemos deshumanizado todos un poco, y me incluyo yo misma. El haber conocido el Partido en aquella época fue muy importante para mí, una de las mejores cosas que me han ocurrido en la vida.

El 7 de noviembre del 36, cuando el asedio a Madrid, yo militaba en el radio de Chamberí. Al acercarse los fascistas, todos los hombres, e incluso algunas-mujeres mayores que yo, se fueron a la batalla, y el local del Partido se vació de camaradas. Sólo quedamos en él unas cuantas chicas y un camarada que se llamaba Pablo, que no pudo ir al frente porque le faltaba una pierna que había perdido en un accidente. Eramos los únicos que quedamos para defender la sede del Partido. Pocos días antes del asedio a Madrid se había formado un batallón llamado Rosa Luxemburgo en el que aprendimos algo de instrucción y a disparar el fusil. Recuerdo que me daba unos golpetazos tan grandes en el hombro que casi me tiraban al suelo. También nos enseñaron a manejar una ametralladora y a montarla y desmontarla en siete minutos, ni uno más ni uno menos. Nos colocaron unos brazaletes blancos que ponía "defensa de Madrid" y nos quedábamos a defender la sede del Partido con el fusil al hombro. Hacíamos guardias por turnos, incluso de noche.

Ahora, cuando lo pienso, me pregunto a veces ¿qué hubiera sido de nosotras si se nos aparece por allí un grupo de falangistas para atacarnos? porque además estaban los francotiradores, los pacos, que les llamaban, y los obuses que caían sobre la ciudad de forma terrible. Cuando se oía el ruido de los obuses al caer daba un miedo tremendo, aunque te acostumbrabas, y aprendías que cuando oías pasar el obús ya no te daba, o el sonido de las balas perdidas que te pasaban por encima de la cabeza. Pero recuerdo que en aquellos momentos sentía un*orgullo tremendo del trabajo que hacía. Eran cosas de la edad, porque tenía dieciséis años y los vivía con un entusiasmo enorme, y hasta que acabó la guerra no pensé que podíamos perderla. Era tal la confianza que tenía en el Partido y en el Gobierno de Negrín que nunca supuse que aquello pudiera acabar como acabó.

Durante el asedio de Madrid hay que tener en cuenta que los fascistas estaban en la calle de la Princesa, en el paseo de Extremadura, en toda la Casa de Campo, incluso llegaron cerca de Tetuán de las Victorias. Había calles en donde en una acera estaban los sublevados y en la otra nosotros. Madrid estaba asediado y la única salida practicable era la de la carretera de Valencia.
Manolita del Arco




[1] Editorial Dopesa, Barcelona, 1974.
[2] Juventudes del POUM.
[3] Editorial Planeta, Barcelona, 1986. Miserias y grandeza del Partido Comunista de España es una fuente indispensable para conocer el lado oscuro del comunismo español. Gregorio Moran, que militó en el PCE en los duros años de la clandestinidad y fue subdirector de Mundo Obrero, realizó en él un análisis implacable de la política comunista a partir de una excelente documentación. Si bien su lectura puede conducir a la depresión a quien se acerque a él desde el dogma de las verdades indiscutibles, también es motor de la lucidez para los que piensen que en todas partes cuecen habas y que no todo el monte es orégano.





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