Sombras en la batalla
Las peores
batallas de la guerra civil española, o al menos las más dolorosas, tuvieron
lugar en la retaguardia. Batallas intestinas entre las propias fuerzas que
apoyaban a la República que pusieron --junto a la cruel e indiscriminada
represión de los primeros meses de conflicto-- la nota negra a una guerra en la
que abundaron los momentos heroicos. Los comunistas, aún practicando a veces un
inflexible sectarismo y seguidismo estalinista, dieron en ella lo mejor de sí
mismos, contando entre los primeros que lucharon sin descanso para evitar el
triunfo del fascismo en España. Hubo, sin embargo, diferencias tácticas que
provocaron combates sangrientos; no contra el enemigo que cada combatiente
tenía enfrente, sino contra los compañeros que luchaban al lado, en sus propias
trincheras.
Entre ellas
están los dos momentos más bochornosos de la guerra: la rebelión en Barcelona,
del 3 al 7 de mayo de 1937, del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y
la FAI (Federación Anarquista Ibérica) contra el gobierno y el resto de fuerzas
republicanas, los enfrentamientos a que dio lugar y la consiguiente represión,
en la que tuvieron papel destacado las milicias comunistas; y la sublevación,
el 5 de marzo de 1939, del coronel Segismundo Casado, apoyado por Julián
Besteiro (PSOE) y Cipriano Mera (CNT/FAI), el gobierno legal de Juan Negrín,
los comunistas y sus propios correligionarios que lo apoyaban.
No es este el
sitio para analizar en profundidad estos hechos; ni hay espacio para ello ni
ganas de afrontarlo, pero si deben ser motivo de, al menos, algunas apresuradas
notas.
El POUM, el más
pequeño de los partidos españoles de izquierda, un grupo comunista y
antiestalinista al que la propaganda de la URSS acusaba, injustificadamente
según todos los datos, de troskista, el “coco” de los comunismos oficiales, se
alzó en armas en Barcelona el 3 de mayo de 1937 junto a los anarquistas.
Dejando a un lado antiguas rencillas nunca solucionadas, las diferencias entre
ellos y el resto de las fuerzas que apoyaban al gobierno republicano se
basaban, sin hacer grandes matizaciones, en una diferente interpretación del
sentido de la guerra y sus prioridades. Poumistas y cenetistas primaban la
revolución sobre la guerra y el resto, encabezados por los comunistas,
consideraban que había que acabar primero con el alzamiento militar para poder
prestar luego atención a otros temas. La sublevación duró cuatro días y se
saldó con el triunfo gubernamental, aunque sus secuelas habían de extenderse
incluso más allá del fin de la guerra en una interminable discusión posbélica
sobre qué era antes, el huevo o la gallina, la revolución o la guerra.
La comunista
Teresa Pámies, que participó en primera línea en este enfrentamiento reflexionó
sobre él en “Cuando éramos capitanes”[1].
Al hilo del recuerdo de la creación de la Alianza de la Mujer Joven en
Cataluña, en cuyas reuniones ella representaba a las Juventudes Socialistas
Unificadas de Cataluña, la escritora indica: "Mientras yo bajaba decidida por la Vía Layetana a parlamentar con las
chicas libertarias, para convencerles de que las Juventudes Comunistas Ibéricas[2]
no eran dignas de entrar en una alianza antifascista, en Moscú se celebraba el
segundo proceso de una serie, esta vez contra Radek, el hombre que acompañó a
Trostky a firmar el pacto de Brest-Litovsk. Había cometido el mismo crimen que
Kamenev y Zinoviev, condenados con anterioridad. La declaración de este último
en el proceso celebrado en Moscú, cuya crónica habría de leer años después,
decía: `Mi deserción del bolchevismo se convirtió en antibolchevismo y, a
través de Trotsky, llegué al fascismo´ ¿No habría justificado esto matar a
todos los trotsquistas de Barcelona?
"Pero yo ignoraba la declaración de Zinoviev y,
en cambio, mi actuación en aquel momento respondía exactamente a la acusación
del fiscal Vichinsky contra centenares de bolcheviques que serían fusilados o
deportados en esos mismo años. ¿Cómo explicar la coincidencia?
"En mi caso, no se justificaba en absoluto. Mi
padre, que había tocado todas las teclas de la incipiente militancia
revolucionaria catalana, me había hecho leer, cuando era pequeña, un libro
titulado “Mi
vida y mi obra”, de León Trostsky. La
lectura fue, como es natural, forzada y superficial, no creo que llegase a
entender gran cosa, pero me quedó la imagen de un hombre como mi padre,
valiente, enemigo de falsedades e hipocresías.../... Yo sabía, pues, que
Trotsky había hecho la revolución al lado de un hombre que se llamaba Lenin. No
era una jsuc improvisada, como lo eran muchas de mis compañeras que nunca
habían oído hablar de León Trotsky, ni tenían su libro en casa, ni habían
participado, como yo, en las campañas rurales que dieron a conocer aquella
revolución, cantada por mí con entusiasmo sobre las mesas de los cafés y
tabernas de Furiola, de Mollerusa y de Almenar.../... Yo tenía primos hermanos
del POUM, payeses combativos y honestos a carta cabal y me constaba que no eran
agentes del enemigo ni nada parecido.
"Y, con todo, a los libertarios les dije aproximadamente
las mismas palabras, contenidas en el requisitoria del fiscal de las purgas, mi
admirado Vichinsky. ¿Por qué? Porque defendía una posición política
determinada: la nuestra. Adoptábamos, pues, una actitud nefasta. ¿Por órdenes
de Moscú? No, yo no había recibido orden alguna: era mi línea, y al releerla
treinta y cinco años después, puedo comprobar que la expresaba con mis
palabras. Yo no era un viajante de comercio que traba de hacer negocio con las
JJLL, sino miembro de un CE que había elaborado una línea política determinada
frente al POUM y a las JCI, negándoles el derecho a actuar en el campo
republicano. Podría justificarme añadiendo que las jci también tenían, hacia
las jsuc, una línea determinada, francamente hostil, por cuanto nos calificaban
de traidores a la revolución y a la clase obrera, comunistas oficíales\
instrumentos de la burguesía republicana que pretendía ahogar la revolución con
el pretexto de ganar la guerra. ¿De qué forma influía en nuestra actitud la
represión que tenía lugar en Moscú? ¿En qué medida determinaba la del POUM y la
de las JCI? Todavía hoy resulta imposible calibrar su grado de influencia; no
hay duda, sin embargo, de que influía en ellos y en nosotros".
Consecuencia del
enfrentamiento entre el comunismo de obediencia moscovita y el POUM fue también
el asesinato del dirigente de este partido Andreu Nin, detenido a raíz del
punch de mayo de 1937, trasladado a Madrid para ser interrogado y desaparecido
después. Solo en 1993, con la apertura de los archivos de la KGB soviética, se
confirmó la participación de la policía secreta de Stalín en su detención,
tortura y asesinato. Santiago Carrillo, entonces secretario general de las JSU
y luego máximo responsable del PCE, cuya memoria estuvo llena de olvidos, negaba
en su libro Eurocomunismo y Estado (1977) toda participación de los comunistas
en aquel hecho, que, por otra parte, calificaba de "abominable e injustificable": "Yo puedo decir que el Partido Comunista —sus órganos dirigentes— no
tuvieron ninguna responsabilidad material en ese hecho y que si algún comunista
participó individualmente en él —lo que ignoro-- lo hizo por su cuenta y no por
decisión del partido... En la intimidad he preguntado a cantaradas más
veteranos que yo... y todos me han respondido que la única versión conocida por
ellos era la de la fuga (al campo enemigo) y estoy convencido de que me decían
la verdad".
El periodista y
escritor Gregorio Moran, que cita el párrafo en su libro “Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985”,
apostilla que "un dirigente político
no encanallado o sencillamente inteligente hubiera apelado a la lógica del
momento, a las esclavitudes del periodo histórico o sencillamente hubiera
manifestado un elocuente silencio", para añadir después que "a nadie en el Buró o en el Comité Ejecutivo
se le ocultaba quienes trabajaban en los servicios de espionaje y quiénes
sirvieron como agentes operativos en el secuestro de Nin" .
¿Conocían
nuestros entrevistados los entresijos de estos acontecimientos oscuros? Con
toda seguridad no. Ninguno de ellas estaba en condiciones de conocerlo El
propio Jorge Semprúm, tan dado a tirar de la manta y dejar desnudos a los que
le acompañaron en su militancia comunista lo explica: "Se puede ser miembro del Comité ejecutivo
del PCE e ignorar buena, o mejor dicho, mala parte del pasado del partido"[3].
Si los secretos entre bambalinas no se desvelan a los miembros de la dirección,
menos aún a los simples militantes.
Retaguardias
Recuedo en
aquellos días la llegada de las columnas fascistas a las puertas de Madrid,
cuando surgió, y luego se hizo universal, el nombre de la quinta columna, de la
que había hablado el general Mola, que eran los fascistas, los falangistas, la
derecha que había quedado en Madrid y que se aprestaba desde el interior a
ayudar a las cuatro columnas que presionaban sobre la capital para propiciar su
caída.
Eran días en los
que, en mi barrio, como en otros de Madrid, se levantaban barricadas con los
adoquines de las calles para dificultar e impedir la entrada de las tropas
franquistas, que ya acosaban la Casa de Campo por el río Manzanares y que
habían llegado hasta la Ciudad Universitaria. Eran días de gran tensión, de
mítines callejeros, mítines relámpago en las calles, días en los que algunos
combatientes iban a las líneas de fuego, hacía Carabanchél y otras zonas,
incluso montados en los tranvías que llegaban hasta la misma orilla del frente.
Recuerdo los bombardeos de la aviación italiana, alemana, combates aéreos sobre
el cielo de Madrid y a las gentes que salíamos a las calles a contemplarlos. El
cielo por las noches se iluminaba y las gentes corrían hacia los refugios o
hasta las estaciones de metro con colchones, con agua, para pernoctar en
algunos andenes y así evitar ser las victimas que los bombardeos pudieran
producir. Eran días en los que yo andaba en el instituto de bachillerato, en el
que había empezado a estudiar por entonces, que estaba cerca de Alonso
Martínez. Iba desde mi casa andando todos los días. Son recuerdos que tengo muy
grabados, porque yo, con mis once años, andaba medio enamoriscado de la
profesora de literatura que nos hacía leer el Platero y Yo de Juan Ramón Jiménez.
Recuerdo
aquellos días, las fogatas que hacíamos los chicos en medio de la calle, los
juegos de guerra. Cuando bombardeaban desde el cerro de Garabitas y la Casa de
Campo, o cuando llegaban los junkers
alemanes o los caproni italianos a bombardear Madrid, en mi calle cayó alguna
que otra bomba y se produjeron algunos muertos, también por las balas perdidas
que llegaban desde la Ciudad Universitaria a través de las calles de Abascal o
de otras cuyo nombre ahora mismo no recuerdo del todo. El carnicero del barrio,
que era un hombre de Izquierda Republicana y presidente del comité de mi casa,
aquellos comités que entonces se crearon, era aficionado al teatro, y cuando
los vecinos nos refugiábamos en el sótano para huir de las bombas nos hacía
representar algún acto de alguna obra teatral para entretenernos. En ese
sentido recuerdo, y esto puede parecer una ficción literaria, pero a veces la
realidad supera a las ficciones, que cuando el 7 de noviembre bombardeaban
Madrid y parecía que la capital iba a caer y las gentes acudían armas en la
mano, los que las tenían, a taponar las brechas que se habían abierto en los
frentes, en el mismo sótano en el que nosotros representábamos un acto de
Fuenteovejuna, los trabajadores carroceros de un garaje paredaño a nuestra
finca, doscientos o trescientos, aprendían, enseñados creo que por un cabo, a
manejar el fusil e inmediatamente salían hacía la Universitaria cargados con
aquellos mosquetones viejos.
Recuerdo aquel
tiempo y más tarde los tiroteos de aquella quinta columna, los muertos en la
calle, nuestros y de ellos, pues si se cogía a algún miembro de la quinta
columna, cuando todavía no estaba organizado el ejército republicano y aún no
funcionaban los tribunales de guerra, eran pasados por las armas
inmediatamente, allí mismo, donde les cogían. En el campo de las Calaveras, un
antiguo cementerio que estaba donde hoy creo que está situado el campo de
deportes de Vallehermoso, a cuyos patios la chiquillería del barrio íbamos a
jugar al fútbol, algunas mañanas aparecían los cadáveres de miembros de la
quinta columna fusilados.
Los chicos en la
calle, la libertad de entonces, las lecturas. Recuerdo aquel tiempo a través de
los pocos libros que había en casa, en aquel tiempo y antes: las Novelas del Sábado, que eran de
editoriales anarquistas, en las que escribían Federico Urales, Eliseo Reclus y
otros. Aquellas fueron mis primeras lecturas, antes que las de Marx, Lenin y
otras, junto a los libros de Bill Barnes, el aventurero del aire; Doc Savage;
el comic, creo que norteamericano, donde aparecía Merlín; el Hombre Halcón; Dal
Arden, el Principe Valiente. Y también lecturas de Los tejedores, de Haupman, de las novelas de Vargas Vila y, cómo
no, del Catecismo Revolucionario de
Bakunin y otros libros de teóricos anarquistas que andaban por mi casa, leídos
no sin muchas dificultades y con poca comprensión, pero que de todas maneras
formaron parte de mis lecturas de niño y de muchacho.
Recuerdo la
muerte de Buenaventura Durruti1, la llegada de las Brigadas Internacionales a
Madrid, su desfile. Es en aquel tiempo y en el anterior donde se fue
conformando en mi, a partir de todo ello, con mi padre, sus amigos, las gentes
de todo el barrio, una conciencia rebelde; quizás todavía no delimitada en tal
o cual corriente política, pero en todo caso yo viví desde niño de una manera
muy directa, muy inmediata, la conciencia de clase. Las huelgas, las manifestaciones,
el no tener dinero en casa, el vivir de la solidaridad de los compañeros de mi
padre en los momentos de huelga, todo eso fue formando en mi una conciencia que
más tarde, años después, se transformó en el activismo político que me llevó a
las filas del Partido Comunista.
La guerra civil
terminó en Madrid con la derrota de la República, pero yo diría que no sólo de
la República, sino con la derrota de muchas formaciones políticas que pretendían
y creían y deseaban que aquella república de los trabajadores, de la que
hablaron en su día tantos y tantos escritores, fuera una realidad. Aquellos
sectores obreros habían esperado de la República una mejora en sus condiciones
de vida que se habían venido frustrando, y la derrota de la guerra civil, la
derrota de la guerra nacional revolucionaria, llevó a España a una situación
como la que vivieron millones de españoles, el pueblo de los vencidos, tras
abril de 1939.
Armando López Salinas
La guerra me
pilló en Guadalajara. El día que estalló nos encerramos, porque Guadalajara fue
tomada en principio por ellos. En principio, que luego lo perdieron. Al chaval
de la imprenta que tanto me había ayudado le mataron y mataron también a un
muchacho cuyo padre, un médico, no sabía que era comunista. En aquellos
primeros días murieron cuatro o cinco, pero no les dio tiempo a hacer gran
cosa. Yo me encerré en casa, pero ellos llegaban poniendo unas cruces en las
puertas donde tenían que detener a alguien. Mi padre, mi madre y yo vimos como
se acercaban y se paraban ante la nuestra. Cuando se marcharon, mi padre salió
y vio que habían puesto una cruz. Una cruz, una señal de algo, y yo salí por
pies, atravesando sitios que me dieron mucho miedo hasta que termine por dejar
atrás Guadalajara.
Era el tiempo de
la siega y el campo estaba lleno de gavillas y me metí debajo de una de ellas.
Allí estuve hasta que vimos los aviones que tiraban octavillas diciendo que la
gente saliese al campo porque la República iba a tomar Guadalajara. Me fui al
pueblo, donde me encontré con mi padre y mi madre y los vecinos de al lado, que
la mujer iba a parir y me parece que eran ocho más. También estaban allí el
señor Lucio y la señora Jorja.
Cuando liberaron
Guadalajara, que se veía a los fachas como corrían por los campos, el señor
Lucio, que era repartidor de huevos y jamones y servía al por mayor al
hospicio, al hospital y a otros sitios, me llamó, me dio una llave de su
almacén y me dijo: mira, yo voy a Guadalajara a llevar a la señora Jorja, que
ya ves como está, te quedas una llave y si necesitan algo en el hospital o el
hospicio se lo sirves. Mi padre me dijo que no me hiciera cargo de la llave,
porque cuando salimos al pueblo se la había dado también a los fascistas. Pero
yo la cogí y se sirvió algo al hospital, aunque exigí que me hicieran un recibo
que entregué al señor Lucio cuando volvió. Me dio las gracias, era un hombre
que no se metía con nadie. Así pasé la guerra, entre la juventud, entre las
mujeres, en el hospital, donde me necesitaban. Yo tenía entre diecinueve y
veintiún años.
Mi novio marchó
para Alicante, porque era mecánico de aviación, de la Hispano Suiza, una
fábrica que trasladaron a esa ciudad. Al principio estuve con un hermano suyo
en un servicio especial en un hospital, guardando a los fachas que teníamos
heridos, entre ellos a un cura que tenía un tiro de perdigones en la espalda.
Siempre me acuerdo de aquel tiro de perdigones.
El final de la
guerra me pilló en Madrid en un viaje que había hecho para comprar fieltro para
una mesa de billar que teníamos, ya que iban a venir militares de descanso y
queríamos arreglarlo.
Volví al pueblo
subiendo por el cementerio. Llegué a casa, donde alojábamos a una muchacha que
tenía el marido en intendencia y nos la había llevado un primo mío, que era de
La Solana, Ciudad Real, y me ofreció que fuera a su pueblo, donde no me conocía
nadie. Allí estuve unas semanas, pero regresé a Guadalajara pasando antes por
Madrid. En Madrid lo único que me quedaba era la prostitución o entregarme, y
como ni lo uno ni lo otro iba a hacer, me fui a mi casa de Guadalajara;
andando, porque no tenía un real.
Allí me encontré
con que a mis padres les habían echado de la casa en la que estaban viviendo,
que no era la suya, que se la habían hundido en un bombardeo, sino otra que les
dio el Gobierno, que había sido abandonado por los fascistas que vivían antes
en ella. Arriba vivía un abogado que era tío de las chicas que se habían
marchado de la que habían dado a mis padres. Subí a verle y le dije que quería
que nos hiciera contrato de la vivienda. El contestó que no, porque como la
había requisado el gobierno y nos la habían dado a nosotros como siniestrados
no tenía que hacérmelo. Le insistí, asegurando que le iba a pagar todos los
meses y que me hiciera un recibo. En dos habitaciones metí todo lo que había
allí de decoración, cortinas y todo eso, las cerré y nosotros ocupamos el
resto.
Tomasa Cuevas
En el 36, cuando
se formó el Frente Popular, se crearon también el PSUC y las Juventudes Socialistas
Unificadas de Cataluña, en las que ingresé por mediación de dos muchachas de la
fábrica en la que trabajaba. En aquellos tiempos ya iba orientándome en la idea
de que el trabajo que estábamos realizando en la fábrica era una explotación,
que nos estaban explotando, pero que no teníamos más remedio que seguir así
porque nos faltaban los medios económicos para estudiar y salir de allí.
En la fábrica,
cuando ocurrió el levantamiento militar contra la República se cambió toda la
dirección. Yo estaba como delegada de la sección en la que trabajaba. Se hizo
un periódico mural y tuve la posibilidad de ir al instituto, un instituto
popular. Aquello me gustaba, pero pensé -poca cabeza que tenía entonces- que al
instituto solamente podían ir personas que tuvieran una educación mayor que la
mía, otros estudios, pues hay que tener en cuenta que yo fui a la escuela, de
monjas precisamente, sólo de los nueve a los once años y se puede decir que no
sabía nada de nada. Tenía que escoger entre ir al instituto para formarme o
quedarme dentro de la fábrica para luchar y conseguir algo, y resultó que me
decidí por la fábrica. Ahora muchas veces pienso que no fui muy lista, en el
sentido de que si yo hubiera ido a aquel instituto hubiera podido ser, no digo
más cosa, pero si hubiera podido tener más conocimiento y más argumentos para
defender la causa.
Durante el año
36, dentro de las JSUC, hicimos todo el trabajo que pudimos a través de las
células de empresa, de tener contacto con las demás chicas de las otras fábricas,
de ir a manifestaciones; en fin, un trabajo de base, pero del que yo estoy
contenta porque creo que aquello me enriqueció en cuanto a conocimientos
comunistas y en cuanto a conocimientos de todo lo que estaba pasando en la
guerra. Todo eso en los comienzos de la sublevación, porque antes yo era una
muchacha que iba a trabajar y que luego ayudaba a mi madre en la casa, sin
tener ocasión de aprender, o las personas a mi alrededor que me pudiesen
orientar. Antes de la guerra, todo aquello que yo llevaba en el interior me
hacía darme cuenta de la explotación, de lo poco que ganábamos, de lo mucho que
nos hacían trabajar, y esa era una cosa que me hacía rebelar cada dos por tres,
pero durante la guerra tuve ocasión de poder formarme un poco más. Entré en el
comunismo convencida; me llevaron a él, pero no forzada, sino por mi propia
voluntad, y desde entonces empecé a ser comunista.
Luego, en el
mismo 36, se hicieron unos cursillos de capacitación sindical en las Juventudes
en los que participé, quedando entre los tres primeros. Me dijeron que fuese al
comité de Barcelona, al ejecutivo de la JSU, y me incorporé en el Hotel Colón,
que es donde teníamos el casal de las jóvenes. Primero estuvo allí el PSUC,
pero poco tiempo, porque se trasladaron a otro lugar y nosotros instalamos allí
la sede de las Juventudes. En aquel local tuve ocasión de conocer a mucha gente
y de fortalecer mi idea de que había que rebelarse, que había que trabajar y
luchar para conseguir una transformación en la sociedad y en la gente. Todo eso
me impactó mucho, y me dediqué más a la lucha que a las cosas de la casa, las
salidas por ahí y otras cosas menores. Fue allí donde tuve la ocasión de
conocer a Teresa Pámies, a Margarita Abril, a Gregorio López Raimundo y a
muchas otras personas.
Isabel Vicente
Recuerdo que
cuando comenzó la guerra todavía salía a la calle a jugar a la comba con las
niñas de mi edad, todas entre quince y dieciséis años. Mi tío, que era de
Izquierda Republicana, se incorporó creo que el mismo 18 de julio y me dijo que
yo también podía hacer algo en un organismo de ayuda a los frentes que se había
creado en la calle Zurbarán. Lo consulté con mi tía y me dijo que sí, que había
que colaborar, así que fui. Allí, al principio, se hacía punto para mandar
jerséis y ropa a los milicianos, aunque a mí me pusieron en la oficina porque
sabía escribir a máquina. Era una organización que pertenecía a la Asociación
de Mujeres Antifascistas.
Yo nunca había
pertenecido a nada, pero allí conocí camaradas del Partido muy buenos: a uno le
fusilaron en el "año 42 y el otro, que era químico, le explotó una caldera
y murió achicharrado a los 15 días de haber salido de la cárcel. Aquellos camaradas
me propusieron que, como sabía escribir a máquina, me fuera a trabajar a las
oficinal del batallón UHP, y acepté. A partir de entonces comencé a conocer a
los comunistas, porque hasta ese momento apenas sabía algo de ellos. Para mí
era un partido desconocido, porque aunque había oído hablar de él conocía más a
otros, como el socialista, con el que fui el 1 de mayo del 36 a la
manifestación acompañando a la gente de Salud y Cultura, que era una
organización del PSOE. Claro, no era normal que yo conociera a los comunistas
en el ambiente en el que me movía, porque mi barrio era bastante reaccionario,
aunque unas vecinas eran tías de Matilde Landa y republicanas de toda la vida.
Pero aparte de esas señoras y de mi tía yo no sabía de nadie más que fuera
republicano.
Cuando conocí a
Valeriano y a Enrique, los dos camaradas de los que he hablado, que eran del
radio de Chamberí del Partido, y comencé a trabajar en el batallón UHP pedí el
ingreso en el Partido. Entré directamente, sin pasar por las Juventudes, a
pesar de que sólo tenía 16 años. Fue en octubre del año 36.
Yo siempre había
tenido un cierto complejo de inferioridad por no haberme criado con mi madre,
que se había casado de nuevo tras la muerte de mi padre. Aunque nunca habría
abandonado a mis tíos, con los que vivía, por mi madre; algunas veces, en el
patio del colegio, no poder decir mi padre o mi madre, como las demás niñas,
sino mi tío o mi tía, me causaba algo de extorsión íntima. Sin embargo, todo
aquello lo superé con el contacto con los camaradas.
El Partido era
entonces muy distinto a cómo es ahora. Había una camaradería tremenda entre
todos y una gran fraternidad. Querías a la gente, a los camaradas, fueran
hombre o mujer, daba igual. Los había que tenían sus compañeros o compañeras, pero
no era eso de mirar al hombre en su aspecto de atracción sexual, sino que le mirabas
con fraternidad, con una amistad auténtica, como yo no he vuelto a ver después.
Esa camaradería que tan bien recuerdo hizo que aquellos años, aún en plena
guerra, fueran para mi de una verdadera felicidad. Eso me ha hecho querer al
Partido, porque aún siendo camaradas mucho mayores que yo en general, que me
llevaban veinte años o más, les veía con esa humanidad, con ese cariño, que si
te pasaba cualquier cosa había que ver cómo te trataban. Creo que ahora nos
hemos deshumanizado todos un poco, y me incluyo yo misma. El haber conocido el
Partido en aquella época fue muy importante para mí, una de las mejores cosas
que me han ocurrido en la vida.
El 7 de
noviembre del 36, cuando el asedio a Madrid, yo militaba en el radio de
Chamberí. Al acercarse los fascistas, todos los hombres, e incluso
algunas-mujeres mayores que yo, se fueron a la batalla, y el local del Partido
se vació de camaradas. Sólo quedamos en él unas cuantas chicas y un camarada
que se llamaba Pablo, que no pudo ir al frente porque le faltaba una pierna que
había perdido en un accidente. Eramos los únicos que quedamos para defender la
sede del Partido. Pocos días antes del asedio a Madrid se había formado un
batallón llamado Rosa Luxemburgo en el que aprendimos algo de instrucción y a
disparar el fusil. Recuerdo que me daba unos golpetazos tan grandes en el
hombro que casi me tiraban al suelo. También nos enseñaron a manejar una ametralladora
y a montarla y desmontarla en siete minutos, ni uno más ni uno menos. Nos
colocaron unos brazaletes blancos que ponía "defensa de Madrid" y nos
quedábamos a defender la sede del Partido con el fusil al hombro. Hacíamos
guardias por turnos, incluso de noche.
Ahora, cuando lo
pienso, me pregunto a veces ¿qué hubiera sido de nosotras si se nos aparece por
allí un grupo de falangistas para atacarnos? porque además estaban los
francotiradores, los pacos, que les llamaban, y los obuses que caían sobre la
ciudad de forma terrible. Cuando se oía el ruido de los obuses al caer daba un
miedo tremendo, aunque te acostumbrabas, y aprendías que cuando oías pasar el
obús ya no te daba, o el sonido de las balas perdidas que te pasaban por encima
de la cabeza. Pero recuerdo que en aquellos momentos sentía un*orgullo tremendo
del trabajo que hacía. Eran cosas de la edad, porque tenía dieciséis años y los
vivía con un entusiasmo enorme, y hasta que acabó la guerra no pensé que
podíamos perderla. Era tal la confianza que tenía en el Partido y en el
Gobierno de Negrín que nunca supuse que aquello pudiera acabar como acabó.
Durante el
asedio de Madrid hay que tener en cuenta que los fascistas estaban en la calle
de la Princesa, en el paseo de Extremadura, en toda la Casa de Campo, incluso
llegaron cerca de Tetuán de las Victorias. Había calles en donde en una acera
estaban los sublevados y en la otra nosotros. Madrid estaba asediado y la única
salida practicable era la de la carretera de Valencia.
Manolita del Arco
[1] Editorial
Dopesa, Barcelona, 1974.
[2] Juventudes
del POUM.
[3]
Editorial Planeta, Barcelona, 1986. Miserias
y grandeza del Partido Comunista de España es una fuente indispensable para
conocer el lado oscuro del comunismo español. Gregorio Moran, que militó en el
PCE en los duros años de la clandestinidad y fue subdirector de Mundo Obrero,
realizó en él un análisis implacable de la política comunista a partir de una
excelente documentación. Si bien su lectura puede conducir a la depresión a
quien se acerque a él desde el dogma de las verdades indiscutibles, también es
motor de la lucidez para los que piensen que en todas partes cuecen habas y que
no todo el monte es orégano.
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