jueves, 5 de junio de 2014

Personajes femeninos en el cine de John Ford (2). Hallie, una mujer en la historia

Personajes femeninos en el cine de John Ford (2)

Hallie, una mujer en la Historia (El hombre que mató a Liberty Valance)








Con el rodaje en 1961 de “El hombre que mató a Liberty Valance”, John Ford inició lo que podríamos llamar su trilogía testamentaria, de la que también forman parte “El último combate” (1964) y “Siete mujeres” (1966), con las que cerraría su filmografía, aunque entre la primera y la última dirigiera también “La taberna del irlandés” (1963), un fragmento de “La conquista del oeste” (1962) y un par de episodios pare sendas series televisivas).

Con estos tres filmes epigonales, de alto contenido metafórico y simbólico, especialmente el primero y el último, el director, que ya andaba a caballo de los setenta años, quiso reflexionar sobre algunas de las principales preocupaciones temáticas que habían caracterizado su cine, en las que decidió profundizar al llegar a la vejez. Constituyen, pues, un balance creativo y vital realizado a través de sendas obras maestras, que cuentan con apasionantes tramas argumentales y vigorosos personajes, entre los que destacan, y esa es la parte que aquí nos interesa, mujeres apasionantes.

Aunque se podrían dedicar algunos párrafos a recordar a Deborah Wright, la valiente y solidaria maestra cuáquera que en “El gran combate” a la tribu india en el largo y dramático viaje hacia su dignidad, nos lo vamos a ahorrar y le dedicare tan sólo éste. El personaje interpretado por Carroll Baker comparte las características de las protagonistas de las películas que hemos visto en la anterior entrega de este artículo, con la diferencia de que su amor por el capitán Thomas Archer (Richard Widmark) no aparece ninguna de las tensiones y conflictos que caracterizaban amores anteriores, por lo que vamos a evitar repeticiones innecesarias. Entiendo que es más rentable centrarse en las protagonistas de los otros dos filmes, cuya carga simbólica les confiere una novedad significativa entre las mujeres fordianas.

El hombre que mató a Liberty Valance” constituye, ante todo, un ensayo fílmico sobre el sentido de la historia, tal y como señalan quienes se han metido a desentrañar los entresijos de la película. En su libro sobre el director, Francisco Javier Urkijo realizó un buen resumen de su trama argumental, que directamente escaneo y pego, que es más rápido que resumirlo yo mismo:

“En el Shinbone del ferrocarril y del ocaso del siglo XIX nadie recuerda a Tom Doniphon (John Wayne). Todos se sorprenden al recibir en la localidad al senador Stoddard (James Stewart)  y a su mujer (Vera Miles), una nativa del lugar. Stoddard ha venido para el funeral de Doniphon. Unos periodistas preguntan al senador quién es el difunto y éste les revela su historia común: entre los dos convirtieron el desierto en jardín y aceleraron la llegada de la civilización a Shinbone. Los dos se enamoran de la misma mujer. Pero mientras Stoddard inauguró con todo ello una brillante carrera política, para Doniphon sólo quedó el desarraigo y el anonimato. Stoddard, un joven abogado, se enfrentó al pistolero Liberty Valance y se hizo célebre como el hombre que mató al terror de la región. Pero no fue él quien le mató, sino Doniphon, actuando por amor hacia su ex-novia enamorada de Stoddard, oculto en un callejón. Los periodistas deciden no publicar la historia diciendo que el público prefiere las leyendas a las realidades en el Oeste.

Es un resumen, detallado y completo en su brevedad, al que nada hay que objetarle. Efectivamente, eso es lo que se ve en la pantalla a lo largo de dos horas; aunque, la verdad, contado así, de poco sirve para entender y disfrutar la película. No es posible extraerle al filme todos los significados sin considerar la estructura circular sobre la que está construía y ese largo flash-back con el que se narra la historia, embutido entre la llegada y la partida del tren en el que viaja el matrimonio Stoddard, llamados por su viejo amigo muerto para resucitar la verdad sepultada por la leyenda (a más de otros elementos sobradamente destacados por los expertos: el rodaje en decorados, la nocturnidad de buena parte de la acción, la diferencia de edad entre los personajes y los actores que los interpretan, etcétera). Entre la secuencia inicial y la de cierre, lo que va apareciendo ante el espectador, anudado a la sucesión de las anécdotas tan bien resumidas por el crítico español, no es sólo una trama de lucha por la justicia y el progreso, duelo a pistola y amor, sino una profunda reflexión metafórica sobre ese momento fundacional de la historia estadounidense que tanto había tratado el director parcialmente con anterioridad.

Lo que nos muestra Ford en “El hombre que mató a Liberty Valance” es el paso desde la sociedad feudal que constituyen los ganaderos del otro lado del río --verdaderos señores de sus respectivos territorios, regidos por su propia ley y defendidos por sus propios ejércitos mercenarios, de los que el abyecto bandolero que interpreta Lee Marvin, es un implacable jefe de cuadrilla--, a un país moderno, unificado por el ferrocarril, el telégrafo, el comercio y la ley, y consolidado ya en un capitalismo industrial que comenzaba a pensar en el resto del universo como destino último de sus productos.

La mirada del director sobre este proceso de transformación social y moral aparece teñida de amargura y nostalgia, cargada de más preguntas que respuestas, como es habitual en su cine, que obligan al espectador a pensar por sí mismo, al margen de todo apriorismo. “Míralo --le dice al final Hallie a su marido, mirando por la ventanilla del tren que se aleja de Shinbone--. Una vez fue un desierto. Ahora es un jardín. ¿No estás orgulloso?”. A primera oída parece una afirmación cargada de optimismo histórico. Hemos cumplido lo que nos habíamos propuesto y estamos en paz con nosotros mismos. Sin embargo, es tal la tristeza y la añoranza con que Vera Miles y James Steward interpretan la escena que no cabe sino pensar que junto a ese orgullo que sienten ambos personajes por el nuevo mundo que han construido hay también una buena carga de insatisfacción. Ante lo que pudo haber sido y no fue, ante lo que ellos mismos han hecho finalmente con sus vidas. 

El otro punto sobre el que hace reflexionar “El hombre que mató a Liberty Valance” es el comentadísimo tema del papel del mito y la leyenda en la construcción de la historia. Se ha escrito muchísimo sobre ese enfrentamiento que Ford plantea entre la leyenda y la realidad, que queda claramente enunciado cuando al final de la película, tras conocer la realidad, el periodista preguntón (Carleton Young) --mal sucesor del borrachín honesto que fundó el “Shinbone Star” (Edmond O’Brien), que prefirió imprimir la realidad sobre Valance y sus maldades, aún a costa de una brutal paliza-- decide que al pueblo hay que darle el mito y olvidar la realidad. “Esto es el oeste, y cuando los hechos se convierten en leyenda no es bueno imprimirlos”, asegura, en una conclusión que en demasiadas ocasiones ha sido considerada, a mi entender equivocadamente, como el pensamiento del propio Ford sobre el tema.

Ya en “Ford Apache” (1948), otra revisión de la historia, Ford había cerrado la película con una reflexión similar. También en este caso el mito surge de una superchería histórica. Al acabar el film han transcurrido varios años desde la inútil derrota antes los indios del ejercito comandado por el teniente coronel Owen Thursday (Henry Fonda), que se ha convertido en un héroe popular cuando en realidad se trata de un personaje valiente, sí, pero también ordenancista y dogmático cuyas torpezas han desatado la guerra de la que ha terminado siendo víctima. Ante la admiración que unos periodistas de visita en el Fuerte muestran ante el retrato de Thursday, “un ídolo para todos los colegiales de América”, le considera uno de ellos, el capitán Kirby York (John Wayne), que ha sido testigo y oponente de las equivocadas acciones de su superior, asiente, “están ustedes en lo cierto”, aunque remata su juicio con una ambigua, y por ello clarificadora valoración de su superior caído en combate: “Ningún hombre de este regimiento murió más valientemente, ni a ninguno se le concedieron tantos honores”.

Estos finales, tanto de “El hombre que mató a Liberty Valance” como de “Ford Apache” han sido considerados como un apoyo a la idea de la prevalencia del mito sobre la realidad y de la necesidad de los héroes en la construcción de la identidad nacional, en este caso de Estados Unidos. Incluso el mismo Ford se expresó en este sentido en la respuesta que dio a Peter Bogdanovich cuando le planteó la cuestión a propósito de “Ford Apache”: “Creo que es bueno para el país. Hemos tenido a mucha gente que se decía eran grandes héroes, y se sabe perfectamente que no lo fueron. Pero al país le conviene tener héroes”.

Con todos estos datos, la cuestión parecería estar dilucidada con claridad meridiana, si no fuera por el matiz sustancial de que una película, como cualquier otra obra de arte, puede comunicar al espectador cosas que no están específicamente enunciadas por sus creadores y cuyo sentido más profundo no está necesariamente en lo que textualmente dicen los personajes. Tanto un film como otro acaban haciendo justo lo contrario de lo que proclaman los respectivos periodistas[1], e incluso de lo argumentado públicamente por el director. No sólo es que “Ford Apache” y “El hombre que mató a Liberty Valance” no alimentan el mito, sino que lo destruyen, lo destripan y de sus entrañas abiertas extraen la realidad para ponerla a la vista de todos cuantos quieran verla.




Pero con tanto devaneo histórico nos hemos alejado del objetivo confeso de estas líneas, las mujeres en el cine de John Ford, hasta el punto de que no hay manera de volver a él que no sea brusca.

Me llama la atención que jugando el papel que juega la historia de amor en “Liberty Valance”, sin la cual no podría conjugarse la metáfora histórica, y considerando la importancia central de la mujer que la protagoniza, motor de toda la acción, como veremos, se le haya prestado tan poca atención en los análisis sobre la película, e incluso en su publicidad. Tan poca, que Vera Miles no aparece representada en prácticamente ninguno de los carteles anunciadores de la película, en los que prima la escena del duelo y en los que únicamente se reproducen las figuras de los protagonistas masculinos.

Ciertamente, la peculiar anécdota de amor triangular de la película (Doniphon-Hallie-Stoddard) no tiene la intensidad ni el protagonismo de las más desarrolladas de “El hombre tranquilo” o, incluso, “La taberna del irlandés”. No hay en ella tensión ni conflicto entre los sexos, ni contiene alusión específica a la relación masculino-femenino; sencillamente trata de una mujer está prometida a un hombre, llega otro y se casa con él, ignorando al primero. Esta aparente simpleza argumental encierra, no obstante, tanto uno de los amores más conmovedores de la historia del cine, por muy colateral y subterráneo que parezca, y un par de contribuciones significativas a la metáfora histórica de la película.

Esos momentos conmovedores hay que encontrarlos en la pasión y la intensidad autodestructiva del amor que Doniphon siente por Hallie, y en la manera en que renuncia a él. Cuando Tom accede a la petición de su amada de matar a Valance en lugar de Stoddard, salvando así al abogado para que pueda casarse con Hallie, el vaquero valiente y honrado, que nada a contrahistoria, suicida su propio amor a favor de la felicidad de la amada, y, a un tiempo, suicida también su propio ser histórico, facilitando la llegada de la civilización que acabará indefectiblemente con todo lo que constituye ese mundo fronterizo en el que nace la película, sus maldades pero también sus valores, que forman el universo que da sentido a la existencia de Doniphon y fuera del cual no tiene acomodo. 

Hasta la secuencia final de la película, ya acabado el flash-back, no sabemos que Hallie, que ha cumplido todas sus ambiciones y deseos en el matrimonio con Stoddard, de quien en verdad estaba enamorada era del hombre al que abandonó. Con la honestidad artística habitual de Ford, y con su aversión al exhibicionismo sentimental, el director no permite que los espectadores se enteren de los verdaderos sentimientos de la esposa antes de que los conozca el marido. Por eso nos los descubre al mismo tiempo en un único plano estremecedor: Stoddard sale del cuarto en el que espera el entierro el cadáver de Doniphon, y antes de cerrar la puerta descubre sobre al ataúd la modesta flor de cactus que ha colocado Hallie. Nosotros y él sabemos desde hace más de una hora (bueno, él desde hace unos treinta años) que esa flor de cactus es, ante todo, el símbolo del amor de Tom, pero también de la pobreza y el primitivismo de un territorio y unas vidas que el matrimonio ha contribuido a convertir en progreso y civilización y que ahora, todo concluido, añoran. No es extraño que Ford considerara a Doniphon el verdadero protagonista de la película. Él es el único personaje con verdadera profundidad dramática, el único que sufre y siente, expresión de un profundo conflicto íntimo, moral y social que, como en otros trabajos del director (ya lo veremos con algún detalle cuando lleguemos a “Siete mujeres”), sólo se resuelve con la autoinmolación.

En la galería de mujeres fordianas de las que venimos hablando, Hallie Stoddard ocupa un lugar singular. No es ni una de las madres protectora ni una de las putas buenas que pueblan sus primeras películas, ni vive la relación con los hombres como un enfrentamiento, a la manera de la que hemos visto ya. Aunque coincide con Mary Kate Danaher (“El hombre Tranquilo”),  Eloise Kelly (“Mogambo”) o Elizabeth Allen (“La taberna del irlandés”) en ser una persona decidida, inteligente y con las ideas muy claras sobre lo que quiere en la vida, Hallie no se plantea conseguirlo a través del enfrentamiento de sexos, sino de la colaboración y la influencia, lo que no impide, sino que fortalece, que su significación en la historia resulte fundamental.

Situada en medio de dos hombres valerosos y honestos, históricos, es ella, no obstante, quien, convertida en el motor de todo cuanto sucede hace avanzar la película, no sólo argumentalmente, sino también en la interpretación sobre el sentido de la historia a que da lugar el filme.

Cuando Stoddard llega al territorio mítico y aún salvaje de Shinbone y es recibido por la paliza que le propina Valance, quien le ofrece cobijo y apoyo es, precisamente, Hallie, que desde el primer momento aparece como quien realmente dirige ese microcosmos particular que representa, dentro del más amplio cosmos del pueblo en su conjunto, la cocina del restaurante de los Ericson[2]. Ella le cura las heridas, ella le da de comer y ella busca acomodo para él y sus textos de leyes; símbolos, el abogado los libros, de la civilización emergente. También es Hallie quien primero verbaliza el deseo civilizador. “Un día si se construye una presa en el río tendremos agua y toda clase de flores”, responde cuando Stoddad le pregunta, ante la modesta y hermosísima flor de cactus que Doniphon le ha regalado como muestra de su amor, si alguna vez ha visto una rosa, estableciendo así la utopía transformadora de convertir el desierto en un jardín sobre la que amargamente se interrogará al final de la película. Por último, en un tercer paso decisivo del argumento y la metáfora, será ella quien convenza a Doniphon de salvar a Stoddar en su duelo con Valance, al que mata en lugar del abogado, haciendo posible así su posterior carrera política, el progreso del territorio consecuencia de ella y la realización del sueño de Hallie. 


Concluyendo. Si aceptamos que “El hombre que mató a Liberty Valance” es una metáfora sobre la historia y sus cambios, en lo que hay amplio consenso entre críticos, biógrafos e historiadores, la figura de Hallie no puede interpretarse sino como una reflexión sobre el papel jugado por las mujeres en esa evolución. Ford no coloca aquí a la mujer frente al hombre, o ante el hombre o con el hombre, ni se pregunta sobre sus relaciones mutuas y los conflictos íntimos y de poder que en ellas se disputan, sino que trata de indagar sobre la mujer situada en el centro de la Historia, con mayúscula, y en sus relaciones con el Poder, también en mayúscula. Una Historia que aparentemente construyen los hombres, que detentan el Poder, pero que no sería posible sin las mujeres, más allá del papel que habitualmente les había atribuido el director como aglutinadoras de la familia, vino a decir el director. Se trata, parece evidente, del mismo papel expresado por ese viejo y tópico concepto de que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer; una verdad oculta, como lo está la realidad tras el mito, que el viejo tuerto también saca a la luz, colocando a la esposa en primer plano.



El hombre que mató a Liberty Valance. Descargar o ver



[1] Merece la pena llamar la atención sobre el papel fundamental que Ford otorga a la prensa en la creación y consolidación del mito.

[2] Tal vez merezca la pena recordar a pie de página qué gentes son las que pueblan ese universo entre fogones para comprender la visión de Ford sobre la construcciones de Estados Unidos y quiénes lo hicieron posible. Allí están el escéptico Doniphon y el visionario Stoddard, ambos “americanos” de derecho, pero también la familia inmigrantes suecos que forman Hallie y sus padres (John Qualen y Jeannette Dolan), el negro Pompey, un Woody Strode, que ya le había servido a Ford la representación de la dignidad afroamericana en “El sargento negro”) y que aquí es el servidor-amigo-protector de Doniphon, y el incalificable sheriff Appeleyard encarnado por Andy Devine, que de conductor de diligencias ha pasado a defensor de la ley y a cabeza de una familia mixta anglo-mexicana. Una América mestiza y multirracial en la que si unos han llegado hoy y otros ayer, los que lo hicieron anteriormente no dejan de ser inmigrantes pioneros. Faltan los indios, pero esa es otra historia en la que profundizaría pasados dos años con “El gran combate).







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