martes, 17 de noviembre de 2015

SAUL BASS. Un maestro del cine

Saul Bass, un maestro del cine
(1) De cómo convertir en arte los títulos de crédito de las películas











Soy de los que piensan, en contra de lo que parece ser la moda del momento, que el diseño, la alta costura, la publicidad o la zapatería, por poner ejemplos variados, no son formas creativas artísticas, por mucho que algunos de los que trabajan o han trabajado en esos oficios sí sean auténticos artistas de creatividad indudable como queda patente en sus obras. No es sectarismo estético, no se crea. También considero que entre quienes practican artes supuestamente nobles, diseñan novelas, pintan películas o construyen cuadros los hay con talentos creativos similares a los de cualquier vendedor de seguros o experto en sondeos electorales. Entiendo que el arte, en cualquiera de sus variantes, nobles o aplicadas, tiene  que ver sobre todo con el talento creador del artista, y no tanto con las fórmulas, artísticas o artesanas, con las que trabaja.

Saul Bass (1920/1996) fue un artista que diseñó carteles o logos y organizó campañas promocionales y corporativas que le otorgaron un lugar destacado en el terreno del diseño publicitario. No obstante, lo esencial de su talento artístico se encuentra en las más de 50 secuencias introductorias que realizó para otras tantas películas con las que revolucionó el concepto de los títulos de crédito cinematográficos, a los que trasladó del territorio simplemente informativo al de la creación artística. Son estas breves películas, introductorias de otras películas, entiendo yo, las que le convierten en un maestro del cine y a ellas vamos a dedicar estas líneas, por mucho que similares cualidades a las que se aprecian en sus títulos de crédito puedan también encontrarse en sus trabajos de diseño gráfico. Capítulo aparte merecerá su trabajo como director de sus propias películas, terreno en el que cuenta con una obra breve, pero significativa.

Saul Bass no vivió una vida aventurera, ni participó en ningún acontecimiento histórico relevante, ni sufrió mayores penurias o conflictos en la apacible y prospera existencia de que aparentemente disfrutó. Especialmente desde que a mediados de los cincuenta creó su propia empresa, con la que negoció no sólo sus trabajos cinematográficos, sino, sobre todo, su trabajo en el diseñador publicitario y corporativo, terreno en el que creó logos corporativos de empresas como Exxon, Bell Telephone, AT&T, Geffen Records o el de las Girl Scouts de Estados Unidos. Obras tal vez mínimas, pero que, aparte de producirle pingues beneficios, pasaron a la historia del diseño gráfico contemporáneo y ya en 1965 le merecieron ser nombrado Diseñador Real Para la Industria por la Royal Society of Arts de Londres. 

Lo demás fueron sus películas, las que hizo para otros y las pocas que el mismo dirigió, una de las cuales, el soberbio e inclasificable cortometraje “Why man creates?” (“¿Por qué crea el hombre?”, 1968), la valió el Oscar de Hollywood al mejor corto documental. Habrá que hablar más de ello, porque se trata de mucho más que un corto documental, y constituye tal vez la obra maestra de un maestro.

Hijo de judíos rusos, inmigrantes de clase obrera, había nacido en 1920 en el Bronx neoyorkino. Dada la falta de recursos familiares, Bass tuvo que aprender a buscarse la vida desde la adolescencia, lo que le impidió realizar estudios académicos, si bien los sustituyó por clases nocturnas y cursos especializados que le permitieran cimentar y desarrollar su muy temprana vocación artística, acumulando una carga de conocimientos e influencias que quedaría patentes en su obra posterior. A los 16 años, y mientras trabajaba a media jornada como aprendiz en el departamento de arte de las oficinas neoyorkinas de la Warner Bross, se matriculó en la Arts Students League de Nueva York, donde estudió durante tres años y donde debió tener acceso a las corrientes más vanguardistas del arte contemporáneo que tanto le marcaron.

Sin embargo, la influencia creativa determinante de Saul Bass debió llegarle con el conocimiento en 1944 del diseñador, pintor, educador y teórico húngaro György Kepes, quien, como tantos otros intelectuales europeos, había emigrado a Estados Unidos impelido por el nazismo y en aquel momento era profesor de la Nueva Bauhaus, la escuela de diseño que intentaba proseguir en América la labor del grupo alemán de igual nombre, creado por Walter Gropius en 1919 y cuya influencia sobre el diseño en particular y el arte en general del siglo XX es incuestionable.

De György Kepes debió sacar el joven neoyorkino, que estudió con él dos años, su afición a la claridad estética y conceptual, a la limpieza de la línea, el circulo y las figuras geométricas que utilizó a menudo, a los juegos cromáticos como provocadores de emociones, al collage y la metáfora visual, y, sobre todo, a su constante búsqueda de la esencialidad de las imágenes, características todas ellas que constituyen el ADN estético de Saul Bass.  

Los expertos en nuestro artista, que los hay, y numerosos, destacan unánimemente la herencia recibida por Saúl Bass de las vanguardias europeas de entreguerras, probablemente el periodo de la historia de la cultura de mayor efervescencia creativa e intelectual desde los ya lejanos tiempos del Renacimiento. La profesora de la Universidad de Extremadura Ana María Gómez Llorente incluyó en su muy documentado trabajo Saul Bass y la introducción del arte europeo en el diseño gráfico norteamericano algunas imágenes comparativas de esta relación, que añadidas a alguna otra de cosecha propia voy repartiendo entre líneas. Como se verá, las referencias culturales que evoca la obra de Saul Bass son numerosas y todas ellas se inscriben en el mismo ámbito artístico.

Por sus títulos de crédito, y en algunos casos más claramente en su breve obra como director, pasan, como en un documental histórico en el que todo estuviera mezclado, el conjunto de los lenguajes creativos aportados por las vanguardias de los años 20 y 30 al arte contemporáneo. Ahí están, desde la abstracción, geométrica o no, al surrealismo; desde el rastro de Duchamp en el significado que Bass otorgaba a la imagen de los objetos cotidianos (habría que echar un vistazo a la secuencia de las bolas de ping pong en su oscarizado corto “Why man creates?”), hasta la huella dadá en los juegos de metáforas visuales o el sentido del humor sutil y ácido que destilan los irónicos dibujos animados de “Around the World in Eighty Days” (“La vuelta al mundo en ochenta días”. Michale Anderson/Michael Todd.1956) o los muy destructivos de “It's a Mad, Mad, Mad, Mad World” (“El mundo está loco, loco, loco”. Stanley Kramer 1963). 

En su libro sobre Saul Bass, las diseñadoras Ainhoa Fernández y María Ángeles Domínguez hacen hincapié en las raíces cinematográficas de su trabajo y vuelven otra vez al mismo redil artístico, como no podía ser de otra manera. Si Bass tenía del arte de vanguardia el profundo conocimiento que avala sus estudios previos, es de suponer que, interesado por el cine, no desconociera lo que habían hecho los cineastas de aquella generación luminosa y conflictiva que había adelantado técnicas y lenguajes que él aplicaría con profusión en su obra.

No sabemos de sus gustos cinematográficos concretos ni de las películas que le gustaron o le llamaron la atención en su época formativa, pero a tenor de lo que hizo posteriormente bien nos lo podemos imaginar contemplando con sorpresa las películas abstractas que el alemán Walter Ruttmann había realizado en la década de los veinte. O boquiabierto antes los collages y los montajes (que él tan bien utilizaría en la secuencia de la ducha de “Psicosis”, de la que hablaremos) de aquellos films del cine mudo de Man Ray, el primer Rene Clair o Germaine Dulac. O empequeñecido bajo las imágenes de “Metrópolis” (Frizt Lang, 1927) o “El gabinete del doctor Caligari” (Robert Wiene, 1920), que tuvieron gran éxito cuando se estrenaron en Estados Unidos.

Con las fotos comparativas que reproduzco aquí no se trata, lógicamente, de intentar demostrar una influencia directa entre las imágenes de referencia, pictóricas o cinematográficas, y las correspondientes de Saul Bass, que sería un juego demasiado fácil y supondría tanto como acusar de plagio al americano, sino de dejar patente el nutrido archivo de imágenes y técnicas almacenadas por Bass en su cerebro, y constatar, una vez más, que ante problemas creativos similares, cada artista mete mano en su armario y saca de él, como por arte de magia, la letra del abecedario que necesita escribir la frase que anda buscando.

La gran aportación de Saul Bass, lo que a mi entender le convierte en un artista, es que supo incorporar toda esta serie de códigos y lenguajes de las vanguardias europeas de entreguerras a un género cinematográfico nuevo que él de alguna manera inventó: el de los títulos de crédito no meramente informativos, sino concebidos como piezas propias, complementarias pero aislables del conjunto de la película, con pretensiones estéticas personales y un estilo artístico definible.

En el texto indicado de Ana María Gómez Llorente se realiza una buena descripción de ese estilo formal de Bass, lo que me ahorra palabras innecesarias:

“Su estilo se caracteriza por una extraordinaria capacidad para analizar y sintetizar, extrayendo una frase o una imagen que encierra toda la esencia del mensaje a transmitir. Sólo un genio sería capaz de resumir gran parte de la historia de la humanidad en apenas cinco minutos o transmitir la inquietante tristeza de la desaparición de una niña a través del vacío dejado por la silueta de una figura infantil desgarrándose en un papel, como sucede en los créditos de “Bunny Lake is missing” (“El rapto de Bunny Lake”, Otto Preminger, 1965). Este estilo propio parte de una estética basada en el uso de una gama de colores planos, usualmente limitada a la combinación de los colores rojo, negro y blanco en distintas variaciones. En cuanto a las formas, sobresale una marcada tendencia a la simplificación de elementos basada en el citado principio de sintetizar y simbolizar con el habitual uso de formas geométricas sencillas y muy expresivas. La apariencia artesanal y manual es otra característica casi siempre presente en los diseños de Bass, conseguida a base de la utilización de diversos recursos como las figuras de apariencia recortada que evocan en ocasiones la técnica del collage, así como el uso de tipografías y signos de trazos irregulares”

Detengamos en esa capacidad de Saúl Bass para el análisis y la síntesis que destaca la autora, porque pienso que es la virtud que mejor define su obra y la que da sentido y significado a los lenguajes que utilizó. La principal aportación de Bass, que además de diseñar los títulos de crédito produjo, dirigió y montó las secuencias correspondientes, incluidos los planos de acción real, fue concebir las secuencias iniciales de  cada película con la que se enfrentaba no como una simple ilustración o resumen del argumento, lo que ya hubiera sido un avance, sino como una interpretación personal, una especie de versión fílmica libre de las propias películas a las que servía, en la que el intento consistía en expresar su sentido dramático más profundo a través, normalmente, de metáforas visuales. Esa doble capacidad para definir a través de la mezcla de lenguajes un estilo personal e identificable y para expresar con ellos la esencialidad de cada filme es tal vez lo que mejor define el trabajo de Saul Bass. “Simbolizar y resumir”, había definido él mismo su función en alguna entrevista, y también había señalado: “El diseño consiste en hacer visible el pensamiento”.

Steven Spielberg era un admirador de Saul Bass desde antiguo. Ya en 1968 había sido, al parecer, uno de los camarógrafos, no acreditado, de “Why man creates?”,  y en 1993 le había pedido el cartel para “La lista de Schindler”, que realizó pero que la productora acabó rechazando. A la dureza de la imagen del trabajo de Bass, que destacaba la tragedia de los campos nazis, se prefirió resaltar la faceta solidaria y esperanzada de la película a través de las dos manos entrelazadas que finalmente se impusieron; utilizando, eso sí, los mismos elementos formales. Desde la comparación de ambos carteles se pueden contemplar dos películas distintas. Una sobre la crueldad de los nazis, otra sobre la generosidad de un nazi, que son análisis diferentes de la misma historia. Ahí debió haber un desencuentro, pero la admiración de Spielberg por Bass debió seguir intacta, porque en 2001 encargó a los franceses Olivier Kuntzel y Florence Deygas unos títulos de crédito para “Atrápame si puedes” (“Catch Me If You Can”) que parecen salidos de la mente del maestro, bien que, a mi entender, sin su poderosa fuerza metafórica.

Sea como sea, basta de digresiones. Todo esto viene a cuento de que en 1996, a la muerte de Saul Bass, Spielberg le dedicó un obituario en el que, aparte de mostrarle la admiración y el respeto debidos, enunciaba, tal vez por primera vez, la justa valoración del artista fallecido, que sintetizaba, pienso yo, el sentir general de la profesión:

“Saul Bass no era sólo un artista que contribuyó a los primeros minutos de algunas de las mejores películas de la historia; en mi opinión, su obra lo califica como uno de los mejores cineastas de este o cualquier otro momento.”



De cómo Otto Preminger le encargó a Saul Bass los títulos de “El hombre del brazo de oro” y nació un nuevo género cinematográfico

En 1954 Saul Bass era un diseñador gráfico de 34 años que comenzaba a abrirse camino en Hollywood, a donde se había trasladado en 1944 y en donde hacía dos años que había abierto su propio estudio. Ese mismo año empezó a trabajar como ayudante con Elaina Makatura (Elaine Bass para la historia), una joven neoyorkina de origen húngaro que ya de niña se entretenía en dibujar historietas para las amistades del vecindario y que había sido cantante profesional, con la que se casó en 1961 y que se convertiría en su principal colaboradora, sobre todo en labores de producción, pero también de diseño y dirección.

Otto Preminger, en cambio, era un director en la cima de su carrera, en la que ya contaba con grandes éxitos como “Laura” (1944), “¿Ángel o demonio?” (1945) o “Cara de ángel” (1952), sendas joyas del cine negro. En ese momento estaba dispuesto a intentar romper los estrechos límites de los códigos censores abordando temas más ambiciosos, adultos y conflictivos. Encontró el argumento que buscaba nada más y nada menos que en la ópera “Carmen”, con música de Georges Bizet y libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac (aunque las canciones de la película lleven letras, algo cursis, de Oscar Hammerstein Jr.), basado en la novela homónima de Prosper Mérimée, que su vez estuvo inspirada en el poema “Los gitanos”, de  Aleksandr Pushkin. Ahí es nada, no se puede decir que no se fuera lejos a buscarlo. Pensando, tal vez, que algo faltaba para darle a la película el tono atrevido y hasta provocador que pretendía, Preminger trasladó la historia de la España ocupada por las tropas de Napoleón a los Estados Unidos durante la segunda guerra mundial, y, lo que resultaba más atrevido y provocador, la hizo interpretar por actores negros, aunque poco (Dorothy Dandridge y Harry Belafonte). La tituló “Carmen Jones” y le encargó los títulos de crédito a Saul Bass, que dio con ellos su primer paso en el cine.

Aunque todavía fueran un ensayo de lo que vendría después, Bass encontró para los títulos de “Carmen Jonesuna imagen de una poderosa fuerza icónica y metafórica, una llama en la que se inserta la silueta de una rosa sobre las que van apareciendo los nombres del reparto y demás. Esa llama fue la primera de las muchas que luego utilizaría con frecuencia Saul Bass, que las convirtió en uno de sus símbolos preferidos; siempre, como veremos, con significados distintos, según la película o el tema al que lo aplicara. En este caso, quienes lo han analizado han visto en el fuego, fundamentalmente, una metáfora sobre la pasión. La llama de cuyo interior nace el amor que representa la flor. Es una interpretación plausible, aunque personalmente me parece que la imagen de Bass está cargada de ambigüedad, pues si bien la rosa permanece en todo momento en el seno de la llama, también parece dar la impresión de que en cualquier momento el fuego puede incendiar la flor y destruirla, lo que retrata a la perfección la esencia de la película; una historia de amor y pasión, cierto, pero también, no se olvide, de tragedia y muerte.

Ya en aquella primera obra de Saul Bass quedaba patente, aún como germen, la concepción de los títulos que crédito que marcaría toda su obra. Así lo contó en la revista “Film Quarterly” en una entrevista con Pamela Haskins publicada tras su muerte en 1996:

"Mis ideas iniciales acerca de lo que un título puede hacer eran establecer el estado de ánimo y el núcleo subyacente principal de la historia de la película, para expresar esa historia de alguna manera metafórica. Vi el título como una forma de condicionamiento de la audiencia, por el que cuando la película comenzara en realidad, los espectadores ya tuvieran una resonancia emocional con ella.”

Las ideas de Bass debieron gustarle a Preminger, porque le encargó no sólo los títulos y el cartel, sino también el conjunto de la imagen y la campaña publicitaria de su siguiente producción. En el minuto y veintidós segundos que duran los títulos de crédito de “El hombre del brazo de oro” (1955), Saul Bass transformó por completo el concepto existente hasta entonces sobre esas secuencias iniciales de las películas. En primer lugar, en el terreno técnico, al usar por primera vez las luego llamadas motión graphics, es decir, diseños visuales no narrativos y sin base figurativa que cambian con el tiempo, que nunca se habían utilizado antes en el cine industrial, aunque desde los años 20 hubieran estado presentes en los cortos experimentales y de vanguardia de cineastas como Oskar Fischinger ("An Optical Poem", 1938), Walter Ruttmann ("Lichtspiel Opus II", 1922) o Hans Richter, que habían realizado varios cortos con formas geométricas movidas al ritmo de la música. Uno de las obras del último de ellos, “Rhythmus21” (1921), bien podría haber constituido, de haberlo conocido Bass, un claro inspirador de lo que hizo en “El hombre del brazo de oro

Sin embargo, si bien la innovación de lenguaje aportada por Bass con las motión graphics es importante, lo es mucho más, a mi entender, la capacidad metafórica que logra alcanzar con él, y que suele estar ausente en las obras de los cineastas que pudieran servirle de modelo. A diferencia de lo realizado por otros creadores de vanguardia en el terreno de la abstracción geométrica cinematográfica, que no suele tener otra significación que la formal ni otra ambición que las estéticas, el trabajo de Bass debía ser, obligatoriamente, referencia directa y prólogo de una película argumental, con tema, lo que condicionaba a dotar de significado a la abstracción de la pieza a través de la metáfora visual, necesariamente entrada en el conflicto esencial de la película. Probablemente constituyera una limitación, pero ese condicionante de la utilidad de su obra debió ser un desafío artístico de primera magnitud, que le condujo al rigor analítico y sintético que singulariza su trabajo.

La historia de “El hombre del brazo de oro” es conocida, pues se trata de una película que motivó un gran escándalo en su momento y consiguió un gran éxito, a pesar de (o gracias a) los duros enfrentamientos públicos que Preminger debió mantener con la censura para sacarla adelante. El tema, extraído de una dura novela de Nelson Algren, puede resumirse, dejando aparte otras peripecias, en la lucha de un ex heroinómano rehabilitado en la cárcel, el croupier y músico de jazz que interpreta magníficamente Frank Sinatra, por no recaer en la adicción; combate infructuoso que provoca el drama de final incierto. En ese sustrato último del film se sumergió Bass para ponerle unos títulos de crédito que respondieran a su propia y personal opción estética renovadora.

El fondo es siempre negro. En la pantalla van surgiendo alargadas franjas blancas (sugerencia de agujas, o jeringuillas, han escrito), que avanzan, se retiran, se enfrentan, se juntan y se cruzan al ritmo del excelente tema musical de jazz compuesto por Elmer Bernstein, creando un estado de amenaza y ansiedad evidentes. Entre ellas van sucediéndose, sin alharacas, los nombres correspondientes. Solo al final, al anunciarse el director, la abstracción se concreta y surge en la pantalla un brazo y una mano brutalmente deformadas, en una especie expresionismo cubista que es lo que llevó a la experta citada hasta la mano la mano del “Guernica” picassiano que se ha reproducido más arriba.


"El hombre de brazo de oro"


Tal era la confianza de Bass en su trabajo y la importancia que le otorgaba, que en las latas con la película que se enviaron a los cines pegó una nota dirigida a los proyeccionistas en la que les indicaba que abrieran el telón, que entonces solía haber en todas las salas, antes de empezar a proyectar los títulos. Hay que tener en cuenta que en aquellos momentos los títulos habituales se limitaban a una sucesión de nombres más o menos adornados, y que los espectadores aprovechaban esos minutos para acabar de sentarse o, como decía en aquella ocasión el propio Bass, para “comer palomitas”, por lo que los proyeccionistas no se molestaban en correr las cortinas hasta que  no iba a empezar de verdad la película. La llegada de Saul Bass cambió por completo esa consideración, y los títulos pasaron a ser no sólo una parte indispensable del films, sino a veces lo mejor de él. Una labor, además, cuya autoría fue reconocida por primera vez, que yo sepa, con la inclusión del creador de las secuencias de crédito en los títulos de la película, algo que sesenta años después resulta natural pero que entonces resultaba una absoluta novedad.

Aparte de sus valores intrínsecos, el prólogo de “El hombre del brazo de oro” constituía todo un manifiesto sobre el arte cinematográfico de la época y sus pretensiones. En su abstracción metafórica, Bass venía a proclamar, de acuerdo con el tema de la película y las propias intenciones de Preminger, que lo que se iba a ver a continuación era una producción compleja y adulta, dirigida a públicos más sofisticados que los habituales entonces y que planteaba temas más realistas y conflictivos que los films del momento. Eran unos títulos de crédito que  exigían del espectador un mayor grado de atención y concentración del habitual, estableciendo así una nueva relación entre el film y su público. ¡Ojo, que lo que sigue es algo serio! parece que venía a anunciar aquellas rayas blancas sobre fondo negro.

La complicidad entre Saul Bass y Otto Preminger fue intensa en los años sucesivos, y juntos colaboraron en cerca de una veintena de títulos en los que nuestro artista elaboró algunas de sus mejores cintas, con hallazgos expresivos de primera línea. El péndulo (otra vez el círculo y la línea), que marca el tiempo que le falta a Juana de Arco para acabar en la hoguera, balanceándose entre el heroísmo y la herejía, en “Santa Juana” (“Saint Joan”, 1957). La inquietante mano que en “El rapto de Bunny Lake” (1965) va rasgando un papel negro, bajo el que están escritos los créditos, hasta llegar a la sensación de soledad e indefensión que provoca el silueteado vacio de la niña secuestrada. La matissiana silueta femenina de “Extraña amistad” (“Such good friends”, 1971). O la llama (siempre la llama) que utilizó en “Éxodo” (1960), una de sus obras más estilizadas e íntimas, poéticas y significativas, de la que hablaremos.

No podemos despedirnos de la colaboración de Bass con Preminger sin referirnos a los extraordinarios títulos de “Anatomía de un asesinato” (“Anatomy of a Murder”,1959), deudores directos del brazo final de los de “El hombre del brazo de oro”, y un hito en el género. La construcción y deconstrucción de la grotesca silueta dibujada de un cuerpo desmembrado, con música esta vez de Duke Ellington, introduce al espectador en la intensidad dramática necesaria como para afrontar el crudo y confuso drama judicial de violación y asesinato que llega a continuación.

"Anatomía de un asesinato"




Bass y Hitchcock. El caso del director susceptible

La otra colaboración relevante entre Saul Bass y un director concreto fue la que mantuvo con Alfred Hitchcock, que aunque sólo se produjo en tres películas dio lugar a otras tantas obras maestras. De ambos.

El encuentro tuvo lugar en 1958, en “Vértigo”. Hasta ese momento los títulos de crédito que Hitchcock había utilizado en sus películas, pese a una progresiva modernización, no habían salido del convencional territorio de la información. Véanse, si se duda de mi criterio, los correspondientes a “Rebeca” (1940), “Sospecha” (1941) o los de la, por otra parte, muy arriesgada  “La soga” (“The rope”, 1948), hasta llegar incluso a los de su inmediato anterior film, “Falso culpable” (1956). Con “Vértigo”, Saul Bass dio un vuelco completo a las introducciones de las películas del director británico, aunque tras su colaboración Hitchcock volviera a los créditos ilustrativos, aunque siempre adecuados, hasta el final de su carrera (“Frenzy”, 1972).

Abre “Vértigo” un primerísimo plano de un misterioso rostro femenino que cada vez se aproxima más al ojo y el círculo de la pupila. De él surge una espiral en movimiento que metaforiza tanto el título de la película como su contenido, que no sólo se refiere al mal de altura que sufre el protagonista, sino, también, a la profunda sima de alucinación en la que cae a lo largo de su aventura de dobles personalidades.

"Vértigo"


Hitchcock debió ver en el trabajo de su colaborador perfectamente analizada y sintetizada su película, tal y como él la entendía, porque le encargó los títulos de la siguiente, “Con la muerte en los talones” ("North by northwest"1959). Bass acertó de pleno una vez más. En un viaje de la abstracción a la concreción, las líneas entrecruzadas con que se abre el plano se transforman en la perspectiva de un edificio de cristal sobre el que se reflejan, distorsionadas, las imágenes del tráfico de la calle. Como en la propia película, nada es lo que parece y un camino de líneas entrecruzadas conduce a no se sabe dónde, en consonancia con el título original, "al norte por el noroeste", como expresión más justa de la desorientación del protagonista que su versión en español. Baja la cámara a la realidad para pasearla entre los coches y personas que abarrotan sus calles, para cerrar la introducción con un plano del propio Hitchcock intentando entrar en un autobús que le cierra la puerta en las narices. En ese momento ya estamos en disposición de ver la película.

"Con la muerte en los talones"


La abstracción más absoluta preside los títulos de la siguiente colaboración de los dos cineastas, la histórica “Psicosis”, realizada un año después que “Vértigo” y producida por el propio Hitchcock, que no había encontrado ningún gran estudio que la financiara. 

La película era ciertamente arriesgada. Rodada en blanco y negro, con una protagonista que moría de forma brutal a la mitad del metraje, intentaba entrar en la mente de un psicópata asesino abducido por su madre muerta, intento de interiorización psicológica que Bass reprodujo en los créditos 

Durante un minuto y cincuenta y siete segundos, Saul Bass avisaba al espectador de la confusión que anidaba en el cerebro de Norman Bates, utilizando tan sólo un simple baile de líneas al son de una inquietante música de Bernan Hermann. Franjas verticales y horizontales, blanco sobre negro, que se mueven por la pantalla, ocultando y desvelando, empujando, emboscando o troceando los créditos correspondientes.


"Psicosis"


En “Psicosis”, sin embargo, la única tarea de Bass no fue la de realizar los títulos de crédito, lo que acabaría resultando motivo de polémica, especialmente alrededor de quién parió realmente la idea para la famosa y fundamental escena del apuñalamiento de Janet Leigh. A diferencia de los dos films anteriores, en los que figuraba únicamente como diseñador de los títulos, Hitchcock también le acreditó en este como consultor artístico, función en la que dibujó el storyboard de la película, o al menos de aquellas escenas en las que se consideró necesario. Una de ellas fue la del crimen, causa del equívoco. Es una historia conocida que, ahora, al existir eso de internet, se puede comprobar al instante.

Cualquiera diría que en estos dibujos del storyboard de Bass estaba ya la esencia de lo que luego acabaría plasmado en el celuloide, una escena compleja que en sus tres minutos de duración incluyó finalmente 77 ángulos de cámara y 50 planos (hay quien al parecer los ha contado), que tardaron en rodarse siete de los 30 días en que se filmó la película. Pese a su importancia en el film, verdadero eje de la historia que se narra, o precisamente a causa de ella, Hitchcock, que no parece que fuera muy dado a pregonar crédito público a las aportaciones de sus colaborares, jamás reconoció la parte de autoría que en ella le correspondía a Saul Bass. Muy por el contrario, la ocultaba, incluso a veces con un cierto tono despectivo. En el famoso y excelente libro-entrevista que François Truffaut dedicó al director angloamericano le preguntaba directamente:

“Creo que, aparte de los títulos de crédito, Saul Bass hizo dibujos para el film, ¿no es cierto?”

A lo que el director angloamericano, que no debía pasar por una etapa de excesiva sinceridad, respondía mandando el balón a córner:

“Sólo para una escena y no pude utilizarlos. Saúl Bass debía hacer los títulos de crédito, y, como el film le interesaba, le dejé dibujar una escena, la del detective Arbogast subiendo la escalera antes de ser apuñalado.
Durante el rodaje del film, estuve acostado dos días con fiebre, y como no podía ir al estudio, dije al operador y a mi ayudante que rodaran la subida de la escalera utilizando los dibujos de Saul Bass. No se trataba del asesinato, sino únicamente de lo que le precede, la subida de la escalera.
(…) Cuando vi la proyección de la escena, me di cuenta de que aquello no servía.”

Saul Bass, por su parte, ofreció en 1994 una versión que parece destilar mayor verosimilitud y que, en cualquier caso, coincide con los dibujos que se conservan. En una charla con Billy Wilder conducida por la periodista PatKirkham explicaba a pregunta directa del austrohúngaro:

"Saul Bass. En realidad fue una situación poco habitual. Para cuando empecé a trabajar en Psicosis (1960) ya había colaborado con Hitchcock en Vertigo (1958) y en Con la muerte en los talones (1959), así que nos conocíamos bastante bien. Me dijo que había algunas escenas que eran muy importantes (escenas pivotes) y yo quería hacer algo especial. Así que me las dio para trabajar en ellas y aportar ideas. Pero cuando regresé con el storyboard para la escena de la ducha, a Hitchcock le despertó muchas dudas. Mi enfoque era muy diferente del suyo. Su punto fuerte (su gran afición) eran los planos largos y en continuidad y yo le proponía un montaje casi staccatto. No se acababa de decidir. Así que trasnoché y utilicé a la doble de cuerpo de Janet Leigh…

Billy Wilder: … y la acuchillaste.

Saul Bass: Únicamente rodé unos cientos de metros, los troceé en pequeños fragmentos, los monté y se los enseñé a Hitchcock. Le convenció y creyó que funcionaría.”


No consta que el rodaje de la famosa secuencia, sugerida y planificada por Bass, y realizada y montada por Hitchcock, tuviera alguna repercusión negativa sobre la relación entre ambos cineastas, pero fue la última vez que trabajaron juntos. Las tres películas en las que colaboraron constituyen otras tantas obras maestras; de ambos, cada cual en su dimensión y su lenguaje.

"Psicosis" Storyboard/secuencia



El cocinero en la cocina cocinando su menú

En la obra de Saul Bass, “Vertigo” y “Psicosis” son las dos últimas películas en las que utilizó la abstracción geométrica pura y dura, que  había aprendido de La Bahuaus y otras vanguardias en sus años mozos, como vehículo de sus elaboradas metáforas visuales. No obstante, los principales signos gráficos utilizados en ellas, el círculo y las líneas rectas fundamentalmente, seguirían presentes en su trabajo, bajo mil apariencias y simbologías, como una especie de sello de fábrica o de marca de estilo. Como el buen cocinero, Bass guisaba sus platos utilizando tantos ingredientes que sólo se saborean mezclados, aunque en el guiso permanezca el aroma de cada uno de ellos.

En la misma charla con Billy Wilder que ya hemos citado, Bass aludía, precisamente, a esa cuestión del estilo, que él no aceptaba tener o buscar, pese a la evidente vocación de estilo que se puede observar en su obra, a poco que se vean seguidos media docena de sus trabajos.

“En 1958 hice los créditos de “Horizontes de grandeza” para Willie Wyler y me llamó un amigo que había visto la película para decirme: «¿Sabes? No parecen para nada unos títulos de Saul Bass». Yo le pregunté: «¿Y qué demonios son unos títulos de Saul Bass?» Lo que cuenta es la película y los créditos tienen que apoyarla. Yo intento que mis secuencias tengan un tono que sea el apropiado para cada película.”

Evidentemente tenía razón, fuera verdadera o falsa la modestia que demostraba. Los títulos de crédito de las películas deben, como primera exigencia, apoyar y potenciar lo que viene después, condicionados a los intereses generales de la producción. Se trata, pues, de un arte, cuando lo es, utilitario y de encargo. Como, por otra parte, también lo es el de las películas a las que sirven esos títulos, condicionadas a su vez por las exigencias industriales y comerciales de las respectivas productoras. Jamás esa dinámica entre exigencias industriales y aspiraciones creativas impidió que los mejores artistas del cine expresaran en sus películas su talento artístico. Tampoco en el terreno de los títulos de créditos, considerados, al menos en sus mejores logros, como obras cinematográficas autónomas y complementarias, a la vez, del filme. Una de las condiciones necesarias, aunque no única, de los auténticos artistas cinematográficos, es la de trascender las limitaciones industriales introduciendo en ellas un estilo definible y reconocible; una forma personal de entender el mundo y el cine y la capacidad para contarlo en un leguaje propio e intransferible. Los nombres son tantos que no merece la pena citar ninguno, pero si destacar que sin duda el de Saul Bass figura entre ellos, siempre, claro está, en su específico territorio expresivo.

Bien se podría decir, y en eso he repetido las apreciaciones de los estudiosos, que en sus mejores logros el trabajo de Saul Bass, como creador de títulos de créditos y en si obra personal como director, tiene su origen en las vanguardias de entreguerras y anuncia lo que pronto pasaría a llamarse videoarte, al que a veces se adelanta en sus aspiraciones metafóricas y en la ausencia de intenciones estrictamente narrativas. Todo ello adaptado, eso sí, a las exigencias de la película y la industria, lo que hacía el reto aún más arriesgado. Los elementos formales de lo que yo pienso puede ser su “estilo”, se trate de la abstracción geométrica, las imágenes reales y documentales o los dibujos animados, son sin duda importantes en su obra. Constituyen los signos significativos de una personal manera de escritura gráfica, pero por si solos tal vez serían únicamente un devaneo estético inserto en las vanguardias contemporáneas. Lo que a mi entender hace trascender el estilo de Bass y le confiere una voz personal en el conjunto de las artes visuales del siglo XX es su capacidad para aplicar el principio de “analizar y sintetizar” con el que él mismo definía la función esencial de su trabajo, dando sentido concreto a sus trabajos a través de la metáfora, la narración, la sugerencia o la parodia, bien fuera a través de imágenes abstractas o reales. O combinando ambas.

Saul Bass utilizó imágenes reales, documentales o expresamente rodadas para la película, desde sus primeros trabajos. Ya lo había hecho en su segundo trabajo, “El gran cuchillo” (“The big knife”, Robert Aldrich, 1955). Aparentemente podrían pasar por unos títulos convencionales, pues sólo se trata de un primer plano del protagonista sobre el que se insertan los créditos. Sería una visión apresurada que no tiene en cuenta el atormentado rostro de Jack Palance, rodado en un extraño encuadre  en el borde inferior de la pantalla, en donde aparece como acosado por el negro del fondo, con el que se confunde, representación tal vez de la angustia que siente el protagonista de esta sórdida historia sobre Hollywood, un actor que se enfrenta al estancamiento de su carrera y el abandono de su mujer. Aunque el resultado final sea todavía un tanto primario y evidente, la introducción de “El gran cuchillo” responde al mismo intento de análisis y síntesis que con tanta brillantez había resuelto el año anterior en “El hombre del brazo de oro”. En eso se diferenciaba de los títulos meramente informativos anteriores, e incluso de esa misma época.

"El gran cuchillo"


La utilización de la imagen real en los créditos realizados por Saul Bass, tomó diferentes maneras, estructuras y significados de acuerdo a las películas correspondientes. 

Los de “Horizontes de Grandeza”, por ejemplo, a los que él mismo se ha referido más arriba y que contienen los primeros planos de imagen real que rodó el propio Bass, responden a un intento simplemente introductorio de la película que viene a continuación, un western del mayor clasicismo. Dentro de esa intención el resultado es un montaje magistral de planos muy cortos y grandes panorámicas --en el que se apaña, como siempre, para incluir sus obsesiones geométricas (las líneas que marcan los caminos o los círculos de las ruedas que avanzan)--, en los que una diligencia arrastrada por seis caballos atraviesa una gran pradera hasta llegar al poblado correspondiente. En ella llega a un mundo nuevo Gregory Peck, que aparte de vivir luego un tormentoso romance, deberá enfrentarse con las dificultades de integración en el salvaje oeste, un mundo nuevo y de costumbres desconocidas para él, un educado caballero del Este. 

Attack”, film antibelicista dirigido por Robert Aldrich en 1956, se abre con una doble secuencia. En la primera se narra, sin una sola palabra, el duro asalto de un grupo de soldados a una colina; en la segunda, su pacífica vida cotidiana. En “Donde la ciudad termina” (“Edge of the City”, primera película de Martin Ritt en 1957) es John Cassavetes el que se adentra en un territorio desconocido, los muelles de Nueva York, en los que vivirá una intenta relación de amistad interracial con Sidney Poitier.

Hasta aquí se trata de títulos de crédito que, incluso tomando en cuenta su elegante y estilizada planificación y su significado como prólogo de los filmes correspondientes, no dejan de ser obras incluidas en la normativa de la época. Sin embargo, su capacidad para llegar al fondo de las historias que prologa. “Storm center” (Daniel Tarradash, 1956), por ejemplo, es probablemente la primera fábula anti-macarthista producida por Hollywood, en la que se denuncia la historia de la represión contra una maestra que se niega a retirar de la biblioteca para niños que dirige una obra que defiende el comunismo. Bass resumió el drama en la doble imagen superpuesta de sendos primerísimos planos de las líneas horizontales de un libro abierto y los redondos ojos del niño que lo lee. Una llama final que se apodera de la pantalla acaba destruyendo a ambos.

"Storm Center"

La verdad es que si continuó dándole a más títulos de Bass esto no a terminar nunca, porque constantemente surgen nuevas relaciones y sugerencias. Viendo los de “Algo salvaje” (“Something Wild”. Jack Garfein, 1961) no puedo dejar de pensar en los que dos años antes había creado para Hirchcock en “Con la muerte en los talones”, con los que comparte estructura, planificación, imágenes y signos gráficos, aunque adelanten películas distintas, sin prácticamente metáforas visuales ni abstracción alguna estos últimos, más dramáticos y concretos, como corresponde a la cruda y realista historia de la mujer víctima de una violación que cuenta la película.

Pienso, sin embargo, que si hay una obra maestra en esta vertiente de imagen real de la obra de Saul Bass, se trata de los títulos realizados en 1962 para la película de Edward Dmytryk “La gata negra”, que en inglés llevaba el título mucho más adecuado de “Walk on the Wild Side”, que como sabemos los admiradores de Lou Reed viene a querer decir caminar por el lado salvaje de la vida, o quizás, viviendo en el filo de la navaja.

La trama se las trae. Parecería que a Bass siempre le tocaban todas las provocaciones. Un hombre, el siempre un poco tieso Laurence Harvey, busca a su antigua amada, una jovencísima y carnal Jane Fonda, para ir a encontrarla nada menos que en un burdel regido por una madame lesbiana, la a menudo fría y ambigua Capucine, que, ni que decir tiene, está enamorada de la joven. Un melodrama de toda la vida, al que Dmytriyk había introducido el atrevimiento de la ambigüedad sexual, que Bass tradujo con brillantez.

Resulta curioso que a la hora de bautizarla en castellano, lo distribuidores españoles no encontraran la inspiración en los títulos originales ni la película en sí misma, sino en la metáfora visual a la que la había traducido Bass en los créditos. En ellos, una felina, sugestiva y peligrosa gata negra recorre en un primer plano un paisaje casi hiperrealista, plagado no obstante, como no podía ser de otra manera, de referencias circulares, lineales y geométricas que ojo ciego quizás no perciba, pero que están ahí.  La gata expulsa de su camino a un gato blanco que se le cruza por medio y sigue adelante hasta fundir con la perspectiva de una carretera, don rectas que se parecen juntarse en el infinito, en la que el protagonista hace autoestop. 


"The walk on the wild side"



Una superproducción de guerra que empieza con un documental mudo


En 1963 el guionista y productor Carl Foreman dirigió su única película. Se titulaba “Los vencedores” (“The victors”) y era una superproducción, más bienintencionada que inspirada, con la que el director perseguido por el macarthismo intentaba contar los efectos producidos por el avance de las tropas aliadas liberando Europa del nazismo en las relaciones entre los liberados y los liberadores, centrándose no en los aspectos políticos o bélicos, sino en los conflictos personales e íntimos a los que se enfrentaban los múltiples coprotagonistas del film. Encargó los créditos a Saul Bass, que realizó lo que a mi entender es un ejercicio magistral de análisis y síntesis, además de un modelo a seguir cuando de contextualizar históricamente un tema se trata. A simple vista constituye un virtuoso ejercicio de cine de montaje, al que Bass ya había mostrado su afición con su participación en “Psicosis” y que conocía, al menos, desde la escalera de “El acorazado Potemkin”, pero no es sólo eso. Perdonen que me detenga en ello.

En los cuatro minutos y catorce segundos de la introducción de Bass a “Los vencedores” se ofrecen al espectador los datos históricos y políticos suficientes como para que pueda situar las peripecias posteriores de los personajes en su exacto contexto histórico, confiriendo así verosimilitud a sus peripecias personales. La pieza está dividida en dos partes. En la primera, sin palabra escrita o  hablada alguna, se ofrece un resumen de las causas que condujeron a la guerra mediante fotos, fragmentos de documentales y recortes de prensas sobre sonidos reales de la época. La sucesión de las imágenes y los momentos que representan es impecable. Se le puede dar un repaso para comprobarlo. Por orden de aparición en pantalla:

1.- Escenas documentales de las últimas batallas de la I Guerra Mundial.
2.- Recortes anunciando el final de la guerra y multitudes celebrando la victoria.
3.- Titular de prensa sobre el tratado de Versalles (1919), que supuso la capitulación de Alemania y su práctico desmantelamiento.
4.- Fotos periodísticas de políticos de entreguerras (Clemenceau, Churchill y otros hoy menos reconocibles).
5.- Fotos de una mano firmando un documento, en indudable alusión a los acuerdos de Munich de 1938, con los que las democracias occidentales intentaron apaciguar al nazismo alemán firmando un pacto de no agresión.
6.- Fotomontaje del rostro de Hitlet.
7.- Aviones volando, bombardeos, guerra.

En ese momento, Bass realiza una radical elipsis, se salta las batallas, el sufrimiento y la muerte, y con un fondo de marchas triunfales aparecen al fin los créditos sobre imágenes de las tropas victoriosas desfilando por diferentes ciudades liberadas, cuyas formaciones forman, en sí mismas, líneas rectas y perspectivas geométricas. Como curiosidad, llama la atención que entre los que desfilan figure el ejército soviético, algo que, en aquellos años tenebrosos de la guerra fría, no dejaba de ser un atrevimiento políticamente incorrecto.

Pese a la exactitud del análisis histórico que representa esta selección de imágenes y momentos, ese rigor no constituiría por sí solo sino una cronología política bien informada. Lo que convierte el corto introductorio de Saul Bass en una obra artística es, ante todo, cómo utiliza el montaje en el cortísimo tiempo disponible. No se trata únicamente de poner al espectador en antecedentes de lo que va a ocurrir en la película, que ya sería un valor, sino, ante todo, de despertar en él una receptividad emocional que le disponga para lo que viene. Y ahí entra la maestría de Bass al montar las imágenes, dándole a quien quiera y se esfuerce por verlo no sólo las fechas de una batalla, sino los motivos y causas de la guerra.  Pongamos un ejemplo, aunque fundamental: La entrada en escena de Hitler, el elemento desencadenante. 


Está en pantalla la mano firmando lo que se supone es el Pacto de Munich. Comienza a sonar un discurso de Hitler y la mano encadena con el rostro del dictador pronunciándolo. Sin duda Bass disponía de las imágenes en tiempo real de la ocasión, sin embargo decidió trocearlas en sucesivos planos congelados. La escena dura unos 12 segundos y en ella se incluyen, en un montaje vertiginoso, no menos de 30 planos o así; que los últimos van tan rápido que no he sido capaz de contarlos todos. Esta decisión de fragmentar la secuencia acelera el tiempo fílmico, en contraste con el discurso que se escucha de fondo, que sigue en tiempo real continuado; aceleración  destinada a crear en el espectador una tensión creciente que estalle con la bomba final, estableciendo en su mente una relación causa-efecto entre el nazismo y la guerra. Ni que decir tiene que este es uno de esos casos, no tan raros tratándose del trabajo de Saul Bass, en los que los títulos de crédito siguen siendo lo mejor de la película.

"The Victors" 



Echando unas risas para variar


Quien haya tenido el valor de llegar a este punto del relato bien podría ir pensando que en el trabajo de Saul Bass sólo hay obras sesudas, dramáticas y retorcidas, correspondientes al cine más moderno y trascendente que se estaba haciendo en el momento. Nada más lejos de la realidad. Por su obra, tanto en la que podríamos considerar de encargo y sobre guión ajeno como en los escasos filmes en los que escribió y dirigió, corre una sutil vena de humor irónico y corrosivo de la que sus créditos para comedias cinematográficas ofrecen sobrados ejemplos. Dadaista lo han calificado algunos.

Ese humor aparece ya en los juguetones diseños geométricos con claras referencia a Paul Klee que ideó para “La tentación vive arriba” (“The Seven Year Itch”, Billy Wilder, 1955) o en los casi tres minutos de dibujos animados protagonizados por un dinosaurio violinista con los que introdujo “Bromas con mi mujer…¡no! (“Not with My Wife, You Don't!”, 1966), la un poco tonta comedia de Norman Panama sobre la manida competencia entre dos amigos por el amor de la misma mujer.

O los muy destacados que realizó para “La cuadrilla de los once” (“Ocean's Eleven”, Lewis Milestone, 1960), moviendo por la pantalla estrictas formas geométricas,  relacionadas con el mundo del juego (cartas, dados, tragaperras…) o en alusión a los carteles luminosos de los casinos de Las Vegas, esos a los que los once vividores sin fortuna que la protagonizan les quieren robar hasta el alma. No es de extrañar que fueran conscientemente imitados, homenaje se llama, en los del remake que en 2001 dirigió Steven Soderbergh (“Ocean’s Eleven”), protagonizado por los que bien podía constituir el nuevo Rat Pack del Hollywood actual. También mantuvieron el estilo de Bass en las sucesivas secuelas, “Ocean’s Twelve” (2004) y “Ocean’s Thirteen” (2007). De bien nacidos es ser agradecidos.

En este terreno de la comedia Bass realizó dos de sus obras más talentosas, o al menos a mí me lo parecen. Se trata de los de “La vuelta al mundo en 80 días” (Around the World in Eighty Days”, Michael Anderson/Michael Todd, 1956), y “El mundo está loco, loco, loco” (“It's a Mad, Mad, Mad, Mad World”, Stanley Kramer, 1963), dos ejemplos paradigmáticos de lo que podríamos definir como comedia disparatada y monumental, tan exitosas en aquellos momentos, con repartos rutilantes de estrellas a las apenas se ve pasar. Ambas introducciones eran de larga duración para el género (6,14 minutos el primero y 4,12 el segundo) y para ellas construyó sendos cortos de dibujos animados, realizados con singular talento en las antípocas del modelo industrial dominante establecido por Disney.  

La vuelta al mundo en 80 días”, es una versión de la novela homónima de Julio Verne realizada en clave de parodia, tono que le confiere especialmente el protagonismo cantinflero de Mario Moreno “Cantinflas”, que se apodera de la película y que aún hoy en día continua siendo el mayor aliciente para seguir disfrutándola. Bass realizó un triple salto mortal y parodió la parodia. Para despedir la película, pues los créditos van al ginal, tras que el espectador haya quedado intrigado, y probablemente frustrado, porque no ha podido reconocer a todas las estrellas invitadas que han salido en él, su trabajo reproduce exactamente el recorrido y las peripecias de la película; cada episodio en su sitio justo, distinguidos unos de otros por diferentes soluciones visuales, siempre en relación con el episodio correspondiente, y que, como variaciones sobre el mismo tema, utilizan las preferencias graficas conocidas del autor. El trabajo de Bass combina aquí perfectamente el carácter meramente informativo de los créditos con un formato visual, los dibujos animados, que ironizan y parodian la ya de por sí paródica película. El público no sólo sale de la sala con una última sonrisa, sino perfectamente resumido en su mente lo que ha pasado en el film.

Contiene hallazgos notables. Por ejemplo, la sustitución de los rostros de los protagonistas por las imágenes de los objetos o condiciones humanas que los representan, todas ellas, por cierto, con referencias al círculo. El reloj, símbolo del paso del tiempo, única intriga de la película, toma en los dibujos el lugar de Phileas Phogs (David Niven), obsesionado por la exactitud y la puntualidad. La bicicleta de ruedas de distinto tamaño es Picaporte (Cantinflas), siempre en movimiento, personaje motor del film. Un hada vaporosa representa, en fin, a la virginal y apasionada princesa india que corre a cargo de una jovencísima Shirley MacLaine cubierta de velos.

En una sabia y práctica decisión, Bass cambió de norma al identificar a las numerosas estrellas invitadas de la película, con apariciones mínimas pero de las que había que presumir, pues constituían uno de los mayores reclamos de la producción. De ellos sí se muestran las caricaturas, situándolas exactamente en los episodios en los que aparecen, proponiendo así a los espectadores un último juego de reconocimiento y fijación en la memoria de la película que acaban de contemplar.

"La vuelta al mundo en 80 días"
película completa. Títulos en 2h46''28"

En “El mundo está loco, loco, loco”, Bass ironiza sobre la farsa un tanto tosca que es la película de Stanley Kramer, y a un tiempo sobre su propia obra. El cortometraje, pues de tal se trata, constituye un virtuoso ejercicio de imaginación gráfica en el que Bass juega con los dos signos básicos de su lenguaje, el círculo y la línea. 


Representado el primero en su forma de globo terráqueo, Bass introduce toda la variada gama de maneras de romperlo, trocearlo, abrirlo, cascarlo, girarlo, explotarlo y destruirlo, aunque siempre acabe recomponiéndose. Las líneas horizontales que forman la sucesión de nombres, tantos que es necesario unirlos unos a otros para que quepan, igualmente se confunden, se mezclan, se fragmentan y se reconstruyen, moteado todo ello por una nube de toscos hombrecillos recortados que corretean, se juntan, se separan, se persiguen, se meten donde no deben y al final salen por el lado izquierdo de la pantalla dejando en el camino una silueta pisoteada.

"El mundo está loco, loco, loco"




Épica y lírica para dos superproducciones sobre la historia

1960 fue un año histórico para el cine estadounidense, en el que llegaron a su fin las siniestras listas negras con las que el macartismo había perseguido a los profesionales de ideas izquierdistas y asimilables. Ese año se estrenaron dos películas en las que por fin aparecía públicamente en los créditos el nombre del guionista que las había escrito, Dalton Trumbo, que había purgado con un año de cárcel su comunismo y que durante los trece años anteriores se había visto a trabajar a bajo precio y bajo seudónimo desde su exilio mexicano, lo que no le había impedido recoger los dos Oscar que llegó a ganar. En 1953 por “Vacaciones en Roma” (William Wyler), en la que apareció como Ian McLellan Hunter, y en 1956 por “El bravo” (Irving Rapper, 1956), que firmó Robert Rich. A nadie le sorprendió que el anónimo ganador no subiera a recibir los galardones, aunque todos sabían de quien se trataba, pues el que más y el que menos estaba en el ajo.

Las películas que rompieron el maleficio aquel año de 1960 fueron “Espartaco”, producida por Kirk Douglas y dirigida por Stanley Kubrick, y “Éxodo”, producida y dirigida por Otto Preminger. A ellos cabe concederles la valentía de la decisión, a partir de la cual desaparecieron las listas negras y quienes las habían sufrido comenzaron a recuperar su profesión en Hollywood abiertamente, aunque algunas carreras quedaron prácticamente arruinadas, cual sucedió con las del actor Zero Mostel o el director Bo Bibberman.

Las dos películas comparten, además, otras características, la de ser ambas grandes superproducciones, de enorme presupuesto y repartos llenos de estrellas, que abordaban la historia, pasada o moderna, desde presupuestos abiertamente políticos de carácter progresista. También contaban las dos producciones con sendos créditos firmados por Saul Bass, quien tratándose de dos filmes con tantas similitudes ofreció interpretaciones gráficas muy distintas una y otra. Épica en un caso, lírica en otro.

La historia de ”Espartaco” es bien conocida. Se trata del nombre del esclavo tracio que entre los años 73 y 71 aC encabezó una rebelión de esclavos que acabó poniendo en jaque el poder del Imperio Romano. Howard Fast, un comunista que con el paso del tiempo acabaría siendo admirador confeso de Richard Nixon, la había convertido en novela en 1951, aportándole a la historia una interpretación de clara influencia marxista que acentuaba sus aspectos de lucha de clases y rebelión popular. Aquel escrito de su camarada es el que sirvió de base a Dalton Trumbo para el guión de la película, que acabó siendo una espectacular parábola sobre la libertad, el poder y su subversión.

La expresión que le da Saul Bass a esa historia en los 3 minutos 44 segundos de la introducción tiene un tono claramente épico, conseguido con tan sólo dos únicos elementos gráficos a los que llena de significado. Predominan los planos cortos sobre fondo neutro de diferentes partes de estatuas, que simulan clásicas, que se van fundiendo en suaves y lentos encadenados, según corresponde al tono grave de la película, y finalizan con el desmoronamiento del último de los bustos, tal vez un anuncio del fin del imperio. Para contrapesar el efecto visual, Bass fue intercalando entre ellos imágenes de textos romanos escritos sobre papiro, que marcan líneas horizontales en las que van insertando los créditos colectivos. Cuestión de fidelidad a sí mismo.

Un detalle de maestro. Para avanzar los nombres de los protagonistas, que son muchos y de lujo, todos perfectamente reconocibles por el espectador, no utilizó su rostro, al igual que había hecho ya en “La vuelta al mundo en 80 días”, sino símbolos que los representan, fragmentos de las estatuas. En este caso se trata de manos, que vienen a expresar el carácter y el papel que juega en la película cada uno de sus personajes. Espartaco (Kirk Douglas), el rebelde sublevado, es un puño cerrado. Lavinia (Jean Simmons), la esclava que ama y que le ama, una mano delicada que lleva una jarra. Antonino (Tony Curtis), el luchador-poeta al que Espartaco ama como a un hijo, extiende al aire sus dos manos abiertas. Todos ellos, es fácil verlo, símbolos claros de virtudes positivas que el autor quiere destacar. Al representar al otro bando, el de los poderosos romanos, empiezan las matizaciones. Al muy gordo, sibarita y cínico Graco (Charles Laughton), también bondadoso y justo hasta morir por ello con dignidad, le representan dos manos que se juntan. Al ladino y oportunista Batiato (Peter Ustinov), que pese a todo acaba salvando a Lavinia y al hijo de Espartaco, un áspid le sale de la mano extendida, y Julio Cesar (John Gavin), vencedor en mil batallas y también en esta, porta en la suya una espada.

Tan sólo hay un personaje de “Espartaco”, no sólo protagonista, sino fundamental, al que Bass no representó a través de su mano. Se trata del cruel, intrigante, ambicioso y despiadado Crasio (Laurence Olivier), al que, no obstante, humanizan el amor por Lavinia y su propia ambigüedad sexual. Cuando el nombre del actor y de su personaje aparece en pantalla, lo hace sobre un halcón de mármol, símbolo en diversas culturas clásicas, de la Egipcia a la Maya, de poder, superioridad y victoria, totem mítico, en la contemporaneidad, de empresarios, políticos y estrategas.

Espartaco



La solución gráfica de Bass a la historia igualmente épica y política de “Exodo” fue bien distinta a la ideada para “Espartaco”. En “Éxodo”, una llama es el único signo gráfico presente, con la única excepción de unos brazos que levantan fusiles al principio. Esa misma llama, que como creo haber indicado, constituye un elemento gráfico repetido a lo largo de toda su obra, en la que adquiere distintos significados de acuerdo al film correspondiente. En “Carmen Jones”, aparece como símbolo de la pasión, en “Storn Center” o “Casino” de destrucción, en “Phase IV”, su propio filme, de autodefensa, pero también de muerte. Teniendo en cuenta la condición de judío, y emigrante de Saúl Bass, no resulta difícil entender la profunda implicación personal y sentimental que debió sentir hacia una película que contaba la construcción del Estado de Israel. Un momento histórico que concretaba y hacía real el deseo con el que los suyos se habían venido despidiendo entre ellos desde hacía 2000 años y que él debía haber repetido, al menos de niño, en numerosas ocasiones: “al año que viene en Jerusalén”.

Con esa llama, residual hasta que al final ocupa toda la pantalla, quizás pudiera haber querido expresar la pervivencia durante esos 2.000 años del pueblo judío en la diáspora y su esperanza en el regreso, hecha al final realidad aquel 14 de mayo de 1948 en que había recalado al fin el espacio físico de sus sueños. En el fondo, y con el intercalado de la historia de amor correspondiente entre el guerrero y sexi Paul Newman, y la muy pacífica y algo sosa Eva María Saint, lo que realmente quería contar Preminguer en “Éxodo”, también él de origen judío, era esa llegada final a la tierra prometida, dándole a la película la grandiosidad y la épica que la epopeya histórica exigía. Bass lo llevó a un terreno más íntimo y lírico, expresión de un sentimiento a mi entender más personal y profundo hacia la historia.


“Éxodo”




Soluciones radicales para una película de éxito internacional

Para cerrar este breve recorrido por la obra de Saul Bass como creador de créditos cinematográficos, nada mejor que acudir a los que realizó para una de las películas de mayor éxito de la historia del cine, ganadora nada menos que de 10 Oscar en 1961. En España le pusieron el lacrimógeno título de “Amor sin Barreras”, que no encontró ningún predicamento entre los españoles, quienes, que yo recuerde, siempre la llamamos por su denominación de origen, aunque estuviera en inglés.

West side story” es una adaptación  contemporánea del “Romeo y Julieta” shakesperiano, convertido en drama musical por Leonard Bernstein y Stephen Sondheim en 1957 y trasladada al cine por Robert Wise y Jerome Robbins en 1961. En ella, Verona se convierte en el marginal West Side neoyorkino, y los capuletos y montescos aparecen reencarnados en los jóvenes miembros de los Sharks y los Jets, sendas bandas de americanos recientes. Unos recién llegados de Puerto Rico y otros hijos de los que poco antes habían llegado desde Irlanda y Europa en general. Ambos en disputa por la calle, el territorio común de su reciente americanidad. Este enfrentamiento, no ya familiar, sino social e identitario, constituye la principal aportación de la película con respecto a la obra original, confiriéndole a la historia una dimensión social, colectiva e histórica que deviene en testimonio de un momento concreto de los Estados Unidos y de su construcción como país.

Personalmente prefiero de la película el testimonio y las sugerencias sobre el conflicto colectivo, es decir, el mundo del barrio y de las bandas, incluso sus canciones, antes que la almibarada, aunque trágica, historia de amor protagonizada con la necesaria blandura por Natalie Wood, nunca tan virginal e inocente, y Richard Beymer, siempre con cara de ser uno de esos que de buenos parecen tontos. No sé si Saul Bass compartiría mi caprichoso gusto, pero el hecho es que centró su trabajo no en la historia de amor, como hicieron los distribuidores españoles en su traducción del título, sino en la ciudad, a la que convierte en el núcleo originario de todo lo que sucede en la película.

Dividido en dos partes de similar duración, que suman en total 10 minutos y que funcionan como prólogo y epílogo de la película, los créditos de “West Side story” constituyen una de las obras de Saul Bass de mayor riesgo estético, sobre todo en la primera parte, y en la que demuestra una soberbia capacidad de análisis y síntesis.

Imaginémonos la escena por un momento. Estamos en los primeros años del siglo XX en un cine de Minnesota o Guadalajara. El espectador se ha sentado en su butaca, las luces se han apagado y tras el león de la Metro, que realmente acojonaba en aquella enorme pantalla de Panavisión, se escuchan unos silbidos con la pantalla en negro. Inmediatamente comienza a sonar una suite instrumental, vibrante y brillante, que enlaza los distintos temas musicales compuestos por Bernstein. Al tiempo, el negro de la pantalla se convierte en amarillo y sobre él surge una especie de árbol de finas líneas verticales. En cinco minutos no hay nada más. La música, las líneas y el color del fondo, lo único que va variando a lo largo de la secuencia, mediante cambios bruscos o suaves encadenados, tiñendo la tela de la pantalla de rojos, azules, rosas, violetas, verdes o naranjas. No he comprobado si acaso las variaciones cromáticas responden a algún significado más o menos metafórico o concreto relacionado con el sentido de cada uno de los temas musicales y, con ellos, de la propia película, pero es más que probable, pues los artistas de verdad no suelen dar puntada sin hilo. Quienes tengan tiempo, ganas y capacidad podrían analizarlo. Aquí dejo una pregunta por si alguien siente deseos imperiosos de intentarlo: ¿Es casual que mientras suena el tema instrumental de “María” (ya se sabe, el gran tema de amor del film, el de “Maria, Maria, María, María, Todos los sonidos hermosos del mundo en una sola palabra”) la pantalla viaje del rosa, símbolo femenino, al azul, idem masculino, pasando por el violeta, mezcla de ambos y que indica, según leo por aquí de alguien que parece enterado, símbolo “de transformación al más alto nivel espiritual y mental, capaz de combatir los miedos y aportar paz”?. La introducción finaliza y las rayas verticales se funden, en un encadenado prodigioso de singular precisión, con la silueta de la isla de Manhattan y sus rascacielos. El imaginario espectador se arrellana en la butaca, ya sensitivamente dentro de la película, con el estado de ánimo necesario y la sensibilidad a flor de piel.

"West Side story" (Prólogo)


La tragedia ha terminado. Tony ha matado a Bernardo y a su vez ha muerto a manos de Chino. María ha llorado ya en la desierta cancha abrazada al cadáver de su amado y la cámara se eleva sobre la vacía cancha de baloncesto en la que ha sucedido el drama. El espectador seguramente se ha conmovido, o ha sentido algún nudo en la garganta, o incluso, si es persona sensible, ha echado unas lagrimitas que discretamente se ha enjugado con el dorso de la mano. Probablemente quiere saber quiénes le han conducido a sentirse así, tan bien y tan mal a un tiempo, de los que hasta ahora no se le ha dicho ni pío. Es la hora de soltar los títulos de crédito. 

En el epílogo de “West Side story” Bass pasa de la abstracción cromática del prólogo a una especie de minimalismo hiperrealista que destaca el detalle del fondo, no ya indefinido, sino muy concreto. De nuevo se escucha una suite que resume los temas de la película, aunque cambiando el orden y en una versión más lenta y grave. Diría que reflexiva, si no fuera ponerle demasiada imaginación a la cosa. De la visión aérea de la ciudad que representa la introducción, como hemos sabido por el encadenado que la cerraba, se pasa a la cercanía más absoluta del barrio, retratando sus paredes de cemento, ladrillos y piedra, sus vallas de tablones, sus puertas o ventanas. Aunque en aquellos años sesenta todavía no se había hecho un arte de los grafitis, los muros ya servían para dejar plasmadas en ellos las señas de identidad de la comunidad y de sus individuos, y a ello alude Bass. Las paredes, que constituyen una maraña de líneas en su propia composición, aparecen cubiertas por un bosque de palabras y letras, sobre los que se mueve y a los que se acerca la cámara, extrayendo de entre ellos los nombres de los créditos.

Como en un paréntesis metafórico, las dos partes del trabajo de Bass enmarcan la historia de la película sin inmiscuirse en ella. La introducción se desarrolla, en la representación abstracta de la ciudad vista desde las alturas, antes de que comience el drama, mientras que el epílogo transcurre cuando ya todo ha terminado en la detalla concreción del barrio. Ni en una ni en otro hay representación humana alguna, ni real ni dibujada. La mirada se centra tan sólo en el entorno, destacando así el protagonismo que en la película alcanza la propia ciudad, que no sólo es el marco en el que transcurre la acción, sino un elemento fundamental en la construcción de carácter y la identidad de los personajes y, consecuentemente, en el desencadenamiento del drama.

"West Side story" (Epilogo)



En tal solo doce años, los que van de “Carmen Jones” (1954) a “Seconds” (John Frankenheimer, 1966), Saul Bass realizó la parte fundamental de su obra como creador de créditos cinematográficos. Fueron 39 obras en total, que hoy pueden encontrarse en su gran mayoría en youtube, lo que me ha permitido escribir estas notas, y vienen a demostrar, en blanco y negro o con colorines, la calidad y validez, histórica y actual a un tiempo, de su trabajo. Baste con observar que otros diseñadores de títulos de películas posteriores, numerosos hasta formar legión, no tienen, ni de largo, una representación similar en la red.

Según sus propias declaraciones, no parece que Bass se sintiera demasiado feliz de ver cómo le surgían los discípulos como hongos y cómo los títulos de crédito se veían de pronto inundados de imágenes, siluetas, líneas y espirales en movimiento a veces vertiginoso. Al contrario, parece ser que tan cantidad de seguidores, muchos de los cuales no habían aprendido de él sino los aspectos más superficiales de su trabajo, que utilizaban con profusión pero sin profundidad, fue una de las razones que le llevaron a distanciar sus trabajos de créditos cinematográficos. Así, al menos, se lo confesó a Billy Wilder en la mentada conversación:

“Con el tiempo el oficio de hacer créditos se desmadró. Llegó un momento en que parecía que alguien se hubiera plantado delante de la película para ejecutar un número de baile. Los títulos imaginativos se volvieron una cuestión de moda, no de utilidad, y en ese momento me retiré.”

En los treinta años que a partir de 1966 transcurrieron hasta su fallecimiento Bass realizó tan solo 12 introducciones de otras tantas películas; apenas una cada tres años, frente a las algo más de tres anuales que había creado hasta entonces. En todas ellas, aun las correspondientes a las producciones más ligeras e intrascendentes, mantiene su altísimo rigor formal y su profundidad de análisis y síntesis. En algunas de ellas, especialmente las últimas, llego a utilizar técnicas digitales de dibujo y animación por ordenador, que hoy constituyen el pan nuestro de cada día pero que entonces constituían aún novedosos experimentos.

Incluso se pueden señalar un par de obras maestras en este periodo. Por ejemplo, las suaves siluetas femeninas de raíz matissiana que se funden hasta formar una sola en “Extraña amistad” (“Such good friends”, Otto Preminger, 1971). O el cercanísimo recorrido de la cámara por la muy realista elaboración de un menú gastronómico, al que acompaña desde que es tan sólo una bola de carne en la cocina hasta que acaba consumido en la mesa, evidenciando la otra cara de la historia contada por el comediante Billy Cristal en su primera aventura como realizador, “El showman de los sábados”  (“Mr. Saturday night”, 1992), una convencional comedia con pretensiones sobre el ascenso y caída de una estrella de la televisión, presentada en los créditos como un producto que se cocina y se consume. En ambos casos lo mejor de la película son los títulos.  

Como remate de una brillante carrera, Martin Scorsese reclamó a Bass en 1990 para que realizara los créditos de “Uno de los nuestros” (“Goodfellas”). Le entregó un corto de 2 minutos y 32 segundos con los títulos en blanco atravesado horizontalmente la pantalla negra en los que se insertan a capón imágenes reales de la brutal y esencial secuencia del apuñalamiento en el maletero del coche. Scorsese debió pensar que aquellos titulos reflejaban (analizaban y sintetizaban) la barbarie y la implacable y no escrita ley que regían la historia que había contado, porque le encargó a Bass los créditos de sus tres siguientes películas, hasta que la muerte les impidió seguir colaborando. Bass firmó estos tres últimos trabajos junto a Elaine, su esposa y colaboradora de toda la vida, que al fin accedía al rango de la autoría.


El talento de Saul y Elaine Bass aportó al cine de Scorsese el muy inquietante fondo de oscuras aguas estancada a “El cabo del miedo” (“Cape fear”, 1991) y la simbiosis entre las líneas de un texto manuscrito, se supone que literario, y aún puede suponerse sin riesgo que perteneciente a la novela de Edith Wharton en que se basa “La edad de la inocencia” (“The Age of Innocence”, 1993), a las que se encadenan flores y bordados.

O las bombillas de los carteles luminosos de Las Vegas de “Casino” (1995), formas alegres y coloridas que al suceder a la secuencia introductoria en la que Robert de Niro vuela por los aires en el coche, no vienen a representar ya la chispeante diversión de la ruleta o el poker, sino el oculto dramatismo mafioso de sus entresijos. Resulta un ejercicio interesante comparar este trabajo de Bass con el que, en clave de comedia, había realizado 25 años antes para la ya mentada “La cuadrilla de los once”. En ambos casos utilizó los mismos o parecidos elementos formales, con los que definía el mismo mundo del juego en el que transcurren ambas, pero utilizados en aquella ocasión en clave de comedia, y no de drama, como en esta última, que viene a constituir algo así como el involuntario testamento artístico de Saul Bass. Como si fuera un cierre de la vida, en los últimos planos de “Casino” una voraz llama acaba quemándolo todo.


"Casino"



Acabo ya, aunque la cosa no quede aquí. Aún queda por repasar la muy interesante, aunque breve, obra de Saul Bass como director, que viene a suponer la aplicación de sus principios estéticos a películas de las que era totalmente responsable, y no sólo un interpretador de ideas ajenas, lo que permite entrar en otros aspectos de su obra, no ya meramente formales sino, también, ideológicos. Pero lo abordaré en una nueva entrega, porque de momento con lo escrito hasta ahora me sale Bass por las orejas y debo tomarme un descanso.

Por si todavía queda por ahí algún espíritu insaciable, aquí les dejo para su contemplación esta recopilación de la mayor parte de los títulos elaborados por Bass, que unidos uno tras otro casi alcanzan la duración de una película convencional. Nada de convencional, hay sin embargo en ella, sino la muestra evidente de un talento artístico de primer orden.






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