De carreras con Machado en Baeza (y 2)
1966. Homenaje a Antonio Machado. Prohibido, pero
realizado
El sábado 19 de
febrero de 1966 amaneció en Madrid nublado y oscuro, y así estaba cuando, dos o tres
autocares por la mañana, que ha sido imposible precisar el número, y otros tres
después de comer, salieron hacia Baeza, alquilados por el Club, del final de la
calle de Santa Isabel, frente al viejo Hospital de San Carlos, hospital de
sangre durante la guerra civil que para entonces estaba cerrado y que luego
sería el Museo de Arte Reina Sofía.
Fedor Adsuar,
que hacía menos de un mes había sido detenido por última vez con motivo de una
manifestación ante la embajada estadounidense protestando por el accidente que
había hecho caer dos bombas atómicas en el pueblo almeriense de Palomares el 17
de enero, recuerda perfectamente aquella partida, de la que desde el principio
conoció un dato que el resto de los viajeros ignoraba. “Nada más llegar al autocar el conductor, al que conocía porque ya
habíamos hecho excursiones con él y era de confianza, me avisó de que la
policía había preguntado allí mismo por mí, y que sabían perfectamente a qué
íbamos a Baeza, así que se puede decir que hicimos el viaje controlados y
vigilados desde el primer momento”. Victoria, que entonces era su novia con
poco más de 19 años y que luego sería su esposa, conserva otra visión
totalmente diferente de aquel momento de la partida: “Si digo la verdad, cuando salí de Madrid no sabía que allí se iba a
montar un pitote. Yo era muy inocente entonces y estaba convencida de que
íbamos simplemente a poner una escultura en homenaje a Machado, que acudirían
muchos intelectuales y que algunos actores, como Rabal o Fernán Gómez iban a
recitar poemas, como habían hecho en el disco que se había vendido mucho en el
Club y que yo había comprado. No me cabía en la cabeza que aquello tuviera nada
de malo, por eso me sorprendió mucho lo que sucedió luego y me sirvió para ir
planteándome las cosas de la política de otra manera”.
En uno de
aquellos autocares viajaba el poeta y novelista catalán Vicente Molina Foix,
que entonces era un simple estudiante de filosofía y letras en Madrid pero que
en 2007 obtendría el Premio Nacional de Narrativa. “El Club de Amigos de la Unesco fletaba autobuses para acudir al acto, y
yo, en compañía del poeta Antonio Martínez Sarrión y de Terenci Moix, que a la
sazón vivía una bullente temporada madrileña, viajé en uno de los que, saliendo
de Madrid el sábado día 19 por la mañana, permitían pernoctar en Baeza antes
del homenaje del domingo”, rememoraba en un artículo publicado en El País
en 1983. “En el autocar me encontré con
varios compañeros de la Complutense, y hubo cantos amortiguados y eslóganes
durante el trayecto. Sarrión, que en aquellos días era vecino y comensal mío,
viajaba poseído por una sensación, supongo que no menos desconcertante: la de
ser funcionario público camino de un acto ilegal. Terenci estaba taciturno,
tocado con una hermosa boina; se había rapado la cabeza días antes, en un gesto
de amor contrariado que había impresionado hondamente al destinatario de acción
tan radical”.
También se
acordaría después de las canciones de aquel viaje el luego periodista José
Antonio Martínez Soler, que entonces, con 19 años, era
delegado de curso en la facultad de Arquitectura de Madrid y que también
viajó a Baeza en uno de aquellos autocares: “íbamos contentos como unas pascuas, después de haber dado algunas cabezadas,
y nos despertamos con un cosquilleo de emoción, al acercarnos al lugar del
homenaje sin haber sufrido ningún percance político ni policial. Nos dábamos
ánimos y/o espantábamos el miedo -¡cómo no!- cantando. Entonces se decía:
“Cuando el español canta, está jodido o algo le pasa”. Las canciones
republicanas de rigor (“¡Ay Carmela!”, “Si los curas y monjas supieran…”,
“Cuando canta el gallo negro…”, etc.) sonaban, sin orden ni concierto, en aquel
oasis de libertad rodante, en aquel autobús cargado de hombres y mujeres, unos
demócratas, otros aún partidarios de la dictadura del proletariado, todos
antifranquistas ilusionados, arrobados por la adrenalina del peligro, de todas
las edades y clases sociales, con trencas gruesas, barbas descuidadas y pelos largos,
pero también con respetables calvas de doctos intelectuales y artistas, armados
con largas bufandas y abrigos de postín”.
En aquellos
años, como ahora, la distancia entre Madrid y Baeza rondaba los 400 kilómetros,
sólo que entonces recorrer ese camino suponía bastante más tiempo y cansancio,
sobre todo si se viajaba a bordo de un destartalado autocar que aún no había
vivido la renovación de parque automovilístico nacional. Eran horas y horas por
carreras estrechas y mal asfaltadas, flanqueadas cada pocos kilómetros por
desvencijadas casas de peones camioneros, entre campos yermos en los que sólo
de vez en cuando se veía pastar algún rebaño de ovejas, apretadas alrededor de
los olivos ya descargados de fruto, buscando en el contacto físico huir del relente
del día. A su lado, acompañado de su perro, a veces frente a una mínima fogata,
el pastor. La carretera por la que iban los autobuses envueltos en plena
canción revolucionaria atravesaba los pequeños pueblos vacios, en los que la
dureza del clima parecía haber obligado sus habitantes a invernar en sus
nichos. Nadie en las calles. Sólo la escasa iluminación de algún colmado o
taberna permitía saber que estaban habitados. O una mujer enlutada y tapada la
cabeza con un pañuelo que doblaba una esquina. O un hombre con boina, pantalón
de pana y abarcas que conducía una mula cargada de leña hasta el corral.
Quienes salieron
en la mañana del sábado pudieron llegar esa misma noche a Baeza, antes de que
se dictara la prohibición de entrar en el pueblo que se establecería la mañana
siguiente. “Al llegar, a última hora de
la tarde, a Baeza, anduvimos un buen rato por sus bonitas calles, observados,
con una mezcla de curiosidad y presentida fatalidad, por los habitantes.
Nosotros dormíamos en una pensión local, pero los más pudientes y los maestros
estaban en el cercano parador nacional de Úbeda, y allí acabamos yendo después
de cenar. Ese rato de confraternidad en el hermoso palacio restaurado fue para
nosotros, sobre todo a la vista de lo que sucedió 12 horas más tarde, lo más
emocionante y cálido del viaje. Sastre, Celaya, Moreno Galván, Raimon, por
citar sólo algunos de los que entonces eran indiscutibles héroes de una lista
civil de escritores y artistas, estaban en Úbeda y, de forma improvisada, se
organizó una reunión en uno de los salones del parador, donde se recitaron
poemas de ocasión y Raimon interpretó canciones cuyas estrofas todos conocíamos”,
ha rememorado Molina Foix.
Los autocares
que partieron por la tarde entraron ya de noche en la provincia de Jaén, y los
viajeros decidieron quedarse a dormir en Úbeda o en alguno de los pueblos
cercanos a Baeza. Una parte, los de mayor edad y por consiguiente poder
adquisitivo, buscaron pensiones en las que pernoctar; otros, los más jóvenes,
decidieron quedarse en el mismo autocar, en el que sólo el cansancio consiguió
hacerles dormitar unas horas antes del amanecer, después de infinitos
cuchicheos y canciones en voz baja. Hubo, incluso, quien enfermó y acabó en el
hospital, parece ser que como consecuencia de una úlcera que tenía, “o algo así, que ya no lo recuerdo con el
tiempo que ha pasado”, rememora Fedor, en cuya memoria lo que sí permanece
imborrable es que al día siguiente, por la mañana, cuando se acercaban a Baeza,
“en un cruce de carreteras”, la
guardia civil paró el autocar e impidió que siguiera adelante.
“Éramos jóvenes y teníamos un entusiasmo que
ya querríamos ahora”, asegura Victoria, “así que cuando pararon el autobús nos dijimos ¿Por qué no vamos a ir?
Si no nos dejan pasar en los autocares, pues andando”, y ahí se pusieron en
camino, con un frío que pelaba, a una distancia de Baeza que desconocían, “hasta que empezaron a llegar coches desde el
pueblo, porque a los transportes particulares sí les habían dejado entrar, y
fueron recogiéndonos según nos encontraban: primero a los que iban delante, con
los que se tropezaban antes, y luego a los que iban más atrasados. Nada más
llegar a Baeza lo primero que hicimos fue entrar a tomar algo en un café y
calentarnos delante de una estufa de hierro, porque estábamos agotados, helados
y sedientos”. Los viajeros fueron llenando poco a poco las calles, los
bares y cafés del lugar, que por lo demás estaban vacios de lugareños, pues el
día anterior el alcalde había difundido un bando anunciando que una banda de rojos
y subversivos iba a invadir el pueblo a la mañana siguiente. Un anuncio
amenazador y difamante que encerró a los vecinos en sus casas, desde las que
observaban, con mayor o menor descaro o valor, a la extraña comitiva que
dichosa y dicharachera iba formando grupos por todo el pueblo. José Antonio
Martínez Soler ha escrito sobre ese mismo momento del encuentro con los que
habían llegado antes y esperaban desperdigados por el pueblo o en la plaza: “Nos abrazamos. No estábamos solos ni
perdidos en aquella aventura político/poética… No puedo expresar la emoción que
sentí al ver que, sin teléfonos móviles ni palomas mensajeras, otros habían
decidido seguir a pie, como nosotros”.
Cuando se pensó
que había llegado el momento de iniciar el paseo, los que estaban en los bares
salieron de ellos, quienes se habían refugiado del frío en los soportales de la
plaza los abandonaron y los que habían ido formando grupos por las esquinas
confluyeron en una gran marea que se dirigió a la salida del pueblo, al
empinado camino que tanto utilizara antaño el poeta.
“De hecho, el momento de más intensa
participación colectiva de la jornada fue ese recorrido por las estrechas
calles de Baeza… Pese a la diversidad de grupos interiores y exteriores y las
dificultades de acceso, se fue formando una marea unitaria que llegó finalmente
a su destino”, ha dejado escrito Molina Foix. Su colega de profesión Carlos
Álvarez, que había viajado en el coche de su hermano Fernando, estaba en
primera línea: “Al llegar arriba apareció
un teniente que paró la manifestación. Primero inició una conversación con
Carlos Castilla del Pino, que se enfrentó con él con mucha cortesía y total
firmeza. Incluso recuerdo que le exigió al guardia su documentación cuando este
le pidió el carnet de identidad”.
Carlos Castilla del Pino, a la sazón
psiquiatra en Córdoba, donde se había encargado de coordinar el homenaje,
confirmó punto por punto los recuerdos del poeta en el segundo tomo de sus
memorias, Casa del Olivo, en las que
cuenta cómo “el teniente cedió su lugar
al sargento. Al minuto volvió a paso ligero, se colocó ante nosotros, y a la
voz de ‘¡Esto se ha acabado!’, ordenó a sus huestes que nos disolvieran”.
Adela Parrondo,
la bibliotecaria del Club, había viajado en coche hasta Baeza con su marido, el
pintor Juan Genovés, y aquella mañana se encontraban hacia la mitad de la
multitud que subía al lugar del homenaje, en compañía de varios amigos, entre
los que estaba la hija de José Bergamín. Cuando tropezaron con los grises,
intentó dialogar con uno de ellos, pero no le sirvió de nada. “Me acuerdo de dos cosas: de que Teresa
Bergamín, que era una chica muy elegante, muy afrancesada, me aconsejó que nos
pusiéramos el bolso en la cara, para que así, si nos pegaban, no nos dejaran
marcas, y de que a Juan le entro el terror de que al ir corriendo alguien se
pudiera caer por los terraplenes enormes que había al borde del camino”. En
aquel momento de carreras no dejó de pensar que muchas de las situaciones e
imágenes a las que se estaba enfrentando le traían a la cabeza algún cuadro que
había aprendido a apreciar en el Museo del Prado o en la Escuela de Bellas
Artes, en la que había estudiado: “Mientras
corría hacia el pueblo, miré hacia arriba, porque aquello era una cuesta
enorme, y vi a uno de los hermanos Gallifa, no recuerdo cual, pues eran dos y
se parecían, que se abría la camisa y enfrentado a los guardias les gritaba:
“pegarme si queréis”. Parecía justamente la imagen de Goya. Un poco más abajo
también encontré algo que parecía un cuadro. Era una pareja, a la que conocía
mucho del Club pero de la que no recuerdo el nombre, que se habían abrazado en
medio de la gente que corría y se quedaron quietos, aguantando los palos que
les daban así abrazados”.
Dos semanas
después, el 3 de marzo, la revista italiana Il Ponte, de Florencia, publicó una
crónica anónima, que bien podría haber sido escrita por Andrés Sorel, que,
además de colaborar en Mundo Obrero y La Pirenaica, también escribía en
publicaciones europeas, sobre el abortado paseo con Machado, y no sin un cierto
tremendismo, aunque en concordancia con el resto de testigos sobre los hechos,
describía el final de los acontecimientos, con el añadido ventajoso de haber
sido escrito no en la distancia del recuerdo y los años, sino nada más acabar
el fragor de la confrontación: “Todo el
resto fue violencia y brutalidad. La multitud gritaba: "¡Asesinos!
¡Asesinos!". Muchos cayeron bajo los golpes; se oían gemidos, gritos y
muchos niños lloraban aterrorizados. Los "grises" persiguieron,
implacables, a los pocos que al comienzo echaron a correr y golpearon
brutalmente a los que se paraban enfrentándose para ayudar a los que se habían
caído. La gente, en masa, tras una carrera de dos kilómetros, llegó a la Plaza
en un clima de cólera, exasperación y terror. Algunos se refugiaron en un bar,
pero los policías los sacaron violentamente a la calle de nuevo, siendo
recibidos con una violencia todavía más terrible: golpes, insultos y todo tipo
de brutalidad. Muchos fueron detenidos y después comenzaron las redadas, la
caza del hombre por todas partes: nuevas detenciones. El pueblo asistió atónito
a este horror. Los "grises" gritaron "A los coches",
empujando a todos con violencia y siendo ayudados por los "sociales".
Aquellos que no disponían de coche para alejarse de Baeza fueron sacados de
cualquier modo. Un grupo huía por la carretera. Los que llegaron a Úbeda (una
ciudad próxima) vieron que en el cuartel de la Guardia Civil los oficiales
esperaban órdenes para dirigirse a Baeza”.
El homenaje se
saldó con muchas carreras, algún lesionado y 27 detenidos, de los que ese mismo
día quedaron en libertad 16 tras tomarles declaración a todos en la misma
Baeza. Los once restantes fueron trasladados a Jaén, donde les soltaron al día
siguiente con multas de entre 5 y 20.000 pesetas. Entre ellos estaban el
crítico de arte José María Moreno Galván, el dramaturgo Alfonso Sastre, el
pintor Eduardo Úrculo, el maestro Pedro Dicenta, el ingeniero J. A. Ramos
Herranz, el abogado Alfredo Flores, el editor Manuel Aguilar y el poeta Carlos
Álvarez. A este último, incluso le detuvieron dos veces: “La primera vez en realidad fue un intento, porque me escapé. Cuando
estábamos arriba, al comienzo de la carga, unos cuantos guardias intentaron
agarrarme y llegaron a cogerme de la manga, pero yo salí corriendo y me solté.
Fue luego, cuando iba con mi hermano a recoger el coche para volver a Madrid
cuando finalmente me rodearon y me detuvieron”.
El colofón
poético lo puso Gabriel Celaya, que andaba por allí y reflejó el ataque
policial en un poema, no quizás de los mejores entre los suyos, pero sí de los
que debió escribir más pegados a los hechos de los que trataba. Titulado
significativamente “20-2-66”, con no poca ironía y una cierta mala conciencia
por haberse escapado de rositas, describía lo sucedido: “En la mitad de la calle, ya no queda nadie./ Son los Guardias de la
Porra quienes la limpian y barren./ Todo el mundo se esconde en los portales,/
y yo, como soy tonto, les pregunto: "¿Qué pasa?"/ Dos amigos me cogen
de golpe por la solapa,/ me meten en un rincón, a empujones/, y mal, me
explican cosas raras en voz baja./ Es difícil de entender, porque no hablan en
inglés,/ y aunque citan a Machado, no emite la BBC./ Es difícil de aceptar,
escondido en un portal,/ que otros aguanten lo malo de la vergüenza mortal/
mientras algunos, cobardes, nos tratamos de salvar/ de los palos arbitrarios y
el diluvio general”.
La historia, no
obstante, trajo cola y no acabaron las cosas en esas rimas poéticas. Ojalá. La
concentración de Baeza dejó flecos sueltos que se fueron recogiendo en los
meses, e incluso años posteriores. De momento, el régimen debió lamentar que la
represión del homenaje hubiera alcanzado, en España y en el extranjero, una
resonancia que ensuciaba la imagen de prístina democratización que pretendían ofrecer
de cara al exterior, así que decidieron intentar neutralizarlo organizando el
suyo propio, uno que no se les escapara de las manos y dejara claro que ellos
también eran seres civilizados y sensibles a las metáforas poéticas. Así lo
anunciaron al menos los diarios ABC y La Vanguardia los días 18 de marzo y 2 de
abril respectivamente, en sendos sueltos, tan parecidos que no podían sino
haber salido ambos de la misma nota oficial.
El programa que
se anunciaba, a celebrar el 7 y el 8 de mayo, coincidiendo con la celebración
del Día de la Provincia, no tenía desperdicio. Habría misa solemne en la
Catedral, colocación de una lápida conmemorativa en el Instituto, festival
artístico y el acto cultural más importante: un recital “en el que intervendrán los principales poetas españoles y los Cantores
de Madrid”, seguido a las once de la noche de “una fiesta poética, en la que será mantenedor de la misma don Blas
Piñar”. Nada menos. ¿Cómo era posible que pretendieran homenajear a Machado
de esa manera? ¿Dónde se había visto que el criminal rindiera homenaje al
asesinado en el aniversario del crimen?
También las
multas trajeron cola y fueron motivo de nuevos enfrentamientos entre la
dictadura y los multados. En la España franquista no pagar las multas
gubernativas se había convertido también en un arma de resistencia y denuncia,
por eso eran muchos los que elegían la medida alternativa de sufrir embargos o
encarcelamientos. Había para ello dos motivos: no contribuir a las arcas del
estado con el dinero antifranquista y rechazar con el impago la idea de que la
multa respondía a un acto de legalidad, poniendo así en evidencia la
arbitrariedad represiva del régimen. La Vanguardia, que todavía añadía
“Española” a su título, publicó el 25 de noviembre de ese mismo 1966 un suelto
de la agencia Fiel en el que daba noticia de que “en la mañana del jueves, la comisión
judicial del Juzgado Municipal número 23, de Madrid, se personó en el
domicilio particular del señor Moreno Galván, crítico de arte, y procedió al
embargo de sus bienes para cubrir la responsabilidad que tenía pendientes con
el gobernador civil de Jaén, quien le había impuesto una multa de 15.000
pesetas por su participación en un homenaje al poeta don Antonio Machado, en la
localidad jienense de Baeza, el pasado 22 de febrero (en realidad había sido el
20), acto que no fue autorizado por las autoridades gubernativas”.
Los resultados
del impago de Carlos Álvarez fueron más chuscos. Al poco del homenaje, el
poeta, dadas la persecución y censuras que sufría, decidió viajar al extranjero
y permanecer una temporada fuera de España respirando aires menos viciados. “A la vuelta –recuerda ahora--, un día que había acudido al entierro de un
camarada, se me acercó la policía recordándome que tenía una multa pendiente, y
me dijeron que o la pagaba o me llevaban 30 días a la Dirección General de
Seguridad. Ellos querían que pagara, no encerrarme, porque encarcelar a alguien
que tenía una cierta relevancia social les perjudicaba, así que me hicieron una
oferta insólita, que la pagara en cómodos plazos. Me volví a negar, porque de
ninguna manera quería darles el gusto de verme pasar por el aro, así que me
detuvieron, aunque al final sólo pasé un día en el calabozo. Los amigos que
tenía fuera de España, especialmente en Escandinavia, donde me habían dado un
importante premio de la Asociación de Escritores Escandinavos y era bastante
conocido, protestaron airadamente, y no les quedó más remedio que ponerme en la
calle”.
En el Club, el
frustrado homenaje fue tema de conversación y debate durante meses, y la figura
de Machado siguió siendo objeto de diversos actos, internos y sólo para socios
en la mayor parte de los casos, como los celebrados en 1967, con una
conferencia de Aurora de Albornoz, o en 1970 y en 1973, para los que se
editaron sendos folletos con una selección de su obra. No obstante, la inquina
de la dictadura contra el poeta seguía siendo once años después tan fuerte como
lo había sido en 1966, por mucho que ya intentaran disimularlo. En fecha tan
tardía como enero de 1977, quince meses hacía ya que había muerto el dictador,
sucedió que en un acto organizado por el Club en recuerdo de Machado --que
debería tener lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, y
en el que se había anunciado la participación, entre otros, de Andrés Sorel,
Sabina de la Cruz (en representación de Blas de Otero), Rafael Montesinos,
Félix Grande, Rafael Soto Vergés, Carlos Álvarez y Celso Emilio Ferreiro--, se
autorizó la celebración del acto en sí, pero se prohibieron las intervenciones
de Álvarez y Ferreiro. Estaba claro: se permitía porque Franco ya se había
muerto, pero se censuraba porque el franquismo seguía vivo y peleón, aunque
fuera en los estertores de la agonía.
A todas estas
¿qué pasó con los 90 kilos de peso y los 80 centímetros de altura de la cabeza
que Pablo Serrano había tardado un año en esculpir? La escultura había entrado
y salido de Baeza en el portaequipajes del dos caballos de Fernando Ramón, el
arquitecto que había construido el pie del monumento, en el que permaneció
escondida todo el día, hasta que fue depositada nada más volver a Madrid en el
estudio del escultor, de donde la sacaron en 1970 para que presidiera la nueva
librería Antonio Machado que se acababa de abrir. Sin embargo, los tres
atentados de la extrema derecha que sufrió la librería en 1971, en los que se
rompieron los escaparates y se tiró pintura roja sobre los libros, recomendaron
dejar de exponerla en público y pasarla, de alguna manera, a la clandestinidad,
depositándola en el sótano de José Vicente Chamorro.
En ese tiempo
que estuvo escondida la escultura de Pablo Serrano --“como el símbolo de que la cabeza de Machado aún no tenía sitio en este
país”, en palabras de Chamorro a el diario El País en abril de 1981--, el
escultor realizó varias réplicas de su obra, con pequeñas variaciones, que aún
se encuentran en el Museo de Arte Moderno de París, el Moma de Nueva York y la
Universidad de Brown (EEUU), además de en la Biblioteca Nacional, la Academia
de Bellas Artes y la Ciudad de los Periodistas, en Madrid, y en el Museo Pablo
Serrano de Zaragoza.
La original, la
de Baeza, no salió de su escondite en el sótano de José Vicente Chamorro hasta
que regresó a su destino inicial en el pueblo jienense en abril de 1983, esta
vez con todos los honores, para ser instalada en el mismo lugar de donde había
sido expulsada 17 años antes, en un homenaje organizado prácticamente por los
mismos que habían puesto en marcha el de 1966 y en el que también participó
activamente el CAUM. En su programa de actividades de mayo de aquel año se
puede leer: “El 10 de abril hemos vuelto
a Baeza más de cien compañeros del Club, para celebrar, al fin, los proyectados
“PASEOS CON ANTONIO MACHADO”. Paseos que hace 17 años fueron interrumpidos
violentamente… En esta mañana de abril, unos miles de personas, chicos y
grandes, procedentes de toda España, en tropa alegre y familiar, sin
presidencias ni fórmulas rituales, se agrupó frente a la casa donde “El humilde
profesor de un Instituto rural” vivió; después, atravesando la plaza y tras
detenerse un momento en el Instituto, pasando al pie de la Catedral, salió al
campo. Calor de verano, alegría, y alrededor del monumento una multitud que oye
las palabras de Chamorro y los versos de Machado en las voces de Alberti y de
Rabal”.
Descargar completo en pdf (con documentación adicional)
Homenaje a Antonio Machado en Baeza, primera parte
Homenaje a Antonio Machado en Baeza, primera parte
No hay comentarios:
Publicar un comentario