Cantautores 1984. ¿De la crisis a la renovación? (1)
No recuerdo si ya había conocido a
Fernando González Lucini antes de volver a Madrid en 1983 tras mi periplo
canario, aunque estoy seguro que para entonces ya había leído su primer libro, “Nueva
canción, discoforum y otras técnicas”, que había publicado en 1975, antes de mi
partida a las islas, y que desde entonces ha ido dando vueltas de estantería en
estantería en mis múltiples mudanzas.
Sea como sea, entramos en contacto al
poco de poner yo el pie en Madrid y colaboré con él y con Elisa Serna y otros
compañeros en la puesta en marcha de la Asociación de la Música Popular, de
efímera vida y en otras aventuras. El caso es que en 1984, cuando publicó en
tres tomos su voluminoso y completísimo “Veinte años de canción en España
(1963-1983) me pidió un texto para incluir en el libro, petición que satisfice
con la mejor de las voluntades y la mayor de las alegrías.
Lo que no sé es si el espera que le
ofreciera el mamotreto que al final le entregué. Abusando quizás de su
ofrecimiento me metí en el berenjenal de intentar hacer algo así como una
especie de balance de lo que había sido la canción de autor en España,
aprovechando que en aquellos momentos se estaba cerrando el ciclo histórico de
la dictadura y se abría uno nuevo, que apuntaba a la democracia y que justo por
aquel entonces aparecía cargado de esperanzas, luego desvanecidas como promesas
de vendedor de feria, con el acceso socialista a la gobernancia del Estado. Un
cambio de ciclo que también se podía rastrear en un relevo generacional entre
los cantautores, con la aparición de nuevos nombres, que entraban en escena sin
el lastre, o la gloria, de haber tenido cantar en los tiempos oscuros del
franquismo. Era un tema que me atraía, y sobre el que ya había escrito
parcialmente en los medios de prensa en que colaboraba, y el ofrecimiento de
Fernando me permitía recapacitar sobre ello y expresarlo de manera más
completa.
Visto lo visto y leído lo leído,
compruebo que mis cualificaciones como adivino no están ni siquiera a la altura
de abrir un consultorio nocturno en alguna cadena televisiva. Si creo que
acerté en la caracterización de la canción de autor hasta ese momento, la
convicción de que la llegada de la democracia y el surgimiento de nuevos
cantautores podía conllevar una reafirmación del género, pese a los intentos
que se estaban haciendo por arrumbar a los museos la canción de autor, por
antigua y por pesada, resultó todo un fiasco.
Resultaría interesante analizar, aunque
fuera superficialmente, por qué se malogró aquella esperanza, aunque no me voy
a poner a ello ahora, que ando desganado y tengo que salir de médicos. Igual
mañana lo intento en lo que será la segunda parte de este escrito, que por su
longitud he decidido colgar en dos días.
Antes que nada
es conveniente definir el marco en el que se van a mover estas notas, que no es
otro que el marcado por Fernando
González Lucini en su libro: cantautores, canción popular, nueva canción,
canción antropológica y social, etcétera. En realidad se trata de etiquetas que
desde un referente u otro intentan clarificar y delimitar un mismo fenómeno: la
canción que se ha escrito en España --y también en el resto del mundo-- con
vocación de ser un género musical con entidad estética propia y diferenciada, con
un componente estético fruto de una evolución de formas musicales
preexistentes, que ofrezca una visión adulta y compleja del mundo que la rodea,
del cual pretende ser expresión artística, interpretación de la vida y de la
realidad desde la óptica personal de cada creador. Es decir, aproximadamente lo
mismo que pretende cualquier otra forma de arte.
No puedo por
menos que compartir la tesis fundamental que desarrolla Fernando González Lucini a lo largo del libro: Las canciones
escritas en España a lo largo de estos últimos veinte años, dentro de ese marco
de la canción de autor, dan una referencia detallada, compleja y completa, de
todos y cada uno de los temas sociales y personales que han afectado al
conjunto de la sociedad. Desde la esperanza y el amor hasta el miedo o la
represión. Actitudes colectivas e individuales, realidades sociales y
políticas, oficios, luchas, relaciones interpersonales, el amor y el desamor, la
vida y la muerte, están presentes en estas canciones. Hasta el punto de poderse
afirmar que, efectivamente, quizás constituyan la fuente más directa e
inmediata para conocer la compleja realidad en que nos hemos visto obligados a
movernos los españoles en este tiempo, y sean una guía insustituible para el
estudio antropológico y social de la España de los últimos años de la dictadura
y del cambio político.
Pero también son
esas canciones, y eso también lo ha afirmado González Lucini en más de una ocasión, la forma artística más
representativa que ha surgido en los últimos años, la más vital y novedosa.
Porque el fenómeno de la canción popular es, ante todo, un género artístico
nuevo, distinto e independiente, que se ha desarrollado en todo el mundo de
manera prácticamente paralela desde el primer cuarto del siglo presente, y que
debe ser considerado globalmente como tal, al margen de que se puedan hacer
lecturas parciales de él, algunas tan necesarias y evidentes como la que se
realiza en este libro desde el punto de vista antropológico y social.
La canción
popular (y mi gusto personal se decanta hacia esta denominación, que considero
la más completa y globalizadora de las posibles, pues permite abarcar formas
musicales y literarias distintas pero íntimamente relacionadas) es un género
que participa de la poesía y de la música, sin ser exactamente subsidiario de
ninguna de ellas, sino una síntesis que tiene sus raíces en el tiempo --en el
folklore en concreto--, evolucionado, complejizado y desarrollado a lo largo de
los años hasta alcanzar la madurez, tanto formal como de contenido, con las
revoluciones sociales que en el último siglo han provocado los fenómenos
migratorios del campo a la ciudad, la industrialización y proletarización de la
mayoría de la población, los avances tecnológicos en los campos de la
reproducción técnica del sonido (cinta magnetofónica, disco, casette, compacto,
video, disco) y de los medios de comunicación de masas (radio y televisión
fundamentalmente).
Todo ello ha
contribuido a convertir la canción popular, que en los tiempos pasados, hasta
la era industrial, constituía en el folklore una forma de artesanía, en una
forma de arte, eliminando las características más destacadas de aquél
(anonimato, creación colectiva, transmisión oral, localismo) y sustituyéndolas
por las más propias del arte (autoría personalizada, comunicación masiva a
través de canales profesionalizados y estables, universalidad). Lo que la
imprenta significó para las artes literarias y el mecenazgo, las salas de arte
o de concierto para las artes plásticas o la música «clásica» o «culta», lo
representan las grabaciones y la tecnología para la música popular. Por mucho
que las especiales circunstancias en que se ha dado esa evolución, enmarcada en
un período histórico de vertiginosas transformaciones, inmersa en el proceso de
nacimiento, asentamiento y expansión de una poderosa industria, cuyo más
inmediato objetivo es el beneficio económico, cargue de contradicciones la
canción popular su calidad, su representatividad social y su esquema de valores,
éticos y estéticos.
Dentro de este
concepto general de canción popular, que engloba tanto cualidades estéticas y
formales como históricas, técnicas, sociales y de contenido, la canción de
autor, en la que se centra específicamente el trabajo de Fernando González Lucini,
es una parte, importante y decisiva para la evolución y consolidación del
género, pero una parte tan solo. Existen otras posibilidades creativas en la
música popular que no pasan necesariamente por la autoría de las canciones y
formas musicales distintas que se ramifican y extienden por la muy variada gama
de alternativas que ofrece la industria musical: el rock, el blues, el jazz,
los diversos folklores todavía vigentes, con mayor o menor grado de evolución
dependiente del grado de industrialización de los respectivos países, por no
hablar de la creación comercial más burda, de tan gran importancia industrial y
tan escasa relevancia cultural y social. Son algunas de las formas de música
popular que no se incluyen en este estudio, bien por no tener representación o
implantación de suficiente entidad en España, bien porque desbordaría los
límites y objetivos de un estudio ya suficientemente amplio y ambicioso.
Tampoco voy a tratar yo de ellas en estas notas por los mismos motivos, aun
cuando si se deba admitir que en todas estas variantes --especialmente en el
rock, tan desarrollado en los últimos años--, hay elementos de «autor» a tener
en cuenta, como intentaré explicar brevemente al final.
Cantautores un término a clarificar
Llegados a este
punto, convendría empezar clarificando un poco el término «cantautores»,
etiqueta con la que, dentro de una gran ambigüedad, se ha enmarcado más un tipo
concreto de canción, una forma de hacer, componer e interpretar, que el simple
reconocimiento del hecho creativo de la canción popular contemporánea.
Frente a una
concepción indudablemente restrictiva del término, con la que se ha intentado
significar fundamentalmente un tipo de canción-texto, cargada de referencias y
connotaciones testimoniales v políticas, de gran simplismo musical,
instrumental y escenográfico --el famoso tópico del cantante con su guitarrita
de palo y su silla de anea, tan falso como sobrepasado hace años por los
propios cantautores--, debería empezar a utilizarse una más compleja, más
exacta también creo yo, que podría tender a definir el cantautor como un
creador e intérprete de canciones que, utilizando los más diversos soportes
musicales, desde la recuperación folklórica más o menos heterodoxa hasta el
rock y sus derivados estéticos e instrumentales, pretende ofrecer a través de
las canciones una concepción adulta, compleja y personal del mundo y de la
vida. Adulta en el más completo sentido del término: porque es una canción que
ha crecido siguiendo la andadura de una generación de cantantes y autores que
han llegado a la madurez por caminos paralelos, compartiendo esperanzas,
descubrimientos, decepciones, represiones, experiencias y vivencias. Adulta
tanto porque quienes la hacen como a quienes se dirige lo son. Adulta porque
sus formas responden a elaboraciones propias de músicas anteriores, de
lenguajes previos de los que destilan sus signos y significaciones para
expresar sentimientos e ideas contemporáneas. Porque ya constituye una forma
artística históricamente desarrollada, expresión de una “cultura” en sentido
estricto, y de elaboración compleja, como compleja y adulta es la visión que
ofrecen del mundo.
A partir de este
concepto amplio de la definición de cantautor se puede, por fin, aislar el
contenido sociológico, testimonial y político como uno más de los utilizados
por los cantantes-autores en ese proceso cultural y creativo que se ha
desarrollado entre nosotros en los últimos veinte años. Aunque es cierto que
las circunstancias especiales por las que ha atravesado España en ese tiempo han
hecho primar, a veces en demasía, la utilización directamente testimonial de
las canciones, no lo es que ésta haya sido la temática única, ni siquiera
mayoritaria, ni que la preocupación estética haya estado ausente de ellas, por
mucho que a veces en determinados casos haya ocupado un lugar secundario en el
trabajo de ciertos cantautores y en las apreciaciones y valoraciones críticas
que se han venido haciendo de sus obras respectivas. Todo ello motivado más por
las urgencias que los tiempos imponían y por la miopía y acriticismo de los
comentaristas de los medios de comunicación, que por la propia calidad y
temática de las canciones.
En un cuadro
estadístico publicado por el propio Fernando
González Lucini en el primer número de la revista Música Popular
(febrero/marzo, 1984) se hace una división cuantificada de los bloques
temáticos que ha tratado la canción de autor española en estos años. Basta
echarle un vistazo para comprobar, pese a lo difícil y contradictorio que puede
resultar enumerar las canciones por temas, pues normalmente el tema de una
canción raramente trata de una sola cosa de manera neta y definitoria, que el
bloque más numeroso, junto al de «problemas sociales», es el que abarca la complejidad
del sentimiento amoroso desde los más diversos ángulos y perspectivas. Algo que
suele ignorarse con demasiada ligereza al extender el certificado de defunción
de este tipo de canción bajo acusaciones tan peregrinas como la de ser
cantantes políticos y de mensaje.
Un ejemplo claro
y contundente puede ser el de Raimon,
un artista considerado paradigmático de la canción más directamente testimonial
durante los años del franquismo. Cuando hace poco reapareció después de años de
silencio con un exquisito espectáculo de musicalización de poetas catalanes de
distintas épocas, podría parecer que lo que presentaba era una obra nueva,
elaborada a partir del momento del cambio político, en el que la sofisticación
creativa e interpretativa fuera un cambio de línea con respecto a su obra más
claramente de protesta, preponderante, se podría pensar, en su trabajo bajo la
dictadura. Nada más lejos de la verdad, pues lo que cantó en esa ocasión no era
sino una recopilación, con incorporaciones recientes, de canciones sobre poemas
elaboradas a lo largo de su dilatada trayectoria artística, dispersa a través
de su amplia producción discográfica.
Anselm de Turmeda, Jordi de San Jordi, Roig de
Corella, Ausías March, Joan Timoneda, Espriu o Pere Quart no son nuevos en la obra de Raimon, antes al contrario, constituyen
una línea de trabajo coherente y ampliamente desarrollada desde sus inicios. Lo
que sí varía, y eso sucede también con otros cantantes y con su obra, es la
funcionalidad que se le da a ese trabajo. El hecho de que en los años
anteriores se hubiera ignorado o minusvalorado esta faceta de su producción,
como también se ha hecho en otros casos, se debe más a factores ajenos a los
cantantes y su obra que al propio contenido de ésta. Igual podíamos decir de
las formas estéticas utilizadas, nunca tan simples como algunos críticos
desinformados parecen creer.
En cualquier
caso, lo que resulta innegable es que el papel jugado por la canción popular en
el terreno cultural y sociocultural durante los, al menos, diez años anteriores
al cambio democrático de 1977 parece evidente, difícil de negar y
significativo. Como significativa es su crisis en los últimos seis años, en los
que el silencio se ha volcado de manera más o menos generalizada sobre la gran
mayoría de los cantautores españoles. En una evolución de alguna manera similar
en muchos puntos a la sufrida en otros países europeos (Portugal más en
concreto), parece como si los cambios políticos, el asentamiento constitucional
de la democracia, hubiera arrumbado al olvido a un sector cultural que luchó --no
más que otros, es posible, pero sí de forma importante y en circunstancias
adversas-- por crear las condiciones de esa transformación.
En terrenos
específicos muy concretos los cantantes populares han jugado un papel
difícilmente despreciable: la difusión de cierta cultura a través de la musicalización
de poemas; la aparición de una temática adulta en la canción española; la
asunción consciente de un papel testimonial, a veces sobrevalorado, pero de
reconocida eficacia; la creación de una sensibilidad colectiva de nuevo tipo;
la potenciación de las culturas nacionales periféricas, especialmente aquellas
que poseen un idioma diferente al castellano: Cataluña, Galicia y Euskadi; el
aglutinamiento de una cierta conciencia resistente y el descubrimiento de unas
señas de identidad popular, poco desarrolladas o censuradas por la cultura
oficial, entre otros.
Pese a ello, factores
derivados de la propia insuficiencia de las fórmulas estéticas adoptadas
(reconocidas por los propios cantantes en primer lugar) y del utilitarismo con
que partidos políticos, movimientos sociales y los propios organismos
culturales han tratado su actividad en ese tiempo, han estado a punto de dar al
traste con ellos. Ahora parece que las aguas vuelven a su cauce, y de una forma
aún tímida, pero ya significativa, apuntan datos que indican una cierta
normalización de la canción popular y de los cantautores.
Pero en el
momento presente no se trata de afrontar el futuro como una forma de pasar
factura por los servicios prestados ni de hacer una especie de operación
nostálgica, en la que las glorias del pasado perdido conduzcan a un intento de
hacer valer posibles miserias del presente, manteniéndose en el mismo sitio en
el que han estado durante veinte años, reiterando fórmulas y queriendo repetir
miméticamente lo que si fue válido en otro tiempo puede no serlo ahora. Se
trata, por el contrario, de crear, partiendo de la madurez alcanzada en este
proceso, canciones que respondan a las necesidades estéticas y expresivas del
presente. Trabajo en el que se encuentran los mejores cantautores españoles.
La canción de autor en la transición
Para entenderla,
habría que enmarcar la crisis sufrida por la canción de autor en España en la
propia transformación que en estos años de la transición ha vivido una buena
parte de la población española, y muy especialmente el segmento generacional
que de alguna forma integra a los propios cantantes. La canción de autor tuvo,
por razones obvias, un público muy determinado. En primer lugar un público de
afinidades generacionales, que se encontraba entre los veinte y los treinta y
cinco años, ahora con diez años más: universitarios de clase media,
profesionales, obreros jóvenes directamente integrados en la lucha política. Fue
el sector de población que nutrió los partidos políticos de izquierda, los
movimientos sociales que se enfrentaron con la dictadura, las organizaciones
sindicales clandestinas. Fueron las personas que creyeron en un cambio radical
e inmediato a la caída de la dictadura, que pusieron todo en esa lucha las que
se encontraban representados por la canción de autor, los contenidos que
expresaba y las formas de vida que propugnaba, que a la llegada de la
democracia descubrieron, no sin pesar, que ni las cosas cambiaban tanto como
ellos pensaban, ni las organizaciones en que habían militado tenían los
resortes, el valor o la organización necesarias para llevarlas a cabo.
El mismo
desencanto que ha afectado a este conjunto de personas que vivieron el duro
proceso de lucha contra la dictadura, en cuyo marco debe, de manera
indudablemente, aunque parcial, inscribirse a la gran mayoría de los
cantautores, ha afectado también a estos, conduciéndoles a una marginación de
la que recién ahora parece que empiezan a salir.
La
identificación entre política y canción, que condujo a una quizá inevitable,
pero sin duda reduccionista, suplantación del político --que no se podía
expresar con libertad-- por el cantante --que aunque con dificultades conseguía
hacer oír su voz--, ha llenado de contradicciones la creación de canciones,
acentuadas en los procesos electorales de los primeros momentos de libertad, al
asumir el cantante un papel de protagonismo en mítines y actos públicos que, si
bien en algún momento resultó inevitable, no les correspondía y reveló bien
pronto su falsedad.
Fueron muchos
los cantantes que participaron en campañas políticas con diversos matices de
entusiasmo y entrega. Los hubo que se decantaron por un partido con su
militancia, los hubo que colaboraron con una u otra formación, siempre que
defendiera un ideario básico de izquierda que ellos compartían. En algunos
casos esa afinidad ha tenido resultado desoladores, al comprobarse que una vez
llegados al poder, o a sus aledaños, repetían una y otra vez vicios que se
creían ya superados, estableciendo el posibilismo y el electoralismo como base
de una política cultural que ha preferido potenciar los grandes nombres, los
festivales de figuras conocidas, normalmente internacionales, en lugar de
fomentar una táctica de fortalecimiento y normalización de la música española, lo
que ha conducido a no pocos choques frontales con la realidad.
Los cantantes
pasaron de ser los protagonistas del acto, los que llevaban a los mítines el
público que luego escuchaba a los políticos, a ser simples invitados que se
aprovechaban, mal en la mayoría de los casos, del atractivo de estos últimos,
ya con posibilidades de expresión absolutamente libres y con una clientela
propia. Todo ello condujo en su momento a una contradicción difícilmente
salvable entre el papel testimonial que jugaban --y que se creían obligados a
jugar-- y las necesidades creativas propias, la expresión de su propio mundo,
de su visión de las cosas que les rodeaban, de sus fantasmas particulares, de
sus inquietudes estéticas.
Ante todo este
cúmulo de contradicciones, no fueron pocos los cantantes que, o no supieron
reaccionar, o no encontraron la forma de hacerlo, o les llevó tiempo
aclimatarse a la nueva situación. La canción como exclusivo instrumento de
cambio resultaba insuficiente, su papel social había disminuido y, además, era
despreciado, y los intentos por encontrar nuevos caminos expresivos no siempre
eran fáciles ni suficientemente valorados. La crisis creativa era, pues,
inevitable, aunque en buena medida haya resultado básica para reencontrar de
nuevo el sentido de la canción, trabajo en el que están la gran mayoría de los
cantautores españoles en este momento, ofreciendo obras de indudable madurez
por muy diversos caminos estéticos.
Dentro de este
panorama, tiene especial relevancia el descenso del interés del público hacia
la canción sudamericana. Varias razones explican también este hecho. Si en un
momento cantantes chilenos, argentinos, uruguayos o de otros países encontraron
en España una vía natural para dar a conocer su trabajo y un refugio para sus
personas, obligadas al exilio en muchos casos, la evolución de España y de su
realidad cultural ha seguido caminos bien distintos a los de sus países de
origen, y la incomprensión, que ha sido dura con los cantantes españoles, ha
sido especialmente cruel con ellos. Los que en un momento fueron modelo,
ejemplo y vanguardia para la música popular española se han visto en este
tiempo injustamente convertidos en convidados incómodos y criticados. Para
quienes España fue tan solo un punto de parada, un refugio y un mercado
momentáneo mientras que se daban las condiciones que permitieran la vuelta a
sus países de origen, el problema se ha resumido a una inexplicable disminución
de su repercusión artística y discográfica en nuestro país, totalmente ajena a
su calidad y a su capacidad creativa. Pero para quienes se integraron más
profundamente en la música española, hasta formar parte indisoluble de ella
(algunos casos son especialmente significativos, como los de Quintín Cabrera, Olga Manzano y Manuel Picón
o Claudina y Alberto Gambino), se les vino encima no sólo la crisis general de
los cantautores españoles, sino la injusta, malintencionada y desafortunada
condena de ser considerados «sudacas», apelativo insultante totalmente
injustificado e innecesario, con ribetes racistas, del que alguna vez tendrá
que responder el mundillo musical español y el público en general.
Crítica e industria musical
Ahora bien, si
la circunstancia histórica y los propios cantautores han engendrado estos años
de crisis, no es menor la responsabilidad de una crítica y de una industria
discográfica claramente oportunistas. Los críticos que ejercían en estos años
en los medios de comunicación han pasado de la adulación al desprecio con una
facilidad que no puede por menos que ser tachada de irresponsable e
incoherente. Por los mismos motivos por los que durante un tiempo se ensalzaba
la obra de los cantautores se pasó inmediatamente y sin solución de continuidad
a denostarla. En realidad era una crítica inexistente, que se limitó a ejercer
una función difusora (siempre mediatizada) de los aspectos más o menos
superficiales de la función testimonial que cumplían estos cantantes, sin
pararse a hacer un análisis crítico en profundidad de los valores e insuficiencias
que se debían valorar. Se aplaudió en bloque y se condenó igualmente en bloque,
sin el menor estudio de los valores estéticos, formales y de calidad de cada
creador, midiéndolo todo con el mismo patrón equivocado con que luego se hizo
borrón y cuenta nueva: el de la moda.
La industria,
por su parte, jugó a la inoperancia y el oportunismo de unas motivaciones más
preocupadas por la explotación comercial de un tipo de canción que en su
momento resultó fácilmente vendible y susceptible de éxito, sin ninguna
intención real de desarrollar sus más importantes valores culturales y
artísticos. Cuando la gallina dejó de dar huevos de oro, simplemente y sin el
menor remordimiento se la mató. La paradoja es que se pasó a buscar nuevas
gallinas y se encontraron en su lugar las garras devoradoras de las
multinacionales, más poderosas y fuertes, que amenazan con acabar
definitivamente con la paupérrima industria discográfica nacional.
Este conjunto de
datos parecen suficientes para explicar la desorientación, la crisis y el
silencio a que se han visto abocados los cantautores, pues si bien no todos han
sufrido de inactividad en este período (son muchos los que han seguido su
trabajo ininterrumpidamente: Lluís Llach,
Serrat, Sisa, Víctor Manual, Aute, Hilario Camacho, María del Mar Bonet, Caco
Señante, Benito Lertxundi, Imanol, Vainica Doble, Amancio Prada,
Carlos Cano, etcétera; e incluso han
surgido algunos, pocos, nombres nuevos (Joaquín
Sabina, Jaiver Krahe, Javier Rubial, Rupert Ordorika, Javier
Bergia o Javier Batanero), si ha
supuesto un paréntesis más o menos largo en la carrera de muchos de ellos (Luis Pastor, Pablo Guerrero, Pi de la
Serra, Antonio Resines, Raimon, Rosa León, Bibiano, Joan Isaac y otros), así como el
silencio, casi definitivo, de algunos (Adolfo
Celdrán, Elisa Serna, Aguaviva, Benedicto o Ricardo
Cantalapiedra, por hablar sólo de algunos de entre los que merecerían
continuar). En general, estos años de transición se han saldado con una
marginación del trabajo de los cantautores y un descenso notable de su
presencia pública en los escenarios, la industria y los medios de comunicación.
Continuará…
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