Las masas existen
Con el éxito de
la huelga de tranvías de Barcelona de 1951 los comunistas descubrieron que
tenían razón al menos en un punto: las masas existen. Y ese descubrimiento
habría de resultar fundamental en la elaboración de la política del PC en los
años siguientes y en la formulación de tácticas y estrategias que habrían de
durar, prácticamente, hasta el final del franquismo. Naturalmente, no fue sólo
aquella huelga, pero el hecho significativo de que los barceloneses se lanzaran
de forma masiva y prácticamente espontánea a la calle, boicoteando el principal
transporte público, aunque fuera por una subida de 20 céntimos y no por ningún
impulso revolucionario, resultaba crucial para demostrar que el espíritu de
rebeldía seguía vivo en el pueblo español y que llegaba el fin del tiempo de
silencio.
Gregorio López
Raimundo, dirigente de aquel PSUC clandestino, que sería detenido tres meses
después de la finalización de la huelga, lo vio así: "La huelga del 51 fue una explosión espontánea, en un momento en que la
carestía de la vida, el alza de los precios y la especulación eran terribles.
De pronto subieron el precio de los tranvías, y aquello provocó un movimiento
sin precedentes... Nosotros habíamos hecho un manifiesto en el que no se
llamaba a la huelga un día concreto, pero sí se daba la orientación de que, a
partir de la experiencia del boicot de los tranvías y del triunfo con que se
había terminado, había que abordar la lucha contra la carestía de la vida
preparándose para la huelga general... El teléfono jugó un papel
extraordinario. Todo el mundo recibía telefonazos, no se sabe de quién, que le
decía: ‘el lunes a ¡a huelga general!’. Y llegó el lunes y hubo efectivamente
huelga general. El lunes y el martes. Ha sido, seguramente, la huelga más
grande que se ha hecho en esta etapa. Pero hubo una serie de factores de
coyuntura que jugaron un gran papel. Incluso se produjeron luchas internas muy
fuertes dentro del Movimiento, La Vieja Guardia editó unos carteles contra el
gobernador y el subjefe provincial del Movimiento, un tal Fernández Ramírez.
Contra el gobernador, el aragonés Baeza Alegría, se hizo una gran campaña,
porque ‘se entendía visiblemente con la cantante Carmen de Lirio, que era
entonces una señor a fabulosa’"[1].
Realmente, el
PCE, y su partido hermano en Cataluña, el PSUC, apenas tuvieron influencia
decisiva en la convocatoria, que fue sobre todo un reventón espontáneo del
cabreo social que se fue transmitiendo boca a oído, pero tomó buena cuenta de
ella y sacó sus conclusiones.
Poco antes había
comenzado la retirada de las organizaciones guerrilleras aún en activo, que
luchaban, acosadas y sin posibilidades de supervivencia, entre una población
harta de guerra y profundamente asustada. Por otro lado, y eso habría de ser
más determinante, los militantes comunistas comenzaron a infiltrarse en los
sindicatos verticales del franquismo, abriendo el camino a una cada vez más
fuerte implantación en el mundo laboral que concluiría con la creación de
Comisiones Obreras. También se inició un fuerte proceso de afiliación y
movilización en la universidad y entre los profesionales e intelectuales, y se
lanzó la política de reconciliación nacional. Todo ello en medio de los
primeros síntomas de resquebrajamiento del monolitismo franquista, con el
abandono de la ideología del régimen de reconocidos falangistas, como Dionisio
Ridruejo, Pedro Laín Entralgo y Antonio Tovar, y la aparición de personalidades
monárquicas o demócrata-cristianos críticas con el generalísimo y sus
realizaciones.
En 1956, a
veinte años vista de la sublevación militar, con la idea en la cabeza de que
España había cambiado desde 1939 y que eso había que aprovecharlo, Santiago
Carrillo escribió tras el XX Congreso del PCUS, que tanto habría de significar
para el movimiento comunista internacional, un artículo en Mundo Obrero que
tituló Por la Reconciliación Nacional,
por una solución pacífica el problema español, en el que marcaba ya la línea
futura de la actuación del partido.
La nueva
política se convertiría en oficial en junio de ese mismo año con una
declaración del Comité Central. Su inicio no podía ser más sorprendente para aquellos
tiempos: "Al acercarse el XX
aniversario del comienzo de la guerra civil, el PC de España declara
solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación
nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra
civil y mantenida por el general Franco", todo ello desde la
constatación de que "hay ya una
nueva generación que no ha vivido la guerra civil y que está jugando un papel
en la sociedad española". En consecuencia, los comunistas incidían en
que "la perspectiva del cambio
pacífico, de la supresión de la dictadura sin guerra civil, presupone un cierto
periodo durante el cual las fuerzas de izquierda y de derecha, al mismo tiempo
que actúan contra la política de la dictadura en diferentes terrenos, van
reagrupando sus fuerzas, relacionándose entre sí, al principio con objetivos
parciales, mientras no maduren las condiciones para realizar acuerdos sobre
objetivos más amplios"[2], y
ofrecían un programa político que no podía ser más democrático ni asumible:
amnistía, supresión de la censura, sindicatos democráticos y hermandades
campesinas de libre elección, respeto al fuero universitario y libertad de
partidos políticos. Sin embargo, las uvas todavía no estaban maduras, como se
comprobaría por las dificultades para encontrar aliados y por el fracaso de las
sucesivas e insistentes convocatorias concretas que habrían de seguir a la
declaración. La realización de los deseos comunistas debería esperar aún otros
veinte años, almacenadas las propuestas en el apartado siempre irrealizado de objetivos
a corto plazo.
La oferta del
PCE fue recibida con reticencias, si no con abierta hostilidad, por el PSOE y
por los pequeños grupos demócrata-cristianos, dirigidos por Jesús Barros de Lis
y Manuel Jiménez Fernández, y monárquicos, que o bien no se lo creyeron o bien
sus reflejos anticomunistas eran demasiado fuertes como para aceptar aparecer
ligados a propuesta del mismo diablo. Dionisio Ridruejo, que ya había formado
el Partido Social de Acción Democrática, "cuatro gatos", en confesión propia, pero importante por ser
Ridruejo quien era, mantuvo contactos con el PCE, en unos casos sin saber que
sus contertulios eran comunistas y algunas otras sabiendo con quién se sentaba
a la mesa. Unos grupos y otros, no obstante, prefirieron no contaminarse y
mantener sus propias conspiraciones, como la comida del Hotel Menfis de Madrid
del 29 de enero de 1959, en la que ante 200 comensales hablaron Jaime Miralles,
Joaquín Satrústegui y Enrique Tierno Calvan, lo que les valdría una multa. O el
llamado pacto de Múnich del 5 de junio de 1962, que acarrearía nuevas multas y
destierros a los reunidos.
Mejor acogida
tuvo la propuesta comunista entre las nuevas formaciones políticas, como la ASU
(Asociación Socialista Universitaria), dirigida por Miguel Sánchez Mazas y
financiada por el PSOE, que intentaba mediar entre el dogmatismo que detectaban
en el PCE y la inanición en que sesteaban sus correligionarios del exilio, o el
FLP (Frente de Liberación Popular), el popular Felipe, creado por el
diplomático Julio Cerón y en el que habrían de militar personas tan dispares
como Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Punset, Joaquín Leguina, Miquel Roca o
Nicolás Sartorius, unidos por el poco exitoso propósito de crear una nueva
izquierda española que, al día de hoy, todavía está por llegar.
Ambos grupos
tuvieron su origen en la universidad, terreno en el que, junto al de
intelectuales y profesionales, el PCE obtendría sus mejores éxitos en aquellos
años. Según Gregorio Morán, la primera célula de estudiantes madrileños la
compusieron el luego socialista Enrique Múgica Herzog, entonces estudiante de
Derecho y aspirante a poeta, el ahora editorialista de El País Javier Pradera,
los futuros directores de cine Juan Antonio Bardem y Julio Diamante, y los aprendices
de escritores Julián Marcos y Jesús López Pacheco. Este núcleo central, que
pronto se vería ampliado con nombres como los de Ramón Tamames, Fernando
Sánchez Dragó, válganos el dios Onan, o Claudio Rodríguez, fueron el centro
movilizador de cuantas actividades antifranquistas vieron la luz en las aulas, tales
como los Encuentros con la Poesía de ya primavera de 1954, en los que
participaron poetas comunistas como Eugenio de Nora y Gabriel Celaya, la
esquela de homenaje a la muerte de José Ortega y Gasset del 18 de octubre de
1955, con la que causaron escándalo por hacerla aparecer sin la cruz
prescriptiva y calificar al fallecido de "filósofo liberal español", o el finalmente clausurado Congreso
de Escritores Jóvenes de 1956. Igualmente revulsivas resultaron las
Conversaciones Cinematográficas de Salamanca de mayo de 1955, organizado por el
entonces estudiante de aquella universidad Basilio Martín Patino, que nunca
militó en el PCE, y en el que tendrían especial influencia los comunistas
Bardem y Ricardo Muñoz Suay. Tanta agitación universitaria habría de costarle
el puesto al ministro de Educación, Joaquín Ruiz Jiménez, ya aperturista en
aquellos años, y Franco pagaría por ella una importante remodelación del
Gobierno que sería el primer éxito que confirmaría la validez de la nueva
táctica elaborada por el partido.
Al frente de la
organización de todo ello estaba Jorge Semprún, que con un pasado de buena
familia, carrera universitaria e internamiento durante la II Guerra Mundial en
Auschwitz, entraba y salía de España bajo el seudónimo de Federico Sánchez,
asistiendo a reuniones, organizando células y difundiendo consignas. Su
laborioso y valiente trabajo sirvió, al menos de momento, para dar la razón a
su mentor político, Santiago Carrillo, a quien, no obstante, habría de provocar
posteriormente más de un dolor de cabeza. Con él compartieron la dirección del
partido en Madrid Julián Grimau, Simón Sánchez Montero, Francisco Romero Marín
y José Gros.
La labor de Semprún
fue meritoria, sobre todo si se añaden a sus resultados en la universidad los
obtenidos entre la intelectualidad del momento. Exceptuando quizás los años de
la guerra civil, nunca hubo en España tantos artistas e intelectuales
comunistas. En un momento u otro, con mayor o menor tiempo de permanencia en el
seno del partido, en esos tiempos militaron en el PCE escritores corno Antonio
Ferres, Jesús López Pacheco, Armando López Salinas, Alfonso Grosso, Gabriel
Celaya, Francesc Valverdú, Blas de Otero, Ángel González, Gabino Alejandro
Carriedo, Carlos Álvarez, Alfonso Sastre, Ángela Figueras, Juan García
Hortelano, Luis Goytisolo; cineastas como Juan Antonio Bardem, Juan Julio Baena,
Antonio Artero, Pedro Costa, Francisco Rabal, Eduardo Ducay, Joaquín Jordá y
Julio Diamante; pensadores corno Manuel Sacristán, o los pintores Pepe Ortega,
Agustín Ibarrola, Tony Gallardo, Juan Genovés, Ricardo Zamorano y Daniel Gil.
Tendría que acercarse la muerte de Franco para que la lista se incrementara.
Además de por
todos estos hechos significativos, esta etapa se caracterizó también porque en
esos años se asentó el liderazgo en el PCE el liderazgo de Santiago Carrillo,
que aunque había comenzado a llevar desde París las riendas del interior al
finalizar la guerra mundial, no sería elegido Secretario General hasta el VI
Congreso, celebrado en los alrededores de Praga a caballo entre 1959 y 1960.
Con él llegaba a la dirección del partido, sobre todo, una nueva generación de
comunistas españoles, compuesta fundamentalmente por sus compañeros en la
dirección de las Juventudes Socialistas Unificadas. A partir de ese momento el
peso de las responsabilidades iba a caer en Carrillo, pero también en
dirigentes como Fernando Claudín, Gregorio López Raimundo, Tomás García,
Ignacio Gallego, Santiago Álvarez, Manuel Azcarate, José Sandoval, Ramón
Mendezona, Jesús Izcaray, no todos con el mismo nivel de responsabilidad ni con
la misma confianza por parte del Secretario General. También comenzaron a
abrirse los comités Central y Ejecutivo a dirigentes del interior, Simón Sánchez
Montero el primero de ellos.
El Congreso de
Praga, fue también el de la caída de los anteriores responsables, Vicente Uribe
y Antonio Mije, que hubieron de pagar el pato de la desestalinización, y el del
apartamiento de Dolores Ibárruri, nombrada Presidenta, de la dirección efectiva
del día a día del partido. Pasionaria, alejada de las decisiones más inmediatas
en su residencia de Moscú, conservaba todavía, no obstante, un enorme prestigio
moral que habría de acompañarla hasta su muerte, y cualquier dirigente que
quisiera serlo no podía dejar de contar con su apoyo, que ella nunca negó al
Secretario General, fuera el que fuera, bien el propio Carrillo o los que
después le sucedieron, Gerardo Iglesias y Julio Anguita, en medio de fuertes
crisis, ya en la España democrática.
La nueva
dirección, efectiva antes incluso de ser formalizada por el VI Congreso, se
había aprestado a lanzar consignas que intentaban movilizar a las masas desde
la nueva política de Reconciliación Nacional, concretada en jornadas de protesta
y movilizaciones que no consiguieron cumplir su objetivo. Movidas más por el
subjetivismo partidario que por la realidad que se vivía en el interior del
país, convocatorias como la Jornada de Reconciliación Nacional del 5 de mayo de
1958 o las llamadas a la Huelga Nacional Política y otras convocatorias que con
esos u otros nombres similares iban a estar en el centro de la política del
partido durante muchos años, demostraron que la historia no caminaba a la
velocidad que parecía conveniente para que se cumplieran los objetivos
inmediatos planteados.
El fracaso de
estas llamadas a las movilizaciones sentó las bases para la crisis desatada por
las discrepancias con la línea del partido expresadas por Fernando Claudín y
Jorge Semprún, que estalló en la reunión del Comité Ejecutivo de enero de 1964
y se saldó, ocho meses después, con la expulsión de los dos disidentes y de
Francesc Vicens, dirigente del PSUC, y Javier Pradera, que se había unido a sus
planteamientos y criticado los métodos utilizados contra ellos.
Aunque sea
cierta la afirmación de Ramón Mendezona de que hay que enmarcar las discusiones
"en la situación concreta de un
Partido Comunista que tenía que actuar en la clandestinidad, lo cual recortaba
considerablemente los márgenes de libertad deseables", y se pueda
aceptar que en aquella ocasión el enfrentamiento fue más civilizado que en
anteriores situaciones de disidencia, lo que no parece objetable es que los
viejos fantasmas del estalinismo todavía seguían vivos y coleando en el PCE,
Fernando Claudín y Jorge Semprún contaban hasta aquel momento con el aprecio de
Santiago Carrillo. El primero desde los tiempos en que compartían responsabilidades
en las JSU y el segundo tras la guerra mundial. Ambos compartían igualmente un
pasado estalinista, corno no podía ser de otra manera en un partido comunista
de aquellos años, pero cuando dejaron de serlo se creyeron realmente que los
métodos de Stalin habían terminado a raíz de las denuncias del XX Congreso del
PCUS, ingenuidad política que acabó por costarles la excomunión, al margen de
que tuvieran razón o no en sus críticas a la política de Carrillo.
Aunque en el
fondo de la batalla estuvieran presentes las formas de organización y de
funcionamiento del partido, el núcleo principal de la discusión estaba formado
por las diferencias de apreciación sobre la situación política en España y
sobre las tácticas que había que seguir para acabar con el franquismo y las
posibles salidas al mismo. En su Autobiografía de Federico Sánchez-Jorge Semprún
recordaba aquella época como "años
de esfuerzo oscuro y heroico de los oscuros y heroicos militantes, es evidente.
Sin embargo, a la vista de los exiguos resultados obtenidos, a la vista de
tanta sangre estéril --que sólo florece en las andanadas retóricas de los
mítines--, uno tiene derecho a preguntarse si no hubiera sido más útil para el
partido, para el porvenir de la lucha antifascista, un poco menos de heroísmo y
de ciega fe, y un poco más de análisis marxista de la sociedad española y de la
correlación de fuerzas a escala internacional. ¿No habíamos quedado en que el
marxismo es un instrumento de conocimiento de la realidad, con vistas a transformarla?
Pues es el momento de demostrarlo"[3] . Para
Claudín y Semprún el franquismo no estaba tan agotado como se decía en los
textos del PCE y aún conservaba todo su poder. Por otra parte, aun suponiendo
que se pudiera acabar con él, la correlación de fuerzas implicaba que la salida
a la dictadura no sería democrática, pues estaría dirigida por la oligarquía,
la capa social ascendente, minimizando a partir de ahí la importancia de la
lucha de masas, debiendo establecerse, pensaban, una estrategia de lucha a más
largo plazo. Fueron acusados de trabaja fraccional, revisionismo, derechización
y socialdemócratas, expulsados al espacio exterior y abocados a caer, aunque
fuera 20 años después, en los brazos del PSOE.
La crisis, pese
a su importancia política y al lugar que ocuparía en la historia del comunismo
español, apenas tuvo repercusiones en la organización del partido fuera de la
universidad e intelectualidad madrileña y en su reflejo en el PSUC a través de
la expulsión de Vicens.
Irene Falcón,
fiel entonces a las tesis oficiales, hace en su autobiografía una valoración
del caso y asegura que “la historia ha
dado la razón a unos y a otros. A unos, a Fernando Claudín y Jorge Semprún,
respecto a sus análisis sobre los cambios que se habían producido en la
estructura social del país, con profunda mutación en la composición de las
clases sociales en relación con la situación que habíamos conocido antes de la
guerra... A los otros, a la mayoría de la dirección, la historia les dio la
razón en la conclusión del qué hacer. Me explicaré: con independencia de que se
estuviera o no de acuerdo con los análisis que cada posición hacía, el problema
principal era qué debía hacer el partido. De la conclusión de los análisis de
Claudín y Semprún se derivaba la idea de que el cambio de régimen se produciría
por sí mismo, que sólo era cuestión de esperar a que ocurriera. Esa idea, de
haber sido aceptada en esos extremos, hubiera supuesto la desaparición del
partido, de la lucha de masas. Se habría perdido la confianza. ¿Cómo podíamos
decirles, a los camaradas que en el interior se jugaban todos los días la vida
y la libertad, que tuvieran paciencia porque el régimen se transformaba por sí mismo?
Habría sido la desbandada, el desánimo habría crecido en las filas y, sin duda,
otros habrían ocupado el papel que nuestra organización venía desempeñando"[4].
Precisamente de
esos militantes de los que hablan Jorge Semprún e Irene Falcón es de los que
trata este libro, y en las páginas siguientes se puede leer cómo vivieron
algunos de ellos este periodo.
Por lo
específico del testimonio, me gustaría reproducir aquí unas palabras de Jorge Semprún
sobre dos de ellos, que no contaron su historia y que fueron, quizá junto a los
integrantes de los aparatos de propaganda, los más clandestinos entre los
clandestinos: los encargados de cuidar la casa en la que el dirigente
clandestino se alojaba durante sus estancias ilegales en Madrid, Manolo y María
Azaustre, detenidos a raíz de la caída de Julián Grimau en el otoño de 1962 y
condenados a 20 años de cárcel: "Ni
Manolo ni María, como es lógico, pertenecían en Madrid a ninguna organización
de base del Partido. Desvinculados de toda actividad política, su única misión
consistía en mantener ese apartamento a la disposición del aparato clandestino.
María se ocupaba de la casa. Manolo trabajó de chófer la mayor parte del tiempo
que compartí con ellos. A esa casa sólo teníamos acceso tres perdonas: Simón
Sánchez Montero, Francisco Romero Marín y yo mismo, que vivía allí. Luego,
Julián Grimau. Los Azaustre no conocían ni nuestra verdadera identidad, ni
nuestros seudónimos oficiales, ni siquiera nuestros cargos en la dirección del
partido. Sabían que éramos militantes responsables, eso es todo. A Simón le
llamaban Ángel, a Romero Marín le llamaban Aurelio, a mí me llamaban Rafael.
Por las noches, cuando volvía tarde a casa y ya
estaban acostados, María me dejaba preparada en el comedor una cena fría. Lo
hacía con esmero y con cariño, variando los platos de pescado y de carne,
aderezando riquísimas ensaladas, ya que ésa era la única forma en que podía
manifestar su participación en el trabajo del partido. La única manera de
expresar su condición de comunista que había aceptado regresar al país para esa
tarea anónima y humilde, pero no desprovista de riesgos ni tampoco de importancia”[5].
[1]
Xavier Vinader, José Martí Gómez y Josep Ramoneda. "López Raimundo, la soledad del corredor de fondo".
Laia/paperback (Barcelona, 1976).
[2] Citado
por Ramón Mendezona. "La Pirenaica y
otros episodios". Libertarias/Produfí (Madrid, 1995)
[3] "Autobiografía de Federico Sánchez",
Editorial Planeta (Madrid, 1977)
[4] “Asalto a los cielos (Mi vida junto a
Pasionaria)”. Temas de Hoy, (Madrid, 1996)
[5] Libro
citado.
Clandestinidades
2
Los franquistas
habían ganado la guerra, eran amos y señores de todo y la propaganda alemana
hacía gala permanentemente de un anticomunismo rabioso. Algunos de nosotros
dábamos nuestras charlas políticas, pero presentíamos que el país no iba por
donde debía ir, que el pueblo no iba a tener su participación a través del
nacional sindicalismo y que aquello no era la realidad. Hacer críticas de la
situación política me creó los primeros problemas y comencé a ser un disidente
falangista.
Creo que fue en
el 47 cuando se celebró aquel referéndum del sí y del no. A mí me seleccionaron
para estar en uno de los colegios electorales y vi como cada uno tenía que
votar veinticinco veces, por lo que le pregunté al mando que cómo era posible,
qué si no creíamos en las urnas ni en el voto, y aquello creó la primera
contradicción entre lo que yo pensaba y lo que se estaba realizando dentro del
Estado.
Al tocarme ir al
ejército no quise valerme de mi situación de hijo de militar y me enviaron a
África, aunque por gestiones de mi madre estuve poco tiempo. Allí tuve la
osadía de dar conferencias a la tropa, que no sé cómo no me procesaron, porque
critiqué tremendamente al régimen y al propio ejército. Al volver tuve aún
mayor actividad en los seminarios de formación política de la centuria, en los
que participaron, entre otros, Pío Cabanillas, Eduardo Tejedor, Martín Villa y
Cantarero del Castillo. También estaba allí mi novia.
Para saber algo
de lo que estábamos criticando exigimos conocer el marxismo, pero no había
manera de que nos hicieran llegar textos marxistas. Yo comencé a hacer
investigaciones por mi cuenta y al iniciar unos estudios en la Escuela Social,
que estaba situada en la calle del actual Ministerio del Interior, encontré en
su biblioteca, que estaba intacta, un libro que era El ABC del comunismo, y al
leerlo me dije: joder, esto está mucho más cerca de lo que yo pienso.
A partir de ahí
se fueron enconando mis diferencias con el falangismo. En las primeras
elecciones que se hicieron para elegir alcalde de Madrid se presentaron dos
candidaturas, una del movimiento que encabezaba Eola Elaso, y otra monárquica,
con Ruiz Jiménez, Calvo Sotelo, Salas Pombo y otros. A mí me mandaron que
destruyera toda la propaganda de la candidatura monárquica. Al llegar la hora
de los escrutinios comprobé que en algunas mesas en las que había triunfado la
candidatura monárquica le pusieron una pistola en la mesa al presidente para
que firmara que no había ganado, e incluso detuvieron a un guardia municipal
que no quiso darles las actas y dijo que él sólo las entregaba donde tenía que
hacerlo.
Aquello me causo
una impresión tremenda y manifesté mi desilusión por las elecciones. Uno de los
chavales que estaba conmigo en la centuria me presentó a su hermano, que había
regresado de México y era un capataz del Partido, quien me abrió una panorámica
de lo que era el comunismo. Con él mantuve largas conversaciones y una noche,
mientras vaciábamos una botella de coñac, me propuso colaborar con la juventud comunista,
aunque yo tenía ya treinta y tantos años.
Ese fue mi
primer contacto con el Partido. El 14 de abril del año siguiente me propusieron
formar parte oficialmente, integrándome en la Oposición Sindical Obrera, que
fue el primer germen de Comisiones. Participé activamente en la clandestinidad,
reuniéndose en mi casa los cuadros del Partido, entre los que estaba el
camarada Federico Sánchez, vamos Jorge Semprún. También tuve reuniones con
Grimau, que me parecía un tío de categoría, un camarada tremendo y bien
orientado en lo que tenía que hacer.
A comienzos de
abril del 62, cuando me disponía a salir de viaje en mi periplo de viajante de
comercio, que era la profesión con la que me ganaba la vida, tiraron abajo la
puerta de mi casa y me detuvieron. Mi caída tuvo una repercusión tremenda
dentro del régimen, por mis antecedentes y porque mi cuñado era director
general de Producción del Turismo, que quiso dimitir y no se lo permitió Fraga.
Julián Grimau ya estaba condenado a muerte.
En la comisaría
se tiraron una semana apaleándome sin que soltara palabra. El juicio fue
sonado, porque se temía que nos aumentaron las condenas. En el expediente había
dos camaradas, Julián Vázquez y Ángel Martínez[1],
que ya habían pasado unos años en Burgos y por los que temíamos que les cayera
pena de muerte. Tuve una trifulca con el fiscal y el juez, porque no querían
dejarme hablar, que yo dije que agradecía a los camaradas del Partido Comunista
que me hubieran abierto los ojos de lo qué es la democracia y la libertad. Me
pedían diez años y me echaron dieciséis. Para mi familia fue un golpe tan duro
como si me hubieran procesado por chorizo. Lo acogió muy mal, de tal manera que
dejaron aislada a mi mujer, que estaba encinta, menos mi hermana, que la estuvo
ayudando.
Vicente Luis
Llópiz
Al salir de la
cárcel volví a tomar contacto con el partido, pero entonces había una consigna
que no sólo me afectaba a mí, sino a muchos que eran puestos en libertad: como
había caídas de muchos grupos, nos dejaban un poco al margen, fuera de la
organización regular, porque ya éramos conocidos por la policía y era
facilísimo, si nos seguían o algo así, que cayera otra gente por culpa nuestra.
No obstante, siempre había un contacto con alguien que nos traía la propaganda,
lo que hacían en Francia, lo que se hacía aquí, el Treball[2].
Esa es la actividad que continué.
Teníamos amistad
con otros camaradas que habían estado en la cárcel, o que habíamos coincidido
en la guerra. Aquí en esta calle había una mujer que se llamaba María González,
que ya murió; una persona muy inteligente, mucho mayor que yo, por mediación de
la cual, para no venir directamente a mi casa, me traían el material que había
de Partido. También escuchábamos la Pirenaica, y muchos días, cuando teníamos
ocasión, nos reuníamos en casa de alguno de los que habíamos estado en la
cárcel, y siempre era para relatar lo que estaba pasando, lo que podía pasar, y
ayudar en lo que podíamos. Ayudar económicamente podíamos poco, pero cada uno
daba lo que podía y se hizo bastante, ayudar a la gente que estaba en la
cárcel, a la de mujeres, porque era en la que yo había estado, y a la de los
hombres mucho más, porque ellos eran más numerosos. No les faltó comida ni la
cuestión de tener contactos que les ayudaban moralmente; claro que para ir a
visitar a los hombres tenías que decir que eras familia, porque si no, no
podías hacerlo. Yo fui una vez diciendo que era la prima de uno y por aquella
vez entré, pero a los dos minutos de entrar me hicieron salir porque descubrieron
que de prima nada.
Lo que hacíamos
era eso: decir que a fulano le ha pasado esto o lo otro, a su mujer, a sus
hijos, a fulano le han trasladado a Burgos, el otro está enfermo y le han
llevado al hospital, hay que llevarles tal cosa. Es decir, un trabajo de ayuda
a los que estaban dentro, en lo que podíamos, unos más y otros menos.
Ese contacto se
mantuvo siempre, aunque hubo gente que se separó definitivamente del partido por
cuestiones familiares o por temor. El miedo es una cosa que no se puede evitar.
Yo no puedo decir que no he pasado miedo, lo he tenido en muchos momentos, pero
cuando estás pasando un trance difícil que te atañe a ti misma no tienes miedo,
porque cuando nos decían: oye, cuando vayáis a comisaria os van a mover a
palos, pensabas bueno, pues que me muelan o hagan lo que quieran. En el momento
que te llamaban te aterrorizabas, pero luego, cuando estabas enfrente de ellos
procurabas tener por lo menos dignidad y cuando te decían tu eres esto o has
sido lo otro, contestabas lo he sido y lo soy. ¿Pero no ves que estás
perjudicando a tu familia? Yo no perjudico a nadie, yo hago lo que creo que
debo hacer. Lo pasabas mal, pero todo eso, al relatarlo después con las demás
amigas u hombres con los que estabas en contacto, que ya habían salido, te animaba
y te ayudaba a superar todo lo que estaba pasando durante los cuarenta años que
estuvo Franco. El Partido había sido siempre la familia y lo seguía siendo.
Isabel Vicente
Hasta ese tiempo
yo había sido un muchacho atento a los problemas y las inquietudes políticas,
lógicamente, se habían despertado en mí hacía mucho tiempo, desde mi infancia.
En aquel tiempo escuchaba Radio España Independiente[3],
cuando podíamos escucharla, con otro compañero, Antonio Ferres, que era perito
industrial y trabajaba en Obras Públicas, hoy también novelista, que tenía a
través de su mujer un primo, militante comunista que estaba en la cárcel desde
la época guerrillera. Juntos empezamos a mantener relación con dos militantes
antiguos del Partido, no organizados, que no tenían contacto regular, pero con
los que en alguna ocasión, en casa de la mujer de Antonio Ferres, entonces eran
novios, habíamos tenido algunas conversaciones.
Esto sería
quizás en el 49. Nos sentíamos comunistas y sin encomendarnos ni a Dios ni al
Diablo empezamos a organizar en Obras Públicas unas células del Partido sin
tener relación directa alguna, llegando a tener, en un centro que tendría unas
doscientas personas, no sé, quizás quince o más miembros, todos trabajadores
manuales, alguna muchacha mecanógrafa y nosotros, Antonio Ferres, que era jefe
de alguna sección, y yo, que era segundo de la sección de ensayos mecánicos.
Hacíamos algunos panfletos que tirábamos de vez en cuando firmados Partido
Comunista de España, en los que seguramente decíamos las mayores barbaridades
del mundo y hasta es posible que pidiéramos la sublevación armada, es decir,
que para izquierdistas, nosotros. Los tirábamos allí mismo, con la multicopista
de la empresa. Al mismo tiempo, teníamos ciertas inquietudes literarias,
empezamos a publicar, tanto Ferres como yo, algunos cuentos en una revista que
se llamaba Sábado Gráfico, frecuentábamos en alguna ocasión el café Sésamo, que
creó un premio literario a través del cual, no me acuerdo muy bien porque vía,
empezamos a tener relación con Jesús López Pacheco, con Julián Marcos, y
manteníamos una tertulia en la glorieta de Quevedo, en un café que se llamaba
Quevedo, donde los sábados por al atardecer nos veíamos. Abajo había billares y
alguna vez jugábamos una partida. Eran tertulias que nosotros considerábamos
políticas a las cuales en alguna ocasión, ya en aquella época, acudió Enrique
Mújica, el que muy luego fue Ministro de Justicia del gobierno socialista.
A través de
alguien, no me acuerdo bien.de quien, en uno de los viajes a Madrid que al
parecer hizo por aquel tiempo Jorge Semprún, que entonces se le apodaba el pájaro o el pajarito, entramos en contacto con él de una manera indirecta.
Lo primero que me plantearon fue si quería escribir para Radio España
Independiente, dije que sí y desde entonces hasta el día de hoy.
Nuestra relación
era con Mestres, el que entonces llevaba el tema de la REI en Madrid. A partir
de ahí tuvimos contactos con el aparato de propaganda, incluso ocultando
material en casa, que me acuerdo que un día, creo que fue en 1959, cuando
íbamos cargados de propaganda para la huelga nacional, detuvieron a Antonio
Ferres en el metro, aunque le soltaron al cabo de un rato. Mi casa estaba llena
de sacos de propaganda que hubo que sacar aquella noche. En aquella campaña nos
utilizaron para tirar panfletos, que parecía que éramos los únicos que
tirábamos panfletos por Madrid y nos poníamos muy contentos cuando en alguna
ocasión nos encontrábamos octavillas que habían sido tiradas por otros
militantes que desconocíamos. Nos daban para tirar dos mil panfletos diarios,
que no son cualquier cosa. Recuerdo haber regado con aquello toda la calle San
Bernardo y el campo de fútbol, y recuerdo haber tirado octavillas con uno que
era militante oficial, que entonces estaba en la guardia civil, en el patio de
un cuartel de la benemérita que estaba en los altos del hipódromo, detrás de la
Escuela de Ingenieros Industriales, donde estuvieron a punto de detenernos. Es
decir, tirábamos en todas partes.
En la huelga de
aquel año todos los trabajadores manuales del centro en el que trabajaba fueron
a la huelga, y acudió la policía con el consiguiente escándalo, porque era el
único centro oficial que había ido a la huelga en España. No nos detuvieron,
seguramente porque el director del laboratorio, Eduardo Torroja, nos echó una
mano, pero de una manera más o menos inmediata nos advirtieron y nos invitaron
amablemente a dejar el centro.
En aquella época
yo ya había publicado algunos cuentos y había sido finalista del premio Nadal,
había obtenido el premio Acento de cuentos, con un relato que se titulaba Aquel
abril, que fue censurado en aquella revista, del mismo título que el premio,
que editaban unos cuantos disidentes del SEU. También publiqué allí Caminando
por las Hurdes y algunos otros trabajos.
Ya en el año 60,
a mi vuelta de un viaje por motivos partidarios a varios países del mundo,
China entre ellos, continué trabajando en el Partido y de una manera casi
inmediata pasé a integrarme en el comité de intelectuales y profesionales en
Madrid, una organización entonces relativamente pequeña, luego fue muy grande,
pero de cuyo comité formé parte cuando lo dirigía Ricardo Muñoz Suay, hombre
metido bastante en el cine, en la productora UNINCI, con Juan Antonio Bardem y
otros cineastas. Entonces el Partido tenía un número importante de militantes
en el mundo del cine, yo no podría dar una cifra pero quizás entre directores,
guionistas, ayudantes de dirección y otros pasaran del centenar en toda España,
lo que era una cifra tremenda en aquel tiempo. También estaba relacionado con
aquella organización Domingo Dominguín, el torero, que participaba en UNINCI y
fue militante del PCE hasta su muerte en Venezuela. En ese comité de
intelectuales estuve trabajando durante bastante tiempo, y luego, en la misma
dirección, con la ampliación a otros sectores del campo intelectual, ya había
también una organización de escritores y poetas, en la que estaban Gabriel
Celaya, Blas de Otero, López Pacheco, Carlos Álvarez, Alfonso Grosso en
Sevilla, montones de gente. También había una organización de plásticos
nucleada alrededor de Estampa Popular y Pepe Ortega. En ella estaban Ricardo
Zamorano, Daniel Gil y muchísimos pintores. Estaban también las organizaciones
en los colegios profesionales, en abogados o médicos, en fin, un número muy
importante de militantes comunistas en toda España.
En aquel tiempo,
aparte de las acciones que se habían llevado en la universidad de Madrid del
año 56, que fue una primera ruptura del mundo global de la cultura con el
régimen franquista, se dio una explosión abierta clara, aunque había
antecedentes anteriores. Habían tenido lugar las conversaciones de cine de
Salamanca, habían salido ya revistas poéticas de oposición, como Espadaña o la revista Norte, de Celaya. También se hizo con el
apoyo de Domingo Dominguín una revista en Pontevedra que duró dos o tres
números y había aparecido la revista Praxis
en Córdoba. En aquel tiempo, cuando las huelgas de Asturias, ciento un
intelectuales firmamos un documentos protestando por la represión y debimos
sufrir las represalias. Aquella fue la primera vez que visité Carabanchel en
unión de Alfonso Sastre, José María Moreno Galván, Basilio Martín Patino,
Dionisio Ridruejo, Caballero Bonald; en fin, de un grupo importante que nos
negamos a pagar las multas que nos habían puesto y fuimos a parar a la prisión
de Carabanchel.
Recuerdo, a
propósito de esto, la gran solidaridad que hubo con nosotros durante el tiempo
que estuvimos en la cárcel, donde los paquetes de comida llegaban de toda
España, de organizaciones y de personas, como la solidaridad que se originó
fuera de nuestras fronteras. Creo que todavía debo de tener alguna carta de
escritores americanos, franceses británicos, de todo el mundo, que nos mandaron
entonces. Incluso nos enviaron dinero para pagar las multas, dinero que dimos
para la solidaridad con los presos políticos porque nosotros nos habíamos
negado a pagarlas. Como anécdota, recuerdo que el comisario Yagüe[4],
uno de los jefes de investigación, que no quería que fuésemos a la cárcel, por
la repercusión que aquellas detenciones podrían tener en el mundo de la cultura
y más allá de nuestras fronteras, llegó a proponernos que pagáramos las multas
a plazos, cosa a la que nos negamos, aparte de lo gracioso que era en sí.
En mi vida
partidaria he trabajado en muchos campos. Las reglas de clandestinidad eran
diversas y no era demasiado fácil mantenerlas durante una situación muy
prolongada. Respetar las leyes conspirativas durante veinte o treinta años
siempre tiene sus problemas, porque la gente tiende a normalizar su vida y a
relajarse. La verdad es que la gente que estaba clandestina desarrollaba una especie
de sexto sentido, un mecanismo de defensa, que permitía que, pese a que Madrid
tuviera ya unos cuantos millones de habitantes, se pudiera detectar algún
seguimiento de la policía, a la que se llegaba a identificar por su manera de
estar en la calle, de sentarse en un café o de mirar a su alrededor. Entonces
se tomaban medidas de seguridad.
Las reuniones se
hacían en casas de confianza, en las que vivían camaradas que no tenían
actividad militante y que no conocía nadie, excepto los responsables del Partido.
Tampoco se apuntaban datos en las agendas, que yo nunca utilicé, porque me
aprendía de memoria las direcciones de los camaradas. Antes de acudir a
cualquier reunión era norma tomar todo tipo de precauciones; por ejemplo: si
iba a asistir alguno de los militantes que vivía en la clandestinidad más
cerrada se tomaba un taxi, o el metro, y se daban vueltas para evitar cualquier
seguimiento. Si se trataba de una cita en un sitio público con un militante al
que no se conocía, se llevaba un periódico doblado de una manera determinada,
con el titular a la vista o colocado de una cierta forma acordada. También se
utilizaban consignas y contraseñas en las citas. Bien es verdad que esto era
las menos de las veces, porque en el noventa y cinco por ciento de las ocasiones
los camaradas nos conocíamos.
El tema más
delicado era todo lo relacionado con la propaganda, porque la caída del aparato
de propaganda, además de lo que podía significar en cuanto a militantes
detenidos, paralizaba la vida del Partido. Además, dado que el sistema de
distribución de la prensa militante conectaba a todas las organizaciones, una
caída en este sector podía ser fatal para el resto de la organización, por eso
se cuidaba mucho el tema. En Madrid había dos aparatos de propaganda, uno funcionando
y otro en reserva, cuyas direcciones no conocía nadie, ni siquiera los
diligentes del Partido, excepto los implicados directamente. Luego había otros
aparatos autónomos que tiraban su propaganda específica: el de la universidad,
el de los profesionales e intelectuales y algunos de fábrica. Los de menor
importancia en cuanto a difusión de propaganda eran los de las asociaciones de
barrio en las que había militantes, que en el mejor de los casos eran
multicopistas y en otros eran lo que llamábamos vietnamitas, aparatos de
fabricación casera con rodillos, que se podían destruir muy rápidamente al
menor aviso de que la policía andaba detrás de él.
Armando López
Salinas
El Partido me
mandó a Madrid en mayo del 62, donde estuve hasta noviembre y compré cuatro
pisos para la vida clandestina. Recuerdo que uno estaba por la calle Serrano,
otro por la parte de San Juan Bautista y otro por Carabanchel. Antes de
comprarlos ya teníamos preparadas unas familias, que iban a vivir allí
legalmente pero que en realidad encubrían las reuniones de Partido y la
propaganda o servían para que vivieran en ellas los dirigentes clandestinos. Yo
anduve entrando y saliendo de España, un día en Madrid, otro en Bilbao, hasta
que tuvo lugar la caída de Grimau en 1963, y, luego, en abril del 64, la de
Sandoval[5] y
Justo López[6],
me reclamaron como responsable de propaganda en Madrid.
La imprenta en
la que hacíamos la propaganda estaba por Carabanchel, y recuerdo que un día
reconocí a unos policías en una panadería que había en la esquina y se lo
comenté a Romero Marín[7],
que estaba conmigo. Son de la social, le dije, y el estuvo de acuerdo. Luego
supimos que habían ido a detener a Marcelino Camacho, que vivía por allí.
En aquella
imprenta trabajamos muchos meses, y llegó un momento, en el 68, que ya no
teníamos capacidad para hacer todo lo que nos pedían las diversas
organizaciones y compramos una máquina grande, que de cada pasada imprimía ocho
páginas de Mundo Obrero. En un reunión del secretariado del Partido en París
conseguimos que nos autorizaran a montar una imprenta, cosa que hicimos
finalmente en Vallecas, dando una entrada de millón y medio de pesetas. Es
curioso, porque entonces había una ley del Ministerio de Industria por la que
no se podían dar más caballos de fuerza a los talleres de Madrid, resultando
insuficientes para lo que nosotros necesitábamos. Lo arreglamos gracias al
propietario de la imprenta, por mediación de un tío suyo que había sido chófer
del alcalde de Madrid.
Aislamos el
local, para que los vecinos no escucharan el ruido, y trabajábamos por la
tarde, tirando en una de ellas 12.000 ejemplares de Mundo Obrero. Las planchas venían de París cada quince días y en
una semana hacíamos Mundo Obrero. También hacíamos Nuestra Bandera[8],
de la que tirábamos dos mil quinientos ejemplares, y Realidad[9],
que luego se hizo a multicopista. Mi contacto directo era con Romero Marín, que
entraba con un coche del Partido en el garaje, lo cargábamos y luego lo
dejábamos en una calle determinada, de donde lo sacaba el propietario del coche
con sus llaves para hacer el reparto. Mientras yo fui responsable nunca hubo
una caída de propaganda, porque vigilaba y controlaba mucho, buscando los
buenos sitios para realizar las citas. Por otro lado, yo vivía con una familia
y hacía una vida normal.
La vida
clandestina se lleva según el carácter de cada cual. No se puede ser ni muy
liberal ni muy rígido, porque existen unas leyes de clandestinidad que hay que
respetar. Por ejemplo, yo nunca he salido de noche, ni he ido a una discoteca.
He ido al cine, pero por la tarde, porque a las diez o a las once ya estaba en
casa, aunque no dejaba de circular libremente por Madrid, ya que tenía
documentación falsa. En las reuniones siempre llegábamos juntos Romero Marín y
yo. En alguna casa hemos hecho ciento cincuenta o doscientas reuniones y ya
entrábamos tan tranquilos. Llegabas bien vestido y le decías al portero: buenas
tardes, y tan tranquilo.
José Gros
[1] Marido
de Manolita del Arco, que participa en este libro.
[2] Órgano
del PSUC.
[3]
Radio comunista, también llamada La Pirenaica, que emitió, desde la postguerra
hasta la llegada de la democracia desde Moscú y Bucarest. Para ampliar el tema
es conveniente leer las memorias del que fuera su director, Ramón Mendezona, “La Pirenaica y otros episodios”
(Ediciones Libertarias, 1981).
[4] De
nombre Saturnino, famoso y tristemente recordado jefe de la Brigada
Político-Social de Madrid.
[5]
José Sandoval (1913/2012). Procedente de la JSU, estuvo exiliado en Moscú.
Miembro del comité central del PCE, posteriormente a esta fecha fue responsable
de la organización de intelectuales del PCE en Madrid.
[6] Justo
López de la Fuente. Exiliado en la URSS participó en la defensa de Moscú.
Dirigente del PCE en la clandestinidad. Detenido en 1964, falleció en la cárcel
de Burgos en 1969.
[7]
Francisco Romero Marín (1915/1998). Dirigente del PCE, miembro del comité
central y el ejecutivo, estuvo exiliado en la URRS, donde fue condecorado por
su actividad en la guerra contra los nazis. Fue responsable de la organización
en Madrid durante 15 años sin ser detenido hasta 1974.
[8] Revista
teórica del PCE.
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