sábado, 7 de diciembre de 2013

TEBEOS CONTRA FRANCO. EPILOGO II





Cervantes nos descubrió en su Quijote la lucidez de la locura. Quevedo volatilizó la mala leche en poesía. Shakespeare diseccionó el poder con sus Enriques. Lope de Vega alertó sobre la fuerza colectiva de los habitantes de Fuenteovejuna. Carlos Marx estableció en El Capital algunas leyes fundamentales del comportamiento social. García Lorca se sumergió en las profundidades del ser humano en sus sonetos del amor oscuro. Pérez Galdós retrató un mundo en episodios y Tristán Zara lo dispersó en mil universos inalcanzables. Todos estos alumbramientos, que  hoy forman parte, convertidos en libros, de las más altas cumbres del talento humano, no hubieran alcanzado esa relevancia universal, y es posible que ni siquiera hubieran existido, sin la inteligencia, la curiosidad y la tenacidad de un visionario herrero alemán con buen ojo para los negocios que vislumbró las posibilidades que ofrecía una prensa de uvas para la reproducción en serie de la palabra escrita. Una idea que transformaría el mundo.

Desde el origen de los tiempos el ser humano había buscado las formas de dejar fijadas para la posteridad las palabras y los pensamientos a través de los soportes más variados. La piedra tallada, la madera (que confirió nombre al libro futuro, pues no por nada la primera definición tanto de biblos como de liber es corteza interior de un árbol), la arcilla cocida mesopotámica, los hojas de palma de India, el cuero curtido, la vitela, piel pulida de becerros recién nacidos que se utilizó para tantos códices miniados, el papiro y el pergamino, e incluso, mediante el tatuaje, la misma piel humana sirvieron para fijar y eternizar los signos caligráficos de las distintas culturas, que unidos en formas de palabras transmitían el pensamiento humano.

La batalla por determinar el mejor soporte para la escritura la acabó ganando finalmente el papel. Como tantos otros elementos fundamentales para el proceso de la impresión, también el descubrimiento de éste correspondió a los chinos, que ya dispusieron de papeles para sus ideogramas desde el año 150 antes de Cristo. Para fabricarlo fueron probando diversos materiales, desde las fibras de cáñamo y algodón hasta las de bambú, morera, lino, caña y otras, sin alejarse con ello de los métodos contemporáneos de producción más que en la tecnología de su fabricación. Curiosamente, España resultó ser la pionera de la introducción en Europa del papel, habiéndose datado en el año 1150 la fecha en la que los árabes instalaron el primer molino de papel del continente en Xátiva, entonces enclave musulmán que no formaría parte del Reino de Valencia hasta que Jaime I El Conquistador se la arrebatara en 1238.  

Con tales materiales, y reducidos a la obligatoriedad del ejemplar único, o a la limitada multiplicación que permitía la labor de los copistas, que a mano reproducían los originales, la elaboración de un libro o códice suponía un esfuerzo, un gasto y un tiempo realmente extraordinarios. El monje o fraile que ejercía de copista, que en muchos casos era analfabeto y se limitaba a reproducir los signos sin conocer su significado, debía copiar cada dibujo y cada palabra, habitualmente de grafías complicadas, de manera minuciosa y precisa. Hasta diez años podía tardar un copista en finalizar la reproducción de un códice medieval.

 La Xilografía --otro invento llegado de la lejana China a Europa en pleno siglo XIII-- vino a paliar algo tan arduo esfuerzo, aunque la tarea de fijar letras sobre un papel siguiera siendo un auténtico trabajo de chinos, perdónese el chiste fácil, y los primeros libros reproducidos por este sistema debieran esperar doscientos años para ver la luz, pues entretanto el sistema se dedicó, sobre todo, a la impresión de barajas y estampitas de vírgenes y santos. El proceso xilográfico exigía tallar sobre una tablilla de madera el texto y los dibujos, para luego fijarla a una mesa, impregnarla con la tinta, que por aquel entonces existía de tan sólo tres colores: negra, roja o azul, colocar encima el papel y pasarle un rodillo, que fijaba la tinta en el y que debía secarse durante largo tiempo. Además de trabajoso, el procedimiento era poco útil, pues la madera se desgastaba pronto y el número de copias que se podían imprimir resultaba necesariamente limitado. En cualquier caso, la acumulación de estos cambios cuantitativos estaba ya en disposición de abrir paso al cambio cualitativo y definitivo.

Al igual que el papel, la pólvora, la brújula y los rollitos de primavera, una vez más el invento de la imprenta de tipos móviles, fundamento de toda la impresión desde entonces, corresponde a los chinos. En concreto a un herrero plebeyo nacido en el año 990 que ha pasado a la historia y a wikipedia como Bi-Sheng, al que se le ocurrió la peligrosa idea de tallar, primero en madera y luego en porcelana, los caracteres de la escritura china, perfeccionando los sistemas xilográficos previos. Lo debió tener duro, pues sus tipos no tenían que reproducir tan sólo las 27 letras del alfabeto latino sino el infinito número de caracteres propios, de los que inicialmente parece ser que llegó a tallar 3.000. Un verdadero tormento para los  linotipistas.

No citan los expertos constancia alguna de que tal artilugio impresor fuera conocido por Johannes Gensfleisch de Gutenberg cuando empezó a interesarse por el tema, o aún después. Gutenberg, que había nacido en Maguncia en una fecha no identificada entre 1395 y 1399, no fue tanto un entusiasta de la cultura que los libros podían transmitir, sino, ante todo, un avispado y visionario negociante que pensó que si se reducía el largo tiempo que suponía la confección de un libro manuscrito y se lograba multiplicar los ejemplares se podían acelerar e incrementar las ganancias en el mercado lector, aún reducido, pero ya importante. En términos de esta sociedad del marketing y el eufemismo en la que vivimos se trataría de un “emprendedor” en el más exacto sentido del concepto. 

Aunque suponga un cierto rodeo en el recorrido, merece la pena detenerse un momento en el primer impresor europeo, aunque solo sa por la paradoja que implica el éxito inmenso que obtuvo su invento en contraste con la desafortunada vida del inventor. Hay notables lagunas en la biografía de Gutenberg, que se inician con el desconocimiento del momento exacto de su nacimiento y afectan a otros avatares de su vida, entre ellos los numerosos cambios de ciudad de residencia. No obstante, siempre anduvo tras la idea de la imprenta, y ya en 1434, cuando ejercía oficialmente como platero en Estrasburgo, se sabe que había formado sociedad con un tal Hanz Riffe para desarrollar ciertos procedimientos secretos relacionados con la prensa y las formas de impresión. El trabajo lo realizó con la ayuda y bajo la protección de la Orden Benedictina, que acababa de efectuar una reforma religiosa que imponía una liturgia unificada que necesitaban difundir entre las masas de católicos. Las cosas no debieron ir bien, porque hubo que recurrir al proceso judicial para conseguir que el futuro impresor pagara las inmensas deudas en que se había metido para materializar su invento.

Nuevamente en Maguncia, su ciudad natal, Gutenberg volvió a buscar socio capitalista y entró en sociedad con el banquero Johannes Fust, quien le facilitó el dinero para editar en 1449 el “Misal de Constanza”, primer libro tipográfico de Occidente. Habían pasado 15 años desde que tuvo la idea hasta que la vio plasmada en los 150 ejemplares que salieron de su prensa. Pese al logro, sus habilidades artesanales debían ser mayores que las de negociante, pues nuevamente se vio enfrentado por deudas con el banquero, que rompió la sociedad y editó luego en solitario la que debería haber sido la gran obra de Gutenberg, la conocida como “Biblia de 42 líneas”, que había empezado a imprimirse en 1452 y que se publicaría al fin cuatro años después. Con tanta deuda y tanto pleito, el inventor quedo arruinado y falleció en 1468 en la misma Maguncia en la que había nacido.

A la hora de idear lo que sería la primera imprenta de tipos móviles de Europa, Gutenberg debió enfrentar dos problemas básicos: cómo acelerar el lento proceso de elaboración de la plancha impresora, eliminando la obligación de tallarla entera como exigía la xilografía, y mecanizar de manera eficaz la necesaria presión de la plancha sobre el papel, eliminando rodillos manuales, lentos, pringosos e inseguros. Para solucionar el segundo de estos problemas parece ser que se fijó en una prensadora de uvas, en la que la parte superior se deslizaba alrededor de un grueso tornillo, presionando los racimos, colocados sobre un soporte fijo, hasta extraer el mosto y dejar secas pieles y semillas. Fue una idea brillante, sencilla y fácil de realizar.

La primera exigencia le costó más resolverla. Estaba claro que si se quería romper el sistema de tallar la madera en una sola plancha había que conseguir algo estructurado por partes que se pudieran unir en un todo homogéneo. Esas partes debían ser las letras, y a ello se puso el platero alemán, haciendo un molde de madera de cada una de ellas que vaciaba posteriormente en hierro, paliando así la fragilidad y el desgaste de la madera. Los tipos resultantes podían unirse de manera ordenada dentro de un marco que daba forma a la página. La teoría parece hoy en día clara, pero llevarla a la práctica necesitó de muchas pruebas y correcciones para solucionar problemas inesperados. Por ejemplo, cada letra tenía distinta anchura y adecuarlas todas a un texto continuo y homogéneo no resultaba fácil. El problema le obligó a crear 150 tipos diferentes que, conjuntándolos de acuerdo a cada escrito, le permitieron la reproducción exacta de los textos en el marco de la página. 

Otra complicación sería la inclusión de imágenes, que no consiguió solucionar, pese a lo que no habría que echárselo en cara, pues el problema constituyó un desafío que nadie lograría superar hasta que en 1789 se inventó la litografía y se pudieron imprimir al mismo tiempo palabras y dibujos o, posteriormente, fotos. En aquello siglos iniciales, Gutenberg y sus pronto numerosos seguidores dejaban vacía la parte de la plancha correspondiente a la ilustración, que luego pintaba directamente sobre el papel un amanuense o se imprimía mediante la xilografía. Fuera como fuera, cuando se difundieron aquellos primeros 150 libros impresos por el alemán quedó abierto un camino para el progreso, el conocimiento y la evolución de la sociedad que han posibilitado llegar hasta ahora mismo.



La expansión de la imprenta fue fulgurante, en toda Europa pero especialmente en Alemania, entonces todavía el Sacro Imperio Romano Germánico, que no sólo había sido la cuna del invento, sino que dada la importancia y número de las universidades y los centros de estudio existentes constituía un terreno abonado para la difusión del libro. Hasta tal punto era así que para 1470, a tan sólo 21 años del Misal de Constanza, las imprentas ya estaban implantadas en las principales ciudades. Algunas de ellas fueron tan importantes como la que Antón Koberger instaló en Núremberg, en la que trabajaban más de 100 empleados en 24 prensas, y que llegó a contar con la asesoría y colaboración de Alberto Durero, autor de las ilustraciones, extraordinarias, según se puede comprobar a la izquieerda, de un “Apocalipsis” publicado en 1498. Por si fuera poco, esta empresa era algo más que unas prensas y unos operarios, pues se ocupaba no solo de la producción, impresión y edición de los libros, sino también de su comercialización, distribuyéndolos directamente en librerías alemanas, francesas y de otros países.

En 1465 la imprenta ya había llegado a Roma, capital ideológica del imperio occidental y cristiano, y cuatro años después a Francia. En 1472 había talleres en Suiza y el año siguiente en Polonia, Holanda y Bélgica. En 1477 cruzó el mar por primera vez y desembarcó en Inglaterra. Tal fue el éxito, que durante la segunda mitad del siglo XV, con la imprenta todavía dando sus primeros pasos, se editaron en toda Europa veinte millones de libros, cantidad que se multiplicó por diez en la centuria siguiente hasta alcanzar los doscientos millones de ejemplares.

En España el primer libro impreso con el nuevo artilugio en 1472 fue el “Sinodial de Aguilafuente”, un volumen de 48 hojas que contenía las actas del sínodo que acababa de celebrar la diócesis de Segovia, cuyo obispo, Juan Arias Dávila, necesitaba textos para adoctrinar a los alumnos del centro de estudios que acababa de fundar. Conocedor del invento de Gutenberg, que llevaba ya dos décadas funcionando, mandó llamar en 1469 a un impresor alemán, el maestro Párix, que tardó tres años en organizar el taller y ponerlo a funcionar. Aquello de imprimir parece que no era cosa de llegar y besar el santo. En lo que quedaba de siglo se fueron instalando imprentas en las principales ciudades, de Valencia, Zaragoza, Sevilla o Valladolid a Mondoñedo, Coria, Montalbán o Monserrat, de forma que al acabar la centuria había alrededor de una treintena de talleres en la España recién unificada por Isabel y Fernando, a los que el papa valenciano Alejandro Sexto confirió en 1496 el título de Reyes Católicos, con el que se harían famosos en la historiografía mundial, y a los que volveremos, brevemente, unos párrafos más adelante. Madrid, por aquel entonces un poblacho casi recién salido de las garras del moro, no contó con una imprenta hasta 1566, una vez establecida en ella de forma permanente la corte de Felipe II cinco años antes.

En la España en proceso de unificación de finales del siglo XV --en la que la Iglesia de Roma, como sucedía en toda Europa, constituía la principal estructura organizada de poder, además del basamento dogmático de su ideología, y a ella estaban subordinados los reinos y sus reyes, que no obstante la utilizaban para mantener su dominio-- la imprenta tuvo consecuencias decisivas y contradictorias. Por una parte, abrió caminos al conocimiento, fomentó las ideas nuevas y construyó el basamento de lo que desembocaría en el esplendor creativo del Siglo de Oro. Por otra, desató las furias inquisitoriales, necesitado el estado, en plena construcción del Imperio, de un férreo control de las ideas “disolventes”. 

Hasta ese momento de la llegada de la imprenta, los manuscritos estaban totalmente en manos eclesiales, encerrados en conventos, catedrales, monasterios, cortes reales y castillos feudales, con el consiguiente monopolio del conocimiento y el poder que este les otorgaba sobre un pueblo ignorante, supersticioso y alienado. También se almacenaban cada vez más, es cierto, en las universidades, que aunque no fueran sino correas de transmisión del pensamiento mágico-religioso de Roma, soltaban cada año un número creciente de licenciados que se desparramaban por los reinos de Castilla, Navarra, Aragón o Valencia, ampliando el círculo de ciudadanos lectores, ansiosos de saber en medio de aquella sociedad que todavía era abrumadoramente iletrada. Destacaban ya, como faros de cultura, las bibliotecas particulares de manuscritos, algunas de la importancia de las de Petrarca, que llegó a reunir unos 200 manuscritos, Bocaccio, que rondaba los 90, o Pico de la Mirandola, que alcanzó nada menos que los 1.695.

La impresión mecánica vino a transformar radicalmente este panorama. Aunque algunos de los avances que aportó la imprenta fueran técnicos, su influencia cultural, social y política resulto decisiva en la configuración de una nueva era histórica. Su principal característica, la posibilidad de multiplicación de los ejemplares, que a diferencia de la de los panes y los peces no tuvo nada de milagrosa, amplió de golpe el número de personas que podían atesorar sus propios libros, rompiendo, en un proceso lento pero inexorable, el monopolio del conocimiento, que hasta entonces habían atesorado en exclusiva el clero y la nobleza. Durante los siglos XV y XVI las ciudades crecieron de manera espectacular y en su seno nacieron y se desarrollaron nuevas clases sociales, ligadas a los profesionales que necesitaba la urbanización creciente de la sociedad, desde escribanos, notarios o médicos hasta boticarios, empresarios o comerciantes, todos ellos posibles lectores, que configuraban unas incipientes clases medias, hambrientas de cualquier nuevo conocimiento que les garantizara su sitio en la escala social.

La difusión del libro cambió los hábitos de lectura, que dejó de ser cosa de alimentar la piedad para transformarse en un entretenimiento, que se extendía más allá de los propios letrados mediante la lectura colectiva en voz alta de los textos ante grupos de amigos o familiares analfabetos. El nuevo sistema de impresión permitió también reducir el formato de los viejos manuscritos y códices, haciéndolos más transportables, facilitó la unificación de la tipografía, hasta entonces distinta según los diferentes territorios, ayudando con ello al intercambio internacional de ideas, o acabó con el latín como único idioma culto, abriendo paso a las publicaciones en lenguas romances y a su potenciación.

Aunque existían ya modelos literarios establecidos, como la narrativa o la poesía, que contaban con antecedentes tan ilustres como Boccaccio, Chaucer, Dante o Petrarca, por reducir la nómina a los que pudieron ver sus obras xilografiadas en el siglo XIV, la imprenta contribuyó a fijarlos como géneros, abriendo nuevos caminos a la creación literaria. Ya se podían imprimir las obras teatrales, y las traducciones permitían acceder a obras de otras culturas, empezando por los clásicos griegos o romanos hasta entonces inalcanzables, incluso para la mayor parte de la pequeña minoría de letrados existente. La imprenta permitió la difusión del pensamiento a una velocidad que debió resultar vertiginosa para la época. Da prueba de ello, por ejemplo, que ya en 1516 Diego López de Cortegana tradujera al castellano por primera vez un libro de Erasmo de Rotterdam, su contemporáneo, cuyos escritos tuvieron amplia repercusión en España desde entonces, difundiendo sus ideas renovadoras, y en muchos puntos revolucionarias, sobre el catolicismo, que tanto habrían de influir en Lutero y la rebelión antipapista del protestantismo. El libro impreso fue un instrumento de cultura que permitió el Renacimiento y avanzó hacia la Ilustración, abriendo el mundo a la sociedad contemporánea.






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