sábado, 14 de diciembre de 2013

TEBEOS CONTRA FRANCO. EPILOGO III





Rodeados por el latinajo  “EXURGE DOMINE ET JUDICA CAUSAM TUAM. PSALM.73″ (“Álzate, oh Dios, a defender tu causa. Salmo 73”), tres símbolos gráficos adornan el escudo de la Santa Inquisición, gloria y prez de una de las dos Españas y tormento de la otra: una espada a la derecha, para acabar con los enemigos, una rama de olivo al otro lado, para recibir a los arrepentidos, y en el medio, una Cruz para todos. No hay que hacerse cábalas, es la vieja ley del palo y la zanahoria.

Jamás debió imaginar Gutenberg que aquel invento suyo que había permitido en 1449 la impresión del primer libro tipográfico de Occidente pudiera servir para otra cosa que para difundir en honor de Dios las ideas de la Santa Iglesia de Roma (y a más, alcanzar personalmente honores y riquezas). Ni asomo de pensamiento de que su prensa y tipos móviles pudieran utilizarse también para difundir el mal de la heterodoxia, la herejía, la inmoralidad y el pecado. Pero el invento se le escapó de las manos. No cayó en que lo inicialmente benéfico, o tenido como tal por unos cuantos, pueda acabar convertido en invento demoniaco, contra el que hay que luchar sin respiro con uñas y dientes, pues, sabido es, que en esa batalla nos van la salvación eterna o las llamas del infierno, según decidamos aceptar, sumisos, la rama de olivo, o enfrentarnos, rebeldes, a la espada.

Las primeras imprentas de los siglos XV y XVI, dependientes en un principio de universidades y otros centros religiosos o reales, se convirtieron muy pronto en meras empresas privadas que, como correspondía a esa condición, buscaron el beneficio económico como principal objetivo. Así fue que al poco percibieron los empresarios impresores que podían aumentar sus cuotas de mercado (aunque ese concepto tan actual no se formulara entonces ni en lema latino), y en escaso tiempo pasaron a publicar no sólo los encargos eclesiales, sino toda la variedad de materiales literarios que escribían desde siempre los más distintos autores y que comenzaban a demandar con insistencia la reducida pero creciente cantidad de ciudadanos alfabetizados de la época, no todos ya curas o nobles. Entre esas demandas figuraban novelas picarescas, versos alegres y cáusticos o ensayos considerados heterodoxos y heréticos por papas, prelados y reyes, que pronto comenzaron a salir en cantidad de las prensas.

Al público lector le encantaban los nuevos géneros, pero para el poder eclesial y político resultaban libros peligrosos, porque, como escribió con clara lucidez Luis Vives, probablemente el más importante humanista del Renacimiento español, en carta a Erasmo de Rotterdam en 1526: “si los leen muchos, como me dicen que pasa, quitará a los frailes mucho de su antigua tiranía”. Y quitar tiranía a los frailes era socavar las bases del sistema, reivindicar el conocimiento, abrir la discusión y sembrar la duda. Había que ponerle coto al abuso y se creó la censura, compañera inseparable desde entonces de la letra impresa, pulso eterno entre la libertad y la tiranía.



Llegados a este punto permítaseme regresar por un par de párrafos a los Reyes Católicos, que en tema tan sustancial también hicieron su aportación personal a la historia. Ellos fueron quienes establecieron mediante una pragmática, el ocho de julio de 1502, la primera disposición que castigaba la impresión de libros sin autorización previa, aunque ya antes habían acudido a métodos más expeditivos, que no se dejarían de utilizar en siglos, como la quema pública, tras la conquista de Granada, de ejemplares del Corán, muchos de ellos de singular belleza según las crónicas. No obstante, no seamos ingenuos, no fue sólo la reconocida fe en la grandeza del dios cristiano de los monarcas lo que provocó estas medidas incendiarias y censoras, que llegaron, sobre todo, por razones de estrategia política. Isabel y Fernando estaban llevando a España del Medievo al mundo moderno, bien es verdad que a sangre y fuego, y mantener lo que ya habían conseguido, como plataforma para culminar sus ambiciones expansionistas, tenía sus exigencias.

En los libros escolares se glorifica a aquellos Isabel y Fernando del tanto monta, monta tanto, como los unificadores de España y los forjadores del Imperio. Y no faltan datos históricos que lo confirmen, aunque no todos resulten glorificadores de la pareja. Cierto es, que bajo su mandato, lo que nunca había sido España, sino una complicada convivencia de reinos independientes y no siempre bien avenidos, se convirtió en un territorio de administración única, aunque compartida, y que expandieron su poderío hasta traspasar límites del mundo entonces conocido, en un viaje imperial que tanto oro, honor y poder reportó a los poderosos y tanta hambre, miseria y sangre costó a sus súbditos de uno y otro lado del océano. También es cierto, y conviene recordarlo en cuanto a valorar la santidad y ejemplaridad de los susodichos se refiere, que todo ello se llevó a cabo con la espada por delante y la muerte, la tortura, el exilio y le represión como método. Paradójicamente, la era moderna llegó a España de la mano de la iniquidad política y la explotación económica e imperial, y no de las nuevas ideas libertadoras y heterodoxas que a la larga serían la principal característica de esa modernidad que se alumbró con el Renacimiento.

Desde que los dos adolescentes (ella tenía 18 años y él 17) se casaron en al Palacio de los Viveros de Valladolid el 19 de octubre de 1469 y unieron bajo una corona bicéfala los respectivos reinos de Castilla y Aragón, que ambos regentaban no sin conflictos internos, la suya fue una voluntad de decidido expansionismo que convirtió su reinado en un no vivir de constante ajetreo, guerras, problemas económicos y conflictos religiosos. Ya acalladas las protestas de los nobles catalanes y valencianos, conquistada Navarra, ampliado su poder a la Europa mediterránea y el norte de África, el proceso expansivo culminó, como el vértice de una pirámide, en 1492. Ese año se expulsó a los judíos, cerrando una persecución interna de siglos, se acabó con la presencia musulmana en la península con la conquista de Granada y se colocó un pie en América con el primer viaje de Colon, que buscando las Indias se dio de bruces con las futuras Antillas. Los Reyes ya tenían en sus manos lo que ansiaban desde su ventajosa unión matrimonial, un verdadero Imperio. Ahora había que gobernarlo, y para ello necesitaban una ideología férrea y unificadora, el catolicismo, y una falta absoluta de oposición o enfrentamiento interno, única forma de mantener el poder autoritario sobre el inmenso territorio que habían conquistado. La fusión del aparato represor del Estado totalitario con la argamasa ideológica que aportaba la iglesia romana resultó ser el sistema ideal para los siglos de consolidación del imperio que estaban a punto de llegar.


Aunque existan antecedentes franceses que se remontan al siglo XII, cuándo se utilizó para combatir la herejía albigense, La Inquisición no llegó a España hasta que en 1478 los Reyes Católicos, principalmente Isabel, la ideóloga de la pareja, que había sido convencida de la utilidad de su implantación por el dominico sevillano Alonso de Hojeda, se lo pidieron a Roma, que dio su beneplácito el 14 de noviembre de aquel mismo año. Todo el poder quedaba así en manos de los monarcas, quienes tenían la exclusiva competencia de nombrar a los inquisidores y con ella la de controlar toda la estructura ideológica y represiva.

En un principio, el tribunal político-religioso se estableció tan sólo en Córdoba y Sevilla, donde el ya mentado Alonso de Hojeda desató una dura persecución contra los conversos judaizantes que creía haber detectado entre la población, lo que condujo, apenas dos años después de fundarse la institución, el 6 de febrero de 1481, al primer auto de fe de la historia española, que acabó con la quema en la hoguera de seis personas vivas. Desde entonces, y hasta que desapareció oficialmente nada menos que en 1834, pero especialmente en los siglos XVI y XVII, La Inquisición constituyó la primera policía política de España, que a través de su doble estructura política y religiosa investigó, detuvo, juzgó, condenó y ejecutó a quienes se oponían al poder absoluto de la monarquía, ponían en duda su ideología religiosa única (lo que suponía cuestionar el orden establecido), o simplemente atentaban, aunque fuera ligeramente, contra su ortodoxia y principios morales. Dentro de ella se instituyeron consejos especiales para la censura de libros, formados tanto por clérigos como por seglares, siendo también el Santo Tribunal el encargado de hacer cumplir las prohibiciones y castigar a los que se atrevían a saltárselas.

Resulta desazonador, aunque lógico, comprobar hoy en día de qué manera todas las tiranías, sea la monarquía totalitaria de los Reyes Católicos y sucesores o la dictadura franquista, han utilizado de manera similar a lo largo de la historia la censura como forma de mantenerse en el poder, y cómo los métodos, los protocolos, los criterios y la actividad de los censores cambiaron tan poco en 400 años.

El procedimiento inquisitorial era minucioso e implacable. Los inquisidores establecían dos categorías censoras: la prohibición absoluta y la “expurgación”, que no consistía en otra cosa que en la obligación de eliminar del escrito original las frases o párrafos que se habían considerado peligrosos. En esta última categoría llegaría a ser incluido hasta “El Quijote”, del que hubieron de suprimirse frases tan evidente ciertas, y quizás por ello peligrosas, como aquella que aseguraba que “las obras de caridad que se hacen flojamente no tienen mérito ni valen nada”.

Pero pese a todos los reglamentos y ordenanzas,  aún se editaban y difundían textos prohibidos de manera más o menos clandestina, bien imprimiéndolos sin pie de imprenta, bien importándolos de otros países o bien sacándolos de herencias de bibliotecas, que se vendían a través de las llamadas librerías “de muerto” o simplemente por los vendedores callejeros. Eliminar las obras heréticas o licenciosas suponía poner en marcha un importante aparato censor y represivo que tuvo su columna vertebral en la Inquisición y sus terminales nerviosas en las parroquias de cada pueblo y en los propios vecinos, que no dejaron en muchas ocasiones, fuera por razones de fe profunda, simple miedo o egoístas intereses personales, de delatar a amigos o familiares poseedores de libros heterodoxos o impuros.

El mecanismo censor empezaba a funcionar en las mismas fronteras del Estado, situadas en los entonces llamados puertos “marítimos” y “terrestres”, para impedir la entrada de los textos perniciosos. Se controlaban las imprentas, cuidando que no publicaran libros que no tuvieran la autorización correspondiente, y se ejercía una férrea vigilancia sobre distribuidoras y librerías, a las que se inspeccionaba al menos una vez al año, para comprobar que mantuvieran en orden el obligado libro de existencias y que tuvieran en su poder la correspondiente lista de libros prohibidos, de forma que no pudieran alegar ignorancia si se encontraba alguno de ellos en las estanterías. Incluso se registraban domicilios y bibliotecas privadas en busca de escritos diabólicos y pecaminosos. Los ejemplares peligrosos encontrados en esas razias ya tenían destino definido desde la pragmática de los Reyes Católicos de 1502: ser “quemados públicamente en la plaza de la ciudad o villa o en el mismo lugar donde vendiese o los ovieses vendido”, y las condenas para sus poseedores podían llegar a la de muerte, aunque parece que no se conoce ninguna exclusivamente por esa causa.

Desde mediados del siglo XVI, las obras prohibidas se empezaron a dar a conocer por medio de listas, índices o libros, que convertidos en edictos inquisitoriales se colgaban en las puertas de las iglesias y se difundían entre impresores, distribuidores y libreros para su general conocimiento. En el de 1640, elaborado por el inquisidor general Antonio de Sotomayor, confesor real y arzobispo de Damasco, se concretaban y categorizaban las razones para la prohibición de los libros, normas similares por otro lado a las que se habían utilizado hasta entonces y a las que se seguirían utilizando. Estos criterios sirven de alguna manera para comprender hasta donde llegaba la mano de la censura y la simbiosis y connivencia entre religión y poder que demuestra su simple enunciación. Eran 16 reglas, después reducidas a cinco, con las que se clasificaban otros tantos grupos de libros condenables: “1) Obras contrarias a la fe católica escritas por heresiarcas y heterodoxos, así como las traducciones a lenguas “vulgares” que tratan cuestiones de fe, la Santa Biblia o las obras de controversia. 2) Obras de nigromancia o astrología o que fomenten la superstición o las prácticas traumatológicas, aunque se autorizaban los horóscopos. 3) Obras lascivas, corruptoras y de amores impropios, así como cualquier representación deshonesta. 4) Obras publicadas sin nombre del autor o del impresor y sin lugar o fecha de edición. 5) Obras o fragmentos de obras que atenten contra el honor de los eclesiásticos y gobernantes, así como aquellas que ataquen la autoridad del estamento eclesiástico y favorezcan la tiranía bajo razón de Estado”.

Con tan amplio abanico prohibitivo en su poder, los censores se aplicaron con saña a la labor, y hay que reconocer que no se la cogieron con papel de fumar a la hora de decidir lo que no se podía publicar, lo que se debía expurgar o lo que, una vez impreso, debía ir a parar al fuego depurador. No es de extrañar que con la rebelión protestante como principal problema político-religioso de Roma y el Imperio Católico, los primeros en caer en la hoguera fueran los textos de Erasmo de Rotterdam (1467-1536), inspirador de muchos de los principios de la escisión, y los del líder de la escisión, el propio Lutero (1483-1546), aunque también motivaran la ira del censor antecesores que habían muerto hacia un siglo, como Jan Huss (1370-1425), o, ya contemporáneos a los inquisidores, los discípulos Philipp Melanchthon (1497-1560), Uriko Zuinglio (1484-1531) o el más conocido Calvino (1509-1564), entre otros herejes de reconocido prestigio en la Europa del momento.

Pero no sólo de disidencia política y religiosa se alimentaron las hogueras inquisitoriales, sino también de los más variados géneros literarios en pleno proceso de formación, sin parar mientes, incluso, en que hubieran sido escritos en tiempos anteriores a la letra impresa, comenzando por los clásicos Luciano, Aristóteles, Demóstenes, Hipócrates, Séneca, Platón, Dante, al que se suprimieron versos de su obra magna, o Petrarca

Libertinos, procaces y deslenguados debieron parecerles a aquellos primeros censores “El Decamerón” de Boccacio (1313-1375), el “Coloquio de las damas” de Aretino (1492-1566), por no hablar ya de sus “sonetos lujuriosos”, auténticos versos pornográficos que sólo verían la luz tras su muerte, y tan excesivamente mundanos y carnales vieron los gargantuas y pantagrueles de Rabelais (1494-1553) como dubitativos y faltos de entusiasmo los ensayos de Montaigne (1533-1592) o caústicas las fábulas de La Fontaine (1621-1695). Todos ellos fueron estigmatizados en las listas inquisitoriales, en las que también aparece con singular insistencia cuanto tuviera que ver con el conocimiento heterodoxo, las ciencias (fueran estas matemáticas, astrológicas o médicas)  y todo aquello que condujera al posible lector a plantearse preguntas incómodas en aquel mundo de respuestas exclusivas: Giordano Bruno (1548-1600), que vio premiada su curiosidad y heterodoxia no sólo con la prohibición de sus obra sino con la propia muerte en la hoguera, Descartes (1596-1650), Copérnico (1473-1543), Kepler (1571-1639), Pascal (1623-1662), Spinoza (1632-1677), y ya en pleno siglo XVIII,  Rousseau (1712-1778) o Voltaire (1694-1778) formaron parte de los índices listas condenatorios. Un listado, como se ve, que coincide nombre a nombre con el de la inteligencia humana.

Sin embargo, con todo y el celo que pusieron los censores para impedir la contaminación herética, librepensadora o inmoral de los autores y obras extranjeras, es en el terreno de la literatura española donde los inquisidores aplicaron con mayor ahínco su furor censor. De tal forma es así, que en aquellas listas colgadas en las puertas de las iglesias o editadas en los libros correspondientes figura lo más granado del pensamiento y la creación literaria del país, hasta constituir su lectura un repaso a la mismísima historia de la literatura española.

Por ceñirnos tan sólo a los siglos XVI y XVII --en los que la curiosidad intelectual y la apertura del conocimiento despertados por el Renacimiento desembocaron en el esplendor creativo del Siglo de Oro, en abierta contradicción con represión inquisitorial de un Reino que consolidaba su Imperio no sin cruentas guerras americanas y europeas-- el censo de prohibidos o expurgados es casi inabarcable.

En tales circunstancias parece lógico encontrar en las listas de la inquisición buena parte del pensamiento moral, teológico o científico que se generó en esos años, desde las obras de Juan de Valdez (1509-1541) y su hermano Alfonso (1490-1534), al que ser secretario y latinista oficial de Carlos I no le protegió de acabar acusado de erasmista, estigma que también persiguió a Juan de Vergara (1492-1557), quien llegó a ser encarcelado en 1553. Los dos fray luises, el de León (1527 o 1528-1591) y el de Granada (1504-1566) también hubieron de sufrir la furia inquisidora. El primero pagó con cuatro años de presidio el atrevimiento de traducir el “Cantar de los cantares” del hebreo y el segundo vio censurada sus “Guía de pecadores” y “Oración y meditación”. Similar suerte tuvieron el médico Huarte de San Juan (1529-1588), del que se prohibió su estudio sobre las relaciones entre el cerebro y el entendimiento, que tocaba el tema de la inmortalidad del alma, Antonio de Lebrija (1441-1522) o Benito Arias Montano (1527-1598), condenados por el tratamiento que ambos compartían sobre la autonomía de la razón y la validez del método empírico como método científico.

La nómina de represaliados, censurados y prohibidos es, como la sombra del ciprés, alargada: Miguel Servet (1511-1553), paradigmático ejemplo de curiosidad renacentista, que tanto estudió la astronomía, la meteorología, la geografía o la jurisprudencia como la teología, las matemáticas, la anatomía o la medicina, al que el atrevimiento de descubrir el funcionamiento del sistema circulatorio y sus críticas al poder religioso le condujeron dos veces a la hoguera: la primera en efigie por la inquisición católica en 1551 y física y definitiva la segunda por la calvinista, que también la había. Bernardo de Quirós (1675-1710), que figuró en el Índice con todas sus obras, o Baltasar Gracián (1601-1658), que no podía esperar clemencia para una obra a la que se atrevió a dar por título “El criticón”, también pagaron su osadía intelectual.


La novela, genero en formación que no alcanzaría la mayoría de edad hasta “El Quijote”, levemente expurgado, por cierto, como ya hemos dicho, cayó bajo las garras censoras, que prohibieron buena parte de las novelas de caballerías que tanto placer producían a las menguadas masas lectoras del momento, comenzando por la originaria “Amadis de Gaula” y siguiendo por títulos de gran éxito en su momento aunque hoy sólo conocidos por los expertos, como fueron “El caballero de Febo”, “D. Oliveros de Castilla” o “Palmerín”. Suerte censora de la que no se libró la literatura picaresca, del “Lazarillo de Tormes” a “El Buscón”, de Quevedo, quien llegó a pedir personalmente la retirada del libro para facilitar con esa claudicación que se le permitiera publicar otros escritos y poemas igualmente cuestionados.

El teatro, que además de leído podía ser representado, no se libró de los censores, y en sus garras cayeron no ya sólo los pioneros Gil Vicente (1465-1536?), Torres Naharro (1485?-1530), Juan de la Enzina (1469-1529) o la mismísima “Celestina”, sino que incluso acabaron en sus redes obras de los excelsos López de Vega (1562-1635), cuya “El divino africano” vio prohibidas las representaciones y retirada la edición, Calderón de la Barca (1600-1681), que tropezó con la iglesia, cual Sancho y el ingenioso Hidalgo, con “Las órdenes militares”, y Tirso de Molina (1579-1648), que aún siendo fraile mercedario sufrió prohibición de escribir y destierro, acosado por los enemigos políticos y literarios que su trabajo le había acarreado.

En el contexto de esta amplísima sangría de inteligencia, llama la atención, sin embargo, la especial inquina censora que se cebó con la poesía, tal vez por la facilidad de difusión popular que ofrecían las coplas, que por su facilidad de retención podían ser repetidas por juglares y trovadores llegando así a un pueblo analfabeto, pero no tonto. El “Cancionero General”, antología de la poesía medieval que Hernando de Castillo recopiló y publicó en 1511, se vio reducido en una de sus partes fundamentales, la dedicada a las “obras de burlas provocantes a risa”, consideradas excesivamente obscenas para los castos ojos de los posibles lectores, que fueron censuradas sin contemplaciones.



En similar tesitura se encontraron nombres fundamentales de los orígenes de la lírica española como el ya mentado Gil Vicente, o los de Gonzalo de Berceo (¿1196-1252), Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, (1284-1351), el Marqués de Santillana (1398-1458), Jorge Manrique (1440-1479), Vicente Espinel (1550-1624), las “Coplas satíricas de Mingo Revulgo” (1464) o el mallorquín Anselm de Turmeda (1352-1458), que acabaría convirtiéndose al islam y muriendo en Túnez, autor de extraordinarios versos de una modernidad sorprendente escritos en catalán y árabe, idioma en el que firmó como Abd-Al•lah at-Tarjuman.


El mismísimo Juan de la Cruz (1542-1591), que sería santificado en 1726, no pudo evitar las censuras por su defensa de la reforma teresiana, lo que le condujo al destierro y a la prohibición de sus obras, contándose que ocasión hubo en la que debió tragarse literalmente sus poemas y escritos para que no cayeran en manos inquisitoriales. No hablemos ya de Teresa de Ávila, que a más de pensar lo hacía siendo, como era, mujer y monja.

A los tropiezos de Quevedo con la censura ya nos hemos referido, pero por la inquina con que le trataron merece cerrar este párrafo su acérrimo enemigo, y también genial poeta, Luis de Góngora y Argote (1561-1627). Extremista autor de algunos de los poemas más bellos y oscuros de la literatura castellana y al mismo tiempo de muchos de los más claros y sencillos, Gongora tuvo una vida agitada y mísera durante la cual sufrió a menudo la condición de arruinado, llegando incluso a montar, para intentar paliarla, una casa de juego en Madrid con la que sólo consiguió aumentar sus deudas. A más de ello, no llegó a ver publicadas en libro sus obras mientras vivió, lo cual no impidió el extenso conocimiento que permitió la transmisión boca a boca o la inclusión en cancioneros y recopilaciones clandestinas, realizadas con o sin su reconocimiento. Cuando tras su muerte las recopilaron por primera vez en libro Juan López Vicuña y, posteriormente, Gonzalo de Hoces, fueron consideradas por el Santo Oficio “composiciones indecentes y llenas de inmundicias”, lo que condujo a su prohibición hasta ser debidamente expurgadas.

Visto lo visto, como bien escribió Luis Vives (1492-1540) en carta privada, aquellos fueron “tiempos difíciles en que no se puede hablar sin callar en peligro”. Habría más.




No hay comentarios:

Publicar un comentario