jueves, 16 de octubre de 2014

LECTURAS
De cómo Allan Dwan contó a Bogdanovich que él había inventado el tráveling, Griffith el primer plano y el efecto que produjeron en sus contemporáneos








La primera vez que sucede algo siempre provoca desconcierto, desconfianza e incluso rechazo, máxime en el terreno de las invenciones humanas. Y sin embargo, con la perspectiva del tiempo y cuando los inventos se han convertido ya en parte del lenguaje común, esos momentos iniciáticos del descubrimiento resultan fascinantes, al menos para mí.

En el cine, por ejemplo, eso es lo que sucedió como consecuencia de los primeros planos insertos en las películas, que introdujo D.W. Griffith, o del primer seguimiento a un actor por medio de lo que luego sería el tráveling, debido al también veterano director Allan Dwan, que así se lo contó a Peter Bogdanovich (“El director es la estrella”, Vol I, T&B Editores. Madrid, 2007): 


“En esa película (“David Harum”, 1915) movimos la cámara por primera vez. No nos lo apreciaron mucho, sólo recibimos insultos. Fue en la escena en la que David Harum caminaba por la calle hablando con la gente que se iba encontrando, para demostrar que conocía a todo el mundo. Era un tratante de caballos, un viejo zorro, muy sociable. Iba por la calle saludando a éste, parándose a hablar con aquél. Entonces pensé que si situaba la cámara en un extremo de la calle mientras el actor echaba a andar por el otro, no se vería nada; se vería una mancha cada vez más grande. Cuando llegara a la altura de la cámara diríamos: «Ah, es David Harum» pero el resto no valdría para nada. Por eso, ese trabajo de ambientación habría que hacerlo en una serie de escenas cortas: el personaje avanzaría hasta un punto, bajaríamos la cámara, avanzaría un poco más, y así todo el rato. Pero entonces pensé que en lugar de bajar la cámara cada vez, por qué no hacer que ésta retrocediera con él. Le pregunté al operador: «¿cómo podemos mover la cámara?» Se me rió en las barbas.

Porque en aquellos días las cámaras estaban sujetas o encadenadas a un trípode, para que no vibraran. «Podríamos levantarla y cargar con ella», dijo. Pero aquello era una mole. «No, pero podemos hacerla rodar sobre ruedas», dije yo. «Vamos a ver, ¿qué tipo de ruedas podrían servirnos?» Sólo se nos ocurrió el coche Ford. Y el cámara dijo: «Bueno, pero ¿no se bamboleará?» 

Conseguimos una rasqueta agrícola y la pasamos por toda la calle, le quitamos todos los resaltos. Luego suavizamos las llantas para que no saltaran, bloqueamos los muelles y atamos la cámara con unos alambres, la aseguramos bien para que no basculara, y funcionó a la perfección. Seguimos al actor mientras caminaba por la calle y se encontraba con la gente, parándonos cuando él se paraba, moviéndonos cuando se movía, hicimos una toma muy larga, de unos setecientos pies.

Cuando la montamos, insertamos rótulos allí donde había que explicar algo. Era una buena escena, pero cuando la proyectamos en los cines, resultó que a la gente le molestaba el movimiento, según nos dijeron los gerentes de las salas. Dijeron que se mareaban. Algunos se agarraban a las sillas porque pensaban que eran ellos los que se movían. Nunca habían visto una cosa igual. O sea que en lugar de aplausos, nos llevamos reprimendas. Pero perfeccionamos el sistema y lo utilizamos con frecuencia.

Cuando Griffith inventó el primer plano pasó lo mismo. Griffith empezó por la vía convencional, como todos los demás, mostrando figuras completas. Luego, supongo que vio algunos retratos de Rembrandt (como hice yo más tarde, buscando efectos de iluminación) y se dijo: «Qué rostro magnífico. Voy a filmar caras». Mostraba la figura completa, o de tres cuartos, y luego el primer plano; era como hablar con una persona y que de repente te inclinaras hacia ella y tuvieras su cabeza en las narices. Era un efecto curioso: no era una transición fluida; la cámara no se acercaba, saltaba y te sobresaltaba (igual que ocurre hoy en día, con ese estilo de montaje histérico que se ha puesto de moda otra vez. Bang, bang, bang. Absurdo). Pero en Griffith era arte. Y al público no le parecía mal lo de las cabezas, pero cuando se daban la vuelta o se movían a otro punto, se partían de risa y se enfadaban muchísimo. Decían: «¿pero qué es toda esa gente que corre sin piernas? Cabezas andando por la pantalla. Es absurdo. Si se mueven hay que verles los pies». Pero cuando empecé a hacerlo yo, en vez de saltar al primer plano, hacía un encadenado, o acercaba la cámara, le ponía unas ruedas y pedía al operador que aprendiera a cambiar de foco mientras yo acercaba la cámara.”

Y como no paro en mi afán retro por volver a los orígenes, quizás con la esperanza de un nuevo renacer, aquí os dejo dos películas extraordinarias que no deberían dejar de verse y asombrarse. Para disfrutarlas, eso sí, hay que desaprender todo lo aprendido, y enfrentarse a ellas como un niño que comienza de nuevo a andar o a deletrear sus primeras lecturas. 


D. W. Griffith: “El nacimiento de una nación” (1915)


Allan Dwan: “Robin Hood” (1922)



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