lunes, 3 de agosto de 2015

GACETA DE ARTE Y LA EXPOSICIÓN SURREALISTA DE TENERIFE

“gaceta de arte” y la exposición surrealista de Tenerife de 1935



 
Eduardo Westerdahl, Jacqueline Lamba y André Bretón
en la inauguración de la exposición. 11 de mayo de 1935




En mayo de 1935, se acaban de cumplir 80 años, Santa Cruz de Tenerife se convirtió en la capital mundial del arte de vanguardia del siglo XX. No es exageración patriotera ni cuestión opinable. Simplemente es un hecho. El 11 de aquel mes y año se inauguró en el Ateneo de la ciudad canaria la primera y única exposición del grupo surrealista de París que llegó a celebrarse en España antes de que los tiempos se tiñeran de sangre y todo surrealismo resultara un sarcasmo.

No fue cualquier cosa, pues se trataba de la segunda gran exposición surrealista organizada fuera de Francia (la primera había tenido lugar en Copenhague unos meses antes) en la que participaron los grandes nombres del movimiento, cuya nómina asombra hoy en día: Jean Arp, Giorgio di Chirico, Giacometti, Dalí, Óscar Domínguez, Max Ernst, René Magritte, Miró, Picasso, Man Ray, Marcel Duchamp o Yves Tanguy, por citar sólo a algunos de los más destacados entre los 20 artistas que mostraron su obra en la exposición, para cuya presentación viajaron hasta Tenerife el mismísimo André Breton, pope del surrealismo, su mujer Jacqueline Lamba y el poeta Benjamín Péret.

Aquella exposición, aparte de su gran relevancia histórica y cultural, silenciada durante largos años por razón de la dictadura, también supuso una singular aventura humana y política que, aunque hoy haya salido de la oscuridad en la que reposó durante tanto tiempo, especialmente en Canarias, donde se han publicado ya numerosos textos sobre ella y lo que la rodeó, aún pienso que no goza del suficiente conocimiento, y reconocimiento, fuera del perímetro isleño.

Por otro lado, la Exposición Surrealista de Tenerife es una historia preñada de historias. Una historia que no se acaba en sí misma, sino que a través de las peripecias de quienes la vivieron, y especialmente de las de los redactores de la revista “gaceta de arte”, que la organizaron, constituye un retrato completo, complejo y matizado de un momento histórico irrepetible: el de la II República Española, sus prolegómenos y las sangrientas consecuencias que precipitó la sublevación militar de 1936.

Cabe preguntarse desde el presente de hoy, y más aún desde el tiempo mismo en que ocurrió, qué es lo que explica aquella exposición y aquel viaje de lo más moderno de la modernidad parisina a unas islas lejanas, tan lejanas que para llegar a ellas eran obligados varios días de travesía marítima. Intentaremos dar algunos datos que ayuden a comprenderlo, pero, antes de nada, debe tenerse en cuenta una consideración general sin la cual nada resulta explicable.


 Canarias, tierra de emigrantes que en diversos momentos de su historia debieron abandonarlas para buscarse la vida en otros lares, han sido también desde tiempos inmemoriales, como tales islas que son, punto de llegada o partida de descubridores, piratas o comerciantes, de huidos políticos y simples viajeros, de naturalistas, aventureros, poetas, frailes, artistas y pensadores. Punto de cruce de vidas, centro de fusión de culturas, lugar de descubrimiento para los curiosos, de temprano turismo para extranjeros, de luna de miel para los recién casados peninsulares. El mar, que aísla, también une.

De esa característica intrínseca con su propia condición insular nace, entiendo yo, la vocación cosmopolita del isleño, que a menudo ha conocido, asimilado y practicado las ideas y formas artísticas más avanzadas antes y con más profundidad que en otros lugares aparentemente más cercanos al “centro” cultural de cada época. Quizás el ejemplo más claro y de mayor repercusión de esta apertura a los vientos del mundo sea el de la exposición de la que hablamos y el del grupo de personas que la organizó.

En definitiva, aquel 11 de mayo se cumplía lo que ya había enunciado en 1930 en el diario tinerfeño “La Tarde”, el poeta Pedro García Cabrera, que estuvo de principio a fin en la aventura y que hubo de pagar precio por ello:

“a nosotros, por nuestra geografía y manera de sentir, nos es más asequible ir directamente a lo universal, sin la escala intermedia --cada vez más difícil-- de la fusión nacional”.

O, como explicaría posteriormente de forma más precisa Domingo Pérez Minik en su libro “Facción española surrealista de Tenerife” (1975), del que pasaremos a hablar inmediatamente:

“Entre nosotros ha habido una poesía de tierra adentro y otra de puertos cosmopolitas. Los contactos con el extranjero fueron siempre constantes. El extranjero podía ser un pirata, un comerciante, un huido político. Pero cualquier aislamiento exige una comunicación permanente con el que llega de fuera, amigo o adversario, da lo mismo, se necesita del prójimo, nos urge la presencia del diálogo con el que nos va a enseñar otras maneras de hacer, vivir o cantar. No tiene nada de extraño que, en los años, treinta, Tenerife, la juventud que la habitaba después de los nacionalismos más o menos folklóricos de una dictadura política, que hasta la isla llegaba de un modo muy debilitado, se colocara frente al mar con los pies en el agua hasta abrir todo tráfico de ideas e in augurar una buena libre plática con toda clase de navíos”. 




Flashback en una librería de Nueva York

Cada historia tiene orígenes precisos y un desarrollo en el tiempo que lleva a su conclusión. Ésta también, pero antes de entrar en ello vaya una anécdota muy posterior que me parece pertinente y significativa.

Cuando a comienzos de la década de los setenta la editora catalana Beatriz de Moura visitó Estados Unidos y acudió a la librería neoyorquina que regentaba Lawrence Ferlinghetti, se quedó sorprendida cuando el poeta beat le preguntó sobre lo que había sucedido con los  artistas e intelectuales canarios que habían formado parte en los años treinta del grupo surrealista de Tenerife, la editora catalana, una mujer culta y de ideas avanzadas, no supo qué contestar. No sabía nada del tema, aunque no hay que achacarlo a una ignorancia particular, sino que se trataba de un desconocimiento generalizado en España, incluso entre los más progresistas y avanzados intelectuales de la época.

Al regresar a Barcelona, de Moura localizó a Domingo Pérez Minik, ya por entonces uno de los más prestigiosos críticos literarios y teatrales españoles y del que debía conocer su condición de coetáneo y chicharrero, y le pidió que contara en un libro aquella historia tan apasionante y desconocida. Lo publicó en 1975 en su editorial,  Lumen, bajo el título, ya mítico, de “Facción española surrealista de Tenerife” (y con la curiosa errata de colocar en portada una foto en la que aparecían, según el pie, “Domingo Pérez Minik, Benjamin Péret, Pedro García Cabrera, Jacqueline y André Breton y Agustín Espinosa”, cuando los fotografiados eran, en realidad, Pablo Picasso, acompañado por el director de “gaceta de arte”, Eduardo Westerdahl, y Maud Bonneaud, su esposa, que habían posado con el pintor en una de las visitas que le hicieron en su casa de Mougins, más de dos décadas después de la exposición surrealista que ocupará la parte central de estas notas).

Poco importa el error de portada, la verdad, porque lo que hay entre las tapas es excelente. Con una prosa de gran sencillez, plasticidad e ironía, Pérez Minik, relata, desde dentro, pero en la distancia, una aventura personal y colectiva de apasionante lectura. Posteriormente se han editado otros textos sobre el tema, que completan, documentan o analizan, pero ninguno tiene, como es lógico, ese palpito vital que permite al lectoral trasladarse con la imaginación al momento y el lugar de los hechos. A nadie debe extrañarle que sea la guía principal de estas páginas.

Qué duda cabe que hoy, cuarenta años después, el conocimiento sobre “gaceta de arte” se ha incrementado de manera importante con respecto a la ignorancia total de la editora catalana ante el poeta beat y ya existe un reconocimiento intelectual, especializado, de lo que significó la revista, el grupo que la creo y los trabajos que realizaron. Sin embargo, ese conocimiento se centra fundamentalmente en Canarias, cuyas instituciones culturales, públicas y privadas, vienen desde finales de los años ochenta reeditando la obra de muchos de los protagonistas de aquella aventura, editando biografías, estudios y monografías, o catálogos de las importantes exposiciones que se les han dedicado. Pese a ello, fuera de Canarias la historia es menos conocida, un motivo más para darla a conocer.[1]





Una revista para la historia

gaceta de arte[2] fue la aventura juvenil de un grupo de artistas e intelectuales tinerfeños, cultos, inquietos y rebeldes. Una aventura que acabo desembocando en una de las revistas más singulares entre las publicaciones culturales editadas en los años de la República, en España y fuera de ella. No sólo por su longevidad (salió a la calle durante cuatro años, uno menos que “La Gaceta Literaria” de Ernesto Jiménez Caballero y uno más que “Cruz y Raya” de José Bergamín, publicaciones históricas sobre las que han corrido ríos de tinta), ni siquiera por el amplio espectro de los temas tratados, la falta de dogmatismo estético o los movimientos vanguardistas que defendieron --entre los que el surrealismo fue uno más, aunque quizás el que mayor impacto causó por el gran logro que supuso la exposición de 1935, sino, ante todo, por la red de relaciones internacionales que consiguieron establecer y la enorme repercusión que la publicación alcanzó entre las vanguardias artísticas europeas de entreguerras. Una aventura llena de peripecias personales, culturales y políticas que acabo mal.

El análisis de “gaceta de arte”, de su época y de las ideas prácticas artísticas e intelectuales de la generación que la puso en marcha, plantea, aparte de las propias anécdotas de su andadura, preguntas sustanciales sobre el desarrollo y evolución de las artes de todos los tiempos, pero especialmente de la era contemporánea. La andadura de la revista y la de quienes la hicieron ilustra a la perfección un enfrentamiento histórico permanente entre dos formas de afrontar el arte y a cultura, expresando la tensión entra tradición y vanguardia, localismo y cosmopolitismo. Un dilema dialéctico permanente en la historia de la cultura, que en las Canarias de aquellos tiempos de República, marco de tantos cambios sociales, cobraba una importancia singular y que aún hoy en día sigue siendo motivo de encendidos debates. Los miembros de “gaceta de arte” tenían claro en qué lado del debate se situaban. Así se explicaba en el primer número de la revista de febrero de 1932 de la mano de Eduardo Westerdahl, su director, en una nota editorial titulada “Primera Posición”:

“Conectados a la cultura occidental, queremos tendernos sobre todos sus problemas, en el contagio universal de la época. Sin huir el pensamiento, sin buscar refugio en tratamientos históricos para los fenómenos contemporáneos. Nuestra mirada llena de la luz intelectualista de la época, recorrerá todos los procesos artísticos que tengan un carácter histórico formal. Nuestra posición de isla aislará los problemas y a través de esta soledad propia para la meditación y el estudio procuraremos hacer el perfil de los grandes temas, descongestionándolos para buscarles una expresión. Creemos movernos entre naciones. Ser islas en el mar Atlántico (Mar de la Cultura) es apresar una idea occidental y gustarla, hacerla propia despacio, convertirla en sentimiento. Queremos ayudar a una nueva posición occidentalista de España. Seres atentos, amplios, jóvenes. Y cumplirá en la isla, en la nación, en Europa, la hora universal de la cultura. Esta será nuestra política.”

A lo largo de los cuatro años que se publicó habría en  “gaceta de arte” muchos más posicionamientos, que al grupo le gustaba tomar partido hasta mancharse. Sobre todo. Sobre La República, de la que eran firmes defensores pero a la que no dudaron en criticar cuando lo consideraron necesario. Se posicionaron sobre el arte proletario, el urbanismo, la propaganda en el arte, el abstracto, el teatro español del momento o el Surrealismo. También, ojo al canto, sobre “la función de la planta en el paisaje”, tema menos disparatado de lo que parece si se toma en consideración que estaban anclados en medio del océano y que el paisaje era no sólo un elemento sustancial del atractivo que las islas ya empezaban a despertar entre los turistas extranjeros sino, sobre todo, si se le considera un signo identificativo íntimo y profundo de la canariedad. Empezaban:

“g. a. tiende hoy su mirada sobre las labores absurdas de regionalismos sin sentido, de cantares, fiestas populares y absoluto desconocimiento de las principales necesidades de las islas. El tópico más manejado es el turístico. Articulistas, propietarios, primeras figuras de fantasía ciudadana, han expresado repetidamente normas de turismo, pero en este sentido, — descuidado, abandonado siempre — no se ha retrocedido hasta el elemento pequeño, hasta las miniaturas que construyen en colectividad la riqueza atractiva de un país”.

Y reivindicaban:

“g.a. proclama de nuevo la alta cotización estética que alcanza en el mundo modernos plantas como cactus, agaves etc., y que, salvo colecciones particulares, han venido siendo despreciadas por todos los organismos encargados de cuidar la decoración ciudadana.
g. a. sostiene la necesidad de realizar estas plantaciones, de parcelar lugares y tender a la expresión auténtica de las islas dentro de los principios racionalistas universales, como planta de nuestro paisaje: el cactus”.





Tiempo de cambios

En las primeras décadas del siglo XX, Canarias en general y Tenerife dentro de ella estaba viviendo un profundo cambio social y económico, que  acabó deviniendo en cultural. Era una sociedad básicamente agrícola, productora de plátanos, tomates y patatas, modestos productos de consumo diario que, gracias a los avances en el transporte marítimo y su repercusión en el comercio internacional, se habían convertido en codiciados alimentos de exportación a toda Europa, y especialmente a Inglaterra, convirtiéndose así en la mayor fuente de ingresos de la isla antes de la llegada masiva del turismo ya a mediados de siglo.

Alrededor de las nacientes industrias envasadoras, empresas comerciales, portuarias o navieras y otras surgidas a su alrededor, comenzaron a crearse las primeras organizaciones obreras, cuya importancia fue creciendo durante los años republicanos. Si en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, que precipitaron la proclamación de La República, la derecha monárquica ganó en la Las Palmas y la coalición entre republicanos y socialistas consiguió el triunfo en Santa Cruz de Tenerife, en las generales de febrero de 1936 los candidatos del Frente Popular consiguieron ocho de los once escaños de las islas. Un dato sobre el camino hacia la radicalización seguido en aquellos cinco años de la sociedad canaria podría ser que entre los elegidos figuraban dos comunistas, uno por circunscripción, por encima de la media de los 17 diputados que el PCE había conseguido en toda España. Tuvieron que pagarlo luego. El grancanario Eduardo Suárez Morales intentó un conato de resistencia armada en el norte de la isla, siendo detenido y fusilado junto a otros camaradas. Florencio Sosa Acevedo, tinerfeño del Puerto de la Cruz, de la que había sido alcalde dos veces, se encontraba en zona republicana aquel 18 de julio, lo que le permitió sobrevivir, aunque fuera detenido al acabar la guerra y condenado a muerte. Aunque se le sobreseyó la condena pasó cuatro años en la cárcel. Otro de los elegidos fue el socialista Juan Negrín, del que se conoce bien lo que le sucedió posteriormente.

El proceso de industrialización agrícola y el incremento del comercio potenciaron la aparición de una clase media formada por profesionales en contacto con lo que se cocía fuera de las islas, interesados por la cultura y preocupados por los temas de la modernidad artística y el progreso social, económico y político, inquietudes que enlazaban por la vocación cosmopolita de aquella parte de la intelectualidad canaria que bien podían representar nombres como los de José Viera y Clavijo (1731/1813), Graciliano Afonso (1775/1861) o Agustín de Betancourt (1758/1824), ingeniero militar e inventor, que acabó su vida en Rusia al servicio del Zar Alejandro I como director de su Instituto de Ingenieros, siendo el responsable de la modernización urbana de San Petersburgo y de la construcción de numerosas obras públicas. Canarios, cómo cantó Quintín Cabrera de su Montevideo, “con vocación atlántica de mar”.

En ese caldo de cultivo se formaron quienes luego crearían “gaceta de arte” y organización la exposición surrealista de mayo de 1935.

De izda a dcha: Domingo Pérez Minik, Juan Márquez,
Domingo López Torres, Agustín Espinosa y Emeterio Gutiérrez Albelo




“Pajaritas de papel”. El arte del juego o el juego como arte.


La primera actividad artística colectiva que emprendieron algunos de los luego redactores de “gaceta de arte” fue la puesta en marcha del grupo “Pajaritas de Papel”, al que pertenecieron una larga lista de jóvenes, los mayores de los cuales andaban por la mitad de la veintena y entre los que llama la atención la presencia de un buen número de mujeres. Y de parejas de hermanos, lo que habla mucho de su carácter de grupo de amigos con inquietudes comunes. Algunos de sus nombres eran José Miguel Manquillo, Ernesto Guimerá, Carmen Rosa Guimerá, Enma Martinez de la Torre, Jesús Pérez, Selina Calzadilla, Hilda y Rosa Gómez-Camacho, María y Hortensia Ferrer, María de la Soledad García de Paredes, Domingo López Torres, Amor Lozano, Manuel Parejo, Pedro García Cabrera, Consolación Díaz, Domingo Pérez Minik, Victoria López Carvajal, Eduardo Westeerdahl y María de los Ángeles y Julio Antonio de la Rosa, prometedor poeta cuya muerte prematura con 25 años en un accidente marítimo, en el que también falleció el poeta José Antonio Rojas y del que consiguió salvarse Domingo López Torres, significaría prácticamente el final de la aventura, aunque también el comienzo de otras nuevas. Algunos de estos seguirán apareciendo de aquí en adelante, pues cumplieron un papel relevante en la cultura canaria y española que merece ser reseñado.

En consonancia con la resonancia infantil que le dieron al nombre del grupo, las actividades que realizó “Pajaritas de papel” aparecen impregnadas de un cierto entendimiento del juego como forma de arte. O del arte como juego. A la vista del tipo de cosas que llevaron a cabe no cabe entender que hubiera en ellos otra motivación que la vocacional, otro interés que el creativo, otro objetivo que la diversión y la expresión propias. Ninguna pretensión de permanencia, trascendencia o mercantilismo podía haber en las actividades en vivo y en directo que organizaban, que ellos llamaron acciones y que más tarde se hubieran calificado sin complejos de performances o happenings. O en los libros manuscritos y de ejemplar único que dieron a la luz, tan cercanos a los libros de artista, que tan de moda se pondrían más adelante y que tanto deben unos y otros a los códices medievales.

Cuando se metían en acción podían, por ejemplo, conmemorar una onomástica o un cumpleaños con un te británico y formalista. O simular una verbena o un naufragio. O representar escenas tituladas La cacería de mariposas, Vuelo de la cometa de Pajaritas de Papel o Baile de lo cursi. A simple vista podrían parecer divagaciones de diletantes o entretenimiento de jóvenes desocupados, pero nada más ajeno a la realidad. Contemplado desde hoy, las variadas actividades de “Pajaritas de Papel”, aún todo lo ecléctico y amateur que se quiera, no tenían nada de improvisado ni intrascendente, sino que respondían a un proyecto artístico bien definido, aunque embrionario.

Uno de sus miembros, Eduardo Westerdahl, que ya empezaba a colaborar en la prensa local y que tan importante lugar ocuparía luego en “gaceta de arte”, dejó escrito en diciembre de 1928 en el diario La Tarde una columna que constituía toda una declaración de principios. Principios que, en buena medida, él y sus compañeros mantuvieron vivos en sus trabajos posteriores:

“…este grupo no tiene tendencias, ni itsmo determinado, no está encasillado en la abstracción de un grupo de los llamados de vanguardia. Es, eso sí, una novísima forma de arte, una interpretación moderna de la vida, una tolerancia ecléctica donde cada época se valora sinceramente desde el minué al jazz, cogiendo siempre de la historia los valores olvidados para su reconstrucción moderna”,

Una buena muestra del rigor con el que trababan puede encontrarse en los ocho libros y tres folletos, conservados gracias al celo familiar de quienes los guardaron en su momento, y reproducidos en el libro que la historiadora del arte Pilar Carreño dedicó al grupo en 1998. Se trata de ejemplares únicos, realizados totalmente a mano, la maquetación, las ilustraciones e incluso los textos escritos en preciosa caligrafía, ese viejo arte perdido en la comodidad de los ordenadores, de los que algunos ejemplos dejamos por aquí como ilustraciones.

En aquellos últimos años de la dictadura en los que estamos situados, España vivía un momento no sólo de intensa agitación social y política, sino de autentica efervescencia cultural. Canarias también, como no podía ser de otra manera. Los nuevos artistas e intelectuales se hacían hueco en cualquier espacio que encontraran receptivo. Colaboraban en la prensa más dispar, organizaban exposiciones en el primer salón que se les ponía a tiro, creaban grupos escénicos para representar el teatro nuevo, y, sobre todo, montaban editoriales y publicaban revistas con el entusiasmo de quienes sabían que la letra impresa era la mejor manera de difundir las ideas.

A finales de la década de los veinte, los que acabarían creando “gaceta de arte” ya habían comenzado a darse a conocer en los ambientes intelectuales de Tenerife. Westerdahl colaboraba en el diario La Tarde y había publicado un primer libro de poemas (“Poemas de sol lleno”, 1928), primero y último, pues finalmente se decidiría por el terreno del análisis y la teoría, especialmente aplicados a las artes plásticas. Pérez Minik, que acabaría como experto en literatura y teatro, escribía crónicas deportivas para La Gaceta de Tenerife. Por esas fechas se publicaron los primeros poemarios de Pedro García Cabrera (“Líquenes”, 1928), Emeterio Gutiérrez Albelo (“Campanario de la Primavera”, 1930). Agustín Espinosa, el mayor de ellos, editaba en Madrid su inclasificable “Lancelot 28º-7º” (1919), que subtituló “Guía integral de una isla atlántica” y que tanto influiría en su amigo el pintor Óscar Domínguez, ya en París desde hacía dos años.

En una sociedad tan reducida como aún era la tinerfeña (tómese nota: poco más de 60.000 habitantes en la capital y unos 24.000 en La Laguna), y más aún sus medios intelectuales, estos jóvenes inquietos y creativos estaban destinados a encontrarse, si es que no se conocían de toda la vida. Fueron coincidiendo en los grupos y colectivos que iban fundando unos u otros, las propias Pajaritas de Papel, las asociaciones de jóvenes intelectuales Proa o Rebeldía y Disidencia (DyR), bautizada con esa contundencia por sus promotores, García Cabrera y Westerdahl. Unos y otros confluían en el recién creado, en 1925, Circulo de Bellas Artes, en cuyo grupo teatral hacía sus pinitos como actor Pérez Minik, y escribían en las mismas revistas que ellos mismos creaban o ayudaban a crear, de las más duraderas Hespérides o La Rosa de los vientos a la efímera Cartones (1930), que sólo le duró un número a su fundador e ideólogo, un joven Domingo López Torres de apenas veinte años de edad.

Para ellos, hacer cultura, pintar, escribir, teorizar, cantar o actuar no era sólo una vocación o una escalera social, era, ante todo, un deber moral íntimo y una necesidad social. Una forma de intentar cambiar el mundo. En su libro, Pérez Minik hace un ajustado retrato de aquella generación en aquel lugar y momento: 
“… queríamos tirar la casa por la ventana, jugarnos el todo por el todo, subvertir todas las tradiciones de tierra adentro con su señoritismo, sus minifundios intelectuales, el quijotismo, los arquetipos donjuanescos, el narcisismo, la soberbia y el casticismo siempre subyacente, operante, carismático… Queríamos un orden nuevo, una locura, un salirse por la tangente. Vivíamos una época terriblemente atosigada, con las dictaduras desbocadas ya, la debilidad de las democracias, las persecuciones contra todas las formas de la nueva estética y la aparición de las morales, economías y artes más retrógradas”.



Viaje iniciático


Existen en la historia personajes que, pese a resultar providenciales, apenas dan lugar a una nota a pie de página o a una simple cita a vuelapluma. Es el caso del que viene ahora, al que por una vez me voy a permitir sacar a primer plano, por cuanto jugó un papel singular en esto que vamos contando y por constituir un modelo paradigmático de la estructura social de las Canarias de la época. El de los empresarios procedentes del extranjero, británicos sobre todo, aunque este fuera alemán, que se habían ido instalando en las islas a lo largo del siglo XIX y contribuyeron de manera decisiva a su desarrollo industrial-agrario y al incremento del su comercio internacional; elementos esenciales de una modernización social y cultural de la que “gaceta de arte” es el resultado culturalmente más emblemático.

Jacob Ahlers Shulz había nacido en Hamburgo, y justo en el comienzo del siglo XX, con tan sólo 24 años, había llegado a Tenerife, al parecer en busca de cura para sus males pulmonares con el aire limpio y las aguas saludables de Vilaflor, en el centro mismo de la isla. Debió sanar, porque seis años después era ya agente de seis navieras alemanas y de varios de los más importantes bancos europeos, alemanes, ingleses, franceses y suizos. Se metió de cabeza en negocios de suministros agrícolas, salazones y tratamiento de pescado, prospecciones acuíferas o directamente en el cultivo y la exportación de plátanos y tomates, comprando fincas en diversas localidades que sumaron más de 200 hectáreas. En 1931 estaba en la cima de su poderío económico y social. Era tesorero de la Federación Patronal de las Islas Canarias y el gobierno alemán le había nombrado su cónsul honorario en Tenerife, honor al que no se sabe que renunciara tras la toma del poder de los nazis.

Cabe preguntarse en este punto qué es lo que relaciona a la exposición surrealista de Tenerife y sus organizadores con este alto empresario, hombre de derechas que en los posteriores años republicanos hubo de enfrentar fuertes críticas de la izquierda sindical y política por sus actividades en la patronal, que incluso le hicieron objetivo de dos atentados, y que tras la guerra se avendría bien con el franquismo, aunque al parecer hizo lo que pudo por evitar el encarcelamiento de algunos amigos represaliados. Como Eduardo Westerdahl. Vamos a ello.

Westerdahl en la oficina
Desde hacía 10 años, Eduardo Westerdahl, que había abandonado los estudios de comercio en el segundo curso, trabajaba para él en una empresa naviera y exportadora. No consta de quien fue la idea, si del jefe o del empleado, pero el hecho es que la empresa pagó la gira de tres meses que en 1931 realizó Westerdahl por Europa. Parece ser que la intención primer de Ahlers era que el empleado, que debía tener buenas cualidades comerciales, aprovechará el viaje para perfeccionar su alemán, lo que vendría muy bien al negocio, pero no podía ignorar que su patrocinado era un prestigioso, aunque joven, tenía 29 años, intelectual de vanguardia profundamente interesado en lo que en esos mismos momentos se estaba haciendo en la lejana Europa, ingrediente necesario de todas las salsas culturales de la isla, . 

Sin duda Westerdahl debió perfeccionar su conocimiento de idiomas, especialmente el alemán, pero también otros. Partió del puerto de Santa Cruz de Tenerife, convenientemente despedido por sus amigos, que ya eran legión, el 14 de julio de 1931 y regresó en octubre. Tres meses que supusieron un verdadero viaje iniciático, que le permitió acceder de primera mano a lo que hasta entonces sólo conocía por las desvaídas fotografías de las publicaciones extranjeras. En Alemania pasó por Berlín, Dessau, Eisenberg, Hamburgo y Múnich, pero también visito Holanda, las entonces checoeslovacas Bratislava, Brno y Praga y llegó, como no podía ser de otra forma, hasta París, donde residía Óscar Domínguez, que debió servirle de introductor de embajadores entre la miríada de artistas e intelectuales que entonces pululaban por la ciudad francesa revolucionando el arte y el pensamiento de Europa.

A lo largo del viaje, Westerdahl fue contando sus descubrimientos e impresiones de los lugares por los que pasaba a los lectores del diario tinerfeño La Tarde y de La Gaceta Literaria, en un momento en que pese a que su director, Ernesto Gimenez Caballero, ya había proclamado su falangismo, pero en el que parece que todavía era posible la convivencia de distintas posiciones ideológicas en la publicación. También realizó numerosas fotografías del viaje, con especial atención a los nuevos edificios, el urbanismo o las construcciones industriales, muestras de la arquitectura racionalista que amaría toda su vida. Bien se podría decir que la cámara fotográfica fue siempre su personal instrumento de creación, permitiéndole conjugar la vocación artística, presente en sus intentos poéticos y en algunos collages, con el carácter documental y analítico de la labor crítica y teórica. Con ella dejó fijada en blanco y negro, en placas de cuidado y riguroso encuadre, la memoria gráfica de toda una generación de intelectuales y artistas no sólo canarios, un retrato múltiple de estos años que estamos repasando. Un momento de la historia del arte en imágenes.

La acumulación de descubrimientos y conocimientos de aquellos tres meses por Europa debieron concretar en su cabeza la idea de una nueva revista, de la que pienso que le gustaría imaginar la trascendencia que podía alcanzar. En septiembre, cuando le faltaba poco por regresar le remitió desde Munich una carta a Domingo Pérez Minik, su compinche más íntimo, en la que le comunicaba la idea, e incluso concretaba ya cual debía ser su núcleo duro de la revista, como finalmente sucedió. Según se deduce, había otros amigos, Juan Manuel Trujillo y Francisco Aguilar, que estaban preparando una publicación con la que Westerdahl no estaba muy de acuerdo y proponía una alternativa. Curiosamente los dos oponentes de aquel momento acabarían integrados en "gaceta del arte". Escribía en la carta.

"Juan Manuel es clásico, él lo ha dicho siempre. Aguilar es clásico, él no siente cariño por lo moderno. Si ellos eligen esa posición van de acuerdo con ellos mismos. Que saquen la revista. Nosotros por nuestra parte haremos nuestra obra. Que se divida la juventud; pero sin guerras. Una cosa es la historia y otra el momento presente. Los payasos a los árboles, los pescados a la mar. Ahora que cada uno ponga un poco de interés. Y hacer una cosa clara. Llevo material suficiente y quedaré relacionado. Una revista pequeña, con gusto, con orientación, hecha por personas que sientan todo esto las que hay son modestas. Canarías lanzará su aportación. Y seremos nosotros. Cuento para ello contigo, con Perico (García Cabrera) y Domingo (López Torres) y los demás que sientan estos rumbos".






Metidos en harina


Westerdahl debió ponerse a la tarea nada más pisar de nuevo en la isla, porque apenas cuatro meses después ya estaba en la calle “gaceta de arte”. No le faltó el apoyo entusiasta de los compañeros ni dejaron de haber circunstancias favorables que lo facilitaron. Mientras andaba por Europa, los amigos con los que compartía generación e ideas se habían hecho con la dirección del Circulo de Bellas Artes de Tenerife, principal generador cultural de la isla, del que se había nombrado presidente a Domingo Pérez Minik y de cuya junta directiva formaban parte Domingo López Torres, Óscar Pestana, Francisco Aguilar y José Arozena, todos ellos pronto enrolados en la aventura. A Westerdahl se le nombró vicepresidente de la sección de literatura, a la que se adscribió “gaceta de arte”.

El 1 de febrero de 1932 se publicó el primer número, cuatro páginas que se abrían con una declaración de principios y objetivos que merece la pena reproducir íntegra y en facsímil, no sólo por su contenido, sino porque desde el propio diseño del documento queda patente la intención vanguardista de la publicación:



La mancheta de la revista --cuatro páginas tamaño sábana (60 x 75 cm) que se presentaban como “expresión contemporánea de la sección de literatura del Círculo de Bellas Artes”  y que costaban una peseta-- dejaba en negro sobre blanco los nombres de sus responsables. Eduardo Westerhal era, como correspondía, el director. Pedro García Cabrera figuraba como secretario, y los inseparables Domingo Pérez Minik y Domingo López Torres componían la redacción junto a Oscar Pestana, Francisco Aguilar y José Arozena. Después se añadirían Agustín Espinosa y Emeterio Gutiérrez Albelo. Especialmente influyente fue, desde París, la colaboración de Óscar Domínguez, al que organizarían su primera exposición individual en Tenerife en 1933, prólogo de la gran muestra de dos años después, La Exposición Internacional Surrealista de 1935.

No voy a repasar uno a uno los 38 números que acabaron publicándose, el último de ellos en junio de 1936, a poco más de un mes de que Francisco Franco saliera de la Capitanía General de Tenerife para dirigirse a Marruecos y comenzar desde allí la guerra civil en España. Sin embargo, pienso que puede resultar ilustrativo reseñar mínimamente el primero de ellos. 

Se abría con la posición reproducida más arriba y completaba la primera página, extendiéndose a parte de la segunda, un largo artículo de original escritura salido de la pluma y la cabeza del director, que con el título de “tendencias evasivas de la arquitectura”, se adhería a las ideas racionalistas de la Bauhaus. Tras una larga argumentación, el final adquiría un cierto tono de poesía conceptual:



A continuación, Domingo López Torres, el benjamín del grupo y el que quizás fuera el más directamente comprometido políticamente de todos ellos --junto a Pedro García Cabrera, que para entonces ya era concejal socialista en el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife--, abordaba en su artículo el arte social de George Grosz, mientras que Francisco Aguilar, al que no en vano Westerdahl había considerado un “clásico” en aquella carta fundamental de Munich, se ocupaba de realizar “una interpretación filosófica del barroco”. Al frente de la sección de libros estaba Domingo Pérez Minik, que escribía sobre Jean Schulumberger, novelista francés que permanecería no tanto por su obra literaria como por haber sido uno de los fundadores de la controvertida La Nouvelle Revue Française. La última página se dedicaba a las noticias culturales. Europeas (Alemania, Francia o Bélgica) bajo el epígrafe de “revista Internacional” y canarias bajo el de “revistas de las islas”. En esta última sección dos reseñas significativas. Una, la del libro de poemas “Tratado de tardes nuevas”, de Julio Antonio de la Rosa, el fallecido compañero de “Pajaritas de Papel”. Otra, la del segundo centenario de Viera y Clavijo, uno de esos canarios internacionales de cuya rama descendían los mentores de “gaceta de arte”. Un breve llamamiento a la juventud cerraba aquel primer número.



Me he detenido en detallar el contenido de aquel primer número (algo en lo que espero no reincidir) porque pienso que en él se encontraban ya las que serían las principales características definitorias de “gaceta de arte”:

-El eclecticismo de sus intereses artísticos y culturales, que, en este caso, abarcaban desde el racionalismo al expresionismo y que en números posteriores albergarían otros ismos del momento. Sin olvidar a aquellos clásicos que habían apostado por sus respetivas modernidades y que para ellos estaban en el origen de todo. Sintomático en este sentido es que el número 3 fuera un monográfico dedicado al centenario del fallecimiento de Goethe.

-Preocupación prioritaria por  la literatura, la plástica, el teatro y la arquitectura. Prácticamente no hay música en ella; y cine, poco, aunque algún artículo de alto interés se publicara, como “Conducta funcional del cinema”, del propio Westerdahl, una original aportación teórica que debería ser conocida por los historiadores del cine en España, o “Hacia una crítica técnica del cine”, firmado por Juan Piqueras, pionero de la crítica cinematográfica en España, que de no haber muerto fusilado en 1936 por los militares sublevados (y sus restos arrojados a una fosa común de esas que quedan sin descubrir) bien hubiera podido ser nuestro André Bazín.

-Mayor atención a lo que se hacía por Europa que a la España peninsular. Parecería como si los redactores de “gaceta de arte” hubieran pensado que, dada la distancia que les separaba del continente, fuera España o el extranjero, mejor era ir hasta las fuentes originales que quedarse en terrenos intermedios. Eso no quiere decir que no mostrarán en la revista la admiración que les merecía la pintura de Maruja Mallo o las esculturas de Alberto Sánchez, Julio González o Ángel Ferrant, con cuyo grupo Amigos de las Artes Nuevas (A.D.L.A.N.) mantuvieron una excelente relación, antes y después, y que tuvieran colaboradores de la península como Guillermo Díaz Paja o Guillermo de Torre. En su libro, Pérez Minik lo explicó con claridad:

“No nos interesó la celebración del centenario de Góngora, ni tampoco la mayoría de las revistas de poesía que aparecieron a todo lo largo y ancho de la península, ni las teorías sobre la historia española de Ortega. Pero hay que reconocer que todos los líricos de la generación del 27 fueron siempre bien comprendidos por “Gaceta de Arte”, de Pedro Salinas a Jorge Guillen, el Rafael Alberti de “Sobre los Ángeles”, y el Federico García Lorca de “Poeta en Nueva York”, y con especial atención el Juan Larrea que descubrimos en la Antología de Gerardo Diego. La herencia del barroco, el folklo-rismo y la élite lúdica, todas estas actitudes fueron siempre rechazadas por los animadores de «Gaceta de Arte».”

López Torres, Westerdahl, Pérez Minik
Aunque la referencia al poemario de Lorca no pueda deberse sino a una proyección hacia atrás de lo leído después, pues “Poeta en Nueva York” no se publicó hasta 1940, en el exilio, y anteriormente sólo se pudo acceder a algunos de sus poemas a través de las pocas lecturas que de ellos hizo el propio poeta, por lo que es poco probable que los conocieran en Canarias, el párrafo da idea de por dónde iban los gustos literarios y estéticos del grupo canario. La preferencia por la parte vanguardista de la generación del 27 sobre sus apegos más tradicionalistas marca la especificidad de los mentores de “gaceta de arte” frente a sus coetáneos peninsulares, pese a pertenecer todos ellos a la misma generación de la República o, por darle el nombre más conocido, del 27. El de más edad de los canarios, Agustín Espinosa (1897), era apenas algo más joven que los mayores del 27, Pedro Salinas (1891), Jorge Guillén (1893), Vicente Aleixandre (1898) y Federico García Lorca (1898). Los más jóvenes, Domingo López Torres y Miguel Hernández, había nacido ambos en 1910. Ambos, también, morirían víctimas de la represión franquista.

gaceta de arte” probablemente no hubiera existido, y hay que tomarlo en consideración, sin la República. La efervescencia cultural y política de los últimos años de la dictadura permitió el estallido de la extraordinaria vitalidad que en todos los terrenos, también en éste, desató la caída de la monarquía. A lomos de la ola de entusiasmo y libertad que atravesó España aquel 14 de abril, nacieron o se consolidaron publicaciones que como “La Gaceta Literaria”,La Revista de Occidente”, “Nueva Cultura”, “Litoral”, “Cruz y Raya”, la albertiana “Octubre” o la nerudiana “Caballo verde de la poesía”, que entre tantas otras pasarían a la historia española de la cultura, semilleros de nuevas generaciones de artistas y pensadores de singular brillantez. También “gaceta de arte[3]

Los promotores de la revista tinerfeña no sólo eran claros simpatizantes de la República, sino activos luchadores por su implantación, primero, y por su mantenimiento tras el autoexilio de la monarquía. De hecho, buena parte de los promotores y redactores estaban afiliados al Partido Socialista, en concreto el núcleo duro de la revista, los que estuvieron en ella de principio a fin, formado por Westerdahl, Pérez Minik, García Cabrera y López Torres.

Esa militancia republicana, y socialista, no les impidió criticar aquello que no les gustaba de lo que iba haciendo la República, especialmente en el terreno cultural. Unas diferencias que salieron especialmente a la luz a partir de las elecciones del 19 de noviembre de 1933, que dieron la victoria a una derecha nucleada alrededor de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), liderada por un monárquico semifascista llamado José María Gil Robles, de malabaristica carrera política posterior, y el Partido Republicano Radical del siempre populista y corrupto Alejandro Lerroux. Durante los dos años siguientes, lo que se llamó bienio negro, España sufrió una fuerte regresión en todos los terrenos, en un intento por suprimir o reducir las medidas progresistas que se habían tomado durante los dos primeros años; desde la reforma agraria a la edificación de escuelas, desde las ordenanzas laborales al apoyo al arte más avanzado.

gaceta de arte” se sublevó contra esa regresión, siempre desde un enfoque político-cultural (o cultural-político, pues para ellos ambos ámbitos venían a ser lo mismo), desde que la sintieron aparecer por el horizonte. Ya en diciembre de aquel mismo 1933 en que la derecha copó el gobierno, publicaron en el número 22 de la revista su undécimo manifiesto, expresamente dirigido “a los jóvenes españoles”, en el que fijaban su posición ante las ideas reaccionarias que propugnaban. Lo titularon “el escandaloso robo de nuestro tiempo” y comenzaba:

g.a., desde su aparición,  ha dedicado, sin claudicar un momento, sus dos años de vida a la presentación y defensa, no sólo del arte vivo, sino del olvidado espíritu de nuestro tiempo en las más diversas actividades.
este espíritu de la época, claro, lleno de precisión, aparece combatido por ejércitos reaccionarios, acomodaticios y burgueses, no sólo en España, sino internacionalmente, apoderándose de todos los resortes de la cultura, para ofrecer al hombre contemporáneo la seguridad ficticia y escandalosa de una transposición de épocas, queriendo acomodar sus pasos a callejones históricos son una posible salida”.

Frente a ello, el manifiesto hacia un llamamiento expreso:

“Contra estos fantasmas es necesario, jóvenes internacionales, jóvenes españoles, tener despierto el espíritu y afirmar nuestro orden: el auténtico orden de nuestro tiempo.”

Anotaciones de contactos 
de la agenda de Eduardo Westerdahl

Casi parece una obviedad decir que “gaceta de arte” fue una revista minoritaria, dirigida a una élite intelectual, al igual que sucedía con el resto de publicaciones similares. No podía ser de otra manera en una sociedad civil que aún tenía altísimas tasas de analfabetismo. En Canarias, en concreto, las personas que en 1930 no sabía leer ni escribir constituían el 51% de la población total del archipiélago, el 43% de los hombres y el 57% de las mujeres[4]. En ese contexto, los 600 ejemplares que mensualmente se tiraban de la revista pocos lectores y menor influencia podían tener entre las clases populares tinerfeñas, una influencia que sin duda no les hubiera importado ejercer a sus responsables, como bien se puede entender al leer sus manifiestos y llamamientos a la juventud. La importancia de “gaceta de arte” no radicó pues en ningún tipo de función agitativa o propagandística directa, sino en su capacidad de remover las aguas culturales isleñas, para cuya revolución el tiempo se les quedó corto, y en la dimensión internacional que llegó a alcanzar.

Como negocio “gaceta de arte” debió ser una ruina total, pues una parte importante de los 600 ejemplares que editaban se enviaban gratis a una buena cantidad de intelectuales y artistas, tanto españoles como internacionales. Se cuenta que García Lorca la recibía con alborozo en la Residencia de Estudiantes de Madrid, gritando con chunga andaluza “llegó la revista de ‘arre’”, en alusión al diseño de la cabecera que hacía complicado distinguir la “t” de “arte”[5]. Otra parte importante de la tirada iba destinada a intercambiar ejemplares con  Universidades, instituciones y publicaciones culturales y artísticas, prácticamente todas las españolas de cierta significación y, especialmente, con numerosas internacionales, que en varias ocasiones llegaron a comentar o reproducir los artículos originalmente publicados por el grupo canario. La lista es larga, pero sólo como ejemplo de esa amplitud de contactos, bien se pueden citar las francesas “Cahiers d’Art”, “Minotauro”, “Les Nouvelles Litteraires”, “Sprit” o “La Nouvelle Revue Francaise”, las alemanas “Ómnibus” o “Die Neue Stalt”, la italiana “Sciencia”, la mexicana “Crisol”, la argentina “Signo”, y así hasta llegar al boletín del Museo de Arte Moderno de Nueva York, que sólo se distribuía entre los socios de la institución. Estos intercambios no sólo eran una buena manera de conocer lo que se hacía lejos de las islas, sino, ante todo, un sistema eficaz de difundir por ese mundo lo que se pensaba y se hacía en aquellas lejanas islas atlánticas. También era una buena forma de recabar colaboradores para la revista, entre los que se encontraron, por citar tan sólo a algunos de los que han pasado a la historia de la cultura, Le Corbusier, Gertrude Stein, Tristan Tzara, Jean Cassou, Herbert Read, André Bretón, Paul Éluard o Benjamin Péret. Esa amplísima nómina de contactos y relaciones es la que posibilitó la celebración de la Exposición Surrealista de marras, a la que al fin llegamos.

 
Tarjeta postal de Kadinsky a Westerdahl (febrero 1935)
                    

Llegan los surrealistas

Al mediodía del sábado 4 de mayo de 1935 los redactores y colaboradores de “gaceta de arte” subieron a una falúa del puerto de Santa Cruz de Tenerife para acudir a recibir a sus huéspedes, cuyo barco estaba fondeado en una dársena exterior a la espera de atraque. No se trataba de un imponente transatlántico, sino de un simple barco frutero, el San Carlos, que regularmente transportaba plátanos de Canarias a Francia y que contaba con algunos camarotes para pasajeros. Los viajeros habían salido de París cargados con su voluminoso equipaje siete días antes camino de Dieppe, donde abordaron el navío. Pérez Minik recordó así aquel primer encuentro:

“Una buena cordialidad se entabló en seguida. Aquí ya teníamos cara a cara a los largamente esperados. Esta primera impresión fue buena. André Bretón, con su cuerpo erguido, macizo, de entonados movimientos, su hierática postura, no sabemos si estudiada, su cabeza con una cierta inclinación altiva, una indiscutible apostura que nos sorprendía, pero que no nos extrañó, dada la alta representación que ostentaba con su categoría de pontífice máximo del surrealismo, su condición de profeta, la fascinante palabra. Con cierta distancia, una original simpatía y su buen afán de agradar. A su lado, Jacqueline, su mujer, rubia, bien plantada, de estirada línea, los ojos azules llenos de movilidad, con el tipo apropiado de una bailarina clásica francesa, de entreverada nadadora de campeonato o de muchacha-anuncio de los bulevares, desplazando toda su sabiduría femenina para la colonización de estos insulares. Y, aparte, Benjamin Péret, con su media calva, el rostro tópico parisiense, nervioso, vivo, siempre al quite, con su castellano medio hispanoamericano, intranquilo, lábil, apasionado, discutidor, en su papel de incondicional secretario.”

No hay que hacer demasiado esfuerzo para imaginar la escena. A sus 39 años, André Breton era ya, si no el más respetado de los escritores e intelectuales del momento, sí, desde luego, uno de los más influyentes, especialmente en el campo de las vanguardias, y, desde luego, el más polémico. Adscrito en un principio al dadaísmo, dentro del que había publicado en 1919 su primer libro de poemas, “Mont de pieté”, su personalidad artística y teórica había estallado en 1924 con la publicación de su “Primer Manifiesto del Surrealismo”, llamado a revolucionar la cultura del siglo XX. Proclamaba en él la necesidad de un arte revolucionario, capaz de conjugar la función que Rimbaud le había otorgado de cambiar la vida con la exigencia de Marx de cambiar el mundo. No era desafío pequeño y en él anduvo metido toda su vida, aunque no sin fuertes crisis y disidencias. En el momento del viaje a Tenerife estaba, precisamente, en una de ellas. Ese mismo año había abandonado el Partido Comunista Francés tras ocho años de militancia, lo que, aparte de las polémicas y enfrentamientos consecuentes, daría lugar también a un distanciamiento cada vez más agrio de dos de sus colaboradores más íntimos en todos esos años, los poetas Louis Aragon y Paul Éluard, que habían seguido fieles al PCF, en el que había ingresado los tres al mismo tiempo.

Tal vez, sin embargo, el gran patriarca del surrealismo, que guardaría la llama sagrada y subversiva del movimiento, tal vez tan sólo quería con aquel viaje descansar y comprobar la magia exótica y lejana de las islas, de la que le había hablado su colega Óscar Domínguez, al que encontraremos más adelante, y que había añorado antes de conocerla en el poema que le acababa de dedicar en su último libro, “L’air de l’eau

“Se me dice que allá abajo las playas son negras
Por la lava que fue hacia el mar
Y se extienden al pie de un inmenso pico de humeante nieve
Bajo un segundo sol de canarios silvestres
Cuál es, pues, este país lejano
Que parece sacar toda su luz de tu vida
Y tiembla muy real en la punta de tus pestañas
Dulce a tu encarnación como un lienzo inmaterial
Recién salido de la maleta entreabierta de los tiempos
Detrás de ti
Lanzados sus últimos resplandores sombríos entre tus piernas
El suelo del paraíso perdido
Cristal de tinieblas espejo de amor
Y más abajo hacia tus brazos que se abren
Con la prueba de la primavera
DESPUES
La inexistencia del mal
Todo el manzanar en flor del mar”

En un principio se había pensado que su acompañante en aquel viaje fuera su inseparable compañero Paul Éluard, con el que ya debía andar en polémica y con el que acabaría rompiendo tres años después. Por causas que desconozco no fue así, y quien acudió con Breton a Tenerife fue Benjamin Péret, también poeta memorable, surrealista de primera hornada y compinche de Bretón desde los tiempos del dadaísmo, que poco después lucharía junto a los republicanos en la guerra civil que ya se oteaba en el horizonte.

Jacqueline Lamba en Tacoronte
Y en medio de los dos poetas, más cerca del pope que del secretario, una mujer. Jacqueline Lamba. En el momento de poner pie en Tenerife tenía 24 años, y apenas hacía uno que se había casado con Breton en una boda que tuvo como padrinos a Alberto Giacometti y Paul Éluard y como fotógrafo de lujo a Man Ray. En cualquier caso, merece ser recordada por algo más que por esa condición de esposa de famoso. Había estudiado en la Escuela de Artes Decorativas de París y desde los 17 años, tras quedarse huérfana, se tuvo que ganar la vida por su cuenta. No le hizo ascos al trabajo. Dio clases de francés, fue decoradora de escaparates en unos grandes almacenes parisinos y actuó como bailarina acuática en un cabaret de Pigalle. Se había unido al surrealismo desde los primeros momentos, y a partir aproximadamente de estas fechas en las que andamos, sus obras, objetos,  acuarelas y óleos principalmente, colgaron en la mayor parte de las exposiciones del surrealismo. En Tenerife, diseñó la portada del catálogo de la exposición

Tras desembarcar, los anfitriones condujeron a sus invitados al Hotel Victoria, en pleno centro de la ciudad, junto al Ayuntamiento, en el que estuvieron alojados durante la visita. Los cuadros, que debían abultar lo suyo, se depositaron en la vivienda de Westerdahl, que también servía de sede de la revista. Con la hospitalidad innata del isleño, inmediatamente les pusieron en actividad. Les mostraron la ciudad, subieron hasta La Laguna, que debió deslumbrarles con la belleza serena de su arquitectura colonial, les pasearon por los bares y les presentaron en las tertulias que frecuentaban.

En los 23 días que estuvieron en Tenerife, los franceses realizaron también varias visitas al interior de la isla. Al menos dos de ellas fueron especialmente significativas. La que hicieron, impelidos por el propio Breton, a Tacoronte, localidad del nordeste de la isla en la que había nacido Óscar Domínguez y de la que sin duda el pintor había contado largo y tendido al poeta francés en tardes de tertulia parisina. La otra, obligada, al Teide, en la que cumplieron con todas las normas del buen turista, llegando a montar en camello conducidos por López Torres como improvisado camellero. Al descender del paisaje lunar, contaba García Cabrera posteriormente, atravesaron el impresionante mar de nubes que separa el pico de la costa y que a Breton parece ser que le hizo exclamar: “Estoy en el interior de una nube de Baudelaire”.

Cuando llevaban cinco días en la isla, el 10 de mayo, uno antes de que se inaugurara la exposición, el periódico La Tarde, en el que el grupo canario colaboraba de manera regular, publicó un artículo, “Saludo a Tenerife”, ofrecía las primeras impresiones de André Breton sobre la isla. Impresiones deslumbradas, aunque quizás un tanto reductoras:

“Al llegar a Tenerife me he lavado las manos con jabón común que se asemeja al lapislázuli. Me he lavado las manos de toda Europa. Y primero, de Francia, desde donde venía. Con el temblor de manos, todo salió. Este temblor, que no es sólo mío, es el de los hombres que sienten con angustia, en el noroeste de esta isla, que el mundo social debe ser cambiado si se quiere que los beneficios de la vida no se pierdan irremediablemente, que todavía hay un lugar en la existencia humana para el pensamiento, para la poesía, para el amor…”

Péret, Lamba, Breton, Westerdahl
Con este brillante comienzo, el poeta insinuaba que aquel viaje podía tener un cierto carácter de rito purificador. En aquella isla anclada en medio del océano, a miles de kilómetros del centro del universo que suponía París, rodeados de un paisaje y un paisanaje tan distintos a los que constituían su mundo habitual, los visitantes podían encontrar un refugio para los males de la sociedad, que parecían difuminarse ante la belleza y la tranquilidad del entorno.

“La careta contra los gases, último modelo, cuyo horrible perfil toma aún en lo físico un carácter anticipado, no es solamente allá abajo un mal sueño, sino ya una realidad en el sentido moral. El viajero apenas puede recordarlo, en Santa Cruz, al cabo de unos días, bajo los árboles malvas, en el ir y venir de las mujeres más tentadoras, quiero decir, las más inconscientes, las más bellas. Es para no creer que el hombre viva de nuevo en Francia, en Alemania, en todas partes, con la idea de que no se pertenece, que no puede evitar de un día a otro ser precipitado en una aventura sin salida posible, en una aventura cuya única salida no puede ser sino la supresión sin regreso del mecanismo que la ha engendrado.”

Pese al deslumbramiento ante tanta belleza extraña llena de contrastes impactantes, Breton no ignoró el carácter proselitista del viaje y su contenido ideológico, que supo rematar con una buena metáfora integradora:

“Es preciso hacer aquí un llamamiento a la razón como en ninguna parte. El sistema de seducción, que desde lejos se organiza en derredor de las palabras Islas Canarias, sistema que yo puedo apreciar, ya más cerca, en su solidez, no puede hacerme perder de vista el sentido general del mensaje del que soy portador, y que es mensaje surrealista. (…) Esperamos demostrar que esta actividad es la única que puede desenvolverse racionalmente sobre las ruinas de una civilización que desde tiempo sabemos condenada a desaparecer, y de la que sólo intentamos preservar, para provecho del hombre futuro, lo que constituye realmente el tesoro cultural. (…) Su interpretación del mundo resume y exalta milagrosamente todos los aspectos del pensamiento surrealista, a la manera como el Jardín Botánico de La Orotava agrupa las plantas más raras, nacidas bajo todas las latitudes. Su canto, a la caída del día en este mismo mundo, en la gran zozobra de este tiempo, pone su nota, entre todas, patética y brillante. Yo supe encontrar, por elección, su luz en los mismos colores de esta isla que es como un pájaro”.

 
García Cabrera, Pérez Minik, Espinosa, Lamba, Perét



Exposición surrealista


A las 7 de la tarde del 11 de mayo de 1935 se inauguró la exposición en el Ateneo de Santa Cruz de Tenerife, sito en la Plaza de la Constitución, a muy escasa distancia del puerto por el que habían llegado las obras y sus portadores. Todo estaba preparado. Los cuadros en las paredes y la gente a la puerta. Las expectativas eran grandes. Aparte del prestigio con que ya contaba “gaceta de arte” en los medios artísticos y culturales de la isla y el renombre de que gozaban los ilustres viajeros y los artistas representados en la muestra, se había realizado lo que ahora llamaríamos una buena campaña promocional que tuvo una gran repercusión en la prensa, especialmente en La Tarde, el diario en el que colaboraban los miembros de la revista, que no se recataron, con espíritu militante, de escribir varios artículos anunciando la exposición, además del propio texto de Bretón, que se había publicado el día anterior. El público parecía estar asegurado, otra cosa eran las reacciones que pudieran tener, por mucho que la labor anterior de la revista hubiera aportado una buena cantidad de seguidores a las vanguardias artísticas.

Domingo López Torres, Benjamin Péret, Eduardo Westerdahl, Jacqueline Lamba,
André Breton, Agustín Espinosa, José M. de la Rosa y Domingo Pérez Minik

Desde luego, la exposición no era cosa de broma. Vista entonces, cuándo sucedió, representaba lo más novedoso del arte del momento, con nombres ya de gran resonancia y otros que apenas estaban empezando. Expuestas hoy aquellas mismas obras en el Reina Sofía o el Thyssen, por poner dos museos que me caen cerca, los visitantes darían la vuelta a la manzana y los últimos de la cola charlarían con los primeros. Por no hablar de la significación histórica que una muestra así tendría ahora.

Creo recordar que al principio de este mamotreto ya ha quedado dicho que la de Tenerife fue la segunda exposición del grupo surrealista celebrada fuera de Francia. Desde el manifiesto fundacional de Breton de 1924, e incluso desde antes, los surrealistas habían organizado numerosas exposiciones a la menor ocasión que se les presentara, colectivas o individuales. No en vano el surrealismo era algo más que un simple encuadramiento estético, una forma de intentar cambiar el arte y el mundo, ante todo, que exigía a sus integrantes no sólo pasión creadora sino auténtica y estricta militancia. Tal vez exagerando un poco se podría decir que no se trataba de un “movimiento” o un “grupo”, sino de una “organización” estructurada a cuyo frente se encontraba André Bretón, de cuya excelencia poética no se puede dudar, así como tampoco de su capacidad organizativa y sus habilidades dialécticas. Con un líder así es comprensible que el surrealismo, organización militante, se convirtiera en el movimiento artístico con mayor repercusión de la primera mitad del siglo XX, sustanciado en la importancia que dieron a los manifiestos teórico-agitativos y a las exposiciones de sus obras, a más de a las publicaciones estrictamente literarias.

El grupo surrealista en 1930: Tristan Tzara, Paul Éluard, 
André Breton,Jean Arp, Salvador Dalí, Yves Tanguy, 
Max Ernst, René Crevel y Man Ray.
En sus 10 años de existencia, el grupo surrealista había celebrado, pues, numerosas muestras que habían obtenido gran repercusión y motivado enormes polémicas. Sin embargo, ninguna de ellas había rebasado las fronteras de Francia. El mundo hablaba del surrealismo, pero sus habitantes apenas conocían directamente aquello sobre lo que discutían y polemizaban. Breton debió concluir que ya era el momento, en medio de la crisis abierta por el enfrentamiento entre el poeta y el movimiento comunista en su facción soviético-estalinista, de internacionalizar el movimiento. En términos políticos --y de política al fin y al cabo, además de arte, se trataba--  se podría hablar de un proceso de acumulación de fuerzas fuera de Francia, precisamente cuando en Francia Bretón se enfrentaba a la que quizás fue la más importante de las escisiones del surrealismo, de las muchas que hubo de enfrentar en su historia; la que ya había protagonizado Aragón y a la que se sumaría pronto la de Éluard.

Por otro lado, el surrealismo había llegado ya en Francia al máximo de su capacidad de difusión. Las concepciones estéticas y políticas del movimiento habían atravesado las fronteras, ganándose tantos enemigos como seguidores, que habían formado grupos nacionales, más o menos estructurados a su imagen y semejanza. Sin embargo, la resonancia ideológica no se correspondía con el conocimiento directo que en el resto de Europa se tenía de la obra de los artistas integrantes del grupo. Era hora de ponerle remedio. En su artículo de La Tarde publicado tras su llegada a Tenerife, Breton ya apuntaba la clave de la situación:

“Por la invitación de nuestros amigos de «Gaceta de Arte», Benjamín Péret y yo nos proponemos dar cuenta, en una exposición de pintura, con la proyección de un film y con varias conferencias, de la actividad que, desde hace quince años y con el nombre de «surrealismo», con otros poetas y artistas, hemos mantenido en Francia, actividad a la que históricamente ninguna otra actividad artística colectiva se puede oponer, más viva que nunca, y que ya exige que empecemos a organizarla en un plan internacional”

Abril 1935. Breton, Éluard y Lamba en Praga 
con surrealistas suecos

Según todas las consideraciones históricas, la muestra de Tenerife de mayo de 1935 fue la segunda salida internacional del grupo surrealista. Creo que ya se ha dicho. La primera había tenido lugar en enero de ese mismo año en Copenhague y contó también con la presencia de Bretón y, en este caso sí, Paul Éluard. Como sucedió con la de Canarias, la exposición había contado con el patrocinio del grupo artístico danés Linien (La línea), encabezado por el pintor y  escritor Vilhelm Bjerke Petersen, que participó en la muestra junto a otros artistas locales, como el escultor y pintor Wilhelm Freddie o Harry Carlsson, daneses, y el sueco Eric Olson. La parte más significativa de la muestra la aportaron, no obstante, las obras de los surrealistas parisinos, entre los que se encontraban, al menos, Jean Arp, Max Ernst, Paul Klee, Joan Miró, Yves Tanguy, Salvador Dalí y Magritte. [6]

La nómina artística era importante, aunque seguramente falten nombres, pues no he conseguido encontrar el listado completo de participantes. Tampoco se sabe, o al menos yo no lo sé, si los mismos cuadros expuestos en Copenhague fueron los que acabaron colgando de las paredes del Ateneo de Santa Cruz de Tenerife o si hubo cambios, añadidos o supresiones. Es algo insustancial, aunque sería curioso saber si Breton organizó una sola exposición itinerante que hubiera ido luego a las siguientes etapas de aquella expansión internacional: Londres (1937), Tokio (1937), París y Amsterdam (1938), o si en cada caso se mostraba obra distinta. Fuera como fuera, en el catálogo de la exposición canaria figuran todos los nombres que se ha señalado que estuvieron en Copenhague, más unos cuantos de similar significación artística: Picasso, Óscar Domínguez, Víctor Brauner, Chirico, Dalí, Óscar Domínguez, Valentine Hugo, Méret Oppenheim, Man Ray, Duchamp, Giacometti, Maurice Henry, Marcel Jean, Hans Bellmer o Dora Maar entre los gozan hoy en día de mayor reconocimento y cuyos cuadros cotizan más en las subastas. Un total de 21 artistas expusieron 76 obras, 32 óleos, entre los que figuraban algunos de gran formato, 17 fotografías y 27 acuarelas, diseños, collages y aguafuertes. Se trataba, sin duda, de la una de las mayores concentraciones de talento artístico vivo que podía juntarse, no sólo en aquellos años, sino, probablemente, en cualquier otro momento de la historia, si exceptuamos que en el Renacimiento se hubieran podido realizar exposiciones conjuntas.


La muestra despertó una viva curiosidad entre el público y obtuvo buena atención por parte de la prensa, que no siempre se puso de acuerdo en sus apreciaciones, más entusiastas en los diarios de ideología más o menos republicanos, como La Tarde y La Prensa, en los que colaboraban los miembros del grupo, y abiertamente en contra el clerical La Gaceta de Tenerife, que desarrollaría una intensa campaña en contra, especialmente con motivo del intento de estreno de “La edad de oro”, del que hablaremos, porque aparte de su significación se trata de una historia con misterio incluido.

En este último diario se publicó, el 21 de mayo, el mismo día en que estaba prevista la clausura de la exposición, una valoración que resulta clarificadora de lo que la muestra suponía para los canarios bien pensantes, de un catolicismo extremo y posturas políticas decididamente derechistas. Para ellos, el surrealismo no era solo una forma de arte que no entendían o un enemigo político, sino la representación rediviva del mismísimo diablo, negación de todos los valores de la civilización cristiana. Quizás bastaría para entenderlo decir que el suelto se atribuí a “Una dama de la más alta sociedad tinerfeña”, aunque lo mejor para entenderlo será reproducir un párrafo:

“Mi idea --me creo un ser bastante normal-- es que varios enfermos con la imaginación ya en el último grado se dieron cita para saber cual pintaba mas disparates, y hasta la sublime belleza, el bello ideal de ser madre lo han ridiculizado bajo su aspecto más repugnante. Empiezo a vislumbrar que estos son unos de tantos frutos brillantes de esas semillas lanzadas a todos los vientos y que vemos germinar, sobre todo desde la post-guerra, en todos los ambientes sociales y donde menos se piensa: los semi-hombres, los que no quieren maternidad, cocktailes de todos los gustos, a todas horas, para todos los sexos, niños y niñas que quieren vivir su vida (vida artificial de Cine), estupefacientes, estudiantes sin libros y en perpetua vagancia ayudando a los catedráticos en continuas vacaciones.”

La provocación quedaba servida, pero de lo que no hubo manera, pese a la buena promoción que debieron suponer los insultos, fue de vender ni uno sólo de los cuadros, algunos de los cuales formaban parte de la colección personal de Breton. Y eso que los precios eran de risa, especialmente contemplado desde lo que hoy podría sacarse por ellos en una subasta.

Dalí: La libre inclinación del deseo
Por 1.200 pesetas podía uno llevarse a casa los dos cuadros de Dalí que se exponían. Uno de ellos, “La libre inclinación del deseo”, tiene, además, su propia historia, pues a raíz de la exposición desapareció, y aunque se tenían noticias de su existencia no fue recuperado a identificado hasta que fue encontrado en 2014 en los sótanos de la Universidad de Yale, en cuya galería de arte se conserva hoy en día. Las peripecias del cuadro en su largo viaje de Canarias a Estados Unidos darían para una novela.

Max Ernst. Por la ciudad entera
Pero la cosa no se quedaba ahí. Por uno de los ocho oleos de Marx Ernst no había que pagar más que 1.500 pesetas. “Por la ciudad entera”, por ejemplo. Un Miró, según tamaño, costaba entre 250 y 2.500. Aparentemente eran los más caros, a falta de saber el precio de los dos picassos, un óleo y un dibujo. Pero si se optaba por algún artista menos resonante, como el rumano Victor Brauner, la cosa se quedaba en los 50 duros.

Autenticas gangas que, no obstante, no engatusaron a nadie. Parece lógico que no hubiera compradores entre el posible publico obrero de la exposición, por muy culto que fuera o interesado que estuviera, pues su sueldo medio rondaba las 300 pesetas mensuales, cuentan las estadísticas, y había otras prioridades. Sin embargo, que quienes disponían, por oficio, negocio o nacimiento del dinero necesario no se agenciaran alguna de aquellas gangas muestra, al menos, que, como escribió 50 años después Pérez Minik, “estas gentes de nuestras ciudades, a pesar de su aire cosmopolita, no tenían el menor sentido de los comercios del arte”. Seguramente no veían, lejos de la metrópoli como estaban, que la obra artística empezaba a convertirse ya en aquellos momentos en un valor económico en alza en los mercados, ni podían prever lo que llegaría a ser en el futuro el mercadeo artísticos. Algunos de ellos se mesarían hoy en día las barbas, de vivir y tenerlas, al leer que algunos de aquellos cuadros de precios irrisorios, u otros similares, se subastan por millones de euros.

Los 22 días que los franceses pasaron en Tenerife dieron para mucho. Recorrieron de arriba abajo la isla, que les dejaba boquiabiertos en cada visita. Cuenta Pérez Minik que Breton era aficionado a recoger pequeños animales e insectos de todo tipo, y que había guardado en una caja metálica de cigarrillos, “ingleses”, precisa el narrador, una lagartija y un caballito del diablo. Al ir a abrirla un día después, los animales habían desaparecido. Aunque lo más probable sería que alguien los hubiera liberado, tal vez Jacqueline, la más cercana a él, Breton prefirió quedarse con la duda de cómo se podían haber devorado uno a otro mutuamente. Le pareció totalmente surrealista.





No todo iban a ser tertulias y francachelas


Sin embargo, no todo fue menear el tacón. Fieles al carácter militante y universalizador del viaje, los visitantes participaron también en varios actos que se podrían definir como político-culturales.

El día 16, en el mismo Ateneo en el que se mostraban los cuadros, Breton ofreció una conferencia bajo el significativo título de “Posición política del arte de hoy”. Según la prensa de la época y el recuerdo de Pérez Minik, la sala se puso a rebosar y el éxito fue total. “El público advierte que se encuentra ante una figura de un poder persuasivo extraordinario. Sus apartados son subrayados con grandes aplausos”, constató al día siguiente La Tarde. La conferencia, que el poeta dio en francés, fue repetida en español por Agustín Espinosa y Pérez Mikik, que la habían traducido meticulosamente bajo la exigente inspección de Breton, pendiente del sentido de cada palabra española. A tenor de lo escrito por el segundo de los traductores cincuenta años después, el francés debía ser todo un carácter en escena, capaz de encandilar a los espectadores, hablaran o no el idioma de Baudelaire:

“Sólo escuchar a André Bretón era un gran espectáculo, aunque no se le entendiera, con su gran cabeza altiva, rostro y movimientos de un indiscutible porte clásico, la palabra bien dicha, caliente, puesta en su sitio, los ademanes sobrios, el teatro más refinado, manteniendo ese punto medio entre el ensayo más exigente y la demagogia surrealista más civilizada. La propia de un día de gran fiesta, un tema bien conocido por él, que ya había expuesto en otras ocasiones ante los más diversos públicos. Todo el contenido muy coherente, con la mejor dialéctica tradicional, la expresión más cuidada, clara, persuasiva.”

Pérez Minik sabía de lo que hablaba, pues no en vano sería la crítica teatral una de sus actividades intelectuales más destacada. En el número de “gaceta de arte” de septiembre se publicó un fragmento de la conferencia, en la que Breton insistía en su concepto de la creación artística:

“… Afirmo que la emoción subjetiva, cualquiera que sea su intensidad, no es directamente creadora en arte, que no tiene valor sino en tanto es restituida e incorporada al fondo emocional, del cual el artista está llamado a extraer. Este no está generalmente divulgándonos las circunstancias en las cuales ha perdido para siempre un ente amado, aun a pesar de que su emoción esté en este momento en su plenitud, conmoviéndonos. No está sino confiándonos, cualquiera que sea la moda lírica, el entusiasmo que desencadena en él tal o cual espectáculo -ya sea el de una puesta de sol o el de las conquistas soviéticas-, el cual levantará o alimentará en nosotros el mismo entusiasmo. De esto podrá salir una obra de elocuencia, pero nada más. Por el contrario, si este dolor es muy profundo y muy elevado, este entusiasmo muy acusado intensificará violentamente, por su propia naturaleza, el foco vivo de que hablaba. Toda obra ulterior, cualquiera que sea el pretexto, se engrandecerá por ello mucho más; se puede casi decir que, a condición de evitar la tentación de la comunicación directa del proceso emocional, ganará en humanidad lo que pierde en rigor.”

Una semana después, Breton repitió actuación, esta vez en El Puerto de La Cruz, ya entonces la principal ciudad turística de la isla, aunque no fuera aún ni sombra de lo que en este terreno llegaría a ser a partir de los años cincuenta. El acto debió tener un público más popular que el de la conferencia anterior, dado el carácter evidentemente republicano del Círculo de Amistad XIV de Abril en el que se celebró el acto y que la convocatoria la firmaran las Juventudes Socialistas. Aunque el anunció que se publicó en la prensa se refería a una “interesantísima conferencia sobre arte”, el recuerdo de Pérez Minik, muy concreto, habla de un recital poético, en el que Breton recitó en francés sus poemas, sin que fuera necesaria la prevista traducción de Pedro García Cabrera, que se habría limitado a leer algunos textos propios. La presentación del poeta francés corrió a cargo  del inseparable Agustín Espinosa. En el anuncio publicado en los periódicos hay un detalle simpático y tal vez significativo. Para conocimiento de los lectores, el anónimo redactor califica a los participantes en el acto, y de manera seguramente impremeditada realiza también una valoración ajustada de los intervinientes. Valoración si no de su categoría artística, si, al menos de la consideración pública que le otorgaba a cada uno de ellos. Así, se refiere a Espinosa como “ilustre director de Instituto” mientras que a García Cabrera le califica de “culto escritor”. Situándole en lo alto de la pirámide, André Breton recibe el título de “cultísimo escritor”.  

También Benjamin Péret dio su propia conferencia, aunque tuvo que esperar al 26 de mayo, un día antes de la partida. El acto, que se celebró en un cine, fue organizado por la Agrupación Socialista del Puerto de la Cruz, y su convocatoria tuvo un carácter marcadamente político desde la propia definición del conferenciante, al que se calificaba de “culto poeta marxista” y “activísimo pensador proletario”, aludiendo de nuevo a la cultura y el pensamiento, sendos valores sacrosantos para las izquierdas del momento, y del que se aseguraba que era “ilustre embajador espiritual del surrealismo francés”.

En aquella España de mediados de los treinta, en la que pese a los avances educativos laicistas republicanos el peso de la religión, sus dogmas y prejuicios seguían siendo determinantes en la moral pública de la época, el titulo de la conferencia era ya de por si provocador. Nada menos que “Análisis marxista de la religión” se titulaba la cosa, y la cosa religiosa no era entonces cosa de broma. Atreverse a la herejía suponía arriesgarse a pasar a formar parte de las listas negras de la reacción, que no dudarían en utilizarlo como pieza de cargo cuando llegara la represión tras la sublevación militar que ya se estaba preparando. En de diciembre de 1936, cuando Agustín Espinosa --cuya peripecia vital durante sus últimos años tuvo un doloroso tono patético, como veremos al final-- ya había sido expulsado de la profesión docente y estaba a punto de tener que someterse a un expediente de depuración, la revista falangista Acción hundió aún más el dedo en la llaga, denunciándole, precisamente, por su anticlericalismo y por su colaboración en “gaceta de arte”, “revista –acusaban-- que por el mero hecho de ser católico llama a un gran pensador español ‘ratón de iglesias’ y ‘engendro de sacristías’ y otras lindezas por el estilo”.

André Breton, Jacqueline Lamba y Benjamin Péret partieron del puerto de Santa Cruz de Tenerife el 27 de mayo de 1935, en el mismo barco frutero en el que habían arribado a la isla 23 días antes. Esta vez no fueron directamente a Francia, sino que pararon antes unos días en Gran Canaria, donde no se había conseguido montar la exposición, pese a los buenos oficios tanto del propio Espinosa, que en aquellos momentos dirigía un instituto en Las Palmas, como de algunos colaboradores locales de “gaceta de arte”, entre los que figuraban el periodista y crítico Juan Rodríguez Doreste y el pintor Felo Monzón. Desde allí dirigieron los dos poetas sendas cartas de despedida a sus anfitriones tinerfeños de las que dejó rastro su publicación en la prensa.

“Cuando en mi último libro de poemas, “L'air de l'eau”, me había propuesto ambiciosamente dar una réplica moderna a la gran llamada nostálgica que podemos ver en el poema de Goethe: «Kennst du bois land wo die Citronen bluh'n» y en la estrofa de Baudelaire: «Mon enfant, ma soeur, / Songe à la douceur / D'aller là bas vivre ensemble! / Aimer à loisir, / Aimer et mourir / Au pays qui te ressemble!», era en las Islas Canarias donde yo había pensado, era una «Invitación al viaje» a las Islas Canarias lo que yo escribía entonces. Y es, más allá de toda espera, la realización de un sueño lo que he conocido en Santa Cruz de Tenerife, durante estos veinte días en que mi corazón no ha sido otro sino el de vuestro país encantado. (…)  No habrá un minuto feliz que no nos vuelva a traer lo más delicado del pensamiento y del arte de Tenerife”.

Escribió Breton en la carta que se publicó en La Tarde el 1 de junio. El mismo día, pero en La Prensa, Péret se mostraba igual de arrobado por la visita:

“La isla, que no hemos visto borrarse en el horizonte, penetraba a nuestro sueño y se desangraba en blanco como la cabellera del cactus de vuestras montañas y que será en adelante una amante, donde todos mis deseos intentaran fijarse. Las tres semanas que he pasado entre vosotros son para mí como el arco iris para el paisaje que recuerda el aguacero que acaba de recibir. (…)Y cuando ya metido en otra agitación yo regrese a estos días bañados de sol, es en Tenerife en quien pensaré, en su cielo, en sus flores y en sus mujeres que con ellas rivalizan.”



La declaración surrealista de Tenerife


La exposición, que debía haberse clausurado el 21 de mayo, se prolongó, no obstante, tres días más, hasta el 24, “en atención --según el suelto publicado en los periódicos-- a su importancia y al crecido número de personas que continúan visitándola”. Sin embargo, pese a este proclamado éxito de la muestra pictórica, el rastro más significativo de la presencia de los surrealistas en Tenerife quedó en el manifiesto, proclama o declaración que visitantes y anfitriones elaboraron y firmaron conjuntamente y que se público como el “Segundo boletín internacional de Surrealismo” en la propia “gaceta de arte”.

Los boletines internacionales del surrealismo constituyeron en ese momento, junto a las exposiciones, los principales medios para la expansión del movimiento, utilizados por Breton para estrechar lazos con los diversos grupos nacionales y acumular fuerza para los combates dialécticos en los que andaba metido. En total se publicaron cuatro en dos años. El primero de ellos salió a la luz en Praga en abril de 1935, el tercero en Bruselas en agosto del mismo año y el cuarto en Londres en septiembre de 1936. El de Tenerife sería, pues, el segundo, y como tal aparecía numerado, al menos si se considera la fecha en la que se escribió, mayo, no así la de publicación, octubre, por lo que realmente vio la luz tras el de Bruselas. El retraso en su publicación se debió a la ruina en que quedó “gaceta de arte” tras la exposición, que obligó a suspender durante cuatro meses la edición de la revista.

Hay otro rasgo distintivo entre el boletín canario y los demás que resulta de mayor significación. A diferencia de los otros tres, compuestos por diversos artículos independientes, firmados por miembros de los distintos grupos surrealistas nacionales con la incorporación de textos de Breton y, en algún caso, Éluard, el de Tenerife es el único de los boletines que contiene un único texto firmado conjuntamente por Breton y Péret junto a la mayor parte de los miembros de la revista. En concreto, rubricaron la declaración Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik, Domingo López Torres, Pedro García Cabrera y Agustín Espinosa. Falta la firma de Emeterio Gutiérrez Albelo, que en sus poemarios “Romanticismo y cuenta nueva” (1933), y “Enigma del invitado”, que andaba escribiendo por aquel entonces y que publicaría el año siguiente, dejó algunos de los textos más genuinamente surrealistas de la lírica en castellano. Tal vez ya estuviera metido en la evolución ideológica y poética que, tras la sublevación militar y la guerra, le llevaría a la derechización política y a la lírica de honda raíz mística y religiosa que abordaría con gran rigor en su obra posterior.

El boletín se editó como una separata de la revista, aunque se vendía independientemente al precio de una peseta, precedido de un título largo y esencialmente explicativo: “Boletín Internacional del Surrealismo / Bulletin international du surréalisme nº 2, Publicado por el grupo el surrealista de París y ‘Gaceta de Arte’ de Tenerife (Islas Canarias)”. El folleto constaba de nueve páginas, maquetadas a doble columna, una en español y la otra en francés, e incluía las reproducciones de sendos cuadros de Óscar Domínguez y Picasso, así como cuatro fotos de la reciente visita de los franceses.

Tanto el testimonio directo de Pérez Minik como los estudios posteriores indican que aunque la declaración apareciera firmada colectivamente, fruto de largas discusiones no exentas a veces de tensión, el texto bebe fundamentalmente de las ideas propugnadas en aquel momento por André Breton. De hecho, parece ser que el origen de la declaración estaba en la entrevista que Domingo López Torres realizó al pope surrealista para “Indice”, la revista que acababa de fundar el joven poeta y en la que finalmente no llegó a publicarse, pues la iniciativa no pasó del primer número. El texto de la entrevista, algunos de cuyos párrafos pasaron textualmente a la Declaración colectiva, lo reprodujo el propio Breton en su libro de 1935 “Posición política del Surrealismo”, en el que recogía varias reflexiones sobre lo sucedido a lo largo de aquel año, crucial en la evolución posterior del movimiento y de su principal líder.

La toma de postura colectiva de Tenerife tuvo lugar, como la exposición y el propio viaje, en un momento ciertamente importante para el movimiento surrealista, apenas un mes antes de que Breton pronunciara su incendiario discurso ante el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en París entre el 21 y el 25 de junio, que le llevó a la ruptura definitiva con el estalinismo soviético y, por ende, con el Partido Comunista Francés y, como consecuencia, con los surrealistas que siguieron afiliados a él. De alguna forma se podría considerar un borrador de lo allí proclamado. En la parte programática, el texto de la declaración insiste en la ya conocida inter-relación entre el marxismo, con expresa referencia a la asunción del materialismo dialéctico como forma de análisis de la sociedad, y el psicoanálisis, y critica el realismo social, propugnado la independencia de la obra artística de cualquier tipo de programa político al tiempo que aboga por el compromiso personal del artista con la revolución:

“Nosotros afirmamos la necesidad de mantener el arte en su plano propio, haciendo la revolución en su campo, en el período pre-revolucionario; pero el artista, el escritor, ese tiene que militar en la vanguardia de la clase obrera, tiene que enrolarse en las filas que propugnan por esta raíz capital: la liberación del hombre”.

Pero tal vez lo que resulta más llamativo en el texto es el listado de los artistas a los que ataca. Entre ellos figuran, como no podía ser de otra manera en aquel momento, Aragón y Malraux, a los que acusan de sumisión ante los dictados soviéticos, pero las mayores inventivas aparecen al hacer referencia a la situación de la cultura española. El documento denuncia con firmeza la evolución hacia el fascismo de Ernesto Giménez Caballero, otrora vanguardista y en cuya revista, “La Gaceta Literaria” había colaborado con regularidad Agustín Espinosa, y de los considerados entonces, y después, los primeros intelectuales de Falange, Rafael Sánchez Mazas y Pedro MourlaneMichelena. Les acusaban, nada menos, que de representar para España…

“…el retorno a las antiguas formas atávicas, al servicio y a sueldo de un fascismo canalla, y la concreción de los detritus de las viejas cloacas españolas”

En el otro lado del espectro ideológico, tampoco se salvan de las inventivas Rafael Alberti, al que reprochan su servilismo ante la Unión Soviética, y José Bergamín, por católico y tradicionalista. Resulta significativo de las diferencias existentes entre el grupo de “gaceta de arte” y el conjunto de la literatura española peninsular lo sumamente críticos que los firmantes de la declaración se mostraban con el resto de literatos capitalinos y, en general, peninsulares. Escriben:

Madrid, literaria y artísticamente, no hace otra cosa que salpicar con su confusionismo, con su desorientación, con su inconsciencia, con su analfabetismo de salón, la escasa vida espiritual de las provincias. Todos los mercaderes de las más anticuadas mercancías se dan cita en la capital de España (…). Por las provincias españolas, anda un semillero de revistas de menor cuantía, donde el poemita oculta la traición a los problemas vitales de nuestro tiempo”.

Como se puede ver se trataba de una declaración agresiva y beligerante contra tirios y troyanos, cuyo sentido político más inmediato se desvelaba con toda claridad en el listado de objetivos a combatir con que se cerraba el documento:

“Contra la guerra, como una solución que tiene el capitalismo para resolver sus contradicciones económicas y sociales.
Contra el fascismo, forma política que toma la clase burguesa en la última etapa de su derrumbamiento definitivo.
Contra la patria, que divide a los hombres, enfrentándolos como enemigos, en el asesinato de la fraternidad humana.
Contra la religión, tiránica espiritual y económica, puesta al servicio de los explotadores para dilatar la llegada de una nueva hora colectiva.
Contra el arte de propaganda, puesto al servicio de cualquier idea política. El arte tiene revolucionariamente una misión que cumplir dentro de sí mismo.
Contra la indiferencia política y la inercia social de los escritores que contribuyen a esclavizar el hombre, sin tomar posiciones para su liberación.
Contra todo arte de resurrección de valores muertos, los neos y demás motes con que se encubre una indigencia doctrinal”.

No se puede decir que se andaran con chiquitas, paños calientes o medias tintas. Directos a la yugular. Pagarían por ello.

De espaldas, Espinosa. De izda a dcha: Péret, Lamba, Breton. Pérez Minik, García Cabrera


La edad de oro que se convirtió en plomo


A todas estas, Breton y compañía habían llevado con ellos una película con la intención de que con su exhibición se pudieran cubrir los gastos generados por la exposición y la visita. Primero pensaron en “L’etoile de mer”, de Man Ray, pero finalmente se decidieron por “La edad de oro”, el filme realizado en 1930 por Salvador Dalí y Luis Buñuel, sin ningún género de dudas la más importante y subversiva producción del cine surrealista, por otro lado poco abundante. No debieron valorar suficientemente que lo que llevaban en aquella lata de aluminio era pura dinamita que sublevaría a las derechas isleñas, dando lugar a una batalla política que acabaría en misterio.

La edad de oro” ya había despertado polémicas en sus primeras proyecciones privadas, pero su estreno público, el 28 de noviembre de 1930, en el cine Studio 28 de París provocó un escándalo de dimensiones hasta entonces desconocidas. El propio Luis Buñuel se lo explicaba así en 1939 al director del American Film Center de Los Ángeles en la especie de autobiografía que le envió con la intención de conseguir algún trabajo en el exilio estadounidense:

“Cuando se estrenó ‘La edad de oro’, el grupo surrealista en su conjunto lanzó un manifiesto sobre ella, que fue contestado por León Daudet, desde el periódico de extrema derecha L'Action Française, incitando a sus afiliados a atacar la sala donde se proyectaba. El ataque tuvo lugar seis días después del estreno, y fue obra de unos cuantos jóvenes reaccionarios franceses, que provocaron daños en la sala y en el vestíbulo por valor de 120.000 francos. Dos días más continuó la proyección en la sala devastada, pero como los partidarios de la película querían tomar represalias, el jefe de Policía de París, Chiappe, acabó por suspenderla. El diputado Gastón Bergery recurrió a la Asamblea de Diputados para defender la película, pero no tuvo éxito”.

Tal fue el rechazo provocado por la cinta de Dalí y Buñuel entre la sociedad parisina bien pensante que el Vizconde de Noailles, productor junto a su esposa de la cinta, tuvo que dimitir del Club social al que pertenecía y su madre escribió al mismísimo Papa del Vaticano para interceder por su hijo y evitar que fuera excomulgado.

Con estos antecedentes a cuestas, el anuncio del estreno canario de “La edad de oro” desató una ola de improperios, acusaciones e insultos de la derecha más recalcitrante y de las asociaciones católicas. La proyección, prevista para el 2 de junio en el cine Numancia de Santa Cruz de Tenerife, fue prohibida por el Gobernador Civil un día antes. Y eso pese a que los promotores habían intentado curarse en salud y ya avisaban expresamente en los anuncios publicados en la prensa de que…

“…Debido al carácter de esta película y a muchas de sus escenas de crítica, que pueden herir algunos sentimientos, será puesta e función especial a las 11 de la mañana”.

Dado que esta primera prohibición llegaba amparada en que la película no había pasado censura en España, los miembros de “gaceta de arte” se la proyectaron el 12 de junio al censor, que, cusiosamente, permitió su exhibición. Pese a ello, las presiones derechistas sobre el gobernador para que continuara prohibiéndola crecieron. El día 14 un editorial del diario clerical “Gaceta de Tenerife”, que ya se las  había tenido con el grupo a raíz de la exposición, exigía su prohibición con argumentos apocalípticos:

“…’La edad de oro’ es la herejía criminal en manos de quienes han perdido toda sensibilidad y todo sentimiento artístico; es el exponente de la impotencia espiritual de quienes olvidaron que tienen conciencia. ‘La edad de oro’ tiende a sembrar la degeneración, la corrupción más repugnante de la época. (…) La película monstruosa, de la que hablaremos más extensamente, no ha sido censurada en la Península y no logró ser estrenada. La rechaza toda conciencia, por muy sectaria que se manifieste. Porque hiere, señor Gobernador, no sólo el sentimiento cristiano del pueblo, sino el de la familia, el de nuestros antepasados, el de nuestros padres. ‘La edad de oro’ es el nuevo veneno de que se quieren valer el judaísmo y la masonería y el sectarismo rabioso y revolucionario para corromper al pueblo”.

Al día siguiente, el periódico volvió a remachar el clavo de sus diatribas:

“…’La edad de oro’ está plagada de profanaciones estilo soviético. Aparecen figuras de la Pasión en escenas mundanales, antros de prostíbulos, ridiculizando a Jesucristo de una manera no concebida hasta la fecha. Es un verdadero alarde de herejía, un refinamiento brutal y salvaje”

Es de suponer que el Gobernador Civil debió leer la prensa católica, al fin y al cabo era la suya, y se mostró sensible a sus presiones, pues prohibió definitivamente la película el mismo 15 de junio en que se publicó el último artículo. Parecía el final de la historia, pero no lo fue.

En las elecciones de febrero de 1936 el triunfo del Frente Popular acabó con el gobierno derechista encabezado por Gil Robles, que en dos años había hecho  honor al nombre por el que sería conocido en la historia, el bienio negro, eliminando o haciendo retroceder las libertades y los derechos conquistados con la llegada de la República. Los miembros de “gaceta de arte” volvieron al ataque y apenas tres meses después, en mayo, consiguieron proyectar al fin “La edad de oro” en el mismo cine Numancia en el que no se había podido poner anteriormente. Eso sí, la proyección tuvo que ser privada, pues aunque habían cambiado las cosas, el poder eclesial seguía siendo importante. El éxito fue importante y la sala se llenó a reventar. La presentó al público Domingo Pérez Minik con una breve alocución en la que supo encontrar y explicar la esencia más profunda del filme de Buñuel y Dalí:

Es ésta la tremenda crisis que padece el hombre actual. La Edad de Oro llega ahora a poner de relieve, en su mundo de luz y sombra, algo de todo este acontecer. Con su puñal poético, desgarrador de ancianas virginidades, nos pondrá en contacto con todo este mundo en torno. Pero La Edad de Oro se mueve también dentro del mundo individual de cada hombre. No coge la historia y la rehace, ni la anécdota y la rehabilita, como en las grandes películas sociales. Trabaja más adentro, en la roca viva de la conciencia viva personal, más adentro todavía, en el remoto estrato de lo inconsciente, allí precisamente donde se elevan los postes indicadores de nuestro existir. Esos postes que fueron siempre un peligro para la electro-cutación, lo mismo en las metafísicas, en las religiones e, incluso, en la sociología. No se va a ver en La Edad de Oro ningún fermento revolucionario inmediato, de barricada en la calle. Ningún movimiento subversivo anhelante de una mayor justicia social, o todo movido por los resortes de una más alta moral trascendental. Nada de esto. Su tensión revolucionaria estalla en la mitad de un hombre. En su fuente prístina de amor.

En este happy end agridulce podría acabar la cosa si la historia de la película no tuviera una coda final que la convierte en un misterio sin resolver. Tras la proyección en Santa Cruz de Tenerife, la película se envió a través de un amigo a Las Palmas de Gran Canaria con la intención de que también se pusiera allí. Pérez Minik escribió que la cinta quedo depositada en casa de un amigo, del que dice no recordar el nombre pero sí que era alemán. Situemoslo en su momento. Debían ser finales de mayo de 1936, y apenas mes y medio después tendría lugar la sublevación militar, que en el caso de Canarias consiguió inmediatamente sus objetivos, de un día para otro, dejando a los republicanos isleños sin la menor posibilidad de huida o resistencia.

Dibujo de Luis Ortiz Rosales para el estreno en Tenerife
En el clima de miedo consecuente con el éxito de la sublevación, desatado por una represión cruel e inmediata de la que serían víctimas de un modo u otro la práctica totalidad de la redacción de de “gaceta de arte”, la copia de “La edad de oro” se perdió y no volvió a aparecer. A partir de ahí, Pérez Minik cuenta que el alemán, asustado ante el estallido de la guerra civil, se deshizo de la película. No se sabe dónde ni como, pues el interfecto abandonó las islas tras la finalización de la guerra mundial para regresar a Alemania, pero el escritor afirma que alguien le contó que la había enterrado en un descampado (otros posteriores hablan de la playa como lugar de la ocultación), en el que se habría acabado construyendo una casa, según algunas versiones, o un hotel, según otras. Tal vez fuera un rumor, pero en cualquier caso se trata de una fabulación que de no ser cierta merecería serlo. Ese enterramiento final de “La edad de oro” bien puede ser interpretado como una metáfora histórica de ambiguo sentido. Podría tratarse de la losa franquista que sepultó durante 40 años los ideales republicanos, pero también los cimientos sobre los que se habría de construir una nueva España cuando acabaron los tiempos de dictadura y miedo. Perez Minik ofreció su propia interpretación, más lírica:

“…Es muy posible que allí siga en su sitio convertida en arena, mezclada con cemento, debajo de unos ladrillos, convertida en polvo o en un alacrán peligroso. Esto es lo que nos imaginamos por los informes que tenemos. También siguiendo el decurso natural de La Edad de Oro, es muy seguro que ésta se pueda haber convertido en una roca extraña, ya fosilizada, como una piedra más de la isla, formando parte de su geología, o de cualquier otro misterio surrealista, un objeto escatológico de funcionamiento simbólico, con su celuloide dando vueltas frenéticamente para verificar la única unión libre”.

Ya vamos llegando al final, que como se puede suponer no será feliz. Las arcas de “gaceta de arte” habían acabado exhaustas tras el paso de los surrealistas de las islas, obligando a Westerdahl y a sus amigos a un endeudamiento que tardaron años en saldar. La falta de dinero obligó a suspender la publicación de la revista, que no se retomó hasta septiembre, y el remanente dio tan solo para un número más en octubre de ese mismo años, el nº 36. A partir de ahí la revista pasó a ser trimestral y a tener un formato más pequeño, similar al de un libro. Sólo se pudieron publicar dos números más, de 22 y 82 páginas en formato libro respectivamente, el primero en marzo y el segundo en junio, cuando ya se presentía el olor de la pólvora en el Monte de la Esperanza, en cuyo paraje de Las Raíces se habrían de reunir Franco y sus secuaces el día 17 para preparar la sublevación de un mes después. El franquismo levantó allí mismo un monumento recordando la conspiración, un monolito que aún hoy se conserva como oprobio y escarnio de la democracia y la libertad.




El precio de la derrota


Los canarios se acostaron con la República el 17 de julio y se levantaron el 18 con el fascismo al pie de la cama. No es una metáfora. Así le ocurrió literalmente, por poner sólo un ejemplo, dramático a más no poder, al abogado José Carlos Schwartz Hernández, que por la noche se metió entre las sábanas siendo alcalde republicano de Santa Cruz de Tenerife y a las  ocho de la mañana del día siguiente fue detenido en su propia casa por los militares sublevados, que acabaron asesinándole en Las Cañadas del Teide en octubre de aquel mismo año. Tras asesinarlo, el Ayuntamiento instruyó un expediente sancionador y fue separado del servicio. Todavía no se ha encontrado su tumba.

Aún a riesgo de frivolizar, se podría decir que a los escritores canarios republicanos y de izquierdas (a los otros también, claro) el cambio de régimen les pilló en pijama. Y lo que es peor, no les dieron tiempo a vestirse de calle. En el resto de España también hubo ciudades que cayeron en manos de los sublevados el mismo 18 de julio o en los días inmediatos. En unas, como Sevilla, con mayor resistencia, y en otras, como Salamanca o Burgos, casi sin enfrentamientos. Pero incluso en esos casos, los leales a la República, intelectuales o no, o bien fueron detenidas en el primer momento, y hubieron de sufrir la represión, o con mayor o menor esfuerzo estuvieron en condiciones de encontrar vías de escape que les pasaran a las zonas leales al Gobierno legal. Incluso cuando perdieron la guerra tres años después siempre les quedó el recurso del exilio, aunque algunos se quedaran y tuvieran que pasar por las cárceles y aprender a vivir en aquel llamado exilio interior que amargó a Aleixandre, Buero Vallejo, Eduardo de Guzman o José Luis Cano, entre tantos otros.

A los canarios todas estas alternativas les estuvieron negadas desde el mismo día del golpe. La represión fue brutal, efectiva e instantánea. Sin posibilidad de escape, aunque hubiera quienes se lanzaron al mar en barcas de pesca y llegaron a América. Los intentos de resistencia armada en algunas islas apenas duraron un par de semanas antes de ser aplastados. Tras los dirigentes políticos y sindicales, ciertos intelectuales eran, por su actividad e influencia, los canarios más conocidos y peligrosos por sus apoyos a la República, y sobre ellos la represión tuvo una incidencia especial, que no sólo afectó a sus vidas inmediatas, sino que condicionó y dificultó sus obras futuras. No hace falta ser adivino para saber que en la nómina a represaliar estaban la mayor parte de los redactores de “gaceta de arte”.

Prácticamente todo lo que hemos venido llamando núcleo duro de la revista, es decir, Pérez Minik, García Cabrera y López Torres fueron detenidos a los pocos días del golpe y encarcelados. Tan sólo se libró el director, Eduardo Westerdahl, y no porque no le tuvieran ganas, sino porque al poseer la ciudadanía sueca por parte paterna, además de la española, quedaba fuera del lote. O casi.


El caso más dramático es sin duda el de Domingo López Torres. Con tan solo 26 años era el benjamín del grupo. De origen obrero su fuerte compromiso político se había concretado en la militancia en la UGT y el PSOE (por sus escritos es de suponer que en el ala izquierda de Largo Caballero). Había publicado tan sólo unos cuantos poemas en revistas, y su libro “Diario de un sol de verano”, que había escrito en 1929, permanecía inédito y no sería editado hasta 1987. Era, eso sí, ensayista cultural y político ejerciente en los diarios y revistas de las islas, en los que había publicado análisis perspicaces y valientes. Alguno de ellos, sin duda, debió granjearle el odio de los biempensantes. En 1932 había escrito en “gaceta de arte” con el título “Surrealismo y revolución”:

“los proletarios del mundo estamos en constante lucha por la implantación de nuestros principios, para la destrucción de un sistema cansado. ¡Como no vamos a sacrificarlo también todo por el éxito de nuestras ideas! después, cuando el mundo se afiance en nuevos cimientos, ya desaparecidas las luchas y las clases, sin proletarios ni burgueses, en ese día primero de un mundo mejor, comenzará la preparación cultural nueva que llegado cierto nivel creará su arte y sus artistas, y el artista a su vez creará su pueblo, y en esta justa correspondencia alcanzará la cultura su cielo más alto”.

Tras su detención, López Torres fue encerrado en la prisión de Fyffes, los almacenes de un exportadora de plátanos de ese nombre, junto a otros 1.500 republicanos tinerfeños, de los que en febrero de 1937 se daba como desaparecidos a 1.000. Domingo López Torres estaba entre ellos. No hay detalles de su asesinato, pero todo apunta que sufrió el método de ejecución preferido por los sublevados: encerrado en un saco habría sido tirado al mar.

Un detalle que delata la fortaleza moral y la estatura humana de Domingo López Torres es que durante aquellos meses de internamiento escribiera una colección de poemas sobre la vida en el campo, que tituló “Lo imprevisto” y que editó en ejemplar único con portada y dibujos originales de un viejo amigo que estaba encerrado con él y que también caligrafió los poemas. Se trataba de Luis Ortiz Rosales, con el que había colaborado en varias ocasiones. El había sido, por ejemplo, quién dibujó el anunció de la proyección de “La edad de oro” o la portada del único número de Índice. También falleció en el campo, aunque no ejecutado, sino a consecuencia del agravamiento por las malas condiciones de la enfermedad que ya padecía. Domingo López Torres no se rindió ni como socialista ni como poeta, manteniendo en sus últimos poemas una alta exigencia artística, sin caer en ninguno de los tópicos habituales de la literatura carcelaria, que la hay, y buena. El poemario fue publicado, finalmente, en 1980. Veamos uno de sus poemas:

Los retretes (3 de la mañana)

Violadas espirales de la prisa
de continuo correr, ruidos internos
por los ocultos cauces sin fronteras
--laberinto sin dónde, afán sin freno--.
Rompen el sueño, la risa, los colores,
la dolorosa acelerada espera
pródiga en la promesa, el ala, el premio:
verse ascender, ligero, en pleno vuelo,
hacia un cielo, otro cielo, y otro cielo.
Mientras la oscura cloaca de desdenes
insuficiente para tanta ofrenda
salta sobre la geometría de los bordes
inventando rizados carruseles.
La brisa azul de las primeras horas
rendida abiertamente a su destino
abre obstinadamente estrechas calles
en la espesa ciudad de los olores,
poniendo una aureola al desahogo.
No hubo consigna audaz que contuviera
a los don pedros de los tres salones
saltando en frenesí por corredores,
empinadas trincheras de prejuicios.
Los traicioneros vientos, firmes flechas,
se quiebran ante el toro acorazado
del quererse volcar, romper la brecha
de altas severas órdenes cuadradas
suplicantes, encendidos ruegos.



Aunque no falleciera en el intento, también Pedro García Cabrera hubo de soportar un duro castigo por sus escritos y su actividad política. En 1975, cuando Pérez Minik publicó sus recuerdos de esta aventura, todavía Franco estaba vivo, aunque coleara ya poco, y su agonía había provocado en el régimen un endurecimiento de la represión. Es un dato a tener en cuenta a la hora de leer la escueta biografía del poeta que su amigo incluyó como anexo junto a una breve antología poética. Si se olvida, no se podrá entender que Pérez Minik resumiera con ironía aquellos años de García Cabrera escribiendo: “De 1937 a 1945 permanece en la Península y la recorre de norte a sur”. La cosa, desde luego, no fue de paseo turístico.

Pedro García Cabrera, que ya contaba con un justo reconocimiento como poeta y cuya actividad política era bien conocida (en ese momento era concejal del Frente Popular en Santa Cruz de Tenerife), fue detenido el mismo día de la sublevación, y tras una breve estancia en prisiones de las islas le trasladaron a un campo de prisioneros en Villa Cisneros. Pasado un tiempo allí, se sublevó junto a sus compañeros y consiguieron hacerse con el mismo barco que les había llevado al Sahara, que paradójicamente llevaba el nombre de Viera y Clavijo, el intelectual canario del siglo XVIII que tanto admiraba el poeta y que había sido uno de los modelos ideológicos de “gaceta de arte”. 

En él se trasladaron hasta Dakar, desde donde García Cabrera regresó a España, vía Marsella, para integrarse en el ejército republicano de Andalucía, con el que combatió hasta ser herido gravemente, lo que le llevó a un largo periodo de Hospital. Vuelto a detener al acabar la guerra, permaneció en el penal granadino de Baza hasta el 20 de diciembre de 1944. Viajó a Madrid y allí volvió a ser detenido inmediatamente, siendo enviado, tras unos meses en Carabanchel, a Tenerife, donde fue puesto en libertad vigilada a finales de 1945. Paralela a esta historia carcelaria hay también una historia amorosa. Durante su estancia en el hospital, García Cabrera se enamoró de su enfermera, Matilde Torres Marichal, con la que mantuvo contacto durante los años de prisión y con la que, tras salir en libertad, se casó para toda la vida en 1948. En todos estos años no dejó de escribir poemarios que no se publicarían hasta muchos años después.

También Domingo Pérez Minik pasó por la prisión de Fyffes, aunque por poco tiempo. Eduardo Westerdahl, que se había salvado del encarcelamiento por su doble nacionalidad española y sueca, temió, sin embargo que pudiera ser deportado, y a punto estuvo de emigrar. Ambos hubieron de atravesar una larga noche de ostracismo intelectual que duró hasta mediados de los años 50. A partir de ese momento pasarían a ser dos de los críticos y ensayistas culturales más reconocidos, de literatura y teatro Minik y de artes plásticas Westerdahl, más reconocidos de España. Igualmente fueron detenidos otros redactores y colaboradores de la revista, como los abogados José Arozena y Óscar Pestana, en el consejo de redacción de principio a fin, o el pintor Juan Ismael.
  
Óscar Domínguez, que como es sabido vivía desde 1925 regularmente en París, donde había entrado en contacto con el grupo surrealista en 193, había llegado a Tenerife en abril de 1936 para convalecer de unas fiebres palúdicas, y aún tuvo tiempo de participar en junio en la última de las exposiciones que pudo organizar “gaceta de arte”. Aparte de varias pinturas de Domínguez, se colgaron en ella obras de Miró, Ángel Ferrant, Baumeister, Marx Ernst, Kandinsky, Paul Klee o Juan Ismael, entre otros, la mayor parte de ellas pertenecientes a las colecciones particulares de los redactores. 

El miedo a las represalias que pudiera sufrir tras el golpe militar aconsejaron al pintor esconderse en la casa de su hermana en el Puerto de la Cruz, donde permaneció varios meses hasta que decidió presentarse a la policía y pedir que le permitieran regresar a París, lo que consiguió. No volvió nunca de allí. En octubre de aquel año de su exilio escribió a su hermana Julia:

“Mis queridos todos: He vivido en estos momentos tantas y tantas emociones que estoy borracho, incapaz de razonar las cosas. París es para mí en estos momentos el más bello sueño, pero el recuerdo de nuestra España destruida, y los seres queridos que en ella tengo, ponen un velo de tristeza en la felicidad que significa para mí París, con todos mis amores y los más bellos recuerdos”

Premonitorio retrato 

realizada por Eduardo Westerdahl en 1935
Pero no todos los integrantes de “gaceta de arte” se situaron enfrente del franquismo naciente. También los hubo que se adaptaron a los nuevos tiempos, de grado o a la fuerza. De entre ellos, quizás el que hubo de enfrentarse a contradicciones íntimas más profundas en ese momento trágico fue Agustín Espinosa, lo que le convierte en un símbolo dramático e incluso patético de la rendición. Con 39 años era el mayor del grupo, estaba casado y ejercía como catedrático de instituto de Lengua y Literatura. Había publicado textos y poemas en las más variadas revistas, incluida la madrileña “Gaceta Literaria” creada por Giménez Caballero antes de dar su paso al falangismo, aunque libros como tales tan sólo había editado dos. El primero en Madrid en 1929, “Lancelot, 28º-7º. Guía integral de una isla atlántica”, una inclasificable visión, entre mítica, etnográfica y poética, de Lanzarote.

El segundo, “Crimen”, había aparecido a finales de 1934 en las ediciones de “gaceta de arte” con portada de Óscar Domínguez. Se trata, sin género de duda, del más revelador texto surrealista en español de la literatura en prosa, hasta podría calificarse de novela. No es este el sitio ni el momento de analizarlo, aunque si convenga, quizás, situarlo. Con un lenguaje crudo y de una gran plasticidad verbal, hermético muchas veces, poético también, va de la descripción minuciosa, que casi podríamos considerar hiperrealista, a las más arriesgadas asociaciones del subconsciente. 

Aunque a veces pueda  parecer un texto caótico y arbitrario, sin cronología, con historias independientes, todo en él tiene una completa coherencia formal y temática para reflexionar sobre el amor y el asesinato (o el asesinato por amor) en un contexto casi obsceno que no descarta el fetichismo y el sadomasoquismo. Una obra profundamente subversiva de las convenciones morales y sociales del momento que cuando se editó sufrió los mayores ataques del entorno de las derechas, que lo acusaron de blasfemo, cuando menos. Algunos fragmentos debían permanecer en la mente de los sublevados aquel 18 de julio como muestra de la depravación del autor: Por ejemplo: el principio:

“Estaba casado con una mujer lo arbitrariamente hermosa para que, a pesar de su juventud insultante, fuera superior a su juventud su hermosura.
Ella se masturbaba cotidianamente sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro.
Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía —y hasta se vomitaba— sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante.
Ese hombre no era otro que yo mismo.
Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza y juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio feliz sobre un caso, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista parece.
Ella creía que toda su vida iba a ser ya un ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse, orinarse y descomerse sobre mí, inacabables.
Yo ya sólo vivo para un estuche de terciopelo blanco, donde guardo dos ojos azules, encontrados por el guardagujas la menstrua alba de mi crimen, entre los últimos escombros sanguinolentos de la vía”.

Claro, que no era lo único de Agustín Espinosa que no les debía gustar. Seguro que también guardaban en el rincón de su mente dedicado al rencor aquel poema de 1930 que Agustín Espinosa había titulado, ahí es nada, “Oda a María Ana, primer premio de axilas sin depilar de 1930”:

Hablemos de María Ana y de sus axilas sin depilar.
Hablemos también del destino.
Agustín Espinosa, alcantarillero de sueños adversos.
Agustín Espinosa, coleccionador de azucenas innumerables.
Enamorados de María Ana.
Jinetes de su sexo único.
María Ana, vacilante entre los dos Agustines.
¿Habría de acabar la empresa quebrando amistades, como en las canciones antiguas: HE AQUÍ QUE ES TUYA LA ROSA, VENCEDOR?
Pero dejar 3.114 vellos resabidos, para inventar 489 + 489 vellos olvidados –para descubrirlos- era ya cosa de aventuras de ahora.
María Ana no había comprado nunca hojas Gillette.
María Ana tenía 489 vellos en el hoyo de cada una de sus axilas.
Y esto lo vieron coleccionador y alcantarillero.
Únicamente por sus vientos propios eran luego uno y otro gobernados.

El golpe franquista pilló a Agustín Espinosa en Tenerife, de vacaciones una vez que había acabado el curso en el Instituto Pérez Galdós de Las Palmas, en el que era catedrático. Las inmediatas detenciones de las personas de su entorno de las que hemos hablado más arriba debieron provocarle inquietud, si no directamente miedo. Él no había tenido ninguna intervención política señalada ni militancia alguna, pero la pertenencia a “gaceta de arte” era sin duda un baldón para los golpistas, y sus escritos, y las críticas religiosas y morales que había recibido, eran bien conocidos y odiados en las capas más reaccionarias de la población de la isla. Ante esa incertidumbre, quizás pensó que la mejor manera de protegerse era colocarse bajo el paraguas del nuevo régimen y esperar a que escampara. Ya en agosto realizó una declaración ante las nuevas autoridades académicas en la se defendía señalando que había atendido…

“…ininterrumpidamente los servicios de su cargo durante el mes de la fecha, cooperando así al movimiento salvador de España, iniciado el 16 de julio de 1936, al que se encuentra unido y en el que está dispuesto a rendir todo género de colaboración”.

¿Realmente se encontraba Espinosa “unido” al “movimiento salvador de España” o era un simple enmascaramiento para intentar sobrevivir? A falta de testimonios directos o de documentación que pudiera aclararlo es una pregunta de imposible difícil contestación. En su recordatorio del grupo, Pérez Minik resume esta parte de la vida del amigo con una frase lapidaria y abierta a todas las interpretaciones: “Agustín Espinosa termina su vida en 1939, víctima de tantas cosas”. Lo que sí se puede imaginar con cierta posibilidad de acierto es que aquellos tres últimos años de vida del escritor debieron suponerle todo un calvario empedrado de renuncias y humillaciones.

De nada le sirvieron sus primeras exculpaciones voluntarias, y Espinosa fue destituido de su cátedra y declarado cesante por el nuevo Gobernador Civil, el comandante Alfonso Moreno Ureña, que había sustituido al recién fusilado Manuel Vázquez Moro. Eso sucedió el 16 de septiembre, y en octubre el autor del muy subversivo y amoral “Crimen” empezaba a colaborar para Arriba España, el periódico oficial de falange. Nada. En diciembre aparece el artículo de la revista igualmente falangista Acción, citado más arriba, en el que, aparte de condenar su participación en “gaceta de arte”, se le acusaba de “falso converso… profesor laico, hedonista y ultraísta”. Si no fuera por lo doloroso del momento, sería de risa el último calificativo, que muestra la profundidad de la cultura del acusador. Sin embargo, la presión sobre Espinosa debió ser tan fuerte que el 14 de diciembre se afilió a Falange Española y de las JONS. Quizás le aconsejó su antiguo compañero de “gaceta de arte” Francisco Aguilar y Paz, que en aquel momento era ya jefe de la organización falangista en la isla y al que dedicaremos pronto un breve párrafo, pues supo ser amigo de sus amigos, ideologías aparte.

La recién encontrada ideología falangista no ayudó demasiado a Agustín Espinosa. En marzo de 1937 hubo de someterse a una comisión depuradora, acusado de “ser izquierdista, ser autor de la obra titulada “El crimen de Agustín” (sic) y haber intentado presentar en los cines de esta Ciudad una película inmoral y sacrílega”. Resultó exonerado de toda culpa y se le devolvió la cátedra en abril de 1938. Eso sí, con la prohibición de ocupar cargos directivos y destinado a un instituto en la isla de La Palma, lo que equivalía a una semi deportación. Tantas peripecias desgraciadas, humillaciones, miedo y contradicciones vitales agravaron la úlcera de duodeno que padecía desde hacía unos años. Regresó a la casa familiar de Los Realejos (Tenerife), donde falleció el 28 de enero de 1939, mientras miles de republicanos comenzaban a exiliarse por la frontera de Francia. El 5 de febrero del año anterior le había escrito a su prima María Teresa García Barrenechea:

“La ISLA aísla mucho más de lo que en realidad parece. Y tanta agua azul, honda y áspera por medio. Luego yo no sigo mejor. Cada vez tengo menos humor y menos fuerza. Me fatigo por todo y hasta hablar me cansa. Soy una isla más dentro de la isla. Una isla en régimen de ulceroso y hambre de bienestar y noches durmiendo”.


Si la evolución ideológica de Agustín Espinosa parece cuando menos de dudosa sinceridad, más lenta, pero más profunda, fue la del poeta Emeterio Gutiérrez Albelo, que desde hacía un tiempo venía evolucionando del surrealismo, al que había dado dos de los más significativos libros de la lirica canaria de aquellos años, “Romanticismo y cuenta nueva” (1933) y “El enigma del invitado” (1936), a una cierta religiosidad que impregnaría su importante obra poética de postguerra. De hecho, se había negado a firmar las propuestas críticas y revolucionarias del Boletín del Surrealismo que sí había firmado Espinosa. El camino hacia la asimilación al nuevo régimen estaba abierto, y asimilado acabo el poeta.

Ya ha salido a escena Francisco Aguilar y Paz, es el momento de dedicarle unas líneas. Licenciado en Derecho y Filosofía había estado en “gaceta de arte” y en su mancheta de redactores figuró hasta el final. Cercano al socialismo de Francisco Giner de los Rios, una estancia en la Alemania nazi le convenció de que el futuro estaba en el totalitarismo, y falangista regresó. Su situación al frente de la falange tinerfeña, una organización que participó directamente en la represión desde el mismo día de la sublevación, le permitió, no obstante, ayudar a sus antiguos compañeros de ideas y de revista. Según se afirma, su intervención fue decisiva para la puesta en libertad de Domingo Pérez Minik o para evitar la deportación de Eduardo Westerdahl, además de intentar ayudar a Pedro García Cabrera en su peregrinaje carcelario.

La amistad forjada por el grupo de “gaceta de arte” en aquellos años de agitación, esperanza y lucha de la República pervivió al desgarro de la guerra civil y se mantuvo durante el franquismo, sin distinción de ideologías y superando antiguos enfrentamientos. Especialmente intensa fue, ya en el franquismo, la colaboración de los miembros iniciales de “gaceta de arte”. Asesinado Domingo López Torres, Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik y Pedro García Cabrera participaron conjuntamente en numerosos proyectos periodísticos y culturales. En su exilio interior se convirtieron en modelos y maestros para las nuevas generaciones de intelectuales, escritores y artistas canarios que les sucedieron.

Pérez Minik, García Cabrera y Westerdahl
 con el pintor y grabador belga Luc Peire (segundo por la izquierda). 1979, Tenerife


Epílogo con desencuentro


Desde la despedida en el muelle del puerto de Santa Cruz de Tenerife aquel 27 de mayo de 1935, del que hemos hablado cumplidamente, los miembros de gaceta de arte, excepto Óscar Domínguez, perdieron la relación con André Bretón, aunque aún hubo unos meses de contacto epistolar entre ellos. Un alejamiento perfectamente explicable por los acontecimientos que habían de producirse en el mundo a partir de aquella fecha. La guerra civil primero, la mundial después y, cubriéndolo todo, la noche oscura de franquismo establecieron una especie de cinturón de hierro alrededor de España que impedía cualquier contacto entre la intelectualidad crítica interior, reprimida y perseguida, y el mundo cultural exterior. Ese aislamiento, generalizado en toda España, era si cabe más fuerte en Tenerife y Canarias en general. Recordemos. Son islas en medio de un mar inmenso.

Pasados los años, sin embargo, se produjo el reencuentro, que, a tenor de lo que sobre él contó Pérez Minik en su libro, más que tal fue un desencuentro. Lo deja caer como de pasada en un breve párrafo:

“…después de algunos años, cuando se encontró con André Bretón en París, casi ni lo conoció, hubo un salido de cortesía en un café de Montparnasse y si te he visto no me acuerdo”.

El protagonista de la anécdota es Eduardo Westerdahl, y aunque su compañero no especifica la fecha en que ocurrió, es deducible que el desencuentro debió tener lugar en el viaje que el director de “gaceta de arte” realizó a Europa en 1950, en el primer contacto que tenía con París desde el ya lejano viaje iniciático de 1931. Como no podía ser de otra manera, Westerdahl aprovechó la ocasión para retomar viejos contactos cortados por la guerra y hacer otros nuevos entre los intelectuales y artistas que abarrotaban la todavía capital cultural del mundo.

Westerdahl y Domçinguez en París
Guiado por Óscar Domínguez, que le había invitado al viaje y le albergaba en su casa, Westerdhal visitó los museos parisinos, recorrió sus cafés, participo en sus tertulias, y en ellas tomó contacto primero con nombres tan destacados de la cultura de aquel momento y posteriores como Tristan Tzara, Dora Maar o Jean Cassou. Como es fácil entender, dado su interés prioritario por la pintura y la arquitectura, la mayor parte de los contactos que estableció fue con artistas plásticos, entre los que figuraron el catalán Antoni Clave y el aragonés Horacio García-Condoy, ambos exiliados, el franco-alemán Hans Hartung, el mexicano Rufino Tamayo, el ruso Ossip Zadkine o el brasileño Cicero Dias, cuyas direcciones postales debieron quedar debidamente anotadas en la agenda del canario.

En ese contexto debió producirse el encuentro-desencuentro con Breton. Pérez Minik apostilla su breve alusión con un sencillo “lo que no quiere decir nada”. Como quitándole importancia a la cosa. Sin embargo, si se mira la referencia con ojos de cotilla irreprimible, como son los míos, la displicencia del pope del surrealismo ante el director de “gaceta de arte” no deja de plantear algunas incógnitas sobre cuyas razones quizás merece la pena elucubrar brevemente. Aunque sólo sea para finalizar la historia de la relación entre Bretón y “gaceta de arte” por donde corresponde, por el final.

ICarta de Bretón a Westerdahl, 15 de julio de 1936
Algo tuvo que pasar en aquellos años para que alguien tan detallista como Breton se desentendiera de tal manera de su viejo amigo y compinche, que, además, tan mal lo había pasado durante el tiempo transcurrido. Ya hemos reproducido más arriba la carta con la que Breton se despedía de sus anfitriones chicharreros tras la exposición, cargada de agradecimiento y deseos de amistad imperecedera. Unos sentimientos que el surrealista mantenía intactos un año después, cuando escribió “El castillo estrellado”, que publicó en abril de 1936 y en español en la revista bonaerense Sur, luego reproducido en la francesa Minotauro y editado finalmente en 1937 formando parte de su libro “L’amour fou”. En carta de julio de 1936, tres días antes de la sublevación, Breton llegó incluso a plantearle por carta a Westerdahl su idea de publicarlo como una plaquette independiente, ilustrada con dibujos de Dóminguez y fotos del viaje a Tenerife. 

Las 29 páginas de “El castillo estrellado” constituyen un canto de amor por Tenerife, en el que al hilo de la fascinación despertada en él por la isla, reflexiona sobre el amor y sus contradicciones y la relación entre realidad y el subconsciente, temas básicos de su obra y el surrealismo en general en los que venía insistiendo en aquellos momentos. El texto, de un apasionado tono lírico en buena parte de sus pasajes, no deja dudas sobre el enamoramiento del poeta:

“Teide admirable, toma mi vida. ¡Gira sobre esas manos radiantes y haz espejear todas mis vertientes! Quiero ser contigo un solo ser de tu carne, de la carne de las medusas de los mares del deseo. Boca del cielo, a la vez que de los infiernos, te prefiero así, enigmático, así, capaz de llevar hasta las nubes la belleza natural y de sepultarlo todo. Es mi corazón el que late en tus profundidades inviolables, en el enceguedor rosedal de la locura matemática, donde incubas misteriosamente tu poder. Que tus arterias, donde corre hermosa sangre negra vibrante, me guíen siempre hacia todo lo que he de conocer, de amar, hacia todo lo que debe hacerse, penacho en la punta de mis dedos. Que mi pensamiento hable a través de ti, por las mil bocas clamorosas de armiño en que te abres al salir el sol. Tú, que sostienes realmente el arca floral, que no sería ya el arca si no mantuviera suspendida encima de ella la rama única de la fulminación, tú te confundes con mi amor: este amor y tú estáis hechos interminablemente para ser bruñidos. Los grandes lagos de luz sin fondo surgen en mí después del paso rápido de tus fumarolas. Todas las rutas hasta el infinito, todas las fuentes, todos los rayos parten de ti, Daria-I-Noor y Koh-i-Noor, hermoso pico, hecho de un solo diamante que tiembla».

Tras una declaración de tal intensidad amorosa, no cabe sino pensar que algo debió pasar, en la realidad o en el cerebro de Breton, para que el reencuentro con Westerdahl quedara apenas en un si te he visto no me acuerdo. No, el distanciamiento de Bretón del grupo de Tenerife no se limitó a la frialdad del reencuentro de 1950, que podría achacarse a simple displicencia del surrealista, sino que parece más profundo. Prueba de ello es que Bretón se olvidó por completo de citar la exposición de Tenerife y al grupo surrealista de la isla  en sus escritos posteriores dedicados a historiar o analizar el surrealismo. Así sucede, por ejemplo, en la “Introducción a la Exposición Internacional del surrealismo” incluida en la recopilación de textos que publicó en 1965 bajo el título de “Le Surrealisme et la peinture”, en el que recuerda las muestras de Copenhague, París o Londres, pero olvida por completo la canaria. ¿Qué había pasado en los 15 años pasados entre el primer encuentro y el desencuentro de 1950 para que la actitud de Bretón hubiera cambiado tanto?

Desde luego, el mundo de 1950 había dado una vuelta por completo con respecto al de 1935. De una Europa convulsa en pleno ascenso de los fascismos se había pasado, guerra mundial de por medio, a la ocupación pacífica y manirrota de los modos de vida estadounidenses y a una guerra fría en toda regla, menos mortífera que la guerra caliente que había acabado hacia 10 años, pero igualmente inmisericorde. También había cambiado profundamente el significado y el sentido del surrealismo, cuyo potencial revolucionario había terminado. La radicalidad política y artística del periodo de entreguerras había empezado a convertirse en un cliché formal que ya no tenía su referencia con la revolución sino, cada vez más, con lo extravagante, lo raro, lo paradójico, lo ininteligible. Aún llegarían mil epígonos surrealistas, palabra que se incorporó al lenguaje cotidiano con una alegría que sólo conducía al confusionismo, pero el grupo no sobrevivió a su propio éxito popular. Bretón, que había sido el paridor y líder de un movimiento que iba a cambiar el mundo, había perdido su poder.

Breton, Eluard, Tzara y Peret en 1930
Una característica histórica del surrealismo es la infinita capacidad de secesión que demostró, potenciada en buena medida por el sectarismo con que Breton aplicaba los principios que él mismo inventaba, su apreciable vanidad y las airadas reacciones con que respondía a cualquier muestra de disidencia de sus ideas. Ya en 1929, apenas cinco años después de iniciado el movimiento, sufrió su primera crisis, que provocó la salida de escritores tan fundamentales como Robert Desnos, Jacques Prevert o George Bataille. A partir de entonces la salida o expulsión de integrantes del grupo constituirían un goteo permanente que debilitaba progresivamente el carácter colectivo del surrealismo, que es lo que le había dado antes toda su fuerza. En 1935 Aragón había roto ya con Breton, Dalí había sido expulsado en 1938,el mismo año en que lo abandonaron Paul Éluard y Max Ernst, mientras que Tristan Tzara y Roberto Mata habían esperado hasta 1947, por citar sólo algunos de los nombres más significativos y destacados del movimiento. Igualmente se había alejado del grupo artistas que como Giacometti, Magritte o Picasso habían colaborado anteriormente con Breton. También Luis Buñuel, que aunque conservaría hasta el final la rebeldía surrealista en sus películas, ya para esas fechas estaba lejos del líder fundador. Para cuando tuvo lugar aquel distante reencuentro con su pasado canario, Breton debía sentirse traicionado y a la defensiva.

Sin embargo, la ruptura que más debió influir en el frio trato dado por Breton a Westerdahl debió ser, sin duda, la de Óscar Domínguez, el colaborador de “gaceta de arte” que se había convertido desde el principio en su gran amigo, cuyos relatos sobre su isla lejana le había llevado a escribir, aún antes de la visita, aquel hermoso poema que empieza “se me dice que allá abajo las playas son negras”, y que tan importante papel había jugado en la exposición poniendo en contacto al poeta francés con el grupo de Tenerife. En las batallas internas del grupo, el canario había acabado tomando partido por Paul Éluard, lo que provocó agrios enfrentamientos con Breton, que le excomulgó del surrealismo en 1945. No es de extrañar que el poeta, que parece haber sido persona de las que te borran de amigo de Facebook al primer enfado, arrastrara cinco años después el rencor provocado por la ruptura con Domínguez, al que no podía por menos que considerar un traidor, tanto más en cuanto había sido uno de los discípulos más queridos, englobando en la consideración a todos sus amigos isleños.

Por otro lado, tal vez pasado el entusiasmo provocado por la exposición y el descubrimiento de Canarias, pensara Breton que aquella primera visita no había sido como en un principio parecía y que los amigos de “gaceta de arte” no habían resultado tan fieles discípulos como él confiaba que serían. Era cierto que habían firmado juntos la declaración que conocemos, y que se habían sometido a su dictado a la hora de redactarla, no sin fuertes debates por medio, eso sí, pero la visita no había estado libre de acaloradas discusiones que demostraba lo que alejaba a unos de otros. Pérez Minik ha dejado testimonio de algunas de ellas, que leído ahora parece dejar claro el sectarismo de que hacían gala los visitantes frente a la apertura de miras de los anfitriones:

“Tuve varias discusiones con André Bretón y Benjamín Péret que a veces adquirieron una cierta violencia. Se acababa de publicar La condición humana, de André Malraux, la había leído en «La Nouvelle Revue Française». Le mostré mi admiración a nuestros amigos por esta novela, las ideas expuestas sobre la revolución, la moral, la prometeica actitud, la estructura, su modernidad. La consideraba como una obra maestra. La indignación de André Bretón alcanzó un techo insospechado. Notaba que me miraba de mala manera, como un perro judío para un cristiano español. Benjamín Péret se precipitó contra mí y al alimón los franceses manifestaron su desprecio superior ante mi juicio apasionado. La disputa se hizo más dura porque yo no cejaba tampoco ante su desafío. Todo terminó muy bien, aunque desde ese momento yo me daba cuenta de que los muros de la convivencia intelectual se habían agrietado bastante. Algo parecido me sucedió con mi criterio con respecto a la música en general, muy especialmente la de gran tradición europea, desde la sinfónica de los grandes maestros a la dodecafónica del momento que vivíamos. Otro de los grandes conflictos, que mantuve con nuestros visitantes se refería a los puntos de vista sobre el teatro de la crueldad de Antonin Artaud, el surrealista herético que había sido expulsado unos años antes. Todas estas polémicas no rebasaron las buenas formas, las del parlamentarismo de los partidos políticos o la de una diplomacia muy a la europea.”

Por si fuera poco, al poco de salir de las islas debió enterarse Breton la implicación verdadera de “gaceta de arte” con el surrealismo. El numero 36 de la revista de octubre de 1935, el mismo con el que se vendía como separata independiente el “Boletín Internacional del Surrealisno” con la declaración conjunta, se incluía una hoja suelta con el criterio de la redacción frente el movimiento surrealista:

“La revista internacional de cultura “Gaceta de Arte” ha venido propugnando desde su fundación, en 1932, y desde la isla de Tenerife, denominada por André Breton como punta poética de España, todos aquellos fenómenos del arte contemporáneo que delaten de una manera clara el tránsito de una cultura y el nacimiento de unas nuevas y determinadas expresiones que corresponde de manera automática al espíritu del hombre de nuestro tiempo.

Con esta intención de análisis positivo a un orden nuevo, ha venido recogiendo en sus páginas los principales movimientos estéticos de nuestra época, estableciendo en muchos casos puentes de circulación en fenómenos al parecer opuestos, justificando tendencias en pugna o bien presentando de manera objetiva escuelas que entre sí trataban de destruirse, pero en las cuales apreciaba un fondo enérgico de recreación constante por estos dos caminos ineludibles: destrucción de unas formas muertas que la reacción trataba de imponer, vitalizándolas, y propaganda de otras a las que la reacción negaba circular en nuestro tiempo, pero que al fin habrían de imponerse por su indestructible conexión con la edad presente.

Entre los principales grupos que merecen nuestra más decidida atención figura el movimiento surrealista, en quien desde el principio vimos uno de los más interesantes instrumentos de que dispone una cultura viva para abrirse paso en medio de las amenazas constantes que sufría la independencia del espíritu y de las condiciones y falsas obra de ingeniería con que el capital, el estado, al religión, la moral, la patria, la familia, etc.., canalizaban y levantaban convencionales edificios al servicio de sus unilaterales intereses, con preciosos materiales subconscientes en cuya energía descansa el proceso de las culturas.

A g.a. le une al surrealismo en principio su fondo anticapitalista y universal, la destrucción de la sociedad burguesa y las escenográficas instituciones, que maltrata y aniquilan el libre acto. (…)”



Pese a los muchos ditirambos que la declaración dedicaba al surrealismo, André Breton no debió quedar muy satisfecho que el movimiento que dirigía con mano de hierro no fuera considerado sino como uno más, no el único, entre los movimientos defendidos y propugnados por la revista.

En cualquier caso, fueran cuales fueran las causas del desencuentro en París entre los viejos conocidos, Eduardo Westerdhal debió regresar a las islas cargado de adrenalina para meterse en nuevos proyectos, aparte de con una agenda de direcciones renovada y repleta de los recientes contactos que había hecho.

El 28 de octubre de 1954, el diario La Tarde publicó el primer suplemento cultural canario de postguerra. Se llamaba “Gaceta Semanal de las Artes” y lo dirigía Domingo Pérez Minik con la colaboración de Pedro García Cabrera y Eduardo Westerdahl. Todo final implica un comienzo.







[1] Quizás la primera referencia internacional, bastante amplia, por otro lado, al grupo surrealista de Tenerife, antes incluso de que se publicara el libro de Pérez Minik, está en “Surrealism and Spain 1920-1936”, publicado originalmente por el  historiador gales C. B. Morris en 1972. En español se publicó en 2.000. Morris, como veremos, siguió interesado en el tema y escribió sobre él varias monografías.

[2] Existen, al menos, dos ediciones facsímil de Gaceta de Arte. La primera, coeditada en 1981 en dos volúmenes por la editorial española Turner y la alemana Topos-Verlag, y la segunda, publicada sin .os dos últimos números en 1989 con el Colegio de Arquitectos de Canarias. En internet puede encontrarse completa en esta dirección

[3] Sobre las revistas literarias y culturales de la República hay detalla información en esta tesis doctoral de Ángel Luis Sobrino Vegas.

[4]Atlas de la evolución del analfabetismo en España de 1887 a 1981”, de Mercedes Vilanova Rivas y Xavier Moreno Juliá

[5] Siguiendo las teorías de los tipógrafos alemanes franz roh y jan tschichold, la revista prescindió del uso de mayúsculas en sus páginas. Quizás por la confusión que creaba en los lectores, en enero de 1934 se incorporaron las mayúsculas. He procurado seguir este uso tipográfico en las citas.

[6] También se ha incluido entre las exposiciones surrealistas anteriores a la de Tenerife, la celebrada en abril de ese mismo 1935 en Praga, a la que también acudieron Breton y Éluard, como se puede ver en la foto. Sin embargo, en este caso no se expusieron obras del grupo surrealista de París, sino tan sólo de los surrealistas checos encabezados por Jindrich Styrsky, tres de cuyos collages fueron llevados por Breton a Canarias.


1 comentario:

  1. Estimado Antonio, gracias por el interesantísimo, informativo y ameno texto sobre la g.a. Estoy trabajando en un proyecto que abarca la misma época, y tu escrito me ha aportado una visión nueva de las circunstancias personales de los personajes, y me ha confirmado mi propia interpretación sobre la realidad que se vivió en Canarias durante la II República y durante el golpe militar. En este sentido debo apuntar, que aunque seguramente es cierto que el Sr. Jacob Ahlers dinamizó el comercio y el tráfico marítimo, tan fundamentales para el progreso de las Islas, no debería dejarse de lado la circunstancia de su afiliación al partido nazi, su condición de agente de la inteligencia, y su colaboración activa en la organización de los primeros campos de concentración en Santa Cruz de Tenerife. Aunque muy tangencialmente relacionado con mi investigación he descubierto fuentes bien diversas que constatan estas afirmaciones y que con mucho gusto puedo compartir, si esto fuera de tu interés.
    Un saludo
    L.

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