“Gracias
a la vida que me ha dado tanto
Me ha
dado la risa y me ha dado el llanto,
Así
yo distingo dicha de quebranto
Los
dos materiales que forman mi canto
Y el
canto de ustedes que es el mismo canto
Y el canto
de todos que es mi propio canto”
En todo el mundo se celebra este año el centenario del
nacimiento, el 4 de octubre de 1917, de la folklorista, cantautora y artista
plástica chilena Violeta Parra. Pero paradójicamente, también se cumple ahora
el cincuentenario de su fallecimiento el 5 de febrero de 1967. Dos aniversarios
de muy distinto significado; gozoso uno, doloroso el otro, uniendo así por la
cronología la dicha y el quebranto, lo bueno y lo malo, lo negro y lo blanco.
Mixtura de contrarios que componían la esencia de su canto según propia
confesión en su testamentaria obra maestra. Y de su vida completa, se podría
añadir.
“Gracias a la vida”
A Violeta Parra no le resultó fácil vivir la vida.
Persona, según constatan quienes la conocieron, de carácter complejo y a veces
difícil trato, pasional y enamoradiza, posesiva y generosa, hiperactiva con
periodos de profunda depresión, perfeccionista y exigente con ella y con los
demás, la suya fue un constante combate con la sociedad y con ella misma. Mujer
además. Mujer en un mundo tan de hombres como el de comienzos del siglo pasado,
debió pelear siempre por el reconocimiento de su obra, la justicia social que
anhelaba, la propia supervivencia y la realización del amor, una guerra en la
que no siempre ganó todas las batallas.
Casa natal |
Desde muy pequeña desarrolló un singular talento
musical, fomentado por los progenitores y que compartió con, al menos, cuatro
de sus hermanos, todos ellos de larga carrera posterior: Eduardo (Lalo),
Lautaro,
Hilda y
Roberto (el
que había sido detenido cuando ella escribió “La carta”. Por
tener afición los Parra a los escenarios, hasta hubo un hermano payaso musical,
el menor, Óscar, que aunque empezó de cantor y como tal incluso grabó algún
disco, acabó, con el sobrenombre de Tony Canarito,
cosechando grandes aplausos en las pistas circenses de toda Sudamerica.
Con Nicanor |
Ya en Santiago, el primer escenario de Violeta Parra
fue la calle. En ella cantó cancioncillas de moda junto a sus hermanos y pasó la gorrilla para conseguir unas perras o alguna vianda con que reforzar
la escuálida olla familiar. Luego la contrataron en un café-taberna de la
vecindad donde estuvo durante meses con gran éxito entre los clientes, obreros
de una fábrica cercana la mayoría, sorprendidos por aquel repertorio de
canciones folklóricas que Violeta había recogido de numerosos informantes
populares, alejándose de aquellas insulsas cancioncillas callejeras. Siguieron
otros bares, tabernas y cabarets, y hasta la carpa de un circo ambulante dio
cobijo al nacimiento musical de la artista y sus hermanos.
Las fechas de su biografía artística están bien
marcadas. Entre 1952 y 1954 publica cuatro discos con su hermana Hilda en los
que cantan cuecas y otros ritmos populares. En
1953, quizás introducida por su hermano Nicanor, Violeta Parra actúa ante un
selecto grupo de invitados en la casa de Pablo Neruda. Todos se sorprenden con
esa mujer bajita y poco agraciada que canta con voz de tierra los sones ya casi
olvidados de la tierra, lo que da comienzo al gran prestigio de que gozaría
entre artistas e intelectuales chilenos desde esos primeros años de su carrera.
En 1954 conduce en la radio un programa propio que la hace merecedora ese mismo
año del Premio Caupolicán como mejor folklorista del año. Durante todo ese
tiempo realiza un profundo trabajo de recopilación folklórica recorriendo el
país en numerosos y azarosos viajes, que dejaban en nada cuanto pudiera sacar
de su actividad cantora y radiofónica.
“Casamiento de negros”
También en 1954 realiza su primer viaje a Europa,
formando parte de la delegación artística chilena seleccionada por las
Juventudes Comunistas para participar en el Festival de la Juventud que se
celebró en Varsovia. A su finalización se traslada a París, donde residirá dos
años, en los que realizará numerosos contactos, presentaciones y grabaciones,
tanto en Francia como en Londres y Moscú, que visitó brevemente. En septiembre
de 1956 el sello Le Chant du Monde edita sus dos primeros discos propios bajo
el título “Chants et Danses du Chili (I y II)”, en los que
interpreta temas populares chilenos (y uno de Tahiti), aunque ya incluye dos
composiciones propias tan excelentes como “La jardinera” y “Casamiento
de negros”. Son dos años creativamente enriquecedores y felices, pero
también personalmente dolorosos. Al poco de llegar a Europa muere en Santiago,
con tan sólo 10 meses de edad, su hija Rosita Clara, niña de frágil salud que
no había podido llevar en el viaje y había dejado en Chile con el padre, su
marido Luis Arce. El dolor la sumergió en una profunda depresión
culpabilizadora que tuvo que soportar en paralelo a sus éxitos artísticos.
Vuelta a Chile en 1957, Violeta desarrolla una
frenética actividad en los cuatro años siguientes. Publica cuatro álbumes
fundamentales sobre el folklore chileno y su primer disco totalmente con
composiciones propias, “Todo Violeta Parra”, que contiene
algunas de sus canciones reivindicativas más míticas, desde “Hace falta un guerrillero” a “Yo canto la diferencia” o “Puerto Mont está temblando”.
También incluye la musicalización del poema de Neruda “El pueblo”, una
canción de resonancias vanguardistas, que por aquel tiempo Violeta agudizaría
en su suite músico-vocal para ballet “El Gavilan”, en
la que expertos han encontrado ecos de Bela Bartok o Strawinski, de la música
atonal y los cantos mapuches, por más que Violeta fuera una composición
puramente intuitiva, experimentación que quizás condiciono que el ballet no se
montara sobre un escenario en vida de la autora y hasta muy recientemente.
"El Pueblo"
Con motivo de una enfermedad que la retiene largos meses en cama, se rodea de lanas y colores y empieza a trabajar, de nuevo de manera autodidacta, en una serie de pinturas, bordados y arpilleras, que muestra en esos años en diversas exposiciones colectivas en Chile. Funda y dirige el Museo Nacional de Arte Folklórico, dependiente de la Universidad de Concepción, participa en numerosos programas radiofónicos y ofrece innumerables recitales en los más diversos escenarios. Igualmente comienza a escribir sus “Décimas autobiográficas”, obra magna de la poesía popular, que no se publicarían completas hasta pasados tres años de su muerte.
También conoce, el día de su cuadragésimo tercer cumpleaños, 4 de octubre de 1960, al amor de su vida, el antropólogo y aficionado al jazz suizo Gilbert Fabre.
Tras un año de estancia en Buenos Aires, un paso más
en su expansión internacional, Violeta viaja de nuevo a Europa en 1962, esta
vez acompañada de sus hijos Isabel y Ángel, que con 23 y 19 años
respectivamente ya son jóvenes promesas de la nueva canción chilena. Otra vez el
motivo inicial es un Festival de la Juventud, ahora en Finlandia. En familia
visitan y actúan en varios países de la Europa del Este, para terminar de nuevo
en París, instalados en una vivienda de la Rue la Prince, donde, por cierto,
compartían escalera con Paco Ibáñez, un primerizo cantautor exiliado español al
que alentó y con el que desarrolló una buena amistad.
1962. Rumbo a Europa con sus hijos Ángel
e Isabel y su nieta Tita.
|
A su regreso a Chile en 1965 Violeta llegó como una
gran figura del arte y la música en Europa, tal vez convencida de que era el
momento de que su trabajo recibiera en su propio país el respeto que había
obtenido fuera. El Chile que encontró no era el mismo que había dejado. En las
elecciones de 1964 el medico socialista Salvador Allende había conseguido el
40% de los votos con una alianza social-comunista. No era el triunfo, pero sí
el inicio del veloz proceso de creación de la Unidad Popular que conseguiría llegar
al Gobierno en 1970. En paralelo estaban surgiendo generaciones de jóvenes
rebeldes enfrentados al sistema. Algunos hacían sus primeros pinitos como
cantantes y se llamaban Víctor Jara,
Patricio Manns, Héctor Pavéz,
Rolando Alarcón, Juan Capra, el conjunto
Cuncumén o integrantes de lo que pronto serían Quilapayún o Inti-Illimani.
Violeta encontró en ellos admiración y respeto y la convicción de que, al fin y
al cabo, la semilla que había plantado había dado buen fruto.
También volvía a Chile, como ha contado su hijo Ángel,
con su propia idea en la cabeza: “Ahora,
sólo quería quedarse cerquita de la gente y vivir, literalmente, con los pies
en la tierra”. En un país en el que empezaban a proliferar las “peñas”
musicales, como la de su propio hijo, pensó Violeta en ir un paso más adelante
y construir un local propio, desde el que no sólo pudiera difundir su trabajo y
el de otros, sino que fuera a la vez que un centro cultural de estudio del
folclore, una especie de Universidad Popular, y a la vez un local grande que
ofreciera comida y bebida a más de actuaciones desde un pequeño escenario. El
alcalde de La Reina, un municipio rural en las afueras de Santiago ahora
totalmente urbanizado, le regaló un terreno 30x30 metros en el claro de un
parque rodeado de eucaliptos y encinas, aunque algo alejado del pueblo. Violeta
tenía ya la carpa, de 20x20 metros, que había recibido en pago por una
actuación en un circo. Podían caber en ella hasta 500 espectadores, aunque al
parecer nunca se llegó a completar el aforo. A su lado, en una estancia de
adobe levantada por su hermano Roberto, vivían Violeta y su hija Carmen Luisa.
La llamó “La Carpa de la Reina”. Se inauguró el 17 de diciembre de 1965 con la
única publicidad del boca a boca y los globos que lanzaron al aire Violeta y
Gilbert. La aventura resultó una ruina. Todo se juntó para ello.
Cantando en La Carpa |
Por otra parte, si hubo una parte de la vida que le
resultó difícil de vivir a Violeta fue la amorosa. Rodeada por un mundo
cerradamente masculino, independiente
como era, consciente de su propio valor como artista y como mujer, su
carácter rebelde la hacía poco proclive a las obligaciones matrimoniales, pese
a lo cual se casó dos veces, primero con Luis Cereceda, obrero del ferrocarril
y dirigente comunista del sindicato, con quien tuvo a sus hijos Ángel e Isabel,
y luego con Luis Arce, padre de Carmen Luisa y Rosita Clara, fallecida con 10
meses mientras ella estaba en Europa. Quienes la conocieron, cuentan, como su
biógrafa y amiga Mónica Echeverría, de sus frecuentes y apasionadas aventuras
amorosas. Aquella forma de vida de Violeta y la liberalidad que demostraba en
su sexualidad rompían todos los códigos morales y sociales del Chile de la
primera mitad del siglo XX y aún después. En su biografía, novelada y puesta en
la voz en primera persona de la propia biografiada, abunda Echeverría en este
tema que otras obras sobre la cantante suelen pasar por alto, tal vez por pudor
o por exceso de voluntad hagiográfica. Cuenta la escritora, y nada hay que la
desdiga, que Violeta desbordaba de pasión sexual y se enamoraba en cada relación,
durara poco o mucho. Podía ser, al parecer, tiernamente entregada y fieramente
posesiva, independiente ella misma, pero siempre deseosa de tener a su amante
al lado, libre pero atada al amor, dulce y violenta a un tiempo. Para ella
misma debió ser una fuente constante de entusiasmos y desengaños. Si he
insistido en ello no es por ningún tipo de cotilleo post-sálvame, sino porque
pienso que es un rasgo de su personalidad que ayuda a comprender su decisión
última, si es que algo así puede llegar a resultar comprensible.
Creo que ya se sabe que el día de su cuadragésimo
tercer cumpleaños, 4 de octubre de 1960, Violeta Parra conoció a Gilbert Favre,
el gran amor de su vida. O de su muerte. Había acudido a la fiesta de
aniversario invitado por Ángel Parra, quién le presentó como un arqueólogo suizo
aficionado a la música de paso por Chile, todo un exotismo en aquella reunión.
A simple vista, y aparte de su mutua afición musical, Violeta y el “gringo”,
como pronto sería conocido Favre (en tono más íntimo ella le apodaría “chino”
no podían ser más distintos. Él era un nórdico alto, guapo, pálido y desgarbado,
el una casi india bajita, poco agraciada, morena y con el ritmo dentro del
cuerpo. Parece ser que el flechazo fue inminente.
Durante los años de Europa, Violeta y Gilbert vivieron
su romance de manera irregular, ella en París, él en Ginebra, en una relación
de encuentros y desencuentros, no sólo geográficos. Regresada Violeta a Chile,
Gilbert la siguió y colaboró estrechamente con ella en el montaje de La Carpa,
donde se instalaron juntos. Las circunstancias del fracaso del proyecto tan
querido de Violeta y el cúmulo de dificultades que debieron enfrentar juntos
eran sin duda poco alentadoras para el amor y la convivencia. El Chino se rompió
y decidió saltar a Bolivia, donde pronto sería uno de los míticos fundadores
del grupo Los Jairas. Violeta le siguió, pero ya era demasiado tarde. Cuentan que
en La Paz compró una pistola que dijo necesitar para defenderse de los
maleantes que merodeaban por La Carpa.
En diciembre de
1966 Violeta Parra recopiló en disco sus composiciones más recientes que títuló, con una
ambigüedad que entonces nadie percibió, “Últimas composiciones”. ¿Últimas
porque eran las que había escrito más recientemente, o últimas porque ya no escribiría
más? Merece la pena escucharlo completo. Es su obra maestra. En él, aparte de
joyas de la música popular mundial de todos los tiempos, como “Gracias a la
vida”, “Volver a los 17” o “Rin del Angelito”,
hay cuatro canciones que bien sirven para narrar las etapas de esta última
relación amorosa de Violeta. La pasión (“De cuerpo entero”), la separación (“Run Run se fue pa’l norte”) y la terrible desolación
de la ruptura (“Maldigo del alto cielo”).
"Maldigo del alto cielo"
Violeta lo había dejado dicho:
“En mi vida me ha tocado muy seco todo y muy
salado, pero así es la vida exactamente, una pelotera que no la entiende nadie.
El invierno se ha metido en el fondo de mi alma y dudo que en alguna parte haya
primavera; ya no hago nada de nada, ni barrer siquiera. No quiero ver nada de
nada, entonces pongo la cama delante de mi puerta y me voy”.
Fue el 5 de Febrero de 1967. Su hija Carmen Luisa, que
estaba allí, contó luego:
“Yo
estaba ordenando algo en la carpa, serían como las seis de la tarde, de repente
sentí un balazo… entré corriendo a la pieza y encontré a mi mamá ahí tirada,
encima de la guitarra, con el revólver en la mano. Me acerqué a ella y la moví,
le hablé… y no me contestó. Ahí me di cuenta que por la boca le corría un
hilillo de sangre. Quedé como paralizada, no sé por qué, pero lo más instintivo
fue quitarle el revólver. Salí fuera de la carpa y le avisé a gritos a las
personas que andaban por ahí. De repente se llenó la carpa de gente… llegaron
los detectives, y después vino una ambulancia a buscarla.”
Violeta en el recuerdo de un franquismo lejano
En
1965, fecha en la que vamos a situar la escena, recién celebrados por el
franquismo sus “25 años de Paz”,
España había cambiado sustancialmente desde la finalización de la guerra civil.
Pasados los años de la resistencia guerrillera y de la represión más dura, se
estaban incorporando a la lucha contra la Dictadura nuevas generaciones de
jóvenes que no había vivido la contienda y que cambiaron las formas de
protesta, abandonando la estricta clandestinidad partidaria para crear
organizaciones de masas más abiertas que, aún a costa de una dura represión,
incrementaron y coordinaron la lucha antifranquista en fábricas, universidades
o medios intelectuales de todo el país. Las grandes huelgas asturianas de
1963/64 habían dado lugar al surgimiento de Comisiones Obreras y estaba a punto
de consolidarse el Sindicato Democrático de Estudiantes. Se creaban las
primeras asociaciones vecinales y como setas surgieron en pueblos y ciudades
clubs juveniles que en muchos casos se albergaban en parroquias regidas por
curas de la cáscara amarga.
Como
ha demostrado sobradamente la historia, las grandes luchas populares necesitan
su banda sonora y sus himnos. En aquella España la tarea de crearlos les tocó a
los nacientes cantautores. Para la fecha, Raimon ya había grabado, por ejemplo,
“Diguem no” y “D’un temps, d’un país” o
Paco Ibáñez, en Francia, “España en Marcha”, que
se berreaban entusiastas en aquellas reuniones de jóvenes disidentes. Otras
canciones de aquella vieja banda sonora antifranquista no llegaron, sin
embargo, a través del disco, o directamente a través del disco, sino por
caminos más complicados.
Eran
canciones prohibidas y su difusión clandestina. Uno tenía un familiar que
conocía a otro cuyo primo había viajado a Suecia y conseguido allí un disco de
un tipo que cantaba unas cosas que hablaban de Julián Grimau, de las huelgas de Asturias y de dos gallos, uno negro y otro rojo que, luchaban en
la arena frente a frente. Y desde aquella grabación anónima escuchada por
alguien que conocía a alguien, las canciones se propagaban, quizás por última
vez en la historia de la canción española, por el viejo método tradicional del
boca a boca hasta convertirse en himnos colectivos de resistencia.
A
través de ese hilo clandestino también fueron llegando a España canciones de
otros lugares que venían a cumplir la misma función: concienciar, unir y servir
de instrumentos de lucha. Las “Preguntitas sobre Dios” de
Yupanqui, por ejemplo, o “Y en eso llegó Fidel” y “Hasta siempre” de Carlos Puebla, que
tantas veces se cantó con lagrimas en los ojos en aquella España y que todo
buen rojo con pedigrí debería recordar sin excusa. Y formando parte de esa
memoria musical antifranquista, Violeta Parra.
Resultaba
de pronto que aquellas composiciones de la lejana cantora chilena, que poco a
poco fuimos sabiendo quién era, eran también nuestras, nos identificaban,
conferían un sentimiento de unidad y nos daban fuerzas. Canciones que nos
confortaban en aquella España gris y castradora. ¿Acaso “La carta” no podía
haberla escrito cualquier mujer asturiana que denunciara la detención de su
hermano en una huelga? ¿No era aquella miseria de la pampa que denunciaba en “Arriba quemando el sol” la
misma miseria del campo o la minería española? Y qué contar de “Qué dirá el Santo Padre”, que
siempre se empezaba a cantar bajito para elevarse hasta el grito en el último
verso: “regado con tu sangre Julián
Grimau”.
Sin
embargo, tardamos un tiempo, yo al menos, en comprender que aquellas canciones
de Violeta no eran sólo himnos revolucionarios, incapaz como era de percibir su
compleja y perfecta estructura musical y literaria, la audacia de sus metáforas,
la precisión de su rima y la modernidad que suponían como renovación de la
tradición folklórica. Lo nuevo que nace desde lo viejo.
Hacia
1967 arribó a Barcelona el chileno Gabriel Salinas acompañado de Viky Torres,
ambos cantores populares, que pronto entraron en contacto con sus congéneres
catalanes y dejaron para la historia, en 1969 y 70, las primeras grabaciones
españolas de canciones de Violeta. Allí estaban, al fin legalmente, “Quiero
un hijo guerrillero” o “Arauco tiene una pena”,
faltaría más, pero su abanico creativo se ampliaba ahora con el claroscuro
retrato popular de “Casamiento de negros” (adaptación, por cierto, del más largo poema satírico de Francisco de Quevedo “Boda de negros” y
la pasión, la duda y el dolor amoroso, respectivamente, en “De
cuerpo entero”, “La jardinera” y “Paloma ausente”. Y sobre todo la profunda
reflexión moral y vital de su testamentaria “Gracias a la vida”, a
cuyas profundidades más íntimas no he conseguido llegar aún tras cientos y
cientos de audiciones a lo largo de los años. No en vano, en el 2000 un jurado
internacional de expertos la consideró la mejor canción en español del siglo
XX.
A
partir de ahí todo está escrito. Tras la muerte de Franco, ya en una España en
la que al fin, en contravención del himno falangista, comenzaba a amanecer, la
discografía de Violeta y la de toda la Nueva Canción Chilena, sus hijos, si no
físicos, que también, sí musicales y morales, comenzó a distribuirse con
regularidad y profusión en España. Las interpretaciones de “Gracias a la Vida” hechas por Mercedes Sosa o
Joan Baez le dieron eco
internacional a la autora, ya fallecida, que se tradujo en nuevas versiones en
todo el mundo, desde las más desdichadas, a
las más inesperadas,
novedosas, estimulantes o
conmovedoras. Y es que no por nada la composición de Violeta fue considerada por un jurado de musicólogos y críticos como la mejor canción en castellano del siglo XX.
No quedó canción de Violeta sin escuchar, y cada nueva que sonaba reafirmaba la condición universal de su arte y la inmensa altura artística que hoy, a 100 años de su nacimiento y 50 de su fallecimiento, se le reconoce en todo el mundo. Ya estaba completa su imagen, no sólo como la de una cantautora extraordinaria cuyo arte sobrevuela aún el mundo, sino también como la de un modelo ético y vital capaz de expresar en su trabajo toda la complejidad, riqueza y contradicciones del ser humano. Una maestra.
No quedó canción de Violeta sin escuchar, y cada nueva que sonaba reafirmaba la condición universal de su arte y la inmensa altura artística que hoy, a 100 años de su nacimiento y 50 de su fallecimiento, se le reconoce en todo el mundo. Ya estaba completa su imagen, no sólo como la de una cantautora extraordinaria cuyo arte sobrevuela aún el mundo, sino también como la de un modelo ético y vital capaz de expresar en su trabajo toda la complejidad, riqueza y contradicciones del ser humano. Una maestra.
"Violeta Chilensis". Documental biográfico
[1] Estos dos textos han sido
publicados en catalán en el boletín de la Fundació Alternativa de Barcelona, cuya lectura recomiendo.
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