lunes, 17 de abril de 2017

VIOLETA PARRA ENTRE DOS ANIVERSARIOS

Violeta Parra entre dos aniversarios[1]









“Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto,
Así yo distingo dicha de quebranto
Los dos materiales que forman mi canto
Y el canto de ustedes que es el mismo canto
Y el canto de todos que es mi propio canto”



En todo el mundo se celebra este año el centenario del nacimiento, el 4 de octubre de 1917, de la folklorista, cantautora y artista plástica chilena Violeta Parra. Pero paradójicamente, también se cumple ahora el cincuentenario de su fallecimiento el 5 de febrero de 1967. Dos aniversarios de muy distinto significado; gozoso uno, doloroso el otro, uniendo así por la cronología la dicha y el quebranto, lo bueno y lo malo, lo negro y lo blanco. Mixtura de contrarios que componían la esencia de su canto según propia confesión en su testamentaria obra maestra. Y de su vida completa, se podría añadir.

Gracias a la vida

A Violeta Parra no le resultó fácil vivir la vida. Persona, según constatan quienes la conocieron, de carácter complejo y a veces difícil trato, pasional y enamoradiza, posesiva y generosa, hiperactiva con periodos de profunda depresión, perfeccionista y exigente con ella y con los demás, la suya fue un constante combate con la sociedad y con ella misma. Mujer además. Mujer en un mundo tan de hombres como el de comienzos del siglo pasado, debió pelear siempre por el reconocimiento de su obra, la justicia social que anhelaba, la propia supervivencia y la realización del amor, una guerra en la que no siempre ganó todas las batallas.

Casa natal
Nació en San Carlos, pequeño poblado rural de la región de Chillán, a 400 kilómetros al sur de Santiago de Chile. Hija de un profesor de música rural de ideas avanzadas, Nicanor Parra, y de una costurera, Clara Sandoval, ambos aficionados al canto popular, Violeta tuvo una dura infancia en una familia que con 10 hijos nunca llegaban el sueldo paterna y las costuras maternas a fin de mes. Niña de débil conformación física, sufrió numerosas enfermedades en la infancia, entre las que resultó especialmente grave una epidemia de viruela que asoló el país y que estuvo a punto de costarle la vida. Aunque consiguió salvarse, la viruela le dejó marcas en el cuerpo y la cara para toda la vida.

Desde muy pequeña desarrolló un singular talento musical, fomentado por los progenitores y que compartió con, al menos, cuatro de sus hermanos, todos ellos de larga carrera posterior: Eduardo (Lalo), Lautaro, Hilda y Roberto (el que había sido detenido cuando ella escribió “La carta”. Por tener afición los Parra a los escenarios, hasta hubo un hermano payaso musical, el menor, Óscar, que aunque empezó de cantor y como tal incluso grabó algún disco, acabó, con el sobrenombre de Tony Canarito, cosechando grandes aplausos en las pistas circenses de toda Sudamerica.

Con Nicanor
Además, estaba el mayor, Nicanor, que con el tiempo se convertiría en uno de los grandes poetas contemporáneos de lengua española y que por entonces hacía sus primeros pinitos literarios, había acabado los estudios de Físicas y Matemáticas y ejercía como maestro en un Liceo de Santiago de Chile. Hasta allí se llevó a sus hermanos menores, a los que siempre orientó y alentó en sus aspiraciones musicales. También intentó que hicieran estudios reglados, pero no lo consiguió. Violeta, por ejemplo, la primera en llegar que se plantó en su casa sin avisar, comenzó a estudiar Magisterio, pero lo dejó para irse por los caminos a buscar canciones. 

Ya en Santiago, el primer escenario de Violeta Parra fue la calle. En ella cantó cancioncillas de moda junto a sus hermanos y pasó la gorrilla para conseguir unas perras o alguna vianda con que reforzar la escuálida olla familiar. Luego la contrataron en un café-taberna de la vecindad donde estuvo durante meses con gran éxito entre los clientes, obreros de una fábrica cercana la mayoría, sorprendidos por aquel repertorio de canciones folklóricas que Violeta había recogido de numerosos informantes populares, alejándose de aquellas insulsas cancioncillas callejeras. Siguieron otros bares, tabernas y cabarets, y hasta la carpa de un circo ambulante dio cobijo al nacimiento musical de la artista y sus hermanos.

Las fechas de su biografía artística están bien marcadas. Entre 1952 y 1954 publica cuatro discos con su hermana Hilda en los que cantan cuecas y otros ritmos populares. En 1953, quizás introducida por su hermano Nicanor, Violeta Parra actúa ante un selecto grupo de invitados en la casa de Pablo Neruda. Todos se sorprenden con esa mujer bajita y poco agraciada que canta con voz de tierra los sones ya casi olvidados de la tierra, lo que da comienzo al gran prestigio de que gozaría entre artistas e intelectuales chilenos desde esos primeros años de su carrera. En 1954 conduce en la radio un programa propio que la hace merecedora ese mismo año del Premio Caupolicán como mejor folklorista del año. Durante todo ese tiempo realiza un profundo trabajo de recopilación folklórica recorriendo el país en numerosos y azarosos viajes, que dejaban en nada cuanto pudiera sacar de su actividad cantora y radiofónica.


“Casamiento de negros”

También en 1954 realiza su primer viaje a Europa, formando parte de la delegación artística chilena seleccionada por las Juventudes Comunistas para participar en el Festival de la Juventud que se celebró en Varsovia. A su finalización se traslada a París, donde residirá dos años, en los que realizará numerosos contactos, presentaciones y grabaciones, tanto en Francia como en Londres y Moscú, que visitó brevemente. En septiembre de 1956 el sello Le Chant du Monde edita sus dos primeros discos propios bajo el título “Chants et Danses du Chili (I y II)”, en los que interpreta temas populares chilenos (y uno de Tahiti), aunque ya incluye dos composiciones propias tan excelentes como “La jardinera” y “Casamiento de negros”. Son dos años creativamente enriquecedores y felices, pero también personalmente dolorosos. Al poco de llegar a Europa muere en Santiago, con tan sólo 10 meses de edad, su hija Rosita Clara, niña de frágil salud que no había podido llevar en el viaje y había dejado en Chile con el padre, su marido Luis Arce. El dolor la sumergió en una profunda depresión culpabilizadora que tuvo que soportar en paralelo a sus éxitos artísticos.

Vuelta a Chile en 1957, Violeta desarrolla una frenética actividad en los cuatro años siguientes. Publica cuatro álbumes fundamentales sobre el folklore chileno y su primer disco totalmente con composiciones propias, “Todo Violeta Parra”, que contiene algunas de sus canciones reivindicativas más míticas, desde “Hace falta un guerrillero” a “Yo canto la diferencia” o “Puerto Mont está temblando”. También incluye la musicalización del poema de Neruda “El pueblo”, una canción de resonancias vanguardistas, que por aquel tiempo Violeta agudizaría en su suite músico-vocal para ballet “El Gavilan”, en la que expertos han encontrado ecos de Bela Bartok o Strawinski, de la música atonal y los cantos mapuches, por más que Violeta fuera una composición puramente intuitiva, experimentación que quizás condiciono que el ballet no se montara sobre un escenario en vida de la autora y hasta muy recientemente.


"El Pueblo"



Con motivo de una enfermedad que la retiene largos meses en cama, se rodea de lanas y colores y empieza a trabajar, de nuevo de manera autodidacta, en una serie de pinturas, bordados y arpilleras, que muestra en esos años en diversas exposiciones colectivas en Chile. Funda y dirige el Museo Nacional de Arte Folklórico, dependiente de la Universidad de Concepción, participa en numerosos programas radiofónicos y ofrece innumerables recitales en los más diversos escenarios. Igualmente comienza a escribir sus “Décimas autobiográficas”, obra magna de la poesía popular, que no se publicarían completas hasta pasados tres años de su muerte. 

También conoce, el día de su cuadragésimo tercer cumpleaños, 4 de octubre de 1960, al amor de su vida, el antropólogo y aficionado al jazz suizo Gilbert Fabre.

Tras un año de estancia en Buenos Aires, un paso más en su expansión internacional, Violeta viaja de nuevo a Europa en 1962, esta vez acompañada de sus hijos Isabel y Ángel, que con 23 y 19 años respectivamente ya son jóvenes promesas de la nueva canción chilena. Otra vez el motivo inicial es un Festival de la Juventud, ahora en Finlandia. En familia visitan y actúan en varios países de la Europa del Este, para terminar de nuevo en París, instalados en una vivienda de la Rue la Prince, donde, por cierto, compartían escalera con Paco Ibáñez, un primerizo cantautor exiliado español al que alentó y con el que desarrolló una buena amistad.

1962. Rumbo a Europa con sus hijos Ángel
e Isabel y su nieta Tita.
Esta segunda estadía parisina de tres años ya no fue la de una aprendiza, sino la de una maestra, y como tal consiguió que la apreciaran y respetaran en Europa. París era todavía el París del arte, la cultura y la conciencia política, y en él Violeta, junto a sus hijos o en solitario, participó en emisiones radiofónicas, grabó nuevos discos y dio infinidad de recitales en varios países. Su presencia arrolladora contribuyó de manera poderosa a la implantación de la música latinoamericana en Europa que se estaba produciendo por aquel tiempo. Además, en abril de 1964 logró el reconocimiento y la admiración parisina y europea como pintora, exponiendo en la sala de Artes Decorativas del Museo del Louvre de París durante casi un mes nada menos que 22 tapices y arpilleras, 26 cuatros al óleo y 13 esculturas en alambre, que fueron altamente valoradas por lo críticos y sobre las que incluso realizó un documental la televisión Suiza. Agradecida, Violeta les dedicó un delicioso Valse-musette en francés.

A su regreso a Chile en 1965 Violeta llegó como una gran figura del arte y la música en Europa, tal vez convencida de que era el momento de que su trabajo recibiera en su propio país el respeto que había obtenido fuera. El Chile que encontró no era el mismo que había dejado. En las elecciones de 1964 el medico socialista Salvador Allende había conseguido el 40% de los votos con una alianza social-comunista. No era el triunfo, pero sí el inicio del veloz proceso de creación de la Unidad Popular que conseguiría llegar al Gobierno en 1970. En paralelo estaban surgiendo generaciones de jóvenes rebeldes enfrentados al sistema. Algunos hacían sus primeros pinitos como cantantes y se llamaban Víctor Jara, Patricio Manns, Héctor Pavéz, Rolando Alarcón, Juan Capra, el conjunto Cuncumén o integrantes de lo que pronto serían Quilapayún o Inti-Illimani. Violeta encontró en ellos admiración y respeto y la convicción de que, al fin y al cabo, la semilla que había plantado había dado buen fruto.

También volvía a Chile, como ha contado su hijo Ángel, con su propia idea en la cabeza: “Ahora, sólo quería quedarse cerquita de la gente y vivir, literalmente, con los pies en la tierra”. En un país en el que empezaban a proliferar las “peñas” musicales, como la de su propio hijo, pensó Violeta en ir un paso más adelante y construir un local propio, desde el que no sólo pudiera difundir su trabajo y el de otros, sino que fuera a la vez que un centro cultural de estudio del folclore, una especie de Universidad Popular, y a la vez un local grande que ofreciera comida y bebida a más de actuaciones desde un pequeño escenario. El alcalde de La Reina, un municipio rural en las afueras de Santiago ahora totalmente urbanizado, le regaló un terreno 30x30 metros en el claro de un parque rodeado de eucaliptos y encinas, aunque algo alejado del pueblo. Violeta tenía ya la carpa, de 20x20 metros, que había recibido en pago por una actuación en un circo. Podían caber en ella hasta 500 espectadores, aunque al parecer nunca se llegó a completar el aforo. A su lado, en una estancia de adobe levantada por su hermano Roberto, vivían Violeta y su hija Carmen Luisa. La llamó “La Carpa de la Reina”. Se inauguró el 17 de diciembre de 1965 con la única publicidad del boca a boca y los globos que lanzaron al aire Violeta y Gilbert. La aventura resultó una ruina. Todo se juntó para ello.

Cantando en La Carpa
Durante el primer verano (en Chile es verano en diciembre), las cosas fueron bien. Acudía un público entusiasta, intelectuales y artistas amigos, jóvenes universitarios y aficionados al folclore, aunque, al parecer, La Carpa rara vez reunió juntos a más de 150 espectadores. Con el invierno llegó el desastre. Las fuertes lluvias convirtieron el descampado en un lodazal difícil de atravesar, además, un viento huracanado, que hacía aún más penoso el acceso al lugar, incluso llegó a derribar la estructura de la carpa y hacer volar las lonas por los aires. Un desastre. El público disminuyo hasta reunir sólo a los amigos, la recaudación cayo en picado, y la responsabilidad de mantener en pie el sueño debió amargar aquellos dos últimos años de la vida de la cantora, acentuando el lado depresivo y conflictivo de su personalidad. De hecho, en 1966 ya realizó un frustrado intento de suicidio.

Por otra parte, si hubo una parte de la vida que le resultó difícil de vivir a Violeta fue la amorosa. Rodeada por un mundo cerradamente masculino, independiente  como era, consciente de su propio valor como artista y como mujer, su carácter rebelde la hacía poco proclive a las obligaciones matrimoniales, pese a lo cual se casó dos veces, primero con Luis Cereceda, obrero del ferrocarril y dirigente comunista del sindicato, con quien tuvo a sus hijos Ángel e Isabel, y luego con Luis Arce, padre de Carmen Luisa y Rosita Clara, fallecida con 10 meses mientras ella estaba en Europa. Quienes la conocieron, cuentan, como su biógrafa y amiga Mónica Echeverría, de sus frecuentes y apasionadas aventuras amorosas. Aquella forma de vida de Violeta y la liberalidad que demostraba en su sexualidad rompían todos los códigos morales y sociales del Chile de la primera mitad del siglo XX y aún después. En su biografía, novelada y puesta en la voz en primera persona de la propia biografiada, abunda Echeverría en este tema que otras obras sobre la cantante suelen pasar por alto, tal vez por pudor o por exceso de voluntad hagiográfica. Cuenta la escritora, y nada hay que la desdiga, que Violeta desbordaba de pasión sexual y se enamoraba en cada relación, durara poco o mucho. Podía ser, al parecer, tiernamente entregada y fieramente posesiva, independiente ella misma, pero siempre deseosa de tener a su amante al lado, libre pero atada al amor, dulce y violenta a un tiempo. Para ella misma debió ser una fuente constante de entusiasmos y desengaños. Si he insistido en ello no es por ningún tipo de cotilleo post-sálvame, sino porque pienso que es un rasgo de su personalidad que ayuda a comprender su decisión última, si es que algo así puede llegar a resultar comprensible.

Creo que ya se sabe que el día de su cuadragésimo tercer cumpleaños, 4 de octubre de 1960, Violeta Parra conoció a Gilbert Favre, el gran amor de su vida. O de su muerte. Había acudido a la fiesta de aniversario invitado por Ángel Parra, quién le presentó como un arqueólogo suizo aficionado a la música de paso por Chile, todo un exotismo en aquella reunión. A simple vista, y aparte de su mutua afición musical, Violeta y el “gringo”, como pronto sería conocido Favre (en tono más íntimo ella le apodaría “chino” no podían ser más distintos. Él era un nórdico alto, guapo, pálido y desgarbado, el una casi india bajita, poco agraciada, morena y con el ritmo dentro del cuerpo. Parece ser que el flechazo fue inminente.

Durante los años de Europa, Violeta y Gilbert vivieron su romance de manera irregular, ella en París, él en Ginebra, en una relación de encuentros y desencuentros, no sólo geográficos. Regresada Violeta a Chile, Gilbert la siguió y colaboró estrechamente con ella en el montaje de La Carpa, donde se instalaron juntos. Las circunstancias del fracaso del proyecto tan querido de Violeta y el cúmulo de dificultades que debieron enfrentar juntos eran sin duda poco alentadoras para el amor y la convivencia. El Chino se rompió y decidió saltar a Bolivia, donde pronto sería uno de los míticos fundadores del grupo Los Jairas. Violeta le siguió, pero ya era demasiado tarde. Cuentan que en La Paz compró una pistola que dijo necesitar para defenderse de los maleantes que merodeaban por La Carpa.

En diciembre de 1966 Violeta Parra recopiló en disco sus composiciones más recientes que títuló, con una ambigüedad que entonces nadie percibió, “Últimas composiciones”. ¿Últimas porque eran las que había escrito más recientemente, o últimas porque ya no escribiría más? Merece la pena escucharlo completo. Es su obra maestra. En él, aparte de joyas de la música popular mundial de todos los tiempos, como “Gracias a la vida”, “Volver a los 17 o “Rin del Angelito”, hay cuatro canciones que bien sirven para narrar las etapas de esta última relación amorosa de Violeta. La pasión (“De cuerpo entero”), la separación (“Run Run se fue pa’l norte”) y la terrible desolación de la ruptura (“Maldigo del alto cielo”).



"Maldigo del alto cielo"

Violeta lo había dejado dicho:

En mi vida me ha tocado muy seco todo y muy salado, pero así es la vida exactamente, una pelotera que no la entiende nadie. El invierno se ha metido en el fondo de mi alma y dudo que en alguna parte haya primavera; ya no hago nada de nada, ni barrer siquiera. No quiero ver nada de nada, entonces pongo la cama delante de mi puerta y me voy”.

Fue el 5 de Febrero de 1967. Su hija Carmen Luisa, que estaba allí, contó luego:

 “Yo estaba ordenando algo en la carpa, serían como las seis de la tarde, de repente sentí un balazo… entré corriendo a la pieza y encontré a mi mamá ahí tirada, encima de la guitarra, con el revólver en la mano. Me acerqué a ella y la moví, le hablé… y no me contestó. Ahí me di cuenta que por la boca le corría un hilillo de sangre. Quedé como paralizada, no sé por qué, pero lo más instintivo fue quitarle el revólver. Salí fuera de la carpa y le avisé a gritos a las personas que andaban por ahí. De repente se llenó la carpa de gente… llegaron los detectives, y después vino una ambulancia a buscarla.”



6 de febrero de 1967.
Cortejo fúnebre a la salida de La Carpa






Violeta en el recuerdo de un franquismo lejano



Pudo haber sucedido a bordo de un autocar de confianza en el que los jóvenes comunistas madrileños y aledaños viajáramos en excursión a La Pedriza o a Torrelodones. O en un club juvenil o en una parroquia propicia. Incluso en un guateque o, incluso, a capella desafinada en el interior de una celda de Las Salesas. Alguien que tuviera una guitarra y supiera rasguearla, que siempre había alguno, cogía el instrumento en ristre, rascaba cuatro notas y entonaba, seguramente desafinando, unos desconocidos versos que nos llegaban del otro lado del Atlántico. Aquellos, por ejemplo, de “Que vivan los estudiantes, jardín de las alegrías/ son aves que no se asustan/ de animal ni policía”, o aquellos otros de “cuando nos venden la Patria / como si fuera alfiler / ¡Quiero un hijoguerrillero / que la sepa defender!. Canciones que tanto nos identificaban y conmovían aunque no supiéramos muy bien quién las había escrito.




En 1965, fecha en la que vamos a situar la escena, recién celebrados por el franquismo sus “25 años de Paz”, España había cambiado sustancialmente desde la finalización de la guerra civil. Pasados los años de la resistencia guerrillera y de la represión más dura, se estaban incorporando a la lucha contra la Dictadura nuevas generaciones de jóvenes que no había vivido la contienda y que cambiaron las formas de protesta, abandonando la estricta clandestinidad partidaria para crear organizaciones de masas más abiertas que, aún a costa de una dura represión, incrementaron y coordinaron la lucha antifranquista en fábricas, universidades o medios intelectuales de todo el país. Las grandes huelgas asturianas de 1963/64 habían dado lugar al surgimiento de Comisiones Obreras y estaba a punto de consolidarse el Sindicato Democrático de Estudiantes. Se creaban las primeras asociaciones vecinales y como setas surgieron en pueblos y ciudades clubs juveniles que en muchos casos se albergaban en parroquias regidas por curas de la cáscara amarga.

Como ha demostrado sobradamente la historia, las grandes luchas populares necesitan su banda sonora y sus himnos. En aquella España la tarea de crearlos les tocó a los nacientes cantautores. Para la fecha, Raimon ya había grabado, por ejemplo, “Diguem no” y “D’un temps, d’un país” o Paco Ibáñez, en Francia, “España en Marcha”, que se berreaban entusiastas en aquellas reuniones de jóvenes disidentes. Otras canciones de aquella vieja banda sonora antifranquista no llegaron, sin embargo, a través del disco, o directamente a través del disco, sino por caminos más complicados.

Eran canciones prohibidas y su difusión clandestina. Uno tenía un familiar que conocía a otro cuyo primo había viajado a Suecia y conseguido allí un disco de un tipo que cantaba unas cosas que hablaban de Julián Grimau, de las huelgas de Asturias y de dos gallos, uno negro y otro rojo que, luchaban en la arena frente a frente. Y desde aquella grabación anónima escuchada por alguien que conocía a alguien, las canciones se propagaban, quizás por última vez en la historia de la canción española, por el viejo método tradicional del boca a boca hasta convertirse en himnos colectivos de resistencia.

A través de ese hilo clandestino también fueron llegando a España canciones de otros lugares que venían a cumplir la misma función: concienciar, unir y servir de instrumentos de lucha. Las “Preguntitas sobre Dios” de Yupanqui, por ejemplo, o “Y en eso llegó Fidel” y “Hasta siempre” de Carlos Puebla, que tantas veces se cantó con lagrimas en los ojos en aquella España y que todo buen rojo con pedigrí debería recordar sin excusa. Y formando parte de esa memoria musical antifranquista, Violeta Parra.




Resultaba de pronto que aquellas composiciones de la lejana cantora chilena, que poco a poco fuimos sabiendo quién era, eran también nuestras, nos identificaban, conferían un sentimiento de unidad y nos daban fuerzas. Canciones que nos confortaban en aquella España gris y castradora. ¿Acaso “La carta” no podía haberla escrito cualquier mujer asturiana que denunciara la detención de su hermano en una huelga? ¿No era aquella miseria de la pampa que denunciaba en “Arriba quemando el sol” la misma miseria del campo o la minería española? Y qué contar de “Qué dirá el Santo Padre”, que siempre se empezaba a cantar bajito para elevarse hasta el grito en el último verso: “regado con tu sangre Julián Grimau”.




Sin embargo, tardamos un tiempo, yo al menos, en comprender que aquellas canciones de Violeta no eran sólo himnos revolucionarios, incapaz como era de percibir su compleja y perfecta estructura musical y literaria, la audacia de sus metáforas, la precisión de su rima y la modernidad que suponían como renovación de la tradición folklórica. Lo nuevo que nace desde lo viejo.

Hacia 1967 arribó a Barcelona el chileno Gabriel Salinas acompañado de Viky Torres, ambos cantores populares, que pronto entraron en contacto con sus congéneres catalanes y dejaron para la historia, en 1969 y 70, las primeras grabaciones españolas de canciones de Violeta. Allí estaban, al fin legalmente, “Quiero un hijo guerrillero” o “Arauco tiene una pena”, faltaría más, pero su abanico creativo se ampliaba ahora con el claroscuro retrato popular de “Casamiento de negros” (adaptación, por cierto, del más largo poema satírico de Francisco de Quevedo “Boda de negros” y la pasión, la duda y el dolor amoroso, respectivamente, en “De cuerpo entero”, La jardinera” y “Paloma ausente”. Y sobre todo la profunda reflexión moral y vital de su testamentaria “Gracias a la vida”, a cuyas profundidades más íntimas no he conseguido llegar aún tras cientos y cientos de audiciones a lo largo de los años. No en vano, en el 2000 un jurado internacional de expertos la consideró la mejor canción en español del siglo XX.




A partir de ahí todo está escrito. Tras la muerte de Franco, ya en una España en la que al fin, en contravención del himno falangista, comenzaba a amanecer, la discografía de Violeta y la de toda la Nueva Canción Chilena, sus hijos, si no físicos, que también, sí musicales y morales, comenzó a distribuirse con regularidad y profusión en España. Las interpretaciones de “Gracias a la Vida” hechas por Mercedes Sosa o Joan Baez le dieron eco internacional a la autora, ya fallecida, que se tradujo en nuevas versiones en todo el mundo, desde las más desdichadas, a las más inesperadas, novedosas, estimulantes o conmovedoras. Y es que no por nada la composición de Violeta fue considerada por un jurado de musicólogos y críticos como la mejor canción en castellano del siglo XX.

No quedó canción de Violeta sin escuchar, y cada nueva que sonaba reafirmaba la condición universal de su arte y la inmensa altura artística que hoy, a 100 años de su nacimiento y 50 de su fallecimiento, se le reconoce en todo el mundo. Ya estaba completa su imagen, no sólo como la de una cantautora extraordinaria cuyo arte sobrevuela aún el mundo, sino también como la de un modelo ético y vital capaz de expresar en su trabajo toda la complejidad, riqueza y contradicciones del ser humano. Una maestra.



"Violeta Chilensis". Documental biográfico




[1] Estos dos textos han sido publicados en catalán en el  boletín  de la Fundació Alternativa de Barcelona, cuya lectura recomiendo. 


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