La noche a bordo de una copa
Un recorrido por el Madrid nocturno de 1984
Antonio Gómez
EL PAÍS. 25
NOVIEMBRE 1984
Siempre hay que
bajar escaleras para entrar a los locales nocturnos, donde la diversión se
viste de alcohol y espectáculo. Las escaleras de Pasapoga son lujosas,
adornadas con columnas de mármol, barandillas tapizadas y espejos enmarcados en
dorado. Las de Sacha's se internan en las profundidades bajo la mirada entre
patética y orgullosa de los artistas que se travisten de grandes estrellas de
la canción. Pero los zapatos de los clientes pisan igual en todas. Con
seguridad y fatuidad en unos casos, con algo de miedo y complicidad en otros.
En todos ellos con la esperanza de encontrar lo que se busca: el número seguro
o el número sorpresa.
Pasapoga, que en
1942 abrió sus puertas al público, es uno de los centros más veteranos de la
noche madrileña. Un local para gentes de bien, matrimonios de clase media,
parejas de recién casados, grupos de jóvenes aseados y poco bullangueros, algún
despistado de visita en la ciudad, que buscan un momento de esparcimiento que
no turbe sus conciencias. El serio humorista Eugenio desgrana su rimero de
chistes sosos entre aplausos más bien tímidos que aumentan cuando la broma va
de catalanes y disminuyen cuando los protagonizan madrileños. "Éste es un ambiente selecto dentro de lo que
hoy día es selecto", comenta Daniel
Dorado, gerente del local desde hace 32años. "Lo que no se puede ver aquí son hyppies y así. No se les permite la
entrada; y ni siquiera vienen, tal vez porque les impone respeto el local",
añade.
Los espectáculos
de locales como Pasapoga, Windsor, Cleofás o Xenon se especializan en humor más
o menos aderezado con cabaré. Los tiempos han cambiado y el público que acude a
ellos se inclina por la risa, pero hay también sus gotas de cultura en la
coctelera nocturna madrileña. Locales en los que el jazz y la música suramericana
guardan las esencias para un público fiel que coincide en tipología y clase
social: profesionales, estudiantes, parejas con tejanos y bolsos de cuero en
bandolera, restos del naufragio de la progresía madrileña.
Gana la despolitización
Gonzalo Reig era apenas un muchacho cuando decidió
salir de España con la guitarra a cuestas para correr la aventura. Actuó en la
Costa Azul para Onassis, descubrió la música suramericana y se unió a Héctor
Miranda, director de los entonces nacientes Calchakis, y estuvo con ellos casi
diez años, grabando con el grupo 13 discos de música de los Andes. Volvió a
España en 1975 y puso en marcha Toldería, grupo musical y local, uno de los
pocos que han sobrevivido a la crisis de lo suramericano en España. Hoy en día
se han cerrado buena parte de ellos por falta de clientela, pero los dibujos
indigenistas de las paredes de Toldería siguen recibiendo, entre luces tenues y
taburetes de madera forrada, a quienes quieren escuchar una quena, un charango
o la Canción del jangadero que
escribieron Jaime Dávalos y Eduardo Falú.
"Las cosas han variado poco --dice
Gonzalo--; hay algo menos de público,
aunque la crisis de hace un par de años, cuando se tocó fondo, comienza a
superarse. Antes nos pedían canciones más politizadas, ahora nos decantamos por
la música de Suramérica en toda su extensión estética y literaria".
Mientras Rafael Amor, Omar Berruti o el propio grupo que da nombre al local
interpretan sus canciones, unas cuantas parejas distribuidas por la sala
escuchan atentamente llevándose una copa a los labios o intercambiando miradas
y manos en un gesto que no tiene nada de clandestino. Los abrigos cuelgan en
los percheros, en la barra de la derecha de la puerta se sirven bebidas y se
atiende a los clientes, que todavía tienen que llamar a la puerta para entrar.
Si acudir a un local de este tipo ya no tiene la mística de lo prohibido, de
los espacios de libertad compartidos en silencio y complicidad que fueron hasta
hace pocos años, todavía queda en ellos la fidelidad al son de la guitarra y la
palabra poética.
Si la música
suramericana ha decaído en el gusto del público nocturno madrileño, el jazz
parece haber tomado su lugar. Se han abierto locales nuevos: Clamores, Manuela
o Ragtime, en los que se expresan los nuevos artistas de jazz españoles ante
públicos en su mayor parte jóvenes y de indudable entusiasmo. El local decano
sigue siendo el Whisky Jazz Club. El 22 de diciembre cumple 22 años. El mismo
VIady Bas que lo inauguró comparte ahora el escenario con el batería Pepe Sánchez,
el pianista Agustín Serrano, que quizá busca en la improvisación jazzística la
libertad que no encuentra en su cargo de profesor del conservatorio, y el
bajista Eduardo Medina. Whisky Jazz es el local donde se mantiene más
firmemente la tradición de un jazz que nace en el dixieland y acaba en el
bebop. Desde las paredes las grandes figuras, de Ella Fitzgerald hasta Charlie
Parker, observan con agradecimiento a una clientela que ha variado poco en los
últimos años, fiel en sus ideas y en sus gustos, más amantes de la
conversación.
Segundo López, que fue repartidor de prensa hace
tiempo y desde 1966 es encargado general del local, confirma la idea de un
público fiel y entendido que acude con regularidad a tomar una copa y a
escuchar buen jazz, especialmente los fines de semana, únicos días en los que
la pequeña sala se llena. Desde detrás de la barra, entre carátulas de discos
de Pedro Iturralde, Bob James o Coleman Hawkins, se sumerge en el cariño hacia
una profesión que es algo más que un trabajo: "Esto no es para ganar dinero. Es más una afición y una manera de
mantener viva la llama. Los clientes vienen a escuchar buena música, charlar un
rato y encontrarse con los amigos. Es como un club de fieles, aunque siempre
hay gente nueva que luego repite".
En el fondo del vaso
Avanzando
por los círculos de la noche madrileña se llega a los locales donde el
espectáculo se cubre de velos prohibidos. Es el mundo del erotismo, de la
pornografía, de la ambigüedad sexual, de ambientes en los que se entra por
afición o simple curiosidad. En ocasiones con algo de temor a lo desconocido o
de morbosidad por lo inesperado, lo nunca visto. Es el paraíso de los sueños
prohibidos que se quieren quitar de la mente pero que arrastran
irremediablemente hacia clubes, caberés y salas en donde se puede encontrar
cualquier cosa, desde una alfombra en medio de las mesas donde una pareja hace
el amor con cara de aburrimiento hasta profesionales que pretenden hacer un
arte de su marginado trabajo.
"La gente está muy cortada con el sexo. En
España se hace todavía el amor con la luz apagada. Esto es una forma de decirle
al público que eso se puede cambiar, que el sexo puede ser bonito, aunque haya
muchos que lo hagan como rutina, sin poner nada de sí mismos, sin arte".
Es Lino quien cuenta, Aquilino
Campolongo, un argentino con algo de personaje pasoliniano en la figura,
que dirige El Poncho Erótico, otrora pionero café-teatro de un Madrid
predemocrático y desde hace seis años local pornográfico.
A la una y media
de la madrugada se presenta el espectáculo ante un público más bien escaso que
reacciona de muy distinta manera. Dos matrimonios que en la primera fila baja
la mirada cuando los actores se aproximan demasiado, un grupo de hombres que al
fondo de la pequeña sala no pierden detalle de las evoluciones de Shelley, una inglesa que durante el día
ejerce de ama de casa y lleva 10 años dedicándose al porno duro. Antes había
sido actriz, se sigue considerando como tal y comparte con su compañera
Patricia, francesa, que durante el día es profesora de gimnasia aeróbic, el
gusto de enseñar el cuerpo desnudo a la gente "porque ésa es también una forma de arte".
La misma idea la
comparte Miguel Velasco, actor y
transformista, que en Sacha's, un pequeño local de la plaza de Chueca, presenta
con una reducida compañía un espectáculo divertido que sin duda decepcionará a
los morbosos. Las habituales imitaciones de Sara Montiel, Juanita Reina o
Isabel Pantoja se intercalan con un recuerdo del Quijote, un homenaje a Doña
Rosita la soltera o una alegoría sobre la paz a partir de La muralla y
Caminando en la voz en off de Ana Belén. "El mayor problema es el de los medios económicos --coincide toda la
compañía-- No se pueden hacer buenos
espectáculos sin presupuestos y en escenarios tan pequeños. Además esto tiene
unas connotaciones de mariconería que no es exacto; una cosa es ser
transformista y otra gay, que no van necesariamente unidas ambas cosas, aunque
coincidan en muchos casos. Nosotros, maricas o no, somos actores que hacemos
este trabajo como podíamos hacer otro". El público aplaude la parodia
de las estrellas de los sesenta con la que cierran su espectáculo, pagan la
última copa y suben las escaleras al encuentro del frío de la noche. Mañana
será otro día.
Al final de la resaca
Los
últimos cierres han caído; en las copas apenas queda un poso de licor o polvos.
Antes de volver a la soledad de la habitación todavía es posible disfrutar de
la noche en lo que ya no es espectáculo sino cruda parodia del amor. A partir
de las tres y media, taxis y furgonetas dejan a las prostitutas que trabajan en
las afueras de Madrid a las entradas de las carreteras. En la plaza de España,
Atocha, Conde de Casal o plaza de Castilla aparecen pintadas y maquilladas para
recuperar los últimos clientes. Debajo del puente de la Castellana, junto a las
esculturas de Chillida o Sempere, los travestidos siguen esperando a los
clientes más noctámbulos. Paula y Greta son canarias. ¿Por qué no van a serlo
si prefieren ser canarias a canarios? Han venido a Madrid hace menos de un año en
busca de nuevos paisajes, posibilidades nuevas y más dinero. Sólo han
encontrado lo mismo de lo que vinieron huyendo: clientes simpáticos o
desagradables que buscan desahogo en un coche o en una cama. Pueden ganar entre
2.000 o 5.000 pesetas por servicio. Aunque sueñan con ser artistas del
espectáculo, han de conformarse con el frío de la noche. "La calle es muy dura. Estás expuesta a que
te den un navajazo o a que te detengan sin motivo y te humillen de mala manera.
Pero de algo hay que vivir. Un travestido no tiene otra salida. ¿Te imaginas a
una de nosotras trabajando en unos grandes almacenes? Además, aquí viene todo
el mundo, por algo será", concluye Paula.
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