viernes, 7 de junio de 2013

Historias de Metro








LA BALADA DEL METRO



La cartera leía en el metro un libro de urbanidad y buenas costumbres. El libro era nuevo, pero, como los antiguos, explicaba la forma correcta de redactar una carta, la manera adecuada de saludar a un superior jerárquico o el orden conveniente de situar a los comensales en una cena de gala. La chica era joven, pero, como si fuera vieja, soñaba con que alguna vez sentaría en el comedor del chalet que compartiría con su marido, que para entonces ya sería director general de Correos, a un presidente de gobierno, un escritor de moda y un bailarín mariquita que arrebataría con sus chistes subidos de tono a las señoras de los otros invitados.

Tras haberle dado una ojeada a la mujer, el hombre que viajaba a su lado miró por encima del hombro el libro que iba leyendo y sintió un irreprimible deseo de violarla allí mismo. Pero se contuvo, porque era bien educado y más bien timorato y no quería destruir con un gesto inoportuno el sabio principio que cuando era niño le había inculcado su padre, melancólico y misógino desde que su santa esposa le abandonara por un vendedor de biblias evangelistas, dejándole padre y madre de un niño de tres años: "hijo mío, a las mujeres ni tocarlas, que dan calambre".

Al verla, pero sobre todo al olerla, porque la cartera olía a rosas, a mares abiertos y a cumbres pirenaicas, el hombre pensó en lo que podrían hacer juntos si se atreviera a dirigirle la palabra. Detrás de la muralla del libro de urbanidad que la mujer leía presintió el viajero turbulentas insatisfacciones de pasiones ocultas, oscuros sueños de lujurias desorbitadas, tiernas ausencias de cariños compartidos. Y pensó, deslumbrado por la carnalidad de los muslos enfundados en negra seda que dejaba entrever la replegada falda del uniforme azul, que el destino le había elegido para abrir a aquella mujer los caminos de la imaginación y desbrozarle las selvas del éxtasis supremo.

Ella ni se dio cuenta. O aparentó no darse cuenta, porque por el rabillo del ojo, por encima de la fórmula ideal para doblar con corrección las servilletas en los banquetes de alcurnia, vislumbró en la cara enjuta y barbada del vecino de asiento un ramalazo de animalidad necesaria que nunca antes había entrevisto en hombre alguno. Pero también se contuvo. Observó el mojado dobladillo de los pantalones del viajero, el barro que bordeaba sus manchados zapatos y se sumergió de nuevo en la lectura para ahuyentar de su espíritu la reprobable tentación.
        
Entonces el vagón se vació de viajeros. Salieron todos: el mendigo que tocaba el acordeón, el coro de quinceañeras que volvía del colegio de monjas, el oficinista de cara demacrada que leía las páginas deportivas del ABC, las señoras de compras con los brazos cargados de bolsas del Corte Inglés y hasta el heroinómano que dormitaba en un rincón aletargado por el último pinchazo.
        
Todos salieron. Sólo el hombre y la mujer quedaron frente a frente, o mejor aún, codo contra codo.
        
Ninguno de los dos se atrevió a moverse, aunque la cartera sintió un temblor en el brazo del hombre y este pudo observar con la mirada gacha como las piernas de la mujer se apretaban contra el carrito de la correspondencia aparcado a su diestra.
        
Fue un momento inolvidable para ambos. No sucedió nada, pero pudo haber sucedido. Hombre y mujer lo supieron en el mismo momento en que un rayo de atracción mutua les atravesó candente y violento.
        
Nada había en ellos que les hiciera compatibles, ni su aspecto ni sus vidas, pero allí, en aquel momento único en que confluían la soledad del vagón, la oscuridad del túnel y el monótono repiqueteo de las ruedas sobre las junturas de los raíles, los dos se dieron cuenta de que todo era posible, de que nada les estaba vedado: romper las convenciones, abrir la puerta del fondo y tirar el libro de urbanidad para que el tren rodante lo redujera a pulpa imposible de reciclar, olvidarse del padre misógino y su filosofía de la vida, comprar un helado y comérselo boca a boca entre los dos, tenderse en el suelo del vagón y acariciarse hasta conocer monte a monte y valle a valle sus respectivas geografías. Vivir, en fin, la aventura de su vida.
        
El metro llegó a la estación de Pueblo Nuevo. Se abrieron las puertas. Entró un titiritero portugués que en su media lengua les pidió una limosna para socorrer a sus cuatro hijos huérfanos de madre y a una suegra anciana con los que vivía debajo de un puente.  Todos los sueños se rompieron de golpe contra el cartel de antes de entrar dejen salir. El hombre retiró el codo para hurgar en el bolsillo y socorrer al mendigo transterrado. La mujer se sumergió en la fórmula que la ayudaría a escribir una carta al director de una multinacional discográfica para solicitarle un puesto de secretaria en la empresa. No se miraron más.





TENTACIONES DE METRO


para Javier Batanero,
al que he plagiado el título


Es tarde ya. La noche ha exprimido su última gota de olvido y Mario vuelve a casa envuelto en una feliz somnolencia de cerveza y hachís. El metro está vacío y los pasos del noctámbulo resuenan en los pasillos como el latido de una conciencia insatisfecha. En el trasbordo de Avenida de América se cruza con una pareja que juega a los amores de película con besos apasionados delante de un cartel que anuncia una campaña benéfica para los niños de Kenia.
        
Cuando llega al andén se sienta en un banco. El peso del día se le viene encima con un resoplido de alivio y siente al cansancio descender serpenteante hasta los pies. El reloj del techo le comunica que hace tres minutos que no pasa un tren y confía en no quedarse allí toda la noche. Un vigilante entra en el andén de enfrente y lo recorre arrastrando los pies y con la mirada baja, como buscando en el suelo un billete premiado de lotería. ¿Queda algún tren por pasar? grita Mario al hombre del uniforme azul. Sí, el último, pero todavía tardará un poco.
        
Pasa el tiempo. Los minutos se anudan al cansancio y Mario cae en una dulce modorra que le embarca en imposibles sueños de ventanas abiertas al mar. Por el otro extremo del andén entra una pareja y su entrada mueve el aire en una corriente casi imperceptible que, pese a su levedad, despierta al durmiente.
        
Los recién llegados parecen seres de otro planeta en la impoluta elegancia de sus trajes y en la insultante decisión de sus pasos, que resuenan en el alicatado de las paredes llenando la estación de ecos. Su presencia inmaculada de amantes sin recato no cuadra con el húmedo silencio de la estación.
        
Se besan, se abrazan, se acarician. Mario siente un rubor de vergüenza en las mejillas y apenas se atreve a seguir por el rabillo del ojo las ensimismadas evoluciones de la pareja. Las manos de los amantes se buscan en los rincones más ocultos de sus cuerpos. En una de sus tímidas ojeadas, Mario descubre la negra tersura de las medias de la mujer, que al acabar el recorrido de la pierna dejan ver bajo la falda levantada el blanco muro de un muslo enmarcado por los tirantes del liguero.
        
Llega el último metro y Mario y la pareja entran en vagones contiguos. Nadie más viaja en ellos. El tren arranca y se sumerge en el túnel. A través de la puerta de separación de los vagones Mario observa ya sin disimulo el juego lúbrico de los amantes. El traqueteo de las ruedas acompaña con su ritmo el envite amatorio de la pareja en celo. Pegados a una de las puertas el hombre besa a la mujer, le abre el abrigo y recorre su cuerpo con las manos, le levanta la falda, le desabrocha la blusa. Arrastrados por la pasión, enlazados como la serpiente del pecado lo estuviera al árbol del paraíso al ofrecer a Eva su manzana, la pareja se arrastra por el vagón vacío hasta caer en un asiento, fuera ya de la vista de Mario, que ha contemplado la escena con una mezcla de asombro y envidia.
        
Mientras el tren avanza por el oscuro túnel, Mario se imagina la secuencia amorosa del vagón de al lado. Le parece escuchar el suave roce de seda contra seda al descender las bragas por las piernas de la mujer, el rasposo ruido de la cremallera del hombre al abrirse, los murmullos de apremio, el golpeteo de los cuerpos, el gemido del placer, el grito del éxtasis, el estertor del abandono.
        
Recorrido el túnel, el tren entra en una nueva estación. Sentado aún en su asiento, Mario observa cómo se levanta el hombre, se arregla las ropas y sale por la puerta del vagón.
        
Ajenos a cuanto sucede, un matrimonio con un niño dormido entre los brazos del marido entra en el vagón de Mario y se sientan silenciosos en el otro extremo. Mario se sorprende de que tan sólo se haya bajado el hombre y se levanta del asiento para mirar por la puerta de separación lo que pasa en el otro vagón. Apenas ve nada; sólo las piernas de la mujer, uno de cuyos pies reposa quieto en el suelo mientras el otro permanece extendido a lo largo del asiento.
        
La siguiente estación es la de destino de Mario. Llega el tren, se detiene, acciona el mando de la puerta, que se abre, y sale al andén.
        
Al pasar por delante del vagón en el que viajaba la pareja echa una mirada al interior sin dejar de caminar. La mujer sigue tendida en el asiento. Tiene la ropa revuelta, la cabeza desfallecida, el cabello desordenado y una quietud extrema. Cuando ha avanzado unos pasos retrocede horrorizado, por el rabillo del ojo ha visto algo que le ha llamado la atención y que le ha costado unos segundos definir en el cerebro. Intenta abrir la puerta para entrar en el vagón, pero el apresuramiento le impide accionar correctamente el mecanismo. El tren inicia su marcha. Mario da unos pasos hipnotizado, intentando seguir la imagen fugaz engullida ya por la oscuridad del túnel. Da un alarido que se pierde en el vacío inmenso de la estación. En sus ojos abiertos, que han ahuyentado de golpe el último rastro de sueño, queda imborrable la imagen que ya se ha perdido en la lejanía: el charco oscuro que se va extendiendo por suelo del vagón, la gota roja que cae desde el asiento, la navaja brillante de cachas de nácar que sobresale del cuello rajado de la mujer muerta.





DE “PARÁBOLAS DEL NÁUFRAGO”




Momento uno

Es una mañana con un cierto encanto imprevisto. La taquilla del metro está inexplicablemente solitaria. La mirada de él parece que va a romper definitivamente su vidrio de temores. Por un segundo la mano de la taquillera se agita mientras le entrega el billete. Ella vuelve al Pacífico Sur a la espera de su siguiente marinero y él se sumerge lentamente en los avatares del último partido de fútbol mientras baja las escaleras mecánicas.



Momento dos

La balada del metro suena en el pasillo. Una monja pasa y deja caer una moneda en la abierta funda del saxofón. El músico la mira sorprendido mientras para un momento de soplar la lengüeta. Ella lleva una mariposa de colores tatuada en el rostro.




 Luis Pastor. “Metro del lunes” (Cástor / Luis Pastor). 
Una canción que me hubiera escribir a mí.

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