domingo, 15 de septiembre de 2013











Fernando Castedo es el único director general de TVE que perdió el puesto por hacer precisamente aquello para lo que le habían nombrado: convertir la cadena en una televisión pública a la europea, equidistante de los partidos políticos e independiente del Gobierno. Y no lo dice este cronista. “Pienso que algo importante ha cambiado desde que se me nombró, pues se me exige la dimisión por haber hecho aquello para lo cual se me nombró”, escribió el propio Castedo en la carta de despedida que le mandó al presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, la noche del 22 de octubre de ese mismo año. Apenas había estado 10 meses en el sillón.

El que habría de ser el más breve de los directores generales de Radio Televisión Española había sido nombrado para el cargo el 2 de enero de 1981, y fue uno de los últimos nombramientos efectuados por un consejo de ministros presidido por Adolfo Suárez, justo 17 días antes de presentar su propia dimisión como presidente del Gobierno. Castedo fue el primer responsable de la televisión estatal nombrado tras la aprobación el año anterior del estatuto, y llegó al cargo aupado, además, por un acuerdo previo entre el partido centrista en el gobierno y los socialistas, que encabezaban la oposición. De nada le servirían ambos avales, dada la crispada etapa que le tocó vivir ese año al partido que teóricamente le había propuesto, la UCD, que enfrentada en mil batallas intestinas buscó su destitución casi desde los primeros momentos de su mandato. El propio afectado ha contado en numerosas ocasiones que a los pocos días de llegar a La Moncloa Leopoldo Calvo Sotelo, el 25 de febrero, dos días después del tejerazo, ya le llamó por teléfono para pedirle su dimisión.

Es un lugar común entre los veteranos de TVE recordar los apenas 10 meses de Fernando Castedo como la única etapa en la que no existió manipulación progubernamental en los informativos de la cadena. El que era director de informativos, Iñaki Gabilondo, se encargó de garantizarlo, rodeándose de un grupo de jóvenes periodistas que habrían de sonar en el futuro: Pedro Erquicia, Luis Mariñas, Elena Martí, Carlos Estévez y una larga nómina. Fue otro a quien el cumplimiento de su deber le costó el puesto.

Dos reportajes sobre el paro en Andalucía y Extremadura, emitidos los días 20 y 21 de mayo, en los que los encuestados criticaban abiertamente al Gobierno, levantaron la ira de los criticados y de parte de la UCD, que pidieron la cabeza de periodista que dirigía los servicios informativos, una presión a la que hubo de someterse Castedo, que destituyó a Gabilondo.

Aparte de este punto negro en su historia, en los 293 días que duró el director general en su puesto aprovechó bien el cargo y realizó un buen número de cosas que marcaron un antes y un después en la historia de TVE. Redujo a menos de la mitad los más de 1.200 cargos que había en la empresa cuando llegó, saneó la economía, incrementó la producción propia, creando un área de especial a cuyo frente puso a José Luis Balbín, promovió acuerdos con la industria cinematográfica para la producción de series y largometrajes, e inició el proceso de institucionalización de las tres sociedades que entonces componían RTVE (TVE, RNE y RCE), en consonancia con los modelos europeos de la televisiones públicas al objeto de independizarlas de los gobiernos de turno. Además, Castedo superó con nota el duro examen del intento del golpe de Estado del 23 de febrero. Nada de ello le sirvió de mucho, o, por el contrario, todo se le tomó en cuenta. El hecho es que las luchas intestinas de una UCD que se derrumbaba a pasos agigantados se le llevaron por medio antes de su hundimiento definitivo en las elecciones del año siguiente.

Récord de longevidad

Si Fernando Castedo marcó un récord de brevedad en la dirección de RTVE, “Verano Azul”, la serie de Antonio Mercero que se estrenó el 11 de octubre de aquel año, 11 días antes de la dimisión del director general, sin duda ha batido la marca de las series que más veces se han repuesto en la historia de la televisión en España.

Antonio Mercero, un guipuzcoano entonces de 45 años que ya venía precedido por una importante carrera televisiva, siempre había sabido mezclar en sus trabajos humor, ternura y un cierto sentido social, hasta el punto de haber logrado en 1971 darle tensión dramática y estructura de comedia nada menos que al Fuero de los Españoles, que ya es saber manejar los encargos. Habilidad de especial valor si se tiene en cuenta que la idea salió directamente de la mente del Almirante Carrero Blanco. El resultado de tan arriesgado intento había sido “Crónicas de un pueblo”, un retrato costumbrista y amable de la vida en una pequeña aldea castellana, con su cura, su médico, su cartero, su conductor de autobús y su alcalde, papeles con los que consiguieron la intensa pero fugaz fama que siempre da la televisión actores como Emilio Rodríguez, Jesús Guzmán, Francisco Vidal, Rafael Hernández o Fernando Cebrián.

Crónicas de un pueblo” había estado tres años en antena, y su éxito, que fue destacado desde el principio, permitió a Mercero abordar en 1972 el más arriesgado de sus trabajos televisivos, el mediometraje “La cabina”, en el que un aterrorizado José Luis López Vázquez veía como, tras entrar en una cabina telefónica para hacer una llamada se veía imposibilitado de salir de ella, pese a los intentos de los viandantes, la policía y los propios bomberos, que al final le cargaban en un camión y le llevaban a un depósito en el que se almacenaban otras muchas cabinas similares con humanos en diferente grado de descomposición. La obra tenía un tufo de las viejas “Historias para no dormir” de Narciso Ibáñez Serrador; de “El asfalto” (1966), más en concreto. No en vano el autor del cuento original utilizado por Mercero, cuyo guión escribió un jovencísimo José Luis Garci, era en ambos casos Juan José Plans, colaborador habitual de Ibáñez Serrador. No obstante, aquel retrato amargo de la angustia del hombre moderno, solitario en medio de una ciudad asfixiante, gustó a los espectadores, y especialmente a los jurados de los premios estadounidenses Emmy, los Oscar de la televisión, que en 1973 le otorgaron su máximo galardón al mejor mediometraje.

En “Verano azul”, Mercero no intentó ni ilustrar con oficio y gracia un texto legal del franquismo ni analizar la agonía existencial del ser humano contemporáneo. Su pretensión era menor, pero no era ajeno a ella el interés del director por hablar de los problemas de la gente. Con un esquema de comedia amable y la historia de las vacaciones veraniegas de un grupo de familias, el director se planteó, con  un guión de él mismo, Horacio Valcárcel y José Ángel Rodero hacer una radiografía bienintencionada de las relaciones generacionales de la nueva España que había llegado con la democracia. Los mayores, apegados a sus costumbres, los jóvenes descubriendo un mundo nuevo y exigiendo su reconocimiento como personas en el seno de la sociedad y la familia.

Aunque criticada por los de siempre, que no veían bien que los personajes dijeran tacos, “Verano azul” supuso, sobre todo, la mitificación del anciano Chanquete, con el que resucitó como actor Antonio Ferrandis, una especie de representantes de la España inmortal: sensato, bondadoso, original y desprendido. A su alrededor, los chiquillos, interpretados por un grupo de jóvenes actores de  los que sólo ha sobrevivido para la actuación Juan José Artero, eran los que iban dando forma a las pequeñas anécdotas con las que el director intentaba retratar la España de 1981.

La serie tuvo un gran éxito en España, e incluso en países tan lejanos como Angola, Croacia o Bulgaria. Algo debía tener aquella producción de Antonio Mercero pera que no sólo triunfara en tierras ignotas y distintas, sino que con el paso del tiempo siguiera teniendo éxito en la misma España, a través las múltiples reposiciones que desde 1981 se han repitiendo en TVE hasta hace relativamente pocos años.




UN CÁMARA CON VALOR

Además de Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, hubo el 23 de febrero de 1981 otras dos personas que reaccionaron con rapidez y dignidad cuando el guardia civil de los bigotes que respondía al nombre de Antonio Tejero asaltó a gritos y tiros el Congreso de los Diputados en un intento de golpe de estado. Se llamaban Manuel Barriopedro y Pedro Francisco Martín, y eran periodistas gráficos, uno de prensa y el otro de televisión. Gracias a su pericia y sangre fría las imágenes del atrabiliario asalto recorrieron el mundo dejando testimonio de su barbarie.

Nada más entrar en el hemiciclo, los sublevados dieron orden de apagar todas las cámaras de televisión, y fueron obligando uno a uno a los profesionales a que lo hicieran. Pedro Francisco Martín, al cargo de una de ellas, se la jugó, y en lugar de apagarla sólo movió al máximo el botón de brillo, por lo que el guardia la creyó fuera de funcionamiento y echó al reportero de allí. De esa manera fueron llegando las imágenes del golpe a Prado del Rey, donde el director general, Fernando Castedo, se encargó personalmente de recogerlas, montarlas junto al periodista Jesús Picatoste y hacer una copia, guardando el original debajo del propio sillón de su despacho. Los militares que ocuparon Prado del Rey no las descubrieron, y la infamia quedó grabada para la historia.



           



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