miércoles, 25 de septiembre de 2013


 DIARIO DE LAS PALMAS. 22 NOVIEMBRE 1983


Los hispanoparlantes son uno más de los muchos componentes que tiene ese superestado llamado Estados Unidos, un componente que ha seguido manteniendo peculiaridades raciales, culturales, idiomáticas y musicales propias, que se han desarrollado junto a las anglosajonas y que, en muchos casos, se han mezclado. De eso vamos a hablar hoy.


La comunidad Hispana en los EE.UU. sufrió un aumento del sesenta y cinco por ciento en la década de los setenta, pasando de ser nueve millones en 1970 a casi quince millones en 1980[1]. De seguir este crecimiento, los hispanohablantes serán la minoría más numerosa de la población más poderosa de la tierra. Muchos son los orígenes de esta comunidad, aunque preferentemente de origen mexicano, un 60%. No hay que olvidar que más de tres mil kilómetros, una distancia equiparable a la que hay entre Madrid y Estocolmo, tiene la frontera mexicano-estadounidense, que todo el Oeste actual de Estados Unidos, de Colorado a California y hasta Texas, estuvo bajo dominación española o independientes durante trescientos años. Todo ello ha creado unas bases culturales indelebles.

Otras comunidades importantes son las que constituyen los emigrados puertorriqueños, un quince por ciento, que abandonaron su isla (a pesar de ser un estado asociado) para buscar en Nueva York trabajo y pan; son numerosos también los exiliados cubanos, un seis por ciento del total, censado fundamentalmente en la península de Florida. El resto son pequeñas comunidades sudamericanas: chilenos, argentinos, uruguayos, y también españoles.

Raúl Yzaguirre, presidente del Consejo Nacional de la Raza, organismo con más de 140 grupos hispanos afiliados a lo largo de toda la geografía estadounidense decía en 1981: «Si la comunidad hispana en EE.UU. formase un Estado, sería el quinto país en el mundo de habla española». Eso ya da una magnitud de lo que hablamos. El castellano cuenta con cátedras que lo enseñan en casi 2.000 universidades de EE.UU. Hace dos años se editaban en ese país nueve diarios de información general, y una veintena de revistas en español, emitían en este idioma ochenta emisoras de radio y trece estaciones de televisión, con más de un centenar de centros emisores repartidos por todo el país.

De cómo esta gente, marginada, incomprendida, reprimida y discriminada ha influido en la música del pueblo americano, de cómo ha conseguido el éxito en todo el mundo, tratan estas líneas.



La influencia de la cultura hispana en la música estadounidense, al comienzo de su fusión, puede rastrearse hasta la década de los cuarenta, a través de dos caminos unidos en ciertos aspectos y diferenciados en otros: el jazz y la salsa (también hay otra influencia, ideológica, que quizás es anterior en el tiempo pero que veremos después). La llegada de orquestas musicales de estilo latino, con orígenes puertorriqueños, cubanos, o españoles, supuso un revulsivo en el mundo del espectáculo norteamericano. Las salas de baile se llenaron con el atractivo del ritmo caliente de los nombres de Pérez Prado o Xavier Cugat, de Beny Moré o de Carlos Gardel. El cine se disputó sus caras, aunque la mayoría de las veces fueran como invitados de lujo o directores de orquesta, que, al fin y al cabo, era lo suyo. Sus mambos, calipsos, cumbias, boleros, cha-cha-chas, tangos y rumbas dejaron una semilla que habría de estallar décadas después con el invento de la salsa.


El ritmo negro del jazz no podía renegar de su pariente más próximo el ritmo afrocubano. Aparte de su eterno maridaje en Nueva Orleans, donde la concurrencia de culturas mezcló lo hispano con lo africano, lo francés con lo indio y el alemán con el italiano, el negro estadounidense y el caribeño tenían necesariamente que encontrarse en el jazz. Y así sucedió. Los escarceos estallaron a finales de los cuarenta con la aparición del «be bop», el estilo que abriría las puertas al jazz contemporáneo a base de insuflar calor y libertad en el clásico. Fueron numerosos los percusionistas de origen cubano, y caribeño en general, que tocaron, con Machito, Mario Bauza o Chano Pozo en cabeza, en las orquestas de Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Thelonius Monk, Miles Davis, etc... Ellos fueron parte de ese calor que transformó el jazz en la música popular más evolucionada, más compleja. Su rastro lleva hasta hoy mismo, no sólo en la influencia que se observa en tantas composiciones del jazz contemporáneo, sino en el prestigio de que disfruta el saxofonista argentino Gato Barbieri o el percusionista brasileño Airto Moreira, por poner sólo dos ejemplos.



Deportee

El otro camino por el que la música latina se introdujo en Estados Unidos, aunque en este caso la influencia resultara más política e ideológica fue el folk, para el que ha constituido, desde los clásicos del género hasta los cantautores posteriores, una temática habitual. En esa línea, quizás la primera llamada de atención hacia lo hispano para los músicos folk fuera la guerra civil española, con su repercusión mundial y el aldabonazo consiguiente que supuso para muchos intelectuales y artistas estadounidenses, cantantes incluidos.

En 1961 fueron editados en los Estados Unidos dos discos como recuerdo, homenaje y solidaridad de los demócratas estadounidenses con los españoles. En ellos se incluían, además de canciones alemanas, italianas, francesas y españolas, una serie de siete canciones republicanas de la guerra civil española («Viva la quince brigada», «El quinto regimiento» y «Si me quieres escribir», entre ellas), interpretadas por un grupo de cantantes folk estadounidenses que las habían grabado en 1940 para solidarizarse con la República en el exilio. El más famoso de ellos, Pete Seeger, que entonces tenía veintiún años y que ahora es el más importante de los cantantes de folk americanos vivos, no ha vuelto a dejar de cantar canciones españolas en sus muchos años de cantera. En su último disco de 1980 repitió, por enésima vez, una nueva versión de «Viva la Quince Brigada». El interés de Pete Seeger por la música hispana se amplió luego a otros países, solidarizándose con ellos, cantando sus canciones y popularizándolas, como en el caso de «Guantanamera».

En ese mismo doble álbum, se incluye un tema compuesto y cantado por Woody Guthrie, una figura legendaria del folk estadounidense, que sobre una tonada popular interpretó, en plena guerra civil española, la canción «Jarama Valley», en la que narra la famosa batalla. En Guthrie, la preocupación temática por las minorías hispanas de EE.UU. siguió a lo largo de los años. Una de sus más hermosas canciones, interpretada luego por cientos de cantantes, «Deportee», narra la historia de un accidente de aviación que acabó con la vida de un «cargamento» de obreros mexicanos que cruzaban la frontera clandestinamente. Woody escuchó la noticia en la radio, y el comentario despectivo de un oyente de que «They were just deportees» (“Sólo eran deportados») le movió a componer la canción: «Adiós a mi Juan, adiós a Rosarito. Adiós mis amigos, Jesús y María. No tendréis nombre cuando toméis el gran avión; no os llamarán otra cosa que deportados».

Su ejemplo, el de Pete Seeger, el de los Weavers, el conjunto folk que consiguió extraordinaria popularidad en los cincuenta, siendo modelos de todos los grupos del futuro, que no dejó de cantar canciones dedicadas a los demócratas españoles en los más duros años de la «caza de brujas», prendió en la generación de los cantantes folk y folk rock de los años sesenta, setenta y ochenta, que alcanzaron repercusión en todo el mundo.



Bracero
A partir de los años sesenta, el polo de la influencia ideológica de lo hispano en los Estados Unidos balanceó de España hacia Latinoamérica, con la poderosa influencia que supuso el triunfo de la revolución cubana. Los cantantes americanos de folk, que luchaban con sus canciones contra la discriminación racial, la guerra de Vietnam, la polución, las centrales nucleares, el sexismo, no podían dejar de interesarse por lo que sucedía en la parte centro y Sur de su mismo continente.

Simón y Garfunkel, popularizaron por todo el mundo una vieja canción del altiplano andino que se llamaba «El cóndor pasa», en un acercamiento musical a la realidad latinoamericana, para el que escogieron como acompañante de la grabación a un conjunto tan acreditado como Los Incas (con excelente quenista que es Uña Ramos).

Más politizado, Phil Ochs, uno de los cantautores más lúcidos de su generación, dedicó desde muy pronto canciones a los trabajadores del café en Colombia («Bracero») y denunció la invasión americana de la República Dominicana con una poesía seca, dramática, casi cinematográfica: «Los cangrejos enloquecen, corren atrás y adelante, la arena quema, y los peces huyen, se pierden de vista. Cambian de rumbo. Mientras las gaviotas descansan en la fría tronera, los `marines’ han desembarcado en las costas de Santo Domingo». Era 1965, y cuando once años después decidió suicidarse porque quizás pensó que no valía la pena seguir perdiendo, estaba participando activamente en conciertos de solidaridad con el Chile democrático.

Joan Báez, la gran dama del movimiento, de origen hispano ella misma, no podía dejar de prestar atención a su propia cultura a lo largo de su carrera. Dedicación a lo hispano que culminó en 1974 con la edición de un álbum totalmente editado en nuestro idioma, con una dedicatoria sin lugar a dudas: “… a mi padre, que me ha dado mi apellido latino y todo el optimismo de que puedo hacer alarde”.

Muchos son los cantantes de folk americano que escribieron canciones sobre latinoamérica o España, o que incluyeron en su repertorio temas de estos países (Judy Collins, interpretando «Plegaria a un labrador» de Víctor Jara; Stephen Stills y Kris Kirstofferson, cantando a la revolución cubana; Grace Jones, adaptando el «Libertango» del argentino Astor Piazola y convirtiéndolo en un éxito de discoteca), etc. En ellos está la raíz hispana de una cultura que no puede quitarse de encima su influencia.



Aunque no vamos a referirnos a los músicos puertorriqueños, venezolanos, cubanos, colombianos, centroamericanos en general, que han dado lugar a la explosión mundial de la salsa, tomando como punto de partida las comunidades hispanas de Nueva York, sí que podemos rastrear la salsa en los músicos estadounidenses, de origen latino o no, que la han paseado por el mundo, más o menos presente en sus canciones.

Carlos Santana se debe citar en primer lugar. El consiguió con su álbum «Abraxas» (1970) que la música de salsa latina se hiciera escuchar en todo el mundo, alcanzando los puestos más altos de las listas de éxito. Carlos Santana, de origen latino, ha seguido insistiendo en la salsa, más o menos desvaída con épocas de rock puro o de «meditación trascendental». El tomó todos los elementos que había en la cultura musical de sus antepasados y los incorporó al rock y a su guitarra. El resultado fue excepcional.

Pero no sólo Carlos Santana. También su hermano, Jorge, que desde 1972 hasta el 74 mantuvo el grupo Malo haciendo salsa, y luego ha continuado en su carrera en solitario practicando el estilo y colaborando en destacadas ocasiones con las grabaciones de Fania, el sello de salsa más importante. Esta línea han seguido numerosos conjuntos de buen éxito: Azteca, Ray Gómez, El Chicano, José Chepito Áreas (percusionista de Santana), y un largo atcétera.

En todos ellos la influencia latina es sustancial, inseparable de su música, pero otros sin raíces hispanas también han sentido la mordida del calor y del ritmo. Desde Hendrix y los Doors hasta Steely Dan o Dave Mason, el rock americano está lleno de tumbadoras, bongós y calor latino. Es nuestra pequeña venganza por la pérdida de identidad que sus casas discográficas imponen en muchas ocasiones a nuestros pueblos, con productos que, desde luego no tienen el peso de los nombres que aquí estamos citando.



Si se puede hablar de un «creador» en el mundo del rock hay que referirse a Bob Dylan, con todos los altos y bajos que se quiera, con todas las contradicciones que se le quieran descubrir. A pesar de ello es el compositor de canciones más importante e influyente de todo el rock, debidamente en compañía del dúo Lennon-McCarney. Y en Bob Dylan la influencia hispana es cierta e irrenunciable.

Quienes le escuchen cantar el «Romance en Durango» del álbum «Desire» (1976) comprenderán lo dentro que están las raíces hispanas, las mexicano-americanas de esos tres mil kilómetros de frontera, en su obra. Desde el «Boots of spanish leather», de 1963, pasando por «Spanish Harlem incident» y «Spanish is a lovin tonque», lo español ha estado presente en sus canciones, unas veces en forma de referencia o de leyenda más o menos exótica, otras marcando la estructura y el ambiente de la canción, cargándolas de acentos latinos.

En su álbum «Pat Garret Billy the Kid», banda sonora de la película del mismo título dirigida por Sam Peckinpah, en la que interpretaba un pequeño papel de mexicano, esta influencia es total. Como resultado de su acercamiento al mundo de la frontera, Dylan entra con este álbum en el mundo de la cultura texano-mexicana que en el rock y cercanías ha tomado el nombre de «tex-mex».




“Tex-mex” es el mestizaje de las culturas mexicana y estadounidense a lo largo de la frontera entre los dos países. Musicalmente se define por el ensamblaje de instrumentos electrónicos con otros típicos del folklore de México, tales como el acordeón o la guitarra de doce cuerdas. Su influencia en el rock ha venido dándose desde el principio, desde que algunos rockeros clásicos como Buddy Holly o Budy Nox, que habían nacido en Texas (por no hablar de Richie Valens, Ricardo Esteban Valenzuela Reyes cuando salió de la pila bautismal), se incluyeron en el movimiento, aunque apenas se detectaran en su música otras cosas que leves rasgos mexicanos. Cuando Bill Halley se encontraba en uno de los momentos más bajos de su carrera, luchando por sobrevivir, también se acercó a la frontera, por razones más bien comerciales, hay que decir, interpretando en español algunos de sus twist.

Sin embargo son otros los nombres que caracterizan el «te-mex» propiamente dicho y su influencia en el rock. Algunos de origen estadounidense como Doug Sham o Augie Meyers; verdaderos ejemplos de integración cultural. En España se editó hace un par de años un álbum de Peter Rowan, artista texano de gran interés, autor de hermosos temas texano-mexicanos con textos revulsivos y denunciadores. En la misma línea de gusto por lo mexicano se encuentran artistas de la reconocida valía de Ry Cooder o David Linley, el guitarrista de Jackson Brownie, que con producción de este último editó un magnífico álbum en España, «El Rayo X» (1981), de múltiples influencias latinas. En esta misma línea pueden incluirse los dos discos editados en nuestro país de Joe King Carrasco, que a pesar de su nombre es de origen alemán, consigue que su música tenga una fuerte carga hispana.

Más pureza y carga hispana hay, no obstante, en los artistas de origen mexicano, algunos de real importancia no sólo en Texas o los estados de la frontera, sino en todo el país, tales como los acordeonistas Flaco Jiménez, una verdadera institución, o Steve Jordán, a quien King Carrasco ha llamado «el Jimi Hendrix del acordeón». Igualmente habría que citar a cantantes procedentes del country, como Johnny Rodríguez o incluso de terrenos musicales tan lejanos como el rhythm and blues, tal como Freddy Fender, llamado en realidad Baldemar Huerta. Sellos discográficos como la compañía californiana Arhoolie Records han editado abundante material de rock con influencia hispana, aunque, excepto los casos indicados, continúe inédito en España.




Ya hemos hablado un poco más arriba de la importancia alcanzada por algunos músicos de origen latino en el jazz estadounidense. La importancia de Gato Barbieri, un argentino convertido en uno de los saxos más destacados del jazz contemporáneo habla de ello, así como la de Airto Moreira, percusionista brasileño, indispensable en cualquier grabación donde se necesita un poco de ritmo y calor; pero el último descubrimiento de los músicos de jazz rock estadounidense es un español, gitano para más señas y virtuoso de la guitarra: Paco de Lucía.

La última grabación de Chick Corea, el más conocido de los pianistas de jazz-rock, ha sido el espaldarazo definitivo para el guitarrista flamenco. El álbum, «Touchtone» (1982), es un álbum latino por los cuatro costados; Corea, que ya se había acercado a lo hispano en otros discos (recordemos el «Spanish in my heart», doble álbum de 1976), da en este trabajo un especial protagonismo a la guitarra de Paco de Lucía (también participa el contrabajista Carles Benavent), y eso da como resultado un álbum de extraordinaria frescura en el panorama actual del jazz rock.

Desde que Paco de Lucía dio el primer recital con John McLaughlin y Larry Coryell en el Palacio de los Deportes del Real Madrid, su influencia ha ido en aumento. Los guitarristas americanos de jazz descubrieron en él a un músico poderoso, brillante, de gran capacidad de improvisación y preparación técnica, que los dejaba atrás en cuanto se descuidaban, tan distinto al Manitas de Plata que era todo que conocían del flamenco (pese a existir previamente una grabación antológica entre Sabicas y el guitarrista de rock y blues Joe Beck que es una delicia). Larry Coryell ha grabado la rumba «Entre dos aguas», que lanzó en España a Paco de Lucia, y Al Di Meola le ha invitado en repetidas ocasiones a participar en la grabación de sus álbumes, especialmente escribiendo para interpretar junto a Paco el tema «Danza del Sol mediterráneo».

El jazz y el flamenco tenían fatalmente que encontrarse fuera de las fronteras españolas, y ha sido Paco de Lucía, que ya hace años había grabado en nuestro país un álbum de flamenco-jazz con el saxofonista Pedro Iturralde, el indicado. Es la unión de dos músicas profundamente raciales, de hondo contenido y misteriosa belleza, que se rigen por sus propias leyes estéticas y que al encontrarse se potencian.





Entre los últimos inventos musicales de la industria discográfica también hay influencia hispana. En medio del tecno, la nueva ola, los nuevos románticos y todos esos inventos, dos grupos están dando, unos desde Inglaterra y otros desde Estados Unidos, la batalla por mantener la llama de la influencia latina en el rock. Son Blue Rondo a la Turk y Kid Creole and the Coconuts.

Blue Rondo a la Turk son un grupo de diez jóvenes ingleses de distinta procedencia que han tomado su nombre de una vieja composición del vibrafonista de jazz Dave Brubeck, aunque su producto musical marche más por las sendas del cha-cha-cha y el calipso que por la del jazz. En pocos meses han saltado a la popularidad con un álbum ha conseguido buenas ventas en todo el mundo. «Me and Mister Sánchez», que tiene todas las características del éxito; es pura música latina en la mejor acepción del término, aunque esté cantada en inglés. Los Blue Rondo han logrado una inteligente reconversión de los sonidos característicos de la Fania y la Tamla Motown (el sello especializado en soul y música negra) y los han acercado al gusto europeo añadiéndole unas pocas gotas de funky. El resultado es explosivo y las discotecas de medio mundo lo están comprobando.

Kid Creóle and the Coconuts son neoyorkinos, y en los tres discos que han editado en España mezclan todo tipo de géneros musicales haciendo auténticos malabarismos. Es como un coctel lujurioso al que se le pusieran unas gotas de salsa, un poco de funky, otro poco de jazz y un pizco de soul. Como ha escrito José Manuel Costa: «La música es la más pérfida mezcla de géneros que se haya escuchado en la historia». August Darnell, que dirige el conjunto, y su inseparable compañero, el hispano Andy Hernández, han conseguido dar imagen a su conjunto a partir de una excelente utilización de la música latina, creando un producto de un inconfundible sabor.

La música hispana forma ya parte del rock estadounidense y de toda la música del norte de América en general. Es una influencia más o menos directa, claro está, pero indudable. Es la influencia inversa a la frialdad del tecno o el snobismo de los nuevos románticos, una influencia que no ha sido meramente musical, sino que en muchos casos ha servido para determinar también en buena medida las posturas ideológicas de unos cantantes y unos movimientos de canción mucho más comprometidos e ideologizados de lo que su lanzamiento comercial podría hacer suponer. La influencia hispana, vestida en muchos casos de solidaridad, ha definido posiciones y ha marcado posturas, también ha permitido llenar de calor y ritmos tropicales la música de la nación más poderosa del mundo. La raza hispana no se resiste a desaparecer debajo de la cultura y el poder anglosajones. A lo largo de los años los hispanos estadounidenses han mantenido su cultura, sus costumbres y su música por encima de deterioros y presiones de todo tipo. Si la comunidad latina en EE.UU. no tiene, como denuncian sus líderes, los representantes políticos que necesitaría en el Gobierno de la nación, los estados y los municipios, sí que tiene presencia imborrable en la música popular, y aunque una cosa no valga por otra, sirva esto, al menos, para dejar constancia de una realidad y una tradición.



NOTA 2013. La verdad es que soy incapaz ahora de desentrañar los criterios por los que entonces, hace 30 años, decidí no incluir la salsa en el artículo, cuando se trata evidentemente del género musical específicamente latino nacido en Estados Unidos, en Nueva York más concretamente, por mucho que su padre directo fuera el son cubano y sus practicantes caribeños de pura cepa. Quien quiera completar el mapa y no esté agotado de la caminata puede darle a aquí y le saldrán unas cosillas sobre la salsa neoyorkina.






[1] Como ya entonces era de prever, en 2013 el número de latinos en Estados Unidos ha crecido en progresión geométrica desde que se escribió el artículo, hasta superar los 50 millones, convirtiéndose así en la minoría más numerosa del país. Los hispanos eran ya en 2010 el 16,4% de la población total del país, mientras que los negros no latinos (afroamericanos en la jerga políticamente correcta del momento) son tan sólo el 12,%. Las nacionalidades más numerosas son la mexicana (33 millones), la puertorriqueña (4,7 millones) y la cubana (1,8 millones), seguidos por salvadores y dominicanos.  

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