domingo, 30 de junio de 2013

Historias de la tele cuando la tele era una. 5 (1970)









En la  historia de Televisión Española hay dos bigotes míticos, que quedaron marcados a fuego en la memoria de quienes los contemplaron en la pantalla. Uno fue el de Eugenio Martín Rubio, entrañable y coherente hombre del tiempo que se apostó su adorno capilar si no llovía, y como el día fue seco, su siguiente aparición televisiva la realizó a labio descubierto. Profesionales con ese pundonor ya no quedan,

El otro bigote era más frondoso, acompañado de unas patillas abultadas que fueron adelgazando con el tiempo, y tras el se escondía una de las figuras televisivas que marcaron época. José María Íñigo, que había basado su carrera hasta entonces en ser un yeyé que había vivido en Londres, desde donde colaboró en la radio y en la prensa musical, pasó a ser en 1970 el representante de la modernidad, que luego se vería que no era tanta, en una televisión que se caracterizaba, precisamente, por el carácter rancio de su imagen pública.
           
El programa que hizo dar a Iñigo un salto cualitativo en su carrera, que le convirtió en un icono de la televisión en España se titulaba “Estudio abierto” y se estrenó el 12 de marzo de 1970 con una jovencísima Rocío Jurado como invitada. La verdad es que la novedad sólo lo era en España, pues el espacio era similar a los que desde años atrás hacían en Estados Unidos Dick Cavert y Johnny Carson, o en Inglaterra David Frots, pero el bigotudo comunicador, que era como ya se empezaba a llamar a este tipo de periodistas televisivos, pudo apuntarse el mérito de haber introducido el modelo en nuestro país.


           
Estudio abierto” era lo que ahora se llama un talk-show o magazín, es decir, una mezcla de entrevistas y actuaciones musicales (que ahora han sido sustituidas por las tertulias), pero en aquellos años resultaba totalmente novedoso. El secreto del éxito del programa, que fue extraordinario, estaba en varios factores. La personalidad del presentador, que a poco del estreno sería también director, su aspecto de moderno que, sin embargo, era capaz de plegarse a las exigencias más antiguas, fue un factor importante, pero también hubo otros. El más decisivo, sin duda, la existencia de un equipo de guionistas casi debutantes, que en un principio estaba compuesto por Manuel Leguineche, Jesús Picatoste y Julián García Candau, luego todos ellos periodistas ilustres, a los que irían sustituyendo figuras emergentes como las de Alejandro Heras Lobato o, sobre todo, el novelista Jesús Torbado, que firmaba con el seudónimo de Jesús Carro.
           
Con lo que ellos escribían y con la conocida labia de Iñigo supieron hacerles radiografías precisas a los invitados al plató, que fueron de todo tipo y condición. Acudieron a “Estudio Abierto” figuras del cine internacional como Gina Lollobrigida, Rita Hayworth o Anthony Quinn, escritores como Vargas Llosa o Delibes, el boxeador Urtain o el payaso Charlie Rivel; unos pocos nombres entre los casi cuatro mil personajes que Íñigo entrevistó en los cerca de cinco años que duró el programa. Eso sí, no todos los invitados lo eran por sus propios valores profesionales. También los hubo que fueron allí porque eran domadores de burros que competían en carreras marcha atrás, niños inventores, tontos de pueblo o pastores que se ponían ante las cámaras con sus ovejas.


          
El programa, que apenas costaba 300.000 pesetas, rompió moldes y se convirtió en un éxito en toda la regla, hasta el punto de que, pese a emitirse (excepto en su última etapa) en la segunda cadena, el UHF, llegó a estar entre los programas más vistos, siempre, eso sí, según los estudios poco rigurosos de la época. Aún así, su repercusión fue enorme y una de sus consecuencias, quizás imprevista, fue la de dar carta de visibilidad a una televisión alternativa, que, esa sí, se abría al futuro.


La otra televisión

La segunda cadena, nacida el 15 de noviembre de 1966, había sido concebida como un hueco televisivo para la experimentación, la cultura, lo diferente y lo minoritario, todo ello dentro de los límites de lo posible, y en 1970 seguía siendo así. De todas formas su importancia todavía era mínima. No comenzaban las emisiones hasta las siete de la tarde y tan sólo estaba tres horas y media en el aire, lo que no daba para mucho. Sin embargo, en su seno encontraron su sitio una camada de nuevos profesionales, muchos de ellos procedentes de la Escuela Oficial de Cine, algunos de los cuales alcanzarían la mayoría de edad televisiva años después en “Curro Jiménez”. Indirectamente, a todos ellos les ayudó el triunfo de "Estudio abierto", que consolidó la nueva cadena.
           
En ese rincón de la televisión innovadora pudieron verse series y programas como “Fiesta”, que hizo Julio Caro Baroja en 1967, “La Víspera de nuestro tiempo” (Jesús Fernández Santos, 1967), o el “Si las piedras hablaran”, que escribió Antonio Gala, y realizaron diversos realizadores precisamente en 1970. En estos espacios, y en otros, como los dramáticos “Teatro de siempre”, “Hora 11 o “Ficciones”, velaron sus primeras armas profesionales directores como Josefina Molina, Pilar Miró, José Luis Borau, José Antonio Páramo, Sergi Schaff, Antonio Drove o el malogrado Claudio Guerín Hill, que debido a su temprana y trágica muerte se convirtió en el más significativo de aquella generación de directores televisivos.
           
Guerín Hill falleció en febrero de 1973, al caer desde lo alto de la torre de una iglesia desde la que rodaba su segunda película para el cine. Nacido en Alcalá de Guadaira (Sevilla) en 1939, se había licenciado en la Escuela de Cine en 1965, y al año siguiente comenzó a trabajar en la segunda cadena. Su primera obra, una versión de “Ricardo III”, la obra de Shakespeare que adaptó Antonio Gala y protagonizó José María Plaza, fue todo un bombazo. Duraba 116 minutos e incluía fragmentos de la película de Orson WellesCampanadas a media noche”.

 El impacto logrado por este trabajo permitió a Claudio Guerín convertirse en uno de los realizadores estrellas de los espacios dramáticos, en los que mostró un especial gusto por las adaptaciones de los clásicos, sin desdeñar los musicales ni olvidarse que también realizó obras de rabiosa vanguardia, como el monólogo de Samuel BeckettLa última cinta”, interpretado por Fernando Fernán Gómez, que en el cine había sido el último trabajo de Buster Keaton.




EL IMPERIO DE LA PUBLICIDAD




Cuando TVE se creó en 1956 se consideró una especie de juguete para unos miles de prohombres del régimen, pero dada la velocidad con que se extendió entre la población, pronto fueron conscientes del doble potencial que ofrecía el nuevo medio. Por un lado, poseía unas cualidades únicas para servir como vehículo de adoctrinamiento político; por otro, aunque eso llegó después, las tenía todas para convertirse en un buen negocio, a través de los anuncios, que paliara los costes a que obligaba el tener que ser subvencionada por las arcas estatales.

En 1970, con Adolfo Suárez en la dirección general, el ascenso publicitario era evidente. Las cuentas de ese año muestran unos ingresos de 3.936.000 millones de pesetas, 700 millones más que el ejercicio anterior. Por las Memorias de los Planes de Desarrollo de cada año se sabe que en 1959 TVE tuvo un ingreso de 16 millones de pesetas, que en 1963 se convirtieron en 521. En 1975 los ingresos serían ya de 7.800 millones.

La publicidad, y con ella el dinero, creció rápidamente en la etapa del monopolio televisivo, creando el optimismo que siempre crean los beneficios. Hasta tal punto, que José María Calviño, que llegó a la dirección general en 1986, renunció en un gesto torero a todo tipo de subvención pública, sin darse cuenta que la llegada de las privadas estaba a la vuelta de la esquina y con ellas el reparto del pastel publicitario y la reducción de los ingresos. Ahí empezó el endeudamiento de la televisión estatal, que al llegar en el 2005 a superar el billón de pesetas obligó a una reforma radical, reduciendo a la mitad la plantilla y gestionándola como una empresa privada.









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