domingo, 25 de agosto de 2013







Se encontraron en la arena los dos gallos frente a frente”, cantaba, cuando todavía vivía, el cantautor Chicho Sánchez Ferlosio en una paráfrasis de las dos españas machadianas. En 1978 no eran dos, sino al menos tres, las españas que se enfrentaban en la pantalla televisiva: la que representaba el pasado, que se resistía a desaparecer, la que quizás quería que todo cambiara pero no tanto como para que el cambio fuera transformación, y aquellos, inocentes ellos, que aún pensaban que el proceso que se había iniciado podía conducir a una situación flamante y nueva, como un coche de lujo con el cuentakilómetros a cero.

Quizás por estar teóricamente más relacionados con la realidad de cada día, dónde más directamente se detectaba ese enfrentamiento entre la España del pasado y las del futuro era en los informativos. Entusiasmado con el juguete nuevo que era la democracia, Adolfo Suárez había nombrado a su amigo Rafael Ansón director general de la tele, quien comprendió que unos informativos a la altura de la historia necesitaban de caras nuevas que les dotaran de la credibilidad que hasta entonces se les había negado. En esa idea, buscó entre la plantilla a un grupo de jóvenes periodistas y les puso delante de la cámara para que su juventud mostrara a los espectadores que las cosas estaban cambiando. En septiembre de ese año se hicieron cargo de los telediarios de la primera cadena Ladislao, Lalo, Azcona, Eduardo Sotillos y Pedro Macías, a los que acompañó Miguel Ángel Gozalo en el UHF, y realmente pareció que las cosas estaban cambiando.

El experimento, sin embargo, duró sólo hasta finales de enero de 1978, en que todos ellos pusieron su dimisión sobre la mesa del nuevo director general, Fernando Arias Salgado, que había llegado al cargo en noviembre del año anterior sustituyendo a Ansón. Los dimitidos habían dado aires nuevos a la información: eran más naturales, menos agrios y formalistas, no tenían tics oficialistas, se parecían más a la gente de la calle, y, sobre todo, se creían lo que hacían, creencia que les llevaría a la dimisión quizás porque comprendieron que allí lo único nuevo eran sus caras y que el material que se veían obligados a dar a sus espectadores no era sino la misma manipulación de siempre, aunque ahora fuera una manipulación realizada en nombre de la democracia.
           
Canta que algo queda

Si hubo un género televisivo en el que mejor pudo seguirse esa triple batalla entre las distintas españas que se enfrentaban en 1978 fue el de los musicales que se estrenaron ese año. Aplauso, Cantares y Musical Express constituyeron otras tantas formas de reflejar, a través de los distintos tipos de canciones, esas diferencias entre el pasado y los posibles futuros.

Desde el madrileño Corral de la Pacheca, con público y en directo, Lauren Postigo, al que las malas lenguas pronto cambiaron su apellido por Castigo, intentó demostrar con Cantares que las viejas glorias de la canción patria, la que había dado lustre y tronío a la España de los cincuenta, todavía tenían mucho que cantar. De Antonio Molina a Lola Flores, del Príncipe Gitano a Marujita Díaz, toda la corte de la copla pasó por el escenario, demostrando en unos casos el patetismo de su supervivencia, pero recordando en otros que en aquel género tan vilipendiado también existían verdaderas joyas del arte canoro.

por sus cabeceras los conoceréis

José Luis Uribarri, un veterano de la casa que siempre se había manejado bien con los éxitos musicales, dirigió y presentó Aplauso, el programa con el que la dirección de TVE buscaba atraer a las masas juveniles. No obstante, el que consiguió sacar a bailar a las multitudes fue José Luis Fradejas, su segundo, que con el apartado A bailar, llenó las discotecas de toda España de jóvenes saltarines. Ellos melenudos, pero poco, ellas minifalderas, pero dentro de un orden. Eran los nuevos españoles, que habían recibido alborozados la democracia pero tampoco querían demasiados quebraderos de cabeza, y que encontraron en los ritmos simples pero enfebrecidos y en las luces de colorines un buen lenitivo para el dolor.



La otra juventud, la rebelde, la que gustaba del rock progresivo, el flamenco-jazz, los cantautores o el ya pasado underground, tendría también su hueco en esos años televisivos de la transición. En 1978 fue Musical Express, que Ángel Casas realizó desde los estudios Miramar de Barcelona, el programa que vino a añadir un granito de arena más a la labor que ya habían hecho en años anteriores Mundo Pop (1976) o Popgrama (1977). Por todos ellos pasaron un grupo de críticos, presentadores y expertos entre los que, además del propio Casas, estaban Carlos Tena, Diego Manrique, Gonzalo García Pelayo y muchos otros que desde años habían venido luchando en la radio o en la prensa por una música y una España diferentes y nuevas.



El pueblo llama a la pantalla

Llamarse Botejara, incluso en la España de 1978, es algo que sin duda define. Un apellido así es sinónimo de boina, cejas peludas, barba cerrada y pantalones de pana. La caricatura de un prototipo de español tan antiguo como el linimento Sloan, aunque, de igual manera que el medicamento que calmaba los golpes y los dolores musculares se seguía vendiendo en la pantalla, esa España en blanco y negro seguía existiendo entreverada en el tecnicolor de aquellos años.

Así al menos debió pensar Alfredo Amestoy, un niño terrible de la televisión de la transición que con su tupé engominado y su índice levantado eligió ese apellido para titular su La España de los Botejara, que intentaba ofrecer una visión de la actualidad desde la tradición pero que no pasó de ser, con todo su éxito a cuestas, una mueca a los viejos tiempos que se perdían poco a poco entre la niebla de la modernidad que iba llegando.

A esa modernidad contribuyó, en ese año que acabó con la aprobación de la primera Constitución democrática de España en alrededor de medio siglo, un programa en el que dos presentadoras pizpiretas e inteligentes adelantaban lo que iban a ser la televisión y la España del futuro. Isabel Tenaille y Mercedes Milá fueron las dos entrevistadoras de Dos por dos, pionero de los futuros magazines que demostró que la actualidad también podía ser ligera.

En el mismo terreno de la entrada de la realidad en la pantalla en el que jugaban los Botejara y las dos periodistas, Vivir cada día significó la aparición del reality show televisivo, aunque pasarían muchos años en llamarse así y al género aún le faltaba caer en las simas de indignidad en que caería con el tiempo. Por el contrario, Vivir cada día, que puso en marcha y dirigió hasta 1988 José Luis Rodríguez Puértolas, fue el intento más serio de hacer entrar en la pequeña pantalla la realidad cotidiana, la de las pequeñas personas que nunca saldrán en las enciclopedias pese a sus vidas apasionantes, que el espacio reflejaba dando espacio y tiempo a los mismos protagonistas de las historias que contaban.

En 1978 también se estrenó Cañas y Barro, la adaptación de la novela de Blasco Ibáñez que adapto como serial Rafael Romero Marchent, experimentado realizador de spaguetti western, abriendo el camino a una tele con mayúsculas basada en los grandes textos de la literatura patria, que daría sus mejores frutos en años posteriores con producciones como La Barraca (1979), Fortunata y Jacinta (1980), Los gozos y las sombras (1982), Juanita la larga (1982) El mayorazgo de Labraz (1983), Los Pazos de Ulloa (1985) o La Regenta (1995), entre otras. Era aquella una televisión hoy relegada, hecha desde la convicción de que los espectadores eran capaces de seguir con interés una historia adulta contada sin simplificaciones. Una televisión, una España y unos tiempos que cambiarían mucho en pocos años.


                                      

TRABAJADORES CONTRA LA MANIPULACIÓN Y EL DESPILFARRO

La manipulación política y el despilfarro económico han sido durante prácticamente toda su historia males endémicos de TVE. Cuando mandaba el general porque no había ganado una guerra para regalarles a otros la palabra; y ya en la democracia, porque los Gobiernos no habían sido elegidos en las urnas como los niños más guapos de la escalera para dejar luego que el vecinito feo jugara con su patinete. Sobre todo sabiendo que en patinete se va más deprisa que andando.

En 1978, en medio de las apasionadas batallas políticas que se vivieron en España y que tuvieron su reflejo en televisión, se creó en una asamblea el 27 de septiembre el primero de los comités anticorrupción que desde entonces irían montando los trabajadores de la tele ante las diversas crisis que fueron surgiendo en décadas posteriores.

Aquel primer intento de control de los trabajadores, que como los posteriores condujo a poco, estaba formado por 17 miembros, y entre sus funciones constaban en el acta fundacional las de “investigar los posibles casos de corrupción ideológica o económica” o “las situaciones de despilfarro que pudieran darse en la radiotelevisión estatal”. Se editaron varios manifiestos que se pensaban definitivos, pero los comités anticorrupción siguieron siendo necesarios en años posteriores y cada vez debieron nacer de cero.






            



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