Años convulsos
El más anciano
de los que participan en este libro es Antonio Gómez Marín, nacido en 1908, y
la más joven Pepita Belloch, que vio la luz en 1927. Todos ellos comparten
características comunes que permiten alumbrar, ya desde la más temprana edad, el
camino de rebeldía que les conduciría al comunismo.
Leyendo los
testimonios que se incluyen en este capítulo se descubren en ellos los rasgos
básicos de personalidades marcadas por una infancia rural, acosadas por las
diferencias de clase, en las que ya son perceptibles las raíces de la
insatisfacción vital que habría de llevarles, con el tiempo, a la toma de
conciencia política. Todos ellos muestran como rasgos característicos de su
personalidad un innato sentido de la justicia, un acendrado olfato para
detectar las maldades sociales, y un deseo nato de aprender, de ilustrarse, de
intentar explicarse y ordenar el mundo en el que les tocó vivir. La propia
Dolores Ibárruri ha dejado en su libro de memorias testimonio de estos mismos
rasgos infantiles. Tras describir el ambiente de miseria y opresión existente
entre los mineros de su Gallarta natal, la mítica dirigente del comunismo
español explica: "Como un poso
amargo iba sedimentándose en mi alma de adolescente un sentimiento de rabia
desesperada, instintiva contra todo y contra todos (en mi casa me consideraban
indomable), sentimiento de rebeldía que más tarde se haría conciencia"[1].
Este rasgo
rebelde de La Pasionaria, similar al que expresan muchos de los participantes
en este libro, es común, por otra parte, a otros comunistas procedentes de
clases sociales más acomodadas que también han dejado testimonio de sus
infancias y adolescencias en sus propios libros de memorias. La que durante
muchos años fuera inseparable de Dolores Ibárruri, su secretaria, Irene Falcón,
educada en el Colegio Alemán de Madrid y una de las primeras periodistas femeninas
de España, recuerda aquella insatisfacción adolescente en el rechazo de los estereotipos
sociales de la clase social en la que había nacido. "Mi hermana mayor, por ejemplo, si que tenía muchos novios. Bailaba los
domingos. A mí me llevó un día a bailar porque en casa decían que tenía buen
oído para la música y suponían que me gustaría bailar. Me llevó casi a la
fuerza, pero en fin, fui. ‘¡Ay!, mi sueño es encontrar una muchacha para
casarme, y encontrarla luego en mi casa, cuando regreso del trabajo, una cara
que me sonría y me esté esperando, que me tenga preparada la comida y se apoye
en mi pecho’. Para echarse a correr, vamos. No me gustaba bailar con esos
chicos ni ese ambiente del baile de los bajos del Palace. Luego había esos
tipos que te seguían. Iban detrás musitando 'bsss... bsss... bsss'. ¡Ni sabías
lo que decían! ¡Parecía que iban rezando! Y te seguían hasta tu casa o hasta el
trabajo, para luego esperarte. Aquellos chicos eran insoportables. Yo prefería
gente un poco mayor, con la que pudieras hablar, discutir y aprender",
dejó escrito en sus memorias[2].
También la
escritora comunista María Teresa León, hija de militar y luego compañera hasta
su muerte de Rafael Alberti, explica en sus “Memorias de la melancolía”, impresionante testimonio
autobiográfico, aquel rechazo a las costumbres y el ambiente de su infancia:
"Niña de militar inadaptada siempre,
no niña de provincia ni de ciudad pequeña con catedral y obispado y segunda
enseñanza... con amigas de paso y primaveras acercándose cada año a la niña,
coloreándola, obligándola a crecer y a estirarse. La vida parecía hecha para
acomodar los ojos a cosas nuevas: veraneos, parientes y luego a comparar: esto
es mejor que lo otro. Aquí las nubes pasan más de prisa. Tonta, es el viento.
Llueve menos. Las iglesias se caen de feas. No me gusta rezar. ¿Y los chicos?
Los chicos eran siempre iguales, torpes, engreídos de serlo, audaces,
candidatos inexpertos al premio mayor. Bah, nada"[3].
En los años en
que nuestros protagonistas eran niños o abordaban la adolescencia, España y el
mundo vivían tiempos de convulsiones sociales y transformaciones políticas que
marcarían su vida aún cuando fueran todavía incapaces de desentrañar su
significado. La primera guerra mundial (1914/1918), la revolución socialista en
Rusia, con la toma del poder por los bolcheviques el 7 de noviembre de 1917, y
el ascenso de los fascismos en Italia, con la marcha sobre Roma de Mussolini el
29 de septiembre de 1922, y Alemania, con el fallido intento de golpe de estado
de Hitler y sus camisas pardas en 1923, fueron los principales acontecimientos
internacionales que alcanzaron su máxima dimensión en las décadas de su
formación como personas.
En España, los
primeros años del siglo vieron la eclosión de importantes luchas obreras
impulsadas, sobre todo, por las organizaciones anarquistas. Las huelgas en
Bilbao y Andalucía de 1903 y 1905, la Semana Trágica en Barcelona (1909),
motivada por el rechazo a la leva de mozos destinados a la impopular guerra de
África, la primera huelga general de 24 horas (18 de diciembre de 1916)
convocada conjuntamente por la UGT (socialista) y la CNT (anarquista), o la
huelga general revolucionaria de agosto de 1917, se grabarían en sus retinas de
niños como signo de esfuerzos libertadores. La dictadura de Primo de Rivera
(1923/1930) acabaría por fomentar en toda España el clamor antimonárquico por
la República.
El primer
congreso del Partido Comunista de España se celebró el 15 de marzo de 1922,
saliendo elegido secretario general Antonio García Quejido, uno de los
fundadores de la UGT y del PSOE, del que se había escindido el año anterior para
adherirse a la III Internacional. El nuevo partido era fruto de la unión,
fomentada por la dirección comunista de la URSS, del Partido Comunista Obrero
Español, creado por el propio García Quejido en 1921, y el Partido Comunista
Español, nacido en 1920 a consecuencia de la separación del PSOE y de la
Internacional Socialista del Comité Nacional de las Juventudes Socialistas de
España. Sus militantes, entre los que se encontraban figuras luego expulsadas,
como Joaquín Maurín, Andreu Nin o José Bullejos, debieron vivir unos primeros
años de difícil organización durante la dictadura de Primo de Rivera, marcando
al partido, ya desde su origen, con el estigma de la clandestinidad.
infancias
Nací en Magaña,
un pueblecito de Soria, en 1908, aunque de ese pueblo no recuerdo nada, porque
a los dos años me bajaron a Navarra, a Corella, el pueblo en el que me crié.
Allí estudié párvulos y luego nos trasladamos a otro pueblo cercano,
Cintruénigo, donde mi padre me puso a estudiar con los curas, porque él, aunque
no creía mucho, decía que los curas eran los que mejor enseñaban. Mi padre era
un hombre de izquierdas. De las izquierdas que entonces había en el pueblo,
claro, porque allí había carlistas y liberales, y él siempre votaba a los
liberales. Los curas eran los Carmelitas, que tenían un convento en el pueblo y
un colegio, que costaba un duro al mes. Con ellos aprendí bastante, aunque a
los doce años tuve que dejarlo, porque mi padre, que era el herrero del pueblo,
tenía mucho trabajo y necesitaba que le ayudara en la fragua.
A esa edad yo ya
no creía mucho en los curas ni en esas cosas, porque en Cintruénigo, y antes en
Corella, había curas que eran unos sinvergüenzas, y como el pueblo era pequeño
se sabía todo lo que hacían, que no era lo mismo que predicaban. Por ejemplo,
el cura Canales se acostaba con la Caracola, una mujer casada, y los chavales
lo sabíamos, cómo lo sabían todos en el pueblo. Sabíamos que iban a entenderse
a los huertos, y nosotros les esperábamos escondidos y les tirábamos piedras
cuando pasaban. Para que luego nos predicaran en misa que si la castidad, que
si ojo con las chicas, que si los bailes agarraos eran pecado... Empecé a
desconfiar de ellos y pasé a no creerme lo que decían.
Mi madre nos
llevaba a comulgar todos los meses, pero antes había que confesarse y yo nunca
me confesaba. Comulgar sí, porque, para controlar quienes lo hacían y quienes
no, había que llevar una tarjeta blanca y después de tomar la hostia te daban
otra roja. O algo así, que ya no me acuerdo de qué color eran. Pero confesar
dejé de hacerlo muy pronto, porque yo pensaba que no tenía por qué decirle a un
tío las cosas que yo hacía ¿qué les importaba a ellos? También me acuerdo que,
aunque cuando se comulgaba no se podía comer nada desde las doce de la noche
del día anterior, yo no hacía caso. Cogía a escondidas una barra de chocolate
después de cenar y me la comía antes de levantarme y santas pascuas. Así empecé
yo a ir contra corriente.
Cuando ya era un
poco mayor, a los catorce años más o menos, yo no sabía nada de política. De lo
único que había oído hablar era de los socialistas, porque en el pueblo había
un hombre viejo que decían que era socialista y nos reunía a los chicos para
hablamos de lo que era el socialismo, pero yo no entendía casi nada. Lo único
eso, que los curas eran unos sinvergüenzas y que los que peor le pagaban a mi
padre eran los que más iban a misa. Allí, en el pueblo, existía la adoración
nocturna, que salían de madrugada a cantar cosas religiosas por las calles.
Pues bien, cuando acababan se iban a los huertos a robar tomates. Esa era la
fama que tenían los que se daban golpes de pecho.
En la herrería
teníamos muchos clientes; pues bien, cuanto más de derechas, peor pagaban.
Había uno, el tío Uñas, que era un labrador rico y tenía al hijo estudiando en
Pamplona. Pues ese tío, cuando yo iba a cobrarle las facturas -ya qué al ser el
pequeño mi padre me enviaba a esas cosas- su mujer siempre me decía que no
estaba. Pero yo sabía que era mentira y entonces le esperaba escondido cerca de
su casa, hasta que le veía llegar con el caballo. No cobraba, porque no me
atrevía a volver, pero me daba el gusto de saber que era un mentiroso. Nos
dejaba a deber y luego se iba a otro sitio a que le hicieran el trabajo.
Antonio Gómez Marín
Nací en 1913 en
Manresa, hijo de una familia obrera. Mi padre era serrador y mi madre trabajaba
en el textil diez o doce horas diarias y además hacía el trabajo de la casa.
Eran gente prácticamente analfabeta. Tengo cuatro hermanos y dos hermanas, y
además vivía con nosotros la abuela. Diez personas en total. ¿Cómo podía llegar
para tantos el dinero que ganaban mi padre y mi madre? Todavía me acuerdo de
las conversaciones de mis padres en la mesa los fines de semana cuando no
llegaba el dinero, que era siempre.
Cuando yo tenía
diez años ya trabajaba en un taller de automóviles, eso quiere decir que empecé
a trabajar muy pronto. Mis padres siempre comentaban que lo más importante en
aquellos momentos era la organización sindical, que entonces era la CNT, ellos
apoyaban siempre las huelgas y todo tipo de luchas. Esa es la forma en que fui
educado por mis padres.
José Gros
Nací en 1915 en
un pueblecito de Toledo que se llama Ñuño Gómez. Un pueblo mísero en las
estribaciones de la sierra de San Vicente, entre Escalona y Talavera de la
Reina. Mi familia, como el noventa por ciento de las familias de por allí, eran
campesinos de los más humildes, porque no es una tierra rica y además tenían
muy poca tierra. Era muy normal el campesino que tenía un burro o dos; si no
tenía más que uno se ponía de acuerdo con alguien que tuviera otro, para
sembrar, pero tenían que trabajar a jornal. En fin, era una vida muy pobre, muy
mísera y muy atrasada.
Yo fui el cuarto
de siete hermanos. Los dos primeros, que eran varones, uno de ellos vive
todavía, ya estaban trabajando a los nueve o diez años, guardando puercos o
cosas así. Mi hermana, mayor que yo, con catorce años ya estaba en Madrid
sirviendo en casa de una parienta que tenía dinero, y yo fui el único hasta
entonces que pudo ir a la escuela. Asistí, con el sacrificio de toda la
familia, hasta poco antes de cumplir los doce años. Mi afán era aprender,
saber. Ya tenía un sentido de la responsabilidad acusado, precisamente porque
era el que había tenido el privilegio de poder estudiar. Desde los ocho años
tenía que trabajar trillando en el verano, pero luego la escuela estaba por
encima de todo. Mi tío era sacristán del pueblo y me propusieron ser
monaguillo. Aunque yo era católico muy creyente, como toda mi familia, lo que
allí era normal, dije que no. Mis padres tampoco querían, porque tenía que perder
media hora diaria, o tres cuartos de hora, de ir a la escuela. Y eso no, lo
primero era la escuela.
Estuve en el
pueblo hasta que cumplí los doce años. En mayo se había cerrado la escuela y ya
no volví más. El maestro me apreciaba mucho y un día le dijo a mi madre que era
una pena que no me pudieran dar estudios. Luego, por las noches, yo oía a mis
padres comentarlo a la luz de la lumbre. Mi padre decía que si tuviera una
finca la vendía para que yo pudiera estudiar, y aquello a mi me hacía más
responsable, con lo que dije que quería ir a Madrid, que no quería quedarme
allí.
Aquel verano
estuve trillando cincuenta y cinco días. Pagaban una peseta diaria y con lo que
saqué, mi madre me compró ropa y me mandó a Madrid. Poco antes, el hijo del tío
Corona, un pastor, que se había hecho cura, le había propuesto a mi madre
llevarme al seminario. A ella le pareció bien y a mí también, porque me
permitía aprender. Ya estaba casi decidido, pero al rato llegó mi padre y mi
madre se lo contó. Mi padre dijo: ¿pero cómo, un hijo mío cura? de ninguna
manera. Y él era creyente, aunque a misa no iba casi nunca. Era analfabeto, un
campesino más, pero un hombre que todo lo que había hecho en la vida era
trabajar y veía que el cura se daba la gran vida en comparación con los demás,
así que no quiso de ninguna manera que fuera al seminario. Se acabó allí mismo
lo de cura, de lo cual me he alegrado mucho después.
A finales de
octubre de aquel año, con lo que gane aquellos cincuenta y cinco días de
trilla, me vine a Madrid. Mi objetivo era acabar teniendo una tienda y poder
traerme a mis padres. También pensaba que tendría posibilidad de aprender. Vine
y al cabo de poco tiempo entré a trabajar interno en una sastrería en la calle
Toledo. Allí me enteré de lo que era Madrid.
Fueron tres años
terribles. Empecé el 25 de enero de 1928, con doce años, y salí de allí el 18
de febrero del año 31. Comía, vivía y dormía en casa del dueño, que tenía un
piso encima de la misma tienda. Había temporadas que dormía abajo, en un
colchón en el suelo. Me levantaba a las ocho de la mañana y antes de la una de
la madrugada era muy raro que me acostara. Los primeros meses, desde enero
hasta septiembre, no tuve sueldo, el sueldo era la comida y ropa limpia, que se
decía. No pasaba hambre. Ya a partir de septiembre me empezó a pagar seis duros
al mes, pero yo siempre tenía dinerillo de las propinas, pues iba a llevar
trajes a los sitios más extravagantes.
Con aquel dinero
compraba libros. Leía por la calle, leía en el metro, leía en el tranvía.
Cuando estaba en la tienda no podía leer, porque el tío me cogía algo de
lectura en el bolsillo y me lo rompía. Empecé a leer el TBO, que dejé al mes o
los dos meses, porque uno era ya mayor con doce años. Luego leía cosas de
chicos: Dick Turpin, Robin Hood, de bandidos andaluces, como Juan Manuel Lujan
o Diego Corrientes, que eran medio revolucionarios, es decir, robaban a los
ricos para socorrer a los pobres, y después pasé a las novelas de aventuras.
Cuando cogí confianza, compraba yo el libro y luego se lo daba a algún
dependiente para que se lo guardara, pues yo no podía tener libros allí. Y ya
fui subiendo en la escala.
Leía y leía todo
lo que podía, y eso era mi vía de escape. Encontré en la lectura otro mundo
distinto y fui comprendiendo lo que era aquello y lo que era Madrid, y yo, que
había venido para ahorrar dinero y tener una tienda, cuando cumplí catorce
años, ya no pensé más en ello. Comprendí que aparte de aquel mundo tenía que
haber otro que mereciera la pena.
Por otro lado,
tampoco me gustaba la tienda ni los comentarios que hacían los dependientes,
que se reían de los paletos que entraban a comprar, porque mis padres eran
paletos y no me gustaba que les despreciaran Además, aunque estaban siempre
protestando del pal ron, cuando aparecía todo eran sonrisas y peloteos. Cuando
tenía catorce años bajó un día el dueño y se puso a gritar a todo el mundo, yo
le contesté y me dio una bofetada.
Aquello fue la gota que colmó el vaso, le pedí la cuenta y me marché. No
tenía casa, pero me fui a vivir con mi hermana.
Simón Sánchez Montero
Soy la mayor de
tres hermanos y nací en Almansa, un pueblo de Albacete. Dos de mis hermanos
tenían problemas en los pies, y para poder darles un tratamiento nos
trasladamos a Barcelona cuando yo tenía unos cinco años. La mía era una familia
humilde, nada religiosa, aunque sin ningún tipo de idea política o social.
Al poco de
llegar a Barcelona mi padre enfermó y tuvo que ser operado varias veces. Tal
vez debido a la incultura no sabíamos lo que tenía, los médicos tampoco lo
sabían, o no nos lo decían, pero era un cáncer. A los once años me puse a
trabajar y mis hermanos también. Ganábamos cinco pesetas a la semana, que era
muy poco, pero lo tuvimos que aceptar porque mi padre murió en el 29 y teníamos
que ayudar a mi madre, que iba por las casas haciendo faenas domésticas.
A los catorce
años tuve la idea de entrar a trabajar en una fábrica. Cada mañana, al ir al
trabajo, que era por la plaza Rovira, pasaba delante de unas fábricas de
tejidos que había por allí y aquel trabajo me atraía, pero hasta que no cumplí
los catorce no me admitieron. Entonces entré en la fábrica la Sadeta, que hoy
es un centro cívico en el barrio de Gracia. A mí me había complacido entrar
allí, porque había visto las máquinas y trabajar con ellas me hacía ilusión,
pero ya tenía en la cabeza la idea de otro tipo de vida, ya me daba cuenta de
lo que era la explotación que sufría, de lo mucho que nos hacían trabajar y de
lo poco que nos pagaban, y eso me hacía rebelarme, participar en las protestas,
aunque hasta que no llegó la República y después la guerra y conocí a personas
que me pudieran orientar aquello no se convirtió en una ideología política.
Isabel Vicente
Nací en una
aldea de la provincia de Orense. Estaba en la zona de la Rivera, con buenas
comunicaciones, lo que le diferenciaba de los pueblos de la montaña, que
estaban aislados, sin telégrafos ni vías de comunicación, cosa que en el mío si
había. Además, se recibían los periódicos de Madrid, hecho que conviene
destacar, porque jugó un papel importante en mi adolescencia.
Soy hijo de una
familia campesina, con algunas propiedades, pero que también trabajaba a jornal
algunas veces. En aquella época de los años 30 se pasaba por muchas
dificultades en el pueblo, al igual que en otras muchas aldeas. Allí afectó
mucho la crisis de los años 29 y 30, que fue el reflejo de la crisis mundial
pero que tenía allí sus propias particularidades. Fueron malos tiempos que duraron
hasta el año 35. No es que la gente pasara hambre, porque, claro, tenía patatas
o verduras del huerto familiar, casi todas las familias matábamos el cerdo,
pero había otras dificultades: cómo ganar dinero para comprar una camisa o para
pagar la contribución territorial o pagar el impuesto de consumo.
Fui a la escuela
primaria hasta los doce años. Era bastante aplicado y cuando terminé la escuela
sabía leer tan bien como hoy, o mejor. Ya era muy aficionado a la lectura y
estaba al tanto de lo que pasaba en España: la crisis de la monarquía, después
del desastre de Annual, la guerra de Marruecos y todo lo demás. Eran cosas que
se reflejaban también allí, que preocupaban a los jóvenes y que hicieron que
empezáramos a agruparnos.
Creamos un
centro cultural para poder leer los periódicos que recibíamos de Madrid: La
Libertad, El Liberal, El Heraldo, periódicos de tendencia liberal o
democrática, que empezamos a utilizar como un elemento de cultura pero que,
poco a poco, nos fue politizando. A través de la lectura de los periódicos y de
las revistas adquirimos una cierta visión global de España y de los problemas
que había en el extranjero.
Yo me politicé
de los primeros, o el primero. Me afilié a lo que entonces era el Partido
Federal, que se ocupaba de los problemas regionales y nacionales, pero estuve
muy poco tiempo en él, porque me di cuenta que los problemas que afrontaba no
eran los que afectaban a las clases más populares, mas menesterosas, con las
que, ya en aquella época, yo me sentía más identificado. Seguíamos la crisis de
la monarquía, todo lo que pasaba en Madrid y otros lugares, vino la
proclamación de la República, que fue para nosotros un gran acontecimiento, y
entonces me afilié durante unos meses al Partido Socialista.
Entré en una de
las agrupaciones que se formaban allí, pero también se apuntaban los caciques
de los pueblos, que habían estado con la dictadura de Primo de Rivera y con
Calvo Sotelo, y yo no quería estar en el mismo sitio que aquellas gentes, unos
reaccionarios aunque hubieran cambiado de chaqueta, por lo que me afilie
directamente al Comité Nacional del Parí ido Socialista. Escribí a Madrid, me
mandaron el carnet y las cotizaciones y los materiales y demás, pero aquella
era la etapa en que los socialistas gobernaban con los republi-canos, el bienio
republicano-socialista, que se llamo, y tampoco daban solución a los problemas.
En general en los pueblos las cosas seguían igual que antes, a veces el alcalde
no era el mismo, era otro, pero seguía estando al servicio del cacique. Veíamos
que los socialistas no contribuían a resolver los problemas de fondo que tenia
d país, y al poco tiempo constaté que este fenómeno también se daba en otros
lugares, por lo que me canse enseguida de aquella filiación.
Santiago Álvarez
Soy de un pueblecito
de la Alcarria que se llama Brihuega, donde nací en el año 17. Mi familia era
de origen obrero, mi padre repartidor de harina y mi madre lavaba ropa por las
casas y cosas así. Mi padre se cayó debajo del caballo con el que repartía la
harina y a consecuencia de ello estuvo dos años en el hospital, dejando a mi
madre con cinco hijos. Yo era la pequeña. En el transcurso de los años, mi
madre trabajaba limpiando casas y también haciendo pan, porque como mis abuelos
eran los dueños del horno no le cobraban la hornada. Dos de mis hermanos
murieron en esos años que mi padre estuvo enfermo.
La consecuencia
de todo esto, la enfermedad y los años de hospital, fue que emigramos a
Guadalajara, donde mi hermana mayor ya había ido a servir. El trabajo de mi
padre fue de blanco a negro, pasó de repartidor de harina a repartidor de
carbón.
Yo empecé a
trabajar a los nueve años en una fábrica de punto, que la llamaban fábrica
aunque hoy la llamaríamos pequeño taller, porque era una tiendecita pequeña que
tenía en la trastienda tres máquinas con las que se hacían refajos,
calzoncillos de punto, medias de algodón o de lana, calcetines y todo eso. Mi
trabajo consistía en coger puntos a las medias de seda que llevaban las mujeres
para arreglar. Me pagaban muy poco y yo cada vez pedía más aumento,
contestándome la patrona que ya ganaba suficiente. Cuando pasaban dos o tres
meses de la discusión volvía otra vez a pedir aumento. Cuando iba a cumplir
once años, tras una discusión de aquellas, en las que ella siempre decía que no
me podía subir porque yo no me lo ganaba, apunté durante toda una semana lo que
ella cobraba con los puntos que yo cogía. Según los cogía, tenía el precio y lo
apuntaba en un papelito. Cuando llegó el sábado le dije que me subiera el
sueldo y me volvió a decir que no, que ganaba lo suficiente para la edad que
tenía y que además no lo ganaba. ¿Que no lo gano? con testé, mire lo que ha
sacado usted conmigo esta semana, y le enseñé mis cuentas. Se puso tan furiosa
que me echó.
Mi madre estaba
enferma, mi hermano no tenía trabajo, a lo mejor trabajaba una semana y dos no,
así que, además de coger los puntos, encontré empleo en una fábrica para sopa,
de donde viene la pensión que cobro ahora. Todavía era pequeña, y las panderas
que había que subir, unas bandejas en las que se ponía el fideo, eran muy
grandes y había que llevarlas desde el obrador, que estaba abajo, hasta arriba,
donde estaba el tendido, y para subir esas panderetas me las veía moradas. Mis
brazos están torcidos desde entonces. Había un muchacho trabajando allí que
era muy majo y que, sin que le viera el jefe, que era un hijo de su puñetera
madre, me ayudaba con las panderas. Me esperaba en la escalera y me las subía
corriendo. Se llamaba Santos Puerto, que vive por Francia y no le he podido
localizar. Por mi contacto con él acabé por hacerme comunista.
Tomasa Cuevas
Mi infancia y
juventud es la de un hijo de padre trabajador que vive en un barrio popular de
Madrid, el barrio de Chamberí. Desde niño, mi padre, que pertenecía a la
Confederación Nacional del Trabajo, la CNT, dirigente sindical durante muchos
años, amigo de hombres que entonces hicieron historia, como Buenaventura
Durruti, los Ascaso, el periodista Mauro Bajatierra y otros, hablaba delante
mío de todo lo que pasaba en España, así que conservo recuerdos, sin duda muy
vagos, de un niño de seis años, de la proclamación de la República el 14 de abril
del 31, de la huelga revolucionaria del 34, de la insurrección de Asturias, de
la llegada, tras la liquidación de dicha huelga revolucionaria, de hijos de
mineros encarcelados a Madrid, de la policía en mi casa en el sin número de
huelgas que en aquellos años de la República se llevaron a cabo. La policía en
mi casa haciendo registros, reventando colchones, deteniendo a mi padre, que se
pasaba temporadas en las comisarias o en la cárcel modelo de Madrid.
Infancia y
juventud en un barrio de corte popular, al menos en ese tramo de la calle, la
calle de Viriato, donde había una mezcla, si se quiere, de algún que otro
funcionario y una inmensa mayoría de trabajadores, y donde existían como tal
todas las corrientes políticas, los debates de la época. Un tiempo, el
inmediato a la guerra civil tras las elecciones de febrero de 1936, en el que
en Madrid, en mi barrio, que era el que yo conocía, el que transitaba todos los
días en la calle, se vivía con una gran efervescencia de todo tipo, con un
sentido de libertad que nunca más he vuelto a tener en mi vida. Recuerdo las
manifestaciones del 1° de mayo antes de la guerra civil, las cargas de los
guardias de asalto, sable en mano, a caballo, las huelgas, los piquetes que
iban a parar las obras con pistolas. Una situación tensa la que se vivía en
aquellos tiempos donde las juventudes de los diversos partidos solventaban sus
diferencias políticas a veces a tiros. Ahí están la muerte de Juanita Rico, los
tiroteos de vez en cuando en las calles, la creación de milicias. Todavía antes
de comenzar la guerra civil española.
Armando López Salinas
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