lunes, 29 de julio de 2013

Triana, 1983, el año del fin







Resulta coherente que el “undeground” español", o “progresivo”, que ambos nombres se confunden en la definición, acabara por asentarse en la tradición propia en eso que se llamó “Rock con raíces”, de que la andaluza fue su facción más destacada y Triana su máxima expresión artística.

Si el blues era la música que alimentaba el arte de Hendrix o Joplin, parece lógico que quienes en España intentaban seguir el modelo tropezaran en algún momento de su viaje con las bulerías, las soleares u otros ritmos propios en los que enraizarse para desarrollar un trabajo que no fuera simple imitación. Un concepto que, tampoco hay que asombrarse, ya estaba presente en aquel inicial e iniciático “Manifiesto de lo borde” que Julio Matito y Gonzalo García Pelayo urdieron como eje programático de Smash, grupo seminal de eso del progresivo. En él (no se olvide el año: 1968), aparte de la ideología que aportaban los hombres de las praderas y los de las montañas, a más de los de cuevas más o menos suntuosas, ya se adelantaba que no se trataba de “de hacer flamenco-pop ni blues aflamencado, sino de corromperse por derecho” y se lanzaba el guante del desafío: “Imagínate a Bob Dylan en un cuarto, con una botella de Tío Pepe, Diego el del Gastor, a la guitarra, y la Fernanda y la Bernarda de Utrera haciendo el compás, y dile: canta ahora tus canciones. ¿Qué le entraría a Dylan por ese cuerpecito? Pues lo mismo que a Manuel [Molina] cuando empieza a cantar por bulerías con sonido eléctrico:

“Aunque digan lo contrario,
yo sé bien que esto es la guerra,
puñalaítas de muerte
me darían si pudieran”.

Así puestas las cosas, la llegada de Triana en 1975 (que en esto de las raíces fue coetánea con la de la Compañía Eléctrica Dharma en Catalunya) era una visita anunciada. Lo que sorprendió fue la nitidez y frescura de la oferta musical que presentaban, su hondura y su frescura, además de su fulgurante éxito. Como el terreno estaba abonado en unos tiempos en los que todos los cambios eran deseables, la simiente cuajó y el rock andaluz tuvo sus años de gloria.

En junio de 1983, a poco de regresar a Madrid desde Canarias, publiqué en el Diario de Las Palmas una página entera con la reseña del último disco de Triana. Un disco que, efectivamente, iba a ser el último. Ya en Madrid, en diciembre de ese mismo año tuve la poco agradable ocasión de reseñar el concierto de homenaje a Jesús de la Rosa, que había muerto en accidente del 14 de octubre.





DIARIO DE LAS PALMAS. 26 JUNIO 1983.

EL caso de Triana es único en el rock español: han sabido unir la creatividad y la inventiva con un toque popular que les ha garantizado el éxito en todos los trabajos que han emprendido. Ahora hacía dos años que no publicaban un nuevo disco, y ya se sabe que en este mundo auto-devorador de la canción y la industria discográfica dos años son suficientes para que se empiecen a correr los rumores sobre crisis, falta de creatividad, agotamiento estético, etcétera. Por suerte nada de esto parece cierto y la publicación de su último trabajo discográfico recién aparecido («Llegó el día», Movieplay, 1983) vuelve a recordarnos, aunque no suponga la sorpresa arrasadora de sus primeros trabajos, que no sólo de los últimos inventos técnicos vive el rock ni todo ha de ser seguir modas más o menos pasajeras.

El rock andaluz no es un invento, pero sí una utopía largamente perseguida por algunos músicos y productores del sur, entre los que tiene un lugar predominante Gonzalo García Pelayo, crítico, productor musical y director cinematográfico, responsable del lanzamiento de Triana en 1975 y productor de la mayor parte de su obra discográfica. El había intentado ya lanzar la idea años atrás, en los buenos tiempos del underground sevillano, cuando sonaron los nombres de grupos como Smash, Green Piano, Nuevos Tiempos y otros. De aquella época viene Jesús de la Rosa, teclista, principal compositor y cantante del grupo, mientras, que sus otros dos miembros, Eduardo Palacios, guitarrista y cantante y Juan José Palacios «Tele», aunque tienen también su origen por aquellas fechas, discurrieron durante años por caminos más comerciales.

Cuando en 1975 Triana grabó por su cuenta su primer single nadie creía en ellos. Sólo la insistencia de García Pelayo, en aquel tiempo al frente del sello Gong, de Movieplay, hizo que la casa discográfica se fijara en el grupo y se decidiera a lanzar el disco, aunque reservándose el derecho a rescindir el contrato si la cosa no funcionaba. Tal desconfianza estaba totalmente injustificada. Desde entonces Triana ha sacado ya seis discos Long Play al mercado, consiguiendo unas ventas importantes que les ha llevado a conquistar repetidos discos de oro en una de las pocas carreras musicales que mezclan calidad, originalidad y éxito, hasta el punto de podérseles considerar iniciadores de un movimiento que ya es importante desde hace años, aunque en estos últimos tiempos se haya visto de alguna forma ensombrecido al pasar el impacto primero.

En este disco se continúa la obra iniciada en los anteriores, caracterizada por una perfecta y estudiada estructura de las canciones, un excelente soporte rítmico, el toque flamenco de la guitarra española de Eduardo y la presencia siempre destacada de los teclados como elemento diferenciador del grupo. Son las suyas canciones para escuchar cuidadosamente más que para bailar, canciones que rezuman un lirismo primario pero eficaz, aunque en este último disco ese lirismo a flor de piel haya perdido parte de la relativa ingenuidad con que nació, como por otra parte es lógico.

En contraposición con la alegría explosiva de sus primeros trabajos, en se percibe un poso más pesimista, como si hubiera nacido en tensión entre la esperanza y el desencanto. No es la primera vez que Triana se acerca a la realidad de su entorno social y político para componer sus canciones; incluso en algunos de sus discos, «Hijos del agobio», por ejemplo, ésta era la temática preponderante, siempre tratada, eso sí, desde una perspectiva eminentemente lírica. Las canciones de este nuevo disco, que aparece en el momento histórico del «cambio», participan de la preocupación por las posibilidades de transformación que abre la perspectiva socialista en el poder y las trabas, históricas y recientes, que existen para que ese cambio sea real: «Ahora siento que llega el día,/ en que tengo ganas de vivir/ de atravesar los muros y ruinas/ que aunque pase el tiempo están ahí/ y florecer como un hombre nuevo/ sin miedo a las tragedias por venir/ regalarle a la vida todo el fuego/ de tus ojos y tus ansias de vivir», dicen en «Llegó el día», la canción que da título al LP y una de las más largas y complejas que han elaborado en su carrera. También inciden repetidamente en el paro, como el marco miserable que encierra a los protagonistas de dos de sus canciones: «Desnuda la mañana» y «Perdido por las calles», y todo el disco está impregnado de ese contradictorio enfrentamiento entre esperanza e impotencia de que hablábamos antes.

La música de Triana ha evolucionado con el tiempo, ya no resulta tan evidente la presencia de la bulería como soporte rítmico de los temas, pero sus composiciones siguen siendo, principalmente, creaciones raíz popular, que desarrollan ambientes límpidos, transparentes y de clara sonoridad. Él hándicap inicial de ser un trío que no incluye ni bajo ni guitarra eléctrica se ha salvado complementándose en las grabaciones de los discos y en las actuaciones en directo con músicos que apoyan al grupo original. En este disco los colaboradores principales son Antonio Pérez, que toca la guitarra eléctrica en varios temas, Manglis, que hace una magnífica labor con este mismo instrumento en el tema que abre el disco, «Desnuda la mañana», y Manuel Aguilar, que como siempre hace un sobrio y eficacísimo trabajo con el bajo. El resultado de todo esto se inscribe en una obra madura, en la que ya queda poco lugar para el deslumbramiento pero que constituye, sin duda, un intento de profundizar en el «estilo» propio que ya han logrado definir los miembros de Triana.





6.000 personas asistieron en Madrid al homenaje a Jesús de la Rosa, de Triana
EL PAÍS 9 DIC 1983

Unas 6.000 personas asistieron el pasado miércoles en el palacio de los Deportes de Madrid, a lo largo de más de tres horas y media, al homenaje que sus compañeros de profesión rindieron a Jesús de la Rosa, recientemente fallecido en accidente automovilístico, cantante, teclista y compositor principal del grupo Triana, en una noche fría que no acabó de caldearse, como exigía la ocasión, a pesar de la buena voluntad derrochada por público y actuantes.

En la primera parte del concierto de homenaje a Jesús de la Rosa intervinieron los nombres más conocidos: Luis Eduardo Aute, que acompañado a la guitarra por Luis Mendo, del grupo Suburbano, puso la nota intimista de la noche, sin conseguir conectar plenamente con una parte del público, que había acudido a la llamada de sonidos más rockeros. Víctor Manuel y Ana Belén interpretaron con su grupo algunos de sus temas más conocidos, dando paso a Miguel Ríos, que acompañado por los mismos músicos de Víctor y Ana cantó las dos únicas canciones que habían tenido tiempo de montar: Bienvenidos y el Himno a la Alegría. A lo largo de esta primera parte se encendieron en repetidas ocasiones mecheros y cerillas, que reforzaron los momentos de mayor emotividad. Se abrió la segunda parte con la actuación del guitarrista valenciano Eduardo Bort, que reaparecía presentando canciones de su último disco, después de ocho años de silencio. A priori era una actuación que podía tener mayor atractivo, puesto que era quizás el menos conocido de los participantes. Los tres temas que interpretó fueron bien acogidos, a pesar de una sección de cuerda más aparatosa que eficaz, que poco o nada añadía al toque guitarrístico, claramente santanero, del músico.

La Orquesta Mondragón -sin el guitarrista Jaime Stinus, que, como Manzanita, no pudo participar en el homenaje a consecuencia del cierre del aeropuerto de Barajas-, los cordobeses Medina Azahara y el guitarrista sevillano Manglis, colaborador de Triana en varios discos, completaron la noche sin mayores sorpresas.

Difícil de evaluar críticamente, la nota más destacada del concierto fue la solidaridad y el compañerismo, aunque no se consiguiera totalmente la emoción que se pretendía, responsabilidad en buena parte de unas presentaciones llenas de tópicos y convencionalismos, que no se limitaron cuando aparecieron sobre el escenario, como presentadoras invitadas que se sumaban así al homenaje, Massiel, Amaya, de Mocedades, y la mismísima Lola Flores, que se llevó un escandaloso aplauso, a medio camino entre la admiración y la comedia.

Con la muerte de Jesús de la Rosa es prácticamente segura la desaparición de Triana, ante las dificultades de los dos miembros restantes, que subieron al escenario en un momento que no consiguió mayor emoción, de continuar la labor del grupo, debida en buena medida a la inspiración y al trabajo del músico desaparecido, pionero desde comienzos de los años setenta, cuando integraba en Sevilla el grupo Nuevos Tiempos, del rock andaluz, una forma musical que encontró en él, por encima de polémicas y el cierto declive sufrido en los dos últimos años, a un compositor inspirado, creador de textos de elevado lirismo, algo primarios pero eficaces, y de músicas que se sumergen en aguas de singular transparencia.


                                                                      



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