Triana, 1983, el año del fin
Resulta coherente que el “undeground” español", o “progresivo”,
que ambos nombres se confunden en la definición, acabara por asentarse en la
tradición propia en eso que se llamó “Rock con raíces”, de que la andaluza fue
su facción más destacada y Triana su máxima expresión artística.
Si el blues era la música que alimentaba
el arte de Hendrix o Joplin, parece lógico que quienes en España intentaban
seguir el modelo tropezaran en algún momento de su viaje con las bulerías, las
soleares u otros ritmos propios en los que enraizarse para desarrollar un
trabajo que no fuera simple imitación. Un concepto que, tampoco hay que
asombrarse, ya estaba presente en aquel inicial e iniciático “Manifiesto de lo borde” que
Julio Matito y Gonzalo García Pelayo urdieron como eje programático de Smash,
grupo seminal de eso del progresivo. En él (no se olvide el año: 1968), aparte
de la ideología que aportaban los hombres de las praderas y los de las
montañas, a más de los de cuevas más o menos suntuosas, ya se adelantaba que no
se trataba de “de hacer flamenco-pop
ni blues aflamencado, sino de
corromperse por derecho” y se lanzaba el guante del desafío: “Imagínate a Bob
Dylan en un cuarto, con una botella de Tío Pepe, Diego el del Gastor, a la
guitarra, y la Fernanda y la Bernarda de Utrera haciendo el compás, y dile:
canta ahora tus canciones. ¿Qué le entraría a Dylan por ese cuerpecito? Pues lo
mismo que a Manuel [Molina] cuando empieza a cantar por bulerías con sonido
eléctrico:
“Aunque digan lo contrario,
yo sé bien que esto es la guerra,
puñalaítas de muerte
me darían si pudieran”.
Así puestas las cosas, la llegada de
Triana en 1975 (que en esto de las raíces fue coetánea con la de la Compañía
Eléctrica Dharma en Catalunya) era una visita anunciada. Lo que sorprendió fue
la nitidez y frescura de la oferta musical que presentaban, su hondura y su
frescura, además de su fulgurante éxito. Como el terreno estaba abonado en unos
tiempos en los que todos los cambios eran deseables, la simiente cuajó y el
rock andaluz tuvo sus años de gloria.
En junio de 1983, a poco de regresar a
Madrid desde Canarias, publiqué en el Diario de Las Palmas una página entera
con la reseña del último disco de Triana. Un disco que, efectivamente, iba a
ser el último. Ya en Madrid, en diciembre de ese mismo año tuve la poco
agradable ocasión de reseñar el concierto de homenaje a Jesús de la Rosa, que
había muerto en accidente del 14 de octubre.
DIARIO DE LAS PALMAS. 26 JUNIO 1983.
EL caso de
Triana es único en el rock español: han sabido unir la creatividad y la
inventiva con un toque popular que les ha garantizado el éxito en todos los
trabajos que han emprendido. Ahora hacía dos años que no publicaban un nuevo
disco, y ya se sabe que en este mundo auto-devorador de la canción y la
industria discográfica dos años son suficientes para que se empiecen a correr
los rumores sobre crisis, falta de creatividad, agotamiento estético, etcétera.
Por suerte nada de esto parece cierto y la publicación de su último trabajo
discográfico recién aparecido («Llegó el
día», Movieplay, 1983) vuelve a recordarnos, aunque no suponga la sorpresa
arrasadora de sus primeros trabajos, que no sólo de los últimos inventos
técnicos vive el rock ni todo ha de ser seguir modas más o menos pasajeras.
El rock andaluz
no es un invento, pero sí una utopía largamente perseguida por algunos músicos
y productores del sur, entre los que tiene un lugar predominante Gonzalo García
Pelayo, crítico, productor musical y director cinematográfico, responsable del
lanzamiento de Triana en 1975 y productor de la mayor parte de su obra
discográfica. El había intentado ya lanzar la idea años atrás, en los buenos
tiempos del underground sevillano,
cuando sonaron los nombres de grupos como Smash, Green Piano, Nuevos Tiempos y
otros. De aquella época viene Jesús de la Rosa, teclista, principal compositor
y cantante del grupo, mientras, que sus otros dos miembros, Eduardo Palacios,
guitarrista y cantante y Juan José Palacios «Tele», aunque tienen también su
origen por aquellas fechas, discurrieron durante años por caminos más
comerciales.
Cuando en 1975
Triana grabó por su cuenta su primer single nadie creía en ellos. Sólo la
insistencia de García Pelayo, en aquel tiempo al frente del sello Gong, de
Movieplay, hizo que la casa discográfica se fijara en el grupo y se decidiera a
lanzar el disco, aunque reservándose el derecho a rescindir el contrato si la
cosa no funcionaba. Tal desconfianza estaba totalmente injustificada. Desde
entonces Triana ha sacado ya seis discos Long Play al mercado, consiguiendo
unas ventas importantes que les ha llevado a conquistar repetidos discos de oro
en una de las pocas carreras musicales que mezclan calidad, originalidad y
éxito, hasta el punto de podérseles considerar iniciadores de un movimiento que
ya es importante desde hace años, aunque en estos últimos tiempos se haya visto
de alguna forma ensombrecido al pasar el impacto primero.
En este disco se
continúa la obra iniciada en los anteriores, caracterizada por una perfecta y
estudiada estructura de las canciones, un excelente soporte rítmico, el toque
flamenco de la guitarra española de Eduardo y la presencia siempre destacada de
los teclados como elemento diferenciador del grupo. Son las suyas canciones
para escuchar cuidadosamente más que para bailar, canciones que rezuman un
lirismo primario pero eficaz, aunque en este último disco ese lirismo a flor de
piel haya perdido parte de la relativa ingenuidad con que nació, como por otra
parte es lógico.
En contraposición
con la alegría explosiva de sus primeros trabajos, en se percibe un poso más
pesimista, como si hubiera nacido en tensión entre la esperanza y el
desencanto. No es la primera vez que Triana se acerca a la realidad de su
entorno social y político para componer sus canciones; incluso en algunos de
sus discos, «Hijos del agobio», por
ejemplo, ésta era la temática preponderante, siempre tratada, eso sí, desde una
perspectiva eminentemente lírica. Las canciones de este nuevo disco, que
aparece en el momento histórico del «cambio», participan de la preocupación por
las posibilidades de transformación que abre la perspectiva socialista en el
poder y las trabas, históricas y recientes, que existen para que ese cambio sea
real: «Ahora siento que llega el día,/ en
que tengo ganas de vivir/ de atravesar los muros y ruinas/ que aunque pase el
tiempo están ahí/ y florecer como un hombre nuevo/ sin miedo a las tragedias por
venir/ regalarle a la vida todo el fuego/ de tus ojos y tus ansias de vivir»,
dicen en «Llegó el día», la canción
que da título al LP y una de las más largas y complejas que han elaborado en su
carrera. También inciden repetidamente en el paro, como el marco miserable que
encierra a los protagonistas de dos de sus canciones: «Desnuda la mañana» y «Perdido
por las calles», y todo el disco está impregnado de ese contradictorio
enfrentamiento entre esperanza e impotencia de que hablábamos antes.
La música de
Triana ha evolucionado con el tiempo, ya no resulta tan evidente la presencia
de la bulería como soporte rítmico de los temas, pero sus composiciones siguen
siendo, principalmente, creaciones raíz popular, que desarrollan ambientes
límpidos, transparentes y de clara sonoridad. Él hándicap inicial de ser un
trío que no incluye ni bajo ni guitarra eléctrica se ha salvado complementándose
en las grabaciones de los discos y en las actuaciones en directo con músicos
que apoyan al grupo original. En este disco los colaboradores principales son
Antonio Pérez, que toca la guitarra eléctrica en varios temas, Manglis, que
hace una magnífica labor con este mismo instrumento en el tema que abre el
disco, «Desnuda la mañana», y Manuel
Aguilar, que como siempre hace un sobrio y eficacísimo trabajo con el bajo. El
resultado de todo esto se inscribe en una obra madura, en la que ya queda poco
lugar para el deslumbramiento pero que constituye, sin duda, un intento de profundizar
en el «estilo» propio que ya han logrado definir los miembros de Triana.
6.000 personas asistieron en Madrid al homenaje a
Jesús de la Rosa, de Triana
EL PAÍS 9 DIC 1983
Unas 6.000
personas asistieron el pasado miércoles en el palacio de los Deportes de
Madrid, a lo largo de más de tres horas y media, al homenaje que sus compañeros
de profesión rindieron a Jesús de la Rosa, recientemente fallecido en accidente
automovilístico, cantante, teclista y compositor principal del grupo Triana, en
una noche fría que no acabó de caldearse, como exigía la ocasión, a pesar de la
buena voluntad derrochada por público y actuantes.
En la primera
parte del concierto de homenaje a Jesús de la Rosa intervinieron los nombres
más conocidos: Luis Eduardo Aute, que acompañado a la guitarra por Luis Mendo,
del grupo Suburbano, puso la nota intimista de la noche, sin conseguir conectar
plenamente con una parte del público, que había acudido a la llamada de sonidos
más rockeros. Víctor Manuel y Ana Belén interpretaron con su grupo algunos de
sus temas más conocidos, dando paso a Miguel Ríos, que acompañado por los
mismos músicos de Víctor y Ana cantó las dos únicas canciones que habían tenido
tiempo de montar: Bienvenidos y el Himno a la Alegría. A lo largo de esta
primera parte se encendieron en repetidas ocasiones mecheros y cerillas, que
reforzaron los momentos de mayor emotividad. Se abrió la segunda parte con la
actuación del guitarrista valenciano Eduardo Bort, que reaparecía presentando
canciones de su último disco, después de ocho años de silencio. A priori era
una actuación que podía tener mayor atractivo, puesto que era quizás el menos
conocido de los participantes. Los tres temas que interpretó fueron bien
acogidos, a pesar de una sección de cuerda más aparatosa que eficaz, que poco o
nada añadía al toque guitarrístico, claramente santanero, del músico.
La Orquesta Mondragón
-sin el guitarrista Jaime Stinus, que, como Manzanita, no pudo participar en el
homenaje a consecuencia del cierre del aeropuerto de Barajas-, los cordobeses
Medina Azahara y el guitarrista sevillano Manglis, colaborador de Triana en
varios discos, completaron la noche sin mayores sorpresas.
Difícil de
evaluar críticamente, la nota más destacada del concierto fue la solidaridad y
el compañerismo, aunque no se consiguiera totalmente la emoción que se
pretendía, responsabilidad en buena parte de unas presentaciones llenas de tópicos
y convencionalismos, que no se limitaron cuando aparecieron sobre el escenario,
como presentadoras invitadas que se sumaban así al homenaje, Massiel, Amaya, de
Mocedades, y la mismísima Lola Flores, que se llevó un escandaloso aplauso, a
medio camino entre la admiración y la comedia.
Con la muerte de
Jesús de la Rosa es prácticamente segura la desaparición de Triana, ante las
dificultades de los dos miembros restantes, que subieron al escenario en un
momento que no consiguió mayor emoción, de continuar la labor del grupo, debida
en buena medida a la inspiración y al trabajo del músico desaparecido, pionero
desde comienzos de los años setenta, cuando integraba en Sevilla el grupo
Nuevos Tiempos, del rock andaluz, una forma musical que encontró en él, por
encima de polémicas y el cierto declive sufrido en los dos últimos años, a un
compositor inspirado, creador de textos de elevado lirismo, algo primarios pero
eficaces, y de músicas que se sumergen en aguas de singular transparencia.
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