Historias de la tele cuando la tele era
una. 6 (1971)
Hacía tiempo que los gobernantes
españoles, incluido el dictador, su más alta dignatura, estaban convencidos de
que ese moderno medio de comunicación que era la televisión resultaba idóneo
para el adoctrinamiento de los ciudadanos. Pero en 1971, Luis Carrero Blanco, que además de almirante, vicepresidente del
Gobierno y uno de los pilares del régimen, era aficionado a emborronar papeles
--lo que en 1947 le había sido reconocido otorgándole nada menos que el Premio
Nacional de Literatura--, aprendió una cosa más sobre la televisión: que la
mejor manera de adoctrinar era mediante el entretenimiento. Y se le ocurrió
hacer una serie de ficción que reflejara los Principios Generales del
Movimiento y ayudara a instalarnos en la cabeza de los españoles, dejándolos
ahí, ya inamovibles para siempre.
Encabezados por la protocolaria,
pero no menos impositiva frase, de “Yo,
Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, consciente de mi
responsabilidad ante Dios y ante la
Historia ”, Los Principios del Movimiento Nacional” fueron
aprobados el 17 de mayo de 1958, pero se debió considera en 1971 que no eran lo
suficientemente conocidos y había que promocionarlos con lo que acabó siendo “Crónicas de un pueblo”, uno de los productos
televisivos de mayor éxito de ese año y los siguientes.
En el documento oficial quedaban
claras unas cuantas cosas: que España constituía “una unidad de destino en lo universal”, que el hombre es “portador de valores eternos”, que es un
“timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina
de la Santa Iglesia
Católica, apostólica y Romana” y que los pivotes básicos de comunidad
nacional eran “familia, municipio y
sindicato”. ¡Ah! Y que estos principios resultaban “inmutables”.
La papeleta de convertir estos dogmas
políticos en una serie televisiva inteligible, entretenida y atractiva para el
público le tocó a Antonio Mercero,
un joven profesional que ya había trabajado para TVE pero que abordaba con “Crónicas de un pueblo” su primer encargo
de una serie continuada.
En colaboración con los
guionistas Juan Farias y Juan Alarcón crearon una pequeña
comunidad representativa de la totalidad de España y la colocaron en una
ficticia Puebla Nueva del Rey Sancho, en realidad el pueblo madrileño de
Santorcaz, que como consecuencia del éxito de la producción se convertiría
durante unos años en sitio de peregrinación dominguera para los fans televisivos que ya comenzaban a
existir en la época. La mayor parte de la serie, que se alargó hasta 1974, la
dirigió el propio Mercero, aunque también se encargaron de algunos capítulos
nombres que acabarían figurando en la historia del cine español como Miguel Picazo, Antonio Giménez Rico y Julio
Coll.
Antonio Mercero y sus colaboradores supieron quitarle aspereza a
los principios políticos que la serie debía transmitir, llenándola de personajes
entrañables y creíbles en su obligatoria simplicidad, y de historias cotidianas
y amables, que fueron reconocidas como propias por el espectador. En lo alto de
los habitantes de Puebla Nueva del Rey Sancho estaban las fuerzas vivas de la
localidad: El alcalde (Fernando Cebrián),
el maestro (Emilio Rodríguez) y el
cura (Francisco Vidal), todos ellos
personajes de gran sensatez, bondad y entrega a su oficio, aunque no menos
bonachones y bienintencionados fueran los representantes del pueblo de a pie:
el conductor de la camioneta (Rafael
Hernández), el cartero (Jesús Guzmán),
el alguacil (Antonio Costafreda) y
la boticaria (María Nevado).
Del enfrentamiento de estos dos
mundos en un pueblo idílico lo mejor que podía salir era una obra costumbrista
y simpática, que es lo que consiguió Mercero
y lo que le dio la gran resonancia popular que alcanzó (se emitía en el
mejor horario: los domingos a las 10 de
la noche), y lo que le valió el premio Ondas de 1972, aunque no a la mejor
serie de ficción, sino, volviendo a la intención original del almirante, al
mejor programa cultural.
Policías del terruño
Al igual que “Crónicas de un pueblo” resultó ser
finalmente una serie costumbrista, también lo fue “Plinio”, que se estrenó igualmente en 1971, pese a las diferencias
entre ambas. En 1968 el escritor, ensayista y periodista Francisco García Pavón, había publicado “El reinado de Witiza”, primera de una serie de novelas con las que
introducía el género policial en España, al que supo darle una singular calidad
de lenguaje. El éxito de público fue inmediato, así como el literario, que le
permitió obtener en 1969 el premio Nadal con “Las hermanas coloradas”, otro título de la saga.
La conjunción de ambos éxitos, el
popular y el crítico, llevó a la decisión de convertir las historias en una
serie televisiva, a la que se quiso dotar de unas ciertas cualidades
artísticas. Para ello, se encargó la adaptación a dos cineastas noveles, Antonio Giménez Rico, que la dirigió, y
José Luis Garci, que escribió los
guiones. Además, se ocupó de la fotografía un ya prestigioso profesional, José Luis Alcaine, y de la música Carmelo Bernaola, nombre clave en la
composición contemporánea española.
Además del título de la serie, Plinio era también el nombre del
personaje principal, sargento de la policía municipal del pueblo de Tomelloso
(Ciudad Real), que contaba con una singular perspicacia para descubrir
misteriosos sucesos, incluidos asesinatos, que resolvía empapándose del
ambiente donde sucedía el crimen, en una buena muestra de Poirot y Maigret.
Para ayudarle estaba don Lotario, el veterinario, siempre siguiendo a su
mentor, cual Watson a Sherlock Holmes, dando testimonio de sus hazañas detectivescas.
Las intrigas solían ser pequeñas, casi cotidianas, pero la solidez de los
personajes y el reflejo del ambiente provinciano fueron buenas bazas para el
éxito. Otro de los aciertos de “Plinio”
fue la elección del reparto, que encabezaba Antonio Casal, un veterano galán humorístico del cine patrio, y
contaba con el cómico Alfonso del Real,
haciendo de fiel acompañante, y otros intérpretes tan sólidos como María Isbert o Antonio Gamero.
1971 fue un año importante para
las producciones de ficción de TVE, que también estrenó, dentro del espacio “Novela”, la adaptación que Pedro Amalio López realizó de “Los tres Mosqueteros”, la popularísima
novela que Alejandro Dumas, hijo,
había publicado como folletón periodístico en 1844 y que desde entonces se había
convertido en una novela universal. O en varias, porque aún escribió dos
secuelas. “20 años después” y “El Vizconde de Bragelonne”.
Desde el momento en que se
publicó “Los tres mosqueteros” obtuvo
un éxito extraordinario, que con la llegada del cine supo ser aprovechado en
numerosas películas, empezando por la muda que Fred Niblo dirigió en 1921 y acabando por la Stephen Herek de 1993.
Incluso mereció una serie de dibujos animados y en 1942 la parodió Cantinflas
en un filme desternillante. Con la producción sólida e impecable que
caracterizaba las entregas de “Novela”,
“Los tres mosqueteros” de Pedro Amalio López contó, en los 12
capítulos de media hora que compusieron la versión televisiva, las caballerosas
aventuras de los tres espadachines, que en realidad eran cuatro, y sus mil
intrigas y batallas contra el cardenal Richelieu. Sancho Gracia, que comenzaba a despuntar, dio vida a D’Artagnan,
mientras que Víctor Valverde, Joaquín Cardona y Ernesto Aura se repartieron a sus compañeros Athos, Porthos y Aramis.
NACEN LOS ESTUDIOS CRÍTICOS
Las revistas populares se
adelantaron a los intelectuales en darle a la televisión la importancia que
tenía, y las publicaciones que entonces aún no se llamaban “del corazón”
prestaron atención a los nuevos ídolos, contando sus vidas y sus intimidades,
antes de que los especialistas empezaran a analizar el significado del nuevo
medio.
En 1971, el crítico del diario
barcelonés El Diario Universal y autor teatral, José María Rodríguez Méndez, publicó “Los teleadictos”, primera aproximación teórica a la televisión en
general y a la española en particular. Ninguna de las dos salía bien librada,
pero era especialmente crítico con TVE, de la que decía que reflejaba “una España oficial, de cuya imagen bonancible
y triunfalista se ha eliminado todos rastro de realidad cotidiana. Si a ello
añadimos la sistemática exclusión de nuestra pequeña pantalla de determinados
cantantes, escritores, poetas, pintores o personalidades políticas, habrá que
concluir que en las presentes condiciones ni tenemos ni es fácil que tengamos
por el momento una televisión para todos los españoles”.
Le siguieron en este análisis
negativo varios autores en un especial de la revista Cuadernos Para el Diálogo
de este mismo 1971 y el “Libro gris de
Televisión Española”, que Manuel
Vázquez Montalbán editaría ya en 1973.
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