sábado, 6 de julio de 2013

Retratos de Las Palmas (1983)

JR. De profesión: Camello









 DIARIO DE LAS PALMAS. 8 AGOSTO 1983

A pesar de las iniciales que ha escogido, JR no se parece en nada al malvado protagonista de la serie televisiva, podría ser más bien el protagonista de una novela de José Giovanni: no demasiado alto, recio, de fuerte contextura y brazos musculosos, el pelo castaño le cae sobre una cara que podría haber sido inocente de no tener un extraño gesto de dureza que, probablemente, le ha conferido la vida. Si estuviera del lado de la Ley, podría ser un Sam Spade o un Philip Marlowe, pero a JR le ha tocado moverse en ese filo de la navaja que linda con el lado peligroso de la vida.

Es uno de tantos vendedores de droga como hay en Las Palmas, una profesión que ha proliferado en los últimos años al ritmo creciente al que se multiplicaban los clientes. Es una profesión, si es que así se puede llamar al trabajo clandestino de la venta de hachís y marihuana, en la que pronto se han metido los más variados tipos de gentes, desde licenciados en paro hasta maleantes habituales, desde jóvenes de buena familia, que buscan en la reventa un ingreso extra fácilmente ganado, hasta carne de cañón que no encuentra otro método de sobrevivir. Son, en la mayoría de los casos, gentes que viven en la marginación, aunque ellos encuentren que es un medio de ganarse la vida como cualquier otro.

--Hombre, yo esto de vender droga lo veo normal, según y cómo se mire --dice JR, mirándose las manos mientras habla con la vista agachada--. Claro, que uno está siempre al margen como quien dice, con un pie en un sitio y el otro al lado opuesto de la línea. Pero es normal, en el sentido en que se parece a otro trabajo cualquiera. La vida te la tienes que buscar de alguna forma, igual así que lavando coches en la calle. Para esto hay que tener medios y valer, naturalmente, cualquiera no se puede meter en un negocio como éste ni en esta vida tampoco

JR ronda la mitad de la treintena, y en su rostro ha quedado marcado un camino que no ha sido precisamente fácil. «Francamente, yo nunca hubiera creído que iba a acabar aquí. La verdad es que no sé que hubiera hecho en la vida. De pequeño me gustaba dibujar, y en el colegio me decían que lo hacía bien, incluso fui a una escuela, pero no servía para estar copiando siempre la misma maqueta con las mismas frutas encima. Lo dejé».

Se fue de casa muy joven, con apenas quince años. No se sabe si recuerda con nostalgia aquella época. «En aquel tiempo, como era tan joven, salí de casa un poco a la aventura, me tropecé con una cantidad de cosas increíbles, y todas eran nuevas para mi, estaba empezando a vivir». El viaje fue con otro amigo y una muchacha. Un viaje a la Península intentando encontrar trabajo. A la costa, donde el boom turístico estaba creando nuevos puestos de empleo y también un submundo alrededor de los centros de turismo que pronto se convertiría en un centro de tráfico y delincuencia. Un mundo fácil, especialmente para jóvenes que se dejaran caer por el tobogán. «Trabajamos un par de meses en la hostelería, pero era más fácil ligar a las extranjeras y nos pasamos. Salimos a trabajar, es cierto, pero luego ya no era tan fácil encontrar trabajo y, en cambio, otras cosas sí que resultaban al alcance de la mano. Se acabó el dinero al llegar al límite y caímos en Torremolinos».

--¿Fumabas ya en la época en que dejaste Las Palmas?

--Sí, ya había empezado. Era como el año sesenta y cinco, en aquel tiempo lo que había en Las Palmas era hierba, en el sector del Puerto, kíffi y hierba en la zona de Lugo, y también fue famosa la calle Pamochamoso, cuando venía un barco que se llamaba «La Aureola», que traía muy buena hierba. Cuando llegaba era todo el mundo alucinado por ahí. Pero después cortaban la hierba, comenzó a escasear, y empezó a entrar el chocolate, el hachís.
     
Torremolinos, en los años sesenta era la capital del desarrollo turístico inventado por Fraga. El centro donde propios y extraños se asombraban de los adelantos europeos, del poder adquisitivo de los turistas y de su desvergüenza e inmoralidad en la playa o en su vida cotidiana. Con la llegada de los turistas se abrieron tiendas, restaurantes, boutiques y cabarets, pero también se dio paso a un tipo de vida fácil que atraía como moscas a jóvenes de toda España. «Fue mucha gente. De aquí de Canarias, por ejemplo, sin ponerse de acuerdo unos con otros, pero nos encontramos allí, en las calles de Torremolinos».

Era también el momento de un cierto boom económico. El dinero podía entrar fácilmente en ciertas ocasiones, y una de ellas era participar en ese mundo que se formaba alrededor de la «jet-society» turística. Chicos y chicas jovencísimos podían mezclarse con nombres importantes de los negocios, del espectáculo. Gente que buscaba diversión barata a nivel europeo. «Aquello fue un infierno --y ríe JR al contarlo, como si, a la vez, el infierno hubiera tenido alguna escapada hacia los juegos y la diversión--. Todo el mundo habla de aquella generación, no sé si habrá otra igual. Torremolinos atraía a mucha gente. Había escándalos, gente a la que perseguía la Policía por la calle, o un loco rompiendo una vitrina y lanzándose con un gran mazo contra la gente. Era muy violento y había también mucho turismo. Había muchas fiestas, gente rara que comenzó una época con nuevas modas y nuevas costumbres. Allí no sólo se fumaba, se tomaba de todo; ácido, LSD, caballo, de todo. Yo nunca llegué a esos extremos de pincharme y tomar de todo. Lo probé, claro, pero no me llamó la atención.

Un ambiente así habría de causar un gran efecto en el ánimo de un muchacho recién salido de Canarias en el momento de pasar de la adolescencia a la madurez. «Estuve ocho meses y fue una temporada muy loca. Yo tenía una carrera terrible en muchos aspectos, allí se abrían muchas puertas si se sabía aprovechar. Claro que otras no eran tan fácil, había sitios donde no se podía pasar por falta de dinero y cosas así, pero era una vida fácil». A su vuelta a Las Palmas JR ya estaba totalmente dentro de ese ambiente, de ahí a caer en prisión sólo hubo un paso.

--Fui detenido por atentar contra la salud pública, o al menos eso decía la sentencia. Fue por esto del chocolate. Eran otros tiempos, estaba la dictadura dando leña y fumar era un delito muy grave. Si no trabajabas te aplicaban la ley de vagos y maleantes y no tenías escapatoria. Luego lo cambiaron a peligrosidad social, pero entonces fumar era un delito muy fuerte.

Era el año setenta y uno, y JR tenía veintiún años de edad. Hacía seis que se había marchado de casa y aunque regresaba a ella con regularidad no volvió a vivir continuadamente en el hogar familiar. Trabajo había poco, alguna chapuza de vez en cuando que apenas daba para malvivir, y la mayoría de las veces el paro, aunque en el Sur fuese posible echar unas semanas trabajando. Pero JR tampoco es una persona para permanecer atado a un banco o a una oficina. «Amo demasiado mi independencia, es lo que más aprecio: poder hacer lo que quiero, vivir libre, sin rendir cuentas a nadie».

La redada en la que cayó JR fue importante. Con ella se intentó acabar con el tráfico de droga en Las Palmas, en aquella época muy inferior al de ahora. «Caímos un grupo grande de gente, unos ciento y pico tíos. También entraron extranjeros, que eran quienes traían droga dura. Cogieron gente de muy distintos sitios y procedencias, gente que a lo mejor se había visto una vez, pero que nunca habían tenido tratos entre sí en muchos casos. De ellos eligieron a los once que consideraron más importantes y les colgaron el mochuelo. Algunos escaparon por menores de edad, aunque tenían más peligrosidad que otros, porque trataban con drogas duras, pero eran hijos de papá y ya se sabe... A mí me cogieron y me pusieron como intermediario, facilitador del consumo, pero fue un error mío. Yo creía que lo peor era fumar, y por eso dije que lo que me habían cogido lo tenía para dárselo a un amigo, que me lo había dado otro. Hasta a la Policía les oí decir: “Se quiere salvar y lo que está haciendo es perjudicarse”. Ellos sabían que lo estaba haciendo mal, que me estaba cargando más culpa de la que me correspondía, sin embargo, me hicieron firmar la declaración como cierta. Me salieron seis años y un día, de los que cumplí más de tres».

La cárcel hizo el resto. Las largas horas de tedio en las galerías; ese continuo ir y venir por los patios a una velocidad que podría parecer excesiva para quien no tiene otra cosa que hacer en todo el día; la falta de talleres, de lecturas, de entretenimientos; la convivencia con compañeros que tiene mucha más experiencia, todo ello confluye en un adoctrinamiento del recluso, en un aprendizaje de las normas de uno de los oficios más antiguos del mundo: delinquir.

De aquellos tiempos en la cárcel JR recuerda que fueron duros. La prisión de Barranco Seco era vieja, incómoda, sin acondicionar en unos años en que las cárceles españolas se veían con una sobrecarga especial de presos políticos. JR coincidió con algunos, aunque apenas podía hablarles. «Veíamos a los presos políticos, pero teníamos poco contacto con ellos. Salían a pasear a distinta hora que nosotros, y cuando los vigilantes nos veían acercarnos a ellos nos echaban una bronca». De la reforma penitenciaria que ahora está en marcha no habla demasiado: «Si sueltan a los presos para que sigan haciendo lo mismo que estaban haciendo, qué duda cabe que volverán. Es lógico. Muchos no querrán seguir fuera de la ley, pero no tendrán más remedio. Con el paro que hay ¿quién va a dar trabajo a un expresidiario? Hay que hacer las cosas, pero más a fondo».

El mundo de JR se encierra en su barrio, un espacio físico delimitado por el mar, la calle Fernando Guanarteme, la calle Churruca y, como muy lejos, el cine Astoria, límite de una zona de la ciudad donde se vive una extraña mescolanza en la que se juntan el mundo del turismo y el de la marginación. Junto a las claras arenas playeras, bajo el mismo sol que achicharra a turistas y nativos, se extienden unas cuantas calles en las que se multiplican clubs, cabarets, restaurantes, bares, tiendas, pensiones, hoteles y apartamentos, en el que florece la marginación y al que acuden clientes de todos los rincones de la ciudad a comprar unos gramos de hachís o un paquete de marihuana.

--El que pasa por esta zona y no sabe de qué va no se da cuenta a veces de lo que se sucede, de cuál es la movida. El que vive aquí ya se ha acostumbrado, son muchos los años que la zona se dedica a estas cosas, a la droga y a la prostitución, y acaban por acostumbrarse. El extranjero --y llamo extranjero a cualquiera que no es del barrio, sea de otro país, de la Península o de otro lugar de las Palmas que no esté acostumbrado a pasar por aquí-- sí que se asombra. Le sorprende ver a un travestí medio desnudo en medio de la calle, pero eso es algo que sucede en todas partes, si vas al muelle grande es peor.

Entra en un bar y todo el mundo le conoce. Toma una cerveza o un café mientras charlamos; a veces un whisky, aunque no es un gran bebedor. Habla despacio, pensando las cosas, dándoles cien vueltas, matizándolas, como si no estuviera seguro de dejar las ideas bien claras y quisiera que todo quedara correcto. Se mueve de un sitio a otro con la ligereza de quien conoce bien el terreno. A veces se acerca alguien a preguntarle que si tiene algo, y él le da el chocolate que le solicitan. A veces en barras de algo más de un gramo, a veces también, cuando la cantidad es más grande, cortándolo directamente de un huevo a una rueda que puede tener un cuarto de kilo con un cuchillo calentado al fuego. Para esto último sube a su casa, pero normalmente está en la calle, en los bares donde la gente sabe que puede encontrarlo. Es todo el día la misma rutina, apenas un momento de descanso para salir a la playa, aunque siempre breve, porque si llega un cliente debe encontrarlo en su sitio.

Se desarrolla una estrecha intimidad entre el vendedor o proveedor y el cliente, confían mutuamente uno en el otro y el trato continuado acaba por convertirse en complicidad amistosa. El cliente sabe que no le va a dejar tirado en un momento de necesidad, aunque entre los que consumen chocolate no se dan casos de grandes y desesperadas adiciones. «Con otras cosas sí, con las pastillas o los ácidos sí hay mucha dependencia, y te encuentras a la gente como desesperada por encontrar algo, pero con el chocolate o la hierba no es lo mismo. Si falta alguna vez te preguntan, quizás van a otro sitio a probar, pero si no hay no pasa nada, se espera unos días y se vuelve cuando ya ha llegado material nuevo». El cliente tiene que saber mantener el secreto de quien le provee.

Lo que más se vende es chocolate, que suele llegar de muy diferente forma y por diversos conductos, desde huevos o tortas de alrededor de un cuarto de kilo, hasta pequeñas bolas de poco más de seis gramos que se traen, hasta un cuarto de kilo, introducidas en el recto desde Marruecos y otros países africanos. «La hierba apenas se consume, se vende muy poco. Hay días que tiran más las pastillas (Minilib y otras marcas), que tienen el efecto de darte alegría y marcha, quizás por eso cuando más se venden son los sábados y las vísperas de fiesta. Además, las pastillas pueden ser fatales si se toman todos los días, aunque hay quien lo hace, pero suelen estar muy colgados. También hay quien pide ácido (LSD), que es un toque parecido al de las pastillas».

A JR le compra droga todo tipo de gente, desde honorables ejecutivos de empresas importantes, que acuden a por unos gramos para una fiesta o para su propio consumo diario, hasta travestis y prostitutas, que suelen comprar pequeñas cantidades diarias. Hay jóvenes de edad temprana, aunque a JR no le gusta demasiado tratar con ellos, «porque son muy jóvenes y, además, muy poco serios», y también acuden turistas recién llegados, que la primera vez se acercan preguntando a las personas a las que ven cara de fumadores, y que luego suelen repetir antes de que se acaben las vacaciones. «La droga se venía vendiendo desde hace mucho tiempo, lo que pasa es que con Franco estaba todo muy escondido, hoy sale más a la luz pública, aunque todavía hay gente que tiene cuidado. Otros se lo toman de distinta manera. Hay una mujer, por ejemplo, que es ya mayor, tendrá como unos sesenta años, y no lo compra para ella, sino para sus hijos, que a veces le hacen trabajos en la casa y ella viene a llevarse un gramito que se hagan unos cuantos canutos y trabajen más a gusto».

La mayoría de los compradores que no son del barrio van a él solo a por la droga y una vez conseguida regresas a sus casas, a sus ambientes naturales, donde la consumen para volver de nuevo una semana después a por más. JR sabe, incluso, las fechas aproximadas en que se les va a terminar a ciertos clientes lo que compraron, y no suele fallar sobre los días en que volverán a aparecer por el barrio para comprar otros cinco talegos (un talego: mil pesetas) de chocolate del moro.

No siempre él chocolate que venden es bueno, depende de las circunstancias. El mejor es el afgano, pero también se cotizan bien los libaneses y nepaleses. A veces es posible comprar un doble cero, la máxima calidad; que hace visitar las nubes a los compradores, pero la mayoría de las ocasiones son calidades más comunes. «Los barcos vienen de cualquier sitio, de Europa o del Líbano, pero cuando es bueno de verdad no dejan nada, lo llevan a Estados Unidos, que es un mercado más grande y paga mejor. Aquí se hacen negocios de menor escala, aunque hay organizaciones más o menos estructuradas qué se encargan de enviar gente a los mercados africanos para traer material. Son grupos de gente que tienen organizada su pequeña red de ventas y planifican todo el negocio, los viajes, los sitios de compra y la distribución. Si llegan diez kilos suelen venderse enseguida». La diferencia de precio entre un hachís de buena calidad y otro inferior suele ser grande, a veces doblan el precio, aunque es normal que se hagan mezclas de material bueno con sobrante de peor calidad que de esta forma tiene salida más rápida. JR afirma que el revendedor viene a sacar lo mismo vendiendo una clase u otra, aunque, naturalmente, cuando es de buena calidad se lo quitan de las manos.

Mientras que estamos grabando con el magnetofón llega un distribuidor que deja a JR una rueda de casi trescientos gramos. Es una buena cantidad y, además, según parece, de excelente calidad. JR hace un porro de prueba y lo pasa. «La verdad es que yo empecé con esto porque me gustaba invitar, luego es cuando vi que podía vivir de ello», comenta. El visitante y JR hablan un momento de negocios y luego seguimos nuestra conversación: «No hay peligro, la gente se suele conocer toda, se han ido escogiendo de aquí y de allá, personas que se sabe que son competentes y fuertes y saben callar si hay algún contratiempo y tienen qué cargar ellos con el asunto. Eso ya se sabe, está preparado así y así tiene que ser».

Las cantidades de droga que se venden cada día son muy dispares, los fines de semana se lanza la demanda, probablemente porque los probos empleados de honorables instituciones y empresas se preparan para el «partie» en la playa o la fiesta en la discoteca. Un sábado, un solo vendedor puede llegar a colocar hasta cincuenta mil pesetas, lo que, a setecientas pesetas el gramo, hace una cantidad aproximada de unos setenta gramos y unos doscientos cincuenta o trescientos porros. Claro está, que hay muchos vendedores.

El precio de la droga aumenta considerablemente entre el punto de compra y el de venta. Un kilo de hachís, que en Ketama puede costar setenta mil pesetas, se vende en Las Palmas por setecientas mil, lo que da una importante ganancia, aunque hay que apuntar muchas partidas de gastos, viajes y transportes, primas, comisiones y revendedores. Queda de todas formas un buen pellizco, del que el vendedor callejero no se lleva la parte más grande.

Otro tema que preocupa a JR es la legalización: «Debería haberse hecho ya --dice-- esto de la despenalización es un lío, porque ahora no te detienen por fumarlo, pero si por venderlo, y ¿podría alguien decirme cómo se va a fumar si no se vende? Igual quieren que vaya cada comprador a África para traerse su ración. Con eso, desde luego, no se ayuda a nadie, porque la gente va a seguir fumando y alguien tiene que venderlo. Si yo lo vendo es porque alguien me lo compra, de lo contrario este trabajo no existiría. Llegará un día que lo legalicen, seguramente cuando se decida a hacerlo algún país de los grandes, Estados Unidos, por ejemplo».

La casa donde vive JR es pequeña, una habitación apenas, en uno de esos edificios de apartamentos familiares llenos de veraneantes que cuelgan las toallas a secar del balcón, soldados que utilizan el apartamento como picadero o sitio para cambiarse de ropa, alguna prostituta y algún travestí. Las escaleras están desgastadas por el tiempo y sobre la pared aparecen escritos similares a los de tantos otros lugares iguales, desde apasionados llamados de amor hasta poesías obscenas y números de teléfono pidiendo contactos. Un oscuro y corto pasillo se abre detrás de la puerta de madera. A la izquierda, un pequeño servicio, después una minúscula cocina de gas y al fondo un cuarto con una cama y una televisión que casi siempre está encendida. Por el suelo revistas y tebeos, en las paredes una decoración con un punto de coquetería femenina en los adornos, fotos y recuerdos.

Uno se pregunta si viviendo en este mundo tan cerrado, un pequeño apartamento inundado de personas, es posible preocuparse por lo que sucede en el mundo exterior. «Claro que me interesa --dice JR-- me gusta saber lo que pasa fuera de este mundo, en el país, en el resto del planeta. Yo estoy pendiente de todo y me preocupo por ello».

--¿Has pensado alguna vez en la felicidad, el matrimonio, todo eso?

--Desde pequeño nunca me gustó la idea del matrimonio, no me acuerdo por qué, pero era así, y luego he ido creciendo y siguiendo pensando lo mismo.

--Pero tú vives en pareja.

--Sí, pero no es lo mismo que estar casado. Crea los mismos problemas, es cierto, pero al menos tienes la ventaja de que se puede dejar cuando se quiere. Si me hubiera casado estaría divorciado al menos veinte veces.

--¿Crees en el futuro desde aquí, desde esta vida, desde esta casa, desde este barrio, desde este trabajo?

--Mira, yo lo he pasado mal, mal, muy mal... De pasar hambre y no poder comer, y dormir en una acequia que te despiertas por la mañana dándote el sol, cubierto de moscas y mosquitos y con las ratas alrededor, todo el día escondiéndome. Lo he pasado mal, sé que viví demasiado rápidamente mi vida y ahora, la verdad, no sé lo que espero. Sólo tengo la idea de que me sale una quiniela o la lotería y me hago millonario. Trabajando nadie sale de rico. Trabajo no hay, por otro lado; pero tampoco me gustaría estar aquí toda la vida, hay que coger el retiro, que así tampoco se vive bien. Aunque, la verdad, poco puedo esperar, sólo un golpe de suerte.

Una vida pequeña, en una casa pequeña y un barrio pequeño, con un trabajo que da para vivir y nada más, siempre entre la misma gente, hablando de lo mismo y haciendo los mismos gestos. JR, que a pesar de sus iniciales no se parece en nada al millonario de «Dallas», es más bien un personaje duro y tierno a la vez, como de una novela de Giovanni, con apariencia de tener un extraño sentido de la amistad y de la honradez, por extraño que pueda parecer a quienes piensan que las virtudes de los seres humanos están reservadas a quienes cumplen los mandamientos y las leyes divinas y humanas. «Para mí la ley es la ley, algo que hay que cumplir porque si no la vida sería una guerra a muerte. Claro, que hay cosas que no hacen mal a nadie...».

Mientras bajamos por la escalera se cruzan con nosotros dos soldados, se han desabrochado la camisa al comenzar a subir y ahora tienen ya aspecto de agotados. Quizás van en busca de algo de chocolate, quién sabe si les hará olvidar por unas horas que están lejos de casa.



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