JR. De profesión: Camello
DIARIO DE LAS PALMAS. 8 AGOSTO 1983
A pesar de las
iniciales que ha escogido, JR no se parece en nada al malvado protagonista de
la serie televisiva, podría ser más bien el protagonista de una novela de José
Giovanni: no demasiado alto, recio, de fuerte contextura y brazos musculosos,
el pelo castaño le cae sobre una cara que podría haber sido inocente de no
tener un extraño gesto de dureza que, probablemente, le ha conferido la vida.
Si estuviera del lado de la Ley, podría ser un Sam Spade o un Philip Marlowe,
pero a JR le ha tocado moverse en ese filo de la navaja que linda con el lado
peligroso de la vida.
Es uno de tantos
vendedores de droga como hay en Las Palmas, una profesión que ha proliferado en
los últimos años al ritmo creciente al que se multiplicaban los clientes. Es
una profesión, si es que así se puede llamar al trabajo clandestino de la venta
de hachís y marihuana, en la que pronto se han metido los más variados tipos de
gentes, desde licenciados en paro hasta maleantes habituales, desde jóvenes de
buena familia, que buscan en la reventa un ingreso extra fácilmente ganado,
hasta carne de cañón que no encuentra otro método de sobrevivir. Son, en la
mayoría de los casos, gentes que viven en la marginación, aunque ellos
encuentren que es un medio de ganarse la vida como cualquier otro.
--Hombre, yo esto de vender droga lo veo
normal, según y cómo se mire --dice JR, mirándose las manos mientras habla
con la vista agachada--. Claro, que uno
está siempre al margen como quien dice, con un pie en un sitio y el otro al
lado opuesto de la línea. Pero es normal, en el sentido en que se parece a otro
trabajo cualquiera. La vida te la tienes que buscar de alguna forma, igual así
que lavando coches en la calle. Para esto hay que tener medios y valer,
naturalmente, cualquiera no se puede meter en un negocio como éste ni en esta
vida tampoco
JR ronda la
mitad de la treintena, y en su rostro ha quedado marcado un camino que no ha
sido precisamente fácil. «Francamente, yo
nunca hubiera creído que iba a acabar aquí. La verdad es que no sé que hubiera
hecho en la vida. De pequeño me gustaba dibujar, y en el colegio me decían que
lo hacía bien, incluso fui a una escuela, pero no servía para estar copiando
siempre la misma maqueta con las mismas frutas encima. Lo dejé».
Se fue de casa
muy joven, con apenas quince años. No se sabe si recuerda con nostalgia aquella
época. «En aquel tiempo, como era tan
joven, salí de casa un poco a la aventura, me tropecé con una cantidad de cosas
increíbles, y todas eran nuevas para mi, estaba empezando a vivir». El
viaje fue con otro amigo y una muchacha. Un viaje a la Península intentando
encontrar trabajo. A la costa, donde el boom turístico estaba creando nuevos
puestos de empleo y también un submundo alrededor de los centros de turismo que
pronto se convertiría en un centro de tráfico y delincuencia. Un mundo fácil,
especialmente para jóvenes que se dejaran caer por el tobogán. «Trabajamos un par de meses en la hostelería,
pero era más fácil ligar a las extranjeras y nos pasamos. Salimos a trabajar,
es cierto, pero luego ya no era tan fácil encontrar trabajo y, en cambio, otras
cosas sí que resultaban al alcance de la mano. Se acabó el dinero al llegar al
límite y caímos en Torremolinos».
--¿Fumabas ya en
la época en que dejaste Las Palmas?
--Sí, ya había empezado. Era como el año
sesenta y cinco, en aquel tiempo lo que había en Las Palmas era hierba, en el
sector del Puerto, kíffi y hierba en la zona de Lugo, y también fue famosa la
calle Pamochamoso, cuando venía un barco que se llamaba «La Aureola», que traía
muy buena hierba. Cuando llegaba era todo el mundo alucinado por ahí. Pero
después cortaban la hierba, comenzó a escasear, y empezó a entrar el chocolate,
el hachís.
Torremolinos, en
los años sesenta era la capital del desarrollo turístico inventado por Fraga.
El centro donde propios y extraños se asombraban de los adelantos europeos, del
poder adquisitivo de los turistas y de su desvergüenza e inmoralidad en la
playa o en su vida cotidiana. Con la llegada de los turistas se abrieron
tiendas, restaurantes, boutiques y cabarets, pero también se dio paso a un tipo
de vida fácil que atraía como moscas a jóvenes de toda España. «Fue mucha gente. De aquí de Canarias, por
ejemplo, sin ponerse de acuerdo unos con otros, pero nos encontramos allí, en
las calles de Torremolinos».
Era también el
momento de un cierto boom económico. El dinero podía entrar fácilmente en
ciertas ocasiones, y una de ellas era participar en ese mundo que se formaba
alrededor de la «jet-society» turística. Chicos y chicas jovencísimos podían
mezclarse con nombres importantes de los negocios, del espectáculo. Gente que
buscaba diversión barata a nivel europeo. «Aquello
fue un infierno --y ríe JR al contarlo, como si, a la vez, el infierno
hubiera tenido alguna escapada hacia los juegos y la diversión--. Todo el mundo habla de aquella generación,
no sé si habrá otra igual. Torremolinos
atraía a mucha gente. Había escándalos,
gente a la que perseguía la Policía por la calle, o un loco rompiendo una
vitrina y lanzándose con un gran mazo contra la gente. Era muy violento y había
también mucho turismo. Había muchas fiestas, gente rara que comenzó una época
con nuevas modas y nuevas costumbres. Allí no sólo se fumaba, se tomaba de
todo; ácido, LSD, caballo, de todo. Yo nunca llegué a esos extremos de
pincharme y tomar de todo. Lo probé, claro, pero no me llamó la atención.
Un ambiente así
habría de causar un gran efecto en el ánimo de un muchacho recién salido de
Canarias en el momento de pasar de la adolescencia a la madurez. «Estuve ocho meses y fue una temporada muy
loca. Yo tenía una carrera terrible en muchos aspectos, allí se abrían muchas
puertas si se sabía aprovechar. Claro que otras no eran tan fácil, había sitios
donde no se podía pasar por falta de dinero y cosas así, pero era una vida
fácil». A su vuelta a Las Palmas JR ya estaba totalmente dentro de ese
ambiente, de ahí a caer en prisión sólo hubo un paso.
--Fui detenido por atentar contra la salud
pública, o al menos eso decía la sentencia. Fue por esto del chocolate. Eran
otros tiempos, estaba la dictadura dando leña y fumar era un delito muy grave.
Si no trabajabas te aplicaban la ley de vagos y maleantes y no tenías
escapatoria. Luego lo cambiaron a peligrosidad social, pero entonces fumar era
un delito muy fuerte.
Era el año
setenta y uno, y JR tenía veintiún años de edad. Hacía seis que se había
marchado de casa y aunque regresaba a ella con regularidad no volvió a vivir
continuadamente en el hogar familiar. Trabajo había poco, alguna chapuza de vez
en cuando que apenas daba para malvivir, y la mayoría de las veces el paro,
aunque en el Sur fuese posible echar unas semanas trabajando. Pero JR tampoco
es una persona para permanecer atado a un banco o a una oficina. «Amo demasiado mi independencia, es lo que
más aprecio: poder hacer lo que quiero, vivir libre, sin rendir cuentas a nadie».
La redada en la
que cayó JR fue importante. Con ella se intentó acabar con el tráfico de droga
en Las Palmas, en aquella época muy inferior al de ahora. «Caímos un grupo grande de gente, unos ciento y pico tíos. También
entraron extranjeros, que eran quienes traían droga dura. Cogieron gente de muy
distintos sitios y procedencias, gente que a lo mejor se había visto una vez,
pero que nunca habían tenido tratos entre sí en muchos casos. De ellos
eligieron a los once que consideraron más importantes y les colgaron el
mochuelo. Algunos escaparon por menores de edad, aunque tenían más peligrosidad
que otros, porque trataban con drogas duras, pero eran hijos de papá y ya se
sabe... A mí me cogieron y me pusieron como intermediario, facilitador del
consumo, pero fue un error mío. Yo creía que lo peor era fumar, y por eso dije
que lo que me habían cogido lo tenía para dárselo a un amigo, que me lo había
dado otro. Hasta a la Policía les oí decir: “Se quiere salvar y lo que está
haciendo es perjudicarse”. Ellos sabían que lo estaba haciendo mal, que me
estaba cargando más culpa de la que me correspondía, sin embargo, me hicieron
firmar la declaración como cierta. Me salieron seis años y un día, de los que
cumplí más de tres».
La cárcel hizo
el resto. Las largas horas de tedio en las galerías; ese continuo ir y venir por
los patios a una velocidad que podría parecer excesiva para quien no tiene otra
cosa que hacer en todo el día; la falta de talleres, de lecturas, de
entretenimientos; la convivencia con compañeros que tiene mucha más
experiencia, todo ello confluye en un adoctrinamiento del recluso, en un
aprendizaje de las normas de uno de los oficios más antiguos del mundo:
delinquir.
De aquellos
tiempos en la cárcel JR recuerda que fueron duros. La prisión de Barranco Seco
era vieja, incómoda, sin acondicionar en unos años en que las cárceles
españolas se veían con una sobrecarga especial de presos políticos. JR
coincidió con algunos, aunque apenas podía hablarles. «Veíamos a los presos políticos, pero teníamos poco contacto con ellos.
Salían a pasear a distinta hora que nosotros, y cuando los vigilantes nos veían
acercarnos a ellos nos echaban una bronca». De la reforma penitenciaria que
ahora está en marcha no habla demasiado: «Si
sueltan a los presos para que sigan haciendo lo mismo que estaban haciendo, qué
duda cabe que volverán. Es lógico. Muchos no querrán seguir fuera de la ley,
pero no tendrán más remedio. Con el paro que hay ¿quién va a dar trabajo a un
expresidiario? Hay que hacer las cosas, pero más a fondo».
El mundo de JR
se encierra en su barrio, un espacio físico delimitado por el mar, la calle
Fernando Guanarteme, la calle Churruca y, como muy lejos, el cine Astoria,
límite de una zona de la ciudad donde se vive una extraña mescolanza en la que
se juntan el mundo del turismo y el de la marginación. Junto a las claras arenas
playeras, bajo el mismo sol que achicharra a turistas y nativos, se extienden unas
cuantas calles en las que se multiplican clubs, cabarets, restaurantes, bares,
tiendas, pensiones, hoteles y apartamentos, en el que florece la marginación y
al que acuden clientes de todos los rincones de la ciudad a comprar unos gramos
de hachís o un paquete de marihuana.
--El que pasa por esta zona y no sabe de qué
va no se da cuenta a veces de lo que se sucede, de cuál es la movida. El que
vive aquí ya se ha acostumbrado, son muchos los años que la zona se dedica a
estas cosas, a la droga y a la prostitución, y acaban por acostumbrarse. El
extranjero --y llamo extranjero a cualquiera que no es del barrio, sea de otro
país, de la Península o de otro lugar de las Palmas que no esté acostumbrado a
pasar por aquí-- sí que se asombra. Le sorprende ver a un travestí medio
desnudo en medio de la calle, pero eso es algo que sucede en todas partes, si
vas al muelle grande es peor.
Entra en un bar y todo el mundo le conoce. Toma una cerveza o un café mientras charlamos; a veces un whisky, aunque no es un gran bebedor. Habla despacio, pensando las cosas, dándoles cien vueltas, matizándolas, como si no estuviera seguro de dejar las ideas bien claras y quisiera que todo quedara correcto. Se mueve de un sitio a otro con la ligereza de quien conoce bien el terreno. A veces se acerca alguien a preguntarle que si tiene algo, y él le da el chocolate que le solicitan. A veces en barras de algo más de un gramo, a veces también, cuando la cantidad es más grande, cortándolo directamente de un huevo a una rueda que puede tener un cuarto de kilo con un cuchillo calentado al fuego. Para esto último sube a su casa, pero normalmente está en la calle, en los bares donde la gente sabe que puede encontrarlo. Es todo el día la misma rutina, apenas un momento de descanso para salir a la playa, aunque siempre breve, porque si llega un cliente debe encontrarlo en su sitio.
Lo que más se
vende es chocolate, que suele llegar de muy diferente forma y por diversos
conductos, desde huevos o tortas de alrededor de un cuarto de kilo, hasta
pequeñas bolas de poco más de seis gramos que se traen, hasta un cuarto de kilo,
introducidas en el recto desde Marruecos y otros países africanos. «La hierba apenas se consume, se vende muy
poco. Hay días que tiran más las pastillas (Minilib y otras marcas), que tienen
el efecto de darte alegría y marcha, quizás por eso cuando más se venden son
los sábados y las vísperas de fiesta. Además, las pastillas pueden ser fatales
si se toman todos los días, aunque hay quien lo hace, pero suelen estar muy
colgados. También hay quien pide ácido (LSD), que es un toque parecido al de
las pastillas».
A JR le compra
droga todo tipo de gente, desde honorables ejecutivos de empresas importantes,
que acuden a por unos gramos para una fiesta o para su propio consumo diario,
hasta travestis y prostitutas, que suelen comprar pequeñas cantidades diarias.
Hay jóvenes de edad temprana, aunque a JR no le gusta demasiado tratar con
ellos, «porque son muy jóvenes y, además,
muy poco serios», y también acuden turistas recién llegados, que la primera
vez se acercan preguntando a las personas a las que ven cara de fumadores, y
que luego suelen repetir antes de que se acaben las vacaciones. «La droga se venía vendiendo desde hace mucho
tiempo, lo que pasa es que con Franco estaba todo muy escondido, hoy sale más a
la luz pública, aunque todavía hay gente que tiene cuidado. Otros se lo toman
de distinta manera. Hay una mujer, por ejemplo, que es ya mayor, tendrá como
unos sesenta años, y no lo compra para ella, sino para sus hijos, que a veces
le hacen trabajos en la casa y ella viene a llevarse un gramito que se hagan
unos cuantos canutos y trabajen más a gusto».
La mayoría de
los compradores que no son del barrio van a él solo a por la droga y una vez
conseguida regresas a sus casas, a sus ambientes naturales, donde la consumen
para volver de nuevo una semana después a por más. JR sabe, incluso, las fechas
aproximadas en que se les va a terminar a ciertos clientes lo que compraron, y
no suele fallar sobre los días en que volverán a aparecer por el barrio para
comprar otros cinco talegos (un talego: mil pesetas) de chocolate del moro.
No siempre él
chocolate que venden es bueno, depende de las circunstancias. El mejor es el
afgano, pero también se cotizan bien los libaneses y nepaleses. A veces es
posible comprar un doble cero, la máxima calidad; que hace visitar las nubes a
los compradores, pero la mayoría de las ocasiones son calidades más comunes. «Los barcos vienen de cualquier sitio, de
Europa o del Líbano, pero cuando es bueno de verdad no dejan nada, lo llevan a
Estados Unidos, que es un mercado más grande y paga mejor. Aquí se hacen
negocios de menor escala, aunque hay organizaciones más o menos estructuradas
qué se encargan de enviar gente a los mercados africanos para traer material.
Son grupos de gente que tienen organizada su pequeña red de ventas y planifican
todo el negocio, los viajes, los sitios de compra y la distribución. Si llegan
diez kilos suelen venderse enseguida». La diferencia de precio entre un
hachís de buena calidad y otro inferior suele ser grande, a veces doblan el
precio, aunque es normal que se hagan mezclas de material bueno con sobrante de
peor calidad que de esta forma tiene salida más rápida. JR afirma que el
revendedor viene a sacar lo mismo vendiendo una clase u otra, aunque,
naturalmente, cuando es de buena calidad se lo quitan de las manos.
Mientras que
estamos grabando con el magnetofón llega un distribuidor que deja a JR una
rueda de casi trescientos gramos. Es una buena cantidad y, además, según
parece, de excelente calidad. JR hace un porro de prueba y lo pasa. «La verdad es que yo empecé con esto porque
me gustaba invitar, luego es cuando vi que podía vivir de ello», comenta.
El visitante y JR hablan un momento de negocios y luego seguimos nuestra
conversación: «No hay peligro, la gente
se suele conocer toda, se han ido escogiendo de aquí y de allá, personas que se
sabe que son competentes y fuertes y saben callar si hay algún contratiempo y
tienen qué cargar ellos con el asunto. Eso ya se sabe, está preparado así y así
tiene que ser».
Las cantidades
de droga que se venden cada día son muy dispares, los fines de semana se lanza
la demanda, probablemente porque los probos empleados de honorables
instituciones y empresas se preparan para el «partie» en la playa o la fiesta
en la discoteca. Un sábado, un solo vendedor puede llegar a colocar hasta
cincuenta mil pesetas, lo que, a setecientas pesetas el gramo, hace una
cantidad aproximada de unos setenta gramos y unos doscientos cincuenta o
trescientos porros. Claro está, que hay muchos vendedores.
El precio de la
droga aumenta considerablemente entre el punto de compra y el de venta. Un kilo
de hachís, que en Ketama puede costar setenta mil pesetas, se vende en Las
Palmas por setecientas mil, lo que da una importante ganancia, aunque hay que
apuntar muchas partidas de gastos, viajes y transportes, primas, comisiones y
revendedores. Queda de todas formas un buen pellizco, del que el vendedor
callejero no se lleva la parte más grande.
Otro tema que
preocupa a JR es la legalización: «Debería
haberse hecho ya --dice-- esto de la
despenalización es un lío, porque ahora no te detienen por fumarlo, pero si por
venderlo, y ¿podría alguien decirme cómo se va a fumar si no se vende? Igual
quieren que vaya cada comprador a África para traerse su ración. Con eso, desde
luego, no se ayuda a nadie, porque la gente va a seguir fumando y alguien tiene
que venderlo. Si yo lo vendo es porque alguien me lo compra, de lo contrario
este trabajo no existiría. Llegará un día que lo legalicen, seguramente cuando
se decida a hacerlo algún país de los grandes, Estados Unidos, por ejemplo».
La casa donde
vive JR es pequeña, una habitación apenas, en uno de esos edificios de
apartamentos familiares llenos de veraneantes que cuelgan las toallas a secar
del balcón, soldados que utilizan el apartamento como picadero o sitio para
cambiarse de ropa, alguna prostituta y algún travestí. Las escaleras están
desgastadas por el tiempo y sobre la pared aparecen escritos similares a los de
tantos otros lugares iguales, desde apasionados llamados de amor hasta poesías
obscenas y números de teléfono pidiendo contactos. Un oscuro y corto pasillo se
abre detrás de la puerta de madera. A la izquierda, un pequeño servicio,
después una minúscula cocina de gas y al fondo un cuarto con una cama y una
televisión que casi siempre está encendida. Por el suelo revistas y tebeos, en
las paredes una decoración con un punto de coquetería femenina en los adornos,
fotos y recuerdos.
Uno se pregunta
si viviendo en este mundo tan cerrado, un pequeño apartamento inundado de
personas, es posible preocuparse por lo que sucede en el mundo exterior. «Claro que me interesa --dice JR-- me gusta saber lo que pasa fuera de este
mundo, en el país, en el resto del planeta. Yo estoy pendiente de todo y me
preocupo por ello».
--¿Has pensado
alguna vez en la felicidad, el matrimonio, todo eso?
--Desde pequeño nunca me gustó la idea del
matrimonio, no me acuerdo por qué, pero era así, y luego he ido creciendo y
siguiendo pensando lo mismo.
--Pero tú vives
en pareja.
--Sí, pero no es lo mismo que estar casado.
Crea los mismos problemas, es cierto, pero al menos tienes la ventaja de que se
puede dejar cuando se quiere. Si me hubiera casado estaría divorciado al menos
veinte veces.
--¿Crees en el
futuro desde aquí, desde esta vida, desde esta casa, desde este barrio, desde
este trabajo?
--Mira, yo lo he pasado mal, mal, muy mal...
De pasar hambre y no poder comer, y dormir en una acequia que te despiertas por
la mañana dándote el sol, cubierto de moscas y mosquitos y con las ratas
alrededor, todo el día escondiéndome. Lo he pasado mal, sé que viví demasiado
rápidamente mi vida y ahora, la verdad, no sé lo que espero. Sólo tengo la idea
de que me sale una quiniela o la lotería y me hago millonario. Trabajando nadie
sale de rico. Trabajo no hay, por otro lado; pero tampoco me gustaría estar
aquí toda la vida, hay que coger el retiro, que así tampoco se vive bien.
Aunque, la verdad, poco puedo esperar, sólo un golpe de suerte.
Una vida
pequeña, en una casa pequeña y un barrio pequeño, con un trabajo que da para
vivir y nada más, siempre entre la misma gente, hablando de lo mismo y haciendo
los mismos gestos. JR, que a pesar de sus iniciales no se parece en nada al
millonario de «Dallas», es más bien un personaje duro y tierno a la vez, como
de una novela de Giovanni, con apariencia de tener un extraño sentido de la
amistad y de la honradez, por extraño que pueda parecer a quienes piensan que
las virtudes de los seres humanos están reservadas a quienes cumplen los
mandamientos y las leyes divinas y humanas. «Para mí la ley es la ley, algo que hay que cumplir porque si no la vida
sería una guerra a muerte. Claro, que hay cosas que no hacen mal a nadie...».
Mientras bajamos
por la escalera se cruzan con nosotros dos soldados, se han desabrochado la camisa
al comenzar a subir y ahora tienen ya aspecto de agotados. Quizás van en busca
de algo de chocolate, quién sabe si les hará olvidar por unas horas que están
lejos de casa.
Otros Retratos de Las Palmas:
Otros Retratos de Las Palmas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario