miércoles, 3 de julio de 2013

Canciones con...

“Doña Rosita”. Una canción con Adolfo Celdrán (1969)


 
1968. Ignacio Fernandez Toca mostrando a sus compañeros de Canción del  Pueblo
la adaptación de No Nos Moveran que acababa de hacer.
Cabeza de espaldas: Anselmo Cano. De frente, Elisa Serna flautista, Carmina Álvarez
y un Adolfo Celdrán desbigotado.
La mano que fuma podría haber sido la mía, si no fuera porque por aquel entonces no  fumaba.




Cuánto hará que conozco a Adolfo Celdrán que aún no llevaba bigote. Él, porque yo cantaba ya por aquel entonces aquello de tres pelos tiene mi barba, mi barba tiene tres pelos.

Noviembre de 1967 fue un mes relativamente tranquilo en un año que, aparte de ser el que precedió a los múltiples mayos del siguiente, fue el del nacimiento en Madrid, un año después que en Barcelona, del Sindicato Democrático de Estudiantes, que se había hecho con la representatividad estudiantil “legal” en prácticamente todas las Universidades de España, y desde luego en la Escuela de Ingenieros Técnicos Industriales (Peritos cuando aún no había llegado la moda de los nombres rimbombantes) en la que yo estaba matriculado no sé muy bien por qué.

Desde que habíamos copado la delegación de estudiantes, entre las cosas que nos habíamos propuesto estaba en lugar destacado la de promover la cultura progresista y de oposición al régimen, y entre otras cosas nos decidimos a realizar unos disco-forum (que muy bien podría decir que los inventamos nosotros de no ser porque seguro que alguien había hecho antes alguno). Naturalmente, me tocaba darlo a mí, que era el que más discos tenía, aunque todos los compañeros (Yenia, Julio, Paco, Consuelo, Mariano, Gregorio, Joaquín, Luis, Judas…) contribuían a ello. El resultado era que juntábamos una cierta discografía que se puede ver en el recorte que reproduzco de la revista a multicopista que hacíamos en la Escuela, “Cultura Popular”:



Como se puede ver, era una magra lista, sobre todo teniendo en cuenta que no había más de un disco de cada, pero que pese a ello contenía cantantes poco o nada conocidos en España, lo que llamó la atención del pegador de carteles que iba colocando por los centros estudiantiles anuncios del “recitalfolk” que unos días después iban a ofrecer en el instituto Ramiro de Maeztu un grupo de cantantes, todos ellos desconocidos con la excepción de Aute, que ya destacaba, pero que al final no actuó. Se quedó al disco-forum y luego hablamos un rato.

Aquel encuentro totalmente fortuito con Adolfo Celdrán, aparte de ser el comienzo de una gran amistad, que dirían los que se adentran en el desierto, tuvo una importancia fundamental para el devenir de mi dedicación laboral. Yo era por aquel entonces un joven que acababa de cumplir los 19 años y que había empezado a militar en las Juventudes Comunistas un par de años antes, aficionado compulsivo a la lectura y al cine y perpetrador atroz de cositas en renglones cortos que me hubiera gustado que fueran poemas. Además tenía unos cuantos discos porque había descubierto no hacía mucho que la canción servía, cuando menos, para contar y explicar el mundo; ya que no para cambiarlo, que era lo que yo consideraba entonces en un pensamiento que luego se demostró excesivo. Quería escribir, pero jamás había pensado hacerlo sobra música, un camino sorprendente que se me abrió, no obstante, a partir de mi encuentro con Adolfo y las oportunidades que eso me ofreció. De aquello a esto, sólo un paso. Largo.

Además, Adolfo, que me saca cuatro o cinco años, una distancia que con el paso del tiempo se ha reducido, pero que a aquellas edades marcaba categorías, y que además tenía un cerebro organizado de acuerdo a la carrera científica que creo que ya había terminado, tan distinto a mi desordenada mente de autodidacta, se convirtió de manera involuntaria en una especie no tanto de mentor, que sería excesivo y hubiera requerido de su colaboración, como de un involuntario modelo intelectual de referencia. No sigo con el tema para evitar el rubor de ambos.

Aunque luego nuestra amista ha venido marcada por largos paréntesis en la relación, dependiendo de los respectivos sitios de residencia o de los trabajos a que nos hemos dedicado cada uno, en aquellos primeros años, hasta que Adolfo se trasladó a vivir a Alicante, creo que en 1971, estuvimos en un contacto permanente que, al menos para mí, resultó muy enriquecedor. Charlamos todo lo humanamente charlable sobre política, cultura, canción o la vida en general, incluso colaboramos en alguna historia periodística, como la especie de reportaje de investigación anticipado que sobre la construcción de una presa publicamos juntos en Hogar 2000 con la colaboración de su novia, Gloria, y de José María Igual, un amigo común.

Además hicimos dos canciones. Una de ellas la grabó en 1975 en el disco “4.444 veces, por ejemplo” y ahora la cuelgo aquí convertida en vídeo por amor y gracia de ocho fotos y unos dibujitos alusivos. La otra, si era como la recuerdo, bien está en el olvido.

La letra de “Doña Rosita” responde, naturalmente a la admiración que entonces sentía y sigo sintiendo por la obra y la vida de Lorca, cuyas incompletas Obras Completas de Aguilar (sí, aquel mamotreto de papel biblia y tapas de cuero) fue durante largo tiempo uno de mis libros de cabecera durante muchos años, hasta que mi hija decidió heredarlo por anticipado. Hizo bien, no creo que pueda llevarse mucho más. Se trata, es evidente, de un “homenaje”, que nadie sea más pensado y la considere la copia o el plagio que en realidad es, aunque el que sea un plagio confesado desde los mismos títulos de crédito del disco lo convierta tan sólo en pecado venial.

Al escucharla ahora repetidas veces para ponerle los muñequitos descubro un par de motivos que podrían explicar la fascinación que sentía entonces por esa Doña Rosita lorquiana, sola, abandonada e irreductible en su esperanza en la vuelta del amado. Son dos temas que ahora identifico porque me han venido preocupando después toda la vida. En primer lugar, esa caracterización del amor imposible, o mejor aún irrealizable, que realiza Loca en la obra, atracción que se entenderá su confieso que mi mejor historia de amor cinematográfica es la inconclusa entre John Wayne y Vera Miles en “El  hombre que mató a Liberty Balance”. Luego, esa resistencia a rendirse ante lo imposible que, en definitiva, es la esencia del personaje; una pervivencia hasta el final de esa última esperanza irrenunciable que aún me asoma a los ojos de vez en cuando, como al adentrarme un 15 de mayo en una plaza de Sol abarrotada de jóvenes que anunciaban el futuro y que me hace reconocer como verdadero aquello de que también se cantara en los tiempos sombríos. Se cantó y se cantará.

Los que sí me parece que hicieron un trabajo acertadísimo fueron el propio Adolfo y Carlos Montero, responsable de los excelentes arreglos musicales de la grabación. La melodía ligera, casi alegre, y la interpretación desdramatizada de Adolfo son las que confieren carga de profundidad a la canción, favoreciendo, por contraste, la tensión emotiva del tema, que se hubiera podido convertir en melodramático a la primera sobreactuación. La progresión instrumental creada por Carlos, apenas perceptible, contribuye de manera ideal al crecimiento de esa tensión dramática, permitiendo el estallido reivindicativo de la esperanza final. Gracias a ambos.




NOTA: Las fotos, que son inéditas en internet, pertenecen a sendos números de HOGAR 2000 de 1968 y 1969 y a la entrevista que el 30 de agosto de 1969 publicó en DISCÓBOLO Tina Blanco, querida amiga de aquellos tiempos y de estos que aparece en la foto alargadísima, así maquetada originalmente. 




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