“Doña Rosita”. Una canción con Adolfo Celdrán (1969)
Cuánto hará que
conozco a Adolfo Celdrán que aún no llevaba bigote. Él, porque yo cantaba ya
por aquel entonces aquello de tres pelos tiene mi barba, mi barba tiene tres
pelos.
Noviembre de
1967 fue un mes relativamente tranquilo en un año que, aparte de ser el que
precedió a los múltiples mayos del siguiente, fue el del nacimiento en Madrid,
un año después que en Barcelona, del Sindicato Democrático de Estudiantes, que
se había hecho con la representatividad estudiantil “legal” en prácticamente todas
las Universidades de España, y desde luego en la Escuela de Ingenieros Técnicos
Industriales (Peritos cuando aún no había llegado la moda de los nombres
rimbombantes) en la que yo estaba matriculado no sé muy bien por qué.
Desde que
habíamos copado la delegación de estudiantes, entre las cosas que nos habíamos
propuesto estaba en lugar destacado la de promover la cultura progresista y de
oposición al régimen, y entre otras cosas nos decidimos a realizar unos
disco-forum (que muy bien podría decir que los inventamos nosotros de no ser
porque seguro que alguien había hecho antes alguno). Naturalmente, me tocaba
darlo a mí, que era el que más discos tenía, aunque todos los compañeros
(Yenia, Julio, Paco, Consuelo, Mariano, Gregorio, Joaquín, Luis, Judas…)
contribuían a ello. El resultado era que juntábamos una cierta discografía que
se puede ver en el recorte que reproduzco de la revista a multicopista que
hacíamos en la Escuela, “Cultura Popular”:
Como se puede
ver, era una magra lista, sobre todo teniendo en cuenta que no había más de un
disco de cada, pero que pese a ello contenía cantantes poco o nada conocidos en
España, lo que llamó la atención del pegador de carteles que iba colocando por
los centros estudiantiles anuncios del “recitalfolk” que unos días después iban a ofrecer en el instituto Ramiro de Maeztu
un grupo de cantantes, todos ellos desconocidos con la excepción de Aute, que
ya destacaba, pero que al final no actuó. Se quedó al disco-forum y luego
hablamos un rato.
Aquel encuentro
totalmente fortuito con Adolfo Celdrán, aparte de ser el comienzo de una gran
amistad, que dirían los que se adentran en el desierto, tuvo una importancia
fundamental para el devenir de mi dedicación laboral. Yo era por aquel entonces
un joven que acababa de cumplir los 19 años y que había empezado a militar en
las Juventudes Comunistas un par de años antes, aficionado compulsivo a la
lectura y al cine y perpetrador atroz de cositas en renglones cortos que me hubiera
gustado que fueran poemas. Además tenía unos cuantos discos porque había
descubierto no hacía mucho que la canción servía, cuando menos, para contar y
explicar el mundo; ya que no para cambiarlo, que era lo que yo consideraba entonces
en un pensamiento que luego se demostró excesivo. Quería escribir, pero jamás
había pensado hacerlo sobra música, un camino sorprendente que se me abrió, no
obstante, a partir de mi encuentro con Adolfo y las oportunidades que eso me
ofreció. De aquello a esto, sólo un paso. Largo.
Además, Adolfo,
que me saca cuatro o cinco años, una distancia que con el paso del tiempo se ha
reducido, pero que a aquellas edades marcaba categorías, y que además tenía un
cerebro organizado de acuerdo a la carrera científica que creo que ya había
terminado, tan distinto a mi desordenada mente de autodidacta, se convirtió de
manera involuntaria en una especie no tanto de mentor, que sería excesivo y
hubiera requerido de su colaboración, como de un involuntario modelo intelectual
de referencia. No sigo con el tema para evitar el rubor de ambos.
Aunque luego
nuestra amista ha venido marcada por largos paréntesis en la relación,
dependiendo de los respectivos sitios de residencia o de los trabajos a que nos
hemos dedicado cada uno, en aquellos primeros años, hasta que Adolfo se
trasladó a vivir a Alicante, creo que en 1971, estuvimos en un contacto permanente
que, al menos para mí, resultó muy enriquecedor. Charlamos todo lo humanamente
charlable sobre política, cultura, canción o la vida en general, incluso colaboramos
en alguna historia periodística, como la especie de reportaje de investigación
anticipado que sobre la construcción de una presa publicamos juntos en Hogar
2000 con la colaboración de su novia, Gloria, y de José María Igual, un amigo
común.
Además hicimos dos
canciones. Una de ellas la grabó en 1975 en el disco “4.444 veces, por ejemplo”
y ahora la cuelgo aquí convertida en vídeo por amor y gracia de ocho fotos y
unos dibujitos alusivos. La otra, si era como la recuerdo, bien está en el
olvido.
La letra de “Doña
Rosita” responde, naturalmente a la admiración que entonces sentía y sigo
sintiendo por la obra y la vida de Lorca, cuyas incompletas Obras Completas de
Aguilar (sí, aquel mamotreto de papel biblia y tapas de cuero) fue durante
largo tiempo uno de mis libros de cabecera durante muchos años, hasta que mi
hija decidió heredarlo por anticipado. Hizo bien, no creo que pueda llevarse
mucho más. Se trata, es evidente, de un “homenaje”, que nadie sea más pensado y
la considere la copia o el plagio que en realidad es, aunque el que sea un
plagio confesado desde los mismos títulos de crédito del disco lo convierta tan
sólo en pecado venial.
Al escucharla
ahora repetidas veces para ponerle los muñequitos descubro un par de motivos
que podrían explicar la fascinación que sentía entonces por esa Doña Rosita
lorquiana, sola, abandonada e irreductible en su esperanza en la vuelta del
amado. Son dos temas que ahora identifico porque me han venido preocupando
después toda la vida. En primer lugar, esa caracterización del amor imposible,
o mejor aún irrealizable, que realiza Loca en la obra, atracción que se
entenderá su confieso que mi mejor historia de amor cinematográfica es la
inconclusa entre John Wayne y Vera Miles en “El
hombre que mató a Liberty Balance”. Luego, esa resistencia a rendirse
ante lo imposible que, en definitiva, es la esencia del personaje; una
pervivencia hasta el final de esa última esperanza irrenunciable que aún me asoma a los ojos de vez en cuando, como al adentrarme un 15 de mayo en una plaza de Sol abarrotada de jóvenes que anunciaban el futuro y que me hace reconocer como verdadero aquello de que también se cantara en los
tiempos sombríos. Se cantó y se cantará.
Los que sí me
parece que hicieron un trabajo acertadísimo fueron el propio Adolfo y Carlos Montero, responsable de los excelentes arreglos musicales de la grabación. La
melodía ligera, casi alegre, y la interpretación desdramatizada de Adolfo son
las que confieren carga de profundidad a la canción, favoreciendo, por
contraste, la tensión emotiva del tema, que se hubiera podido convertir en
melodramático a la primera sobreactuación. La progresión instrumental creada
por Carlos, apenas perceptible, contribuye de manera ideal al crecimiento de
esa tensión dramática, permitiendo el estallido reivindicativo de la esperanza
final. Gracias a ambos.
NOTA: Las fotos, que son inéditas en internet, pertenecen a sendos números de HOGAR 2000 de 1968 y 1969 y a la entrevista que el 30 de agosto de 1969 publicó en DISCÓBOLO Tina Blanco, querida amiga de aquellos tiempos y de estos que aparece en la foto alargadísima, así maquetada originalmente.
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