En tiempos tan indecentes como estos,
cuando los modelos de vida y los ejemplos morales los establecen unos medios de
comunicación vendidos al esto es lo que vende, no viene mal echar la vista
atrás para recordar personas e historias que muestran otra forma de enfrentar
la existencia.
A finales del siglo pasado intenté que
algunas de esas vidas quedaran fijadas en un libro a través de las propias
palabras de quienes las habían vivido, y me puse a hacer entrevistas con
veteranos militantes que se habían dejado la piel en la pelea por un mundo
mejor en años en los que esa lucha suponían mil sacrificios, entregas y
esfuerzos que podían costar la libertad o incluso la propia vida. Aunque no se
ha publicado (y seguramente acabará aquí colgado del cuello), el libro se
terminó. Lo titulé “Comunistas”, porque no se puede huir de la familia, y en él
están, en negro sobre blanco, de mi padre a Simón Sánchez Montero, de Tomasa
Cuevas a Santiago Álvarez, de José Gros a Teresa Pámies, de la muerte de
Cristino García hasta los 18 años de amor de cárcel a cárcel que vivieron Manolita del Arco y Ángel Martínez.
Manolita del Arco, que falleció en 2006,
había nacido en Bilbao en el año 20, aunque fue educada en Madrid por unos tíos
de ideas liberales y republicanas. El estallido de la guerra civil radicalizó
sus ideas políticas, haciéndola ingresar en las Juventudes Socialistas
Unificadas (JSU), en las que permaneció tras el final de la contienda
realizando diversos trabajos clandestinos. En 1942, con 22 años, fue detenida
en La Coruña, acusada de apoyo a la guerrilla, y trasladada a Madrid para ser
juzgada. La noche anterior al juicio, todos los acusados, hombres y mujeres,
fueron recluidos juntos en una misma celda…
Javi Larrauri . Retrato de Manolita del Arco,
perteneciente a la
serie “Mujeres republicanas”
“El año 42 me detuvieron en San Sebastián y no salí
de la cárcel hasta el 60. Todavía no conocía a Ángel, aunque creo que le
había visto una vez, en un viaje que hice a Madrid desde San Sebastián, cuando
estaba allí clandestina, pero sólo fue un contacto; él me dio algo, yo le di
algo y eso es todo lo que le había visto hasta que caí. No sabía ni como se
llamaba.
Cuando me
detuvieron y llegué a Gobernación, se enteraron los camaradas que estaban en
Porlier. En Gobernación, encargada de la limpieza de los sótanos, había alguna
mujer que era falangista, pero que tenía un hermano en la cárcel. y un día me
preguntó que cómo me llamaba. Le pregunté que porque quería saberlo y me
contestó que por curiosidad. Se lo dije, porque como ya estaba detenida no
tenía importancia, y al cabo de unos cuantos días me echaron un papelito por
debajo de la puerta. Era un papel de fumar. El que lo escribía era Ángel, no
porque me conociera, que él tampoco se acordaba de que nos habíamos visto antes
en aquella cita clandestina, sino porque debía tener algún tipo de
responsabilidad en la cárcel y me decía que los camaradas de Porlier estaban
muy preocupados por mi situación. También me comunicaban algunas cosas que la
policía sabía de mí y estaban acumuladas en mi expediente, para que yo lo
supiera y buscara una explicación para la defensa. Así que yo subía a declarar
y me preguntaban cosas, algunas de las cuales sabía de que iban y otras no.
Cuando llegué a la cárcel de Ventas iban obreros a
hacer pequeñas reparaciones de fontanería o de albañilería. Solían ser
presos políticos que tenían condenas pequeñas, de cuatro o seis años, y siempre
iban cargados de notas. A través de ellos Ángel empezó a comunicarse conmigo,
preguntándome qué tal me había ido y diciéndome que utilizase el mismo conducto
para comunicarles como me encontraba de salud y cosas de esas. Yo todavía no le
conocía, pero ya sabía que se llamaba Ángel. Luego ya, cuando vino el juez a
leemos los cargos, me enteré que él iba en el mismo expediente. Yo no conocía a
ninguno del expediente, porque a mí me habían incluido ido en él debido a que
los del mío ya estaban juzgados, que por cierto, mataron a la mayoría.
Fuimos a juicio
y allí estaba Ángel, naturalmente. Yo soy Ángel Martínez, me dijo; que ni me
acordaba de él, y venga a hablar y a hablar sobre las cosas del expediente. Nos
juzgaron y a cinco mujeres nos condenaron a muerte y también a cuatro hombres,
entre ellos Ángel, que luego sería mi marido. La noche anterior al juicio
dormimos todos en las Salesas, a donde nos habían trasladado el día anterior.
Recuerdo que yo
llevaba un traje blanco que me había hecho unas amigas y menos mal que algún
familiar me había llevado una bata, porque sino cómo iba a dormir yo allí con
el traje nuevo, que se podía arrugar y al día siguiente no me serviría para el
juicio, al que queríamos ir todos de punta en blanco. Aquella noche, por medio
de uno de los que iban a juzgar que tenía cierta influencia, pasaron mucha
comida a los hombres, y le dijeron a la guardia que por qué no llevaban a las
mujeres a su mismo calabozo para cenar juntos. Pasamos y cenamos con ellos y yo
me senté junto a Ángel. Estuvimos cantando y cenando, igual comíamos un trozo
de tortilla que un trozo de queso, y lo pasamos muy bien. Luego ya regresamos
cada uno a nuestro calabozo y nos juzgaron al día siguiente. Nos condenaron a
muerte.
Cuando nos llevaron de vuelta a las cárceles íbamos
todos en el mismo camión. Primero dejaron a los hombres en Porlier y luego
nos llevaron a nosotras a Ventas. Me acuerdo que Ángel me dio un abrazo muy fuerte
y me dijo: bueno, Manoli, hasta muy pronto, hasta muy pronto. Nunca se me
olvida aquello y se lo he recordado a menudo. Hasta muy pronto, decía, y
tardamos dieciocho años en volver a vernos.
El era viudo, su
mujer había muerto a finales del 38. Siguió escribiéndome de cárcel a cárcel y
cada vez me decía que teníamos que normalizar nuestras relaciones. No se si
porque las mujeres somos más desconfiadas o porque nos lo pensamos todo más, yo
le contestaba que había que esperar un poco, que no sabíamos cuando íbamos a
salir en libertad. Todo eso después de habernos conmutado la pena de muerte,
que estuvimos cinco meses esperándola. Una espera horrorosa, que en el caso de
mi marido fue especialmente dura, porque les llevaron a capilla con otros
diecinueve y a las seis de la mañana llega el funcionario con una lista, la lee
y a Ángel y a otro camarada no les cita. Oiga, que faltamos dos, dijeron, que
estamos aquí y se ha olvidado usted de nosotros. Ustedes dos, contestó el
funcionario, han sido conmutados, llegó la orden a las tres de la mañana. Pero
tuvieron que esperar toda la noche pensando que aquella madrugada les
fusilaban. Nosotras no; a nosotras nos comunicaron al día siguiente que se
había anulado la ejecución, pero no nos metieron en capilla, aunque pasamos
toda la noche sin dormir.
Cada uno en su cárcel, seguimos en comunicación. Como no nos
íbamos a ver en unos años, seguimos carteándonos. El escribió a mi madre y a mi
familia, la suya me visitaba a mí durante los cuatro años que estuve en Ventas.
A Ángel le mandaron una vez castigado a Guadalajara y mi madre fue a verle. Es
decir, que ya había una relación familiar inclusive. Pero no nos veíamos nunca,
entonces no había los vises a vises y esas cosas. Nos escribíamos, nos íbamos
haciendo mayores escribiéndonos. Yo todavía conservo algunas de las cartas que
están ya amarillas. Las que no se han perdido, que muchas desaparecieron en los
cacheos. Algunas de ellas eran preciosas, cartas de mi marido que son realmente
poemas. A partir de unos ciertos años, las cartas eran legales, pego también
nos escribimos muchas clandestinas, sobre todo al principio, que sacaban los
familiares en las visitas, o incluso alguna funcionaría, en paquetes en los que
se escondían las cartas que no querías que censuraran, porque todas pasaban
censura y yo he recibido cartas con renglones enteros tachados.
Ángel escribió a
la dirección General de Prisiones diciendo que tenía a su mujer presa en
Segovia, donde yo estaba entonces, y pidió permiso para escribirnos al director
de la cárcel de Burgos, amparándose en que permitían una carta al mes de cárcel
a cárcel, pero tenían que ser de madres a hijos, de esposo a esposa, de hermano
a hermana, siempre entre familiares directos. Se lo dieron y ya nos escribíamos
con regularidad y legalmente, aunque no dejábamos de escribirnos fuera de ese
conducto. Yo escribía a su familia, que vivía en Burgos, y ellos se las
pasaban, y al revés también, para poder escribirnos más, pero lo normal era una
carta al mes. Había una funcionaría, que tenía mi misma edad o un poco menos,
que me decía: Manoli, tiene usted carta de su marido, y ponía cara de boba,
porque las cartas, que leía, le gustaban mucho y le parecían muy bonitas.
Una vez me castigaron sin correspondencia por una
tontería. No me metieron en celdas, sino que me dejaron sin cartas, sin paquetes y sin
comunicación porque discutí con una funcionaría, y la jefe de servicio, que era
una mujer bastante buena, de izquierdas, me dijo que sentía mucho castigarme,
pero que no podía enmendar la plana a la funcionaría a la que yo había
contestado. Durante ese tiempo, cuando me llegaban las cartas de Ángel, que
alguna me llegó en aquel mes, me llamaba a su despacho y me decía: Manolita
tiene usted carta de su marido, yo me quedo con el sobre y le voy a dar la
carta. Porque estaban enamoradas de ellas. Si, en serio, es que son poemas,
decía. Y es que Ángel escribía bien.
Cuando le
pusieron en libertad, que él salió un poco antes que yo, estaba presa en Alcalá
de Henares y se armó un gran revuelo. Allí había voceadoras, que eran reclusas,
y si había un telegrama no esperaban a dártelo a la hora del correo, sino que
te lo daban inmediatamente, después de que lo leían, claro. Un día llegó una de
ellas como loca llamándome y anunciándome que había llegado un telegrama para
mí. Era de un sobrino de mi marido que me decía: Ángel indultado, próximamente
en libertad. Hay que ver el revuelo que se armó en la cárcel. Las monjas, las
funcionarías y, naturalmente, las compañeras mías sobre todo. Todo el mundo tan
contento diciendo que salía mi marido. A los tres días recibí otro telegrama
directamente de Ángel en el que me decía "ya soy libre".
Inmediatamente que salió en libertad fue a verme a
Alcalá. Yo ya tenía cuarenta años, no los veintidós de cuando él me conoció en
el juicio, y no me había visto desde entonces, excepto por alguna foto que nos hacíamos el
día de la Merced. Yo no sabía que hacer ni que ponerme, las compañeras me
dejaron una blusita blanca para que me la pusiera debajo de la bata que
llevábamos. No podía ser nada más que blanca, porque nos estaban prohibidas las
de colorines, pero así, por lo menos, me saldría un poco de blanco por encima
del cuello de la bata. De lo que no había forma era de pintarnos, porque no
teníamos pintura ni nada, y el pelo lo tenía mal cortado, que me lo arreglaba
alguna reclusa; primero había tenido trenzas, pero luego tuve que cortármelas
porque se me caía mucho el pelo. Y los nervios. Y ya cuando me llaman: Manolita
del Arco, a comunicar.
Entré al
locutorio y detrás de mi estaban todas mis compañeras, unas quince que debíamos
quedar en aquella época, todas llorando. Y la funcionaría que apuntaba para
comunicar, que era un bicho venenoso, ¡pero que elegante estás!, decía, he
visto a su marido -porque todas estaban convencidas que era mi marido, aunque
aún no lo era- y que elegante va. A pesar de las fotos casi no le reconocí.
Tenía el pelo blanco, porque encaneció muy joven. Pero yo ni sabía cómo
hablaba. Sólo le había visto el día del juicio y ya habían pasado dieciocho
años. Cuando salí nos fuimos enseguida a vivir a casa de una tía mía y a los
siete días ya estábamos casados.
Menos de tres años después de salir de la cárcel, en
la que habíamos pasado dieciocho años, detuvieron a Ángel de nuevo. Nuestro hijo
tenía dieciséis meses. El salió en abril del 60 y le detuvieron el día 20 de
enero del 63 y tuvimos que volver a las cartas. Yo le escribía todos los días y
él me escribía una vez a la semana, que era lo que le autorizaban. Estuvo otros
siete años encerrado.
Entonces tuve
que vivir algo que he comentado muchas veces, que fue estar a la puerta de la
cárcel, más aun sabiendo lo que sucede dentro, como era mi caso. En la cárcel
te castigan un montón de veces por lo que sea. Recuerdo que una vez, al
principio de estar yo en la cárcel, me llamaron a comunicar porque había
llegado mi madre, y una funcionaría, que era tan mala que le llamábamos la
Drácula, me paró, ¡Quieta! me dijo, porque iba corriendo. Mi madre no me pudo
ver aquel día. Aquella funcionaría me castigó por lo menos quince días a fregar
las galerías, de rodillas, porque entonces no había fregona. Sólo por correr al
ir a comunicar.
Cuando después
estuve en la puerta de la cárcel de Burgos para ver a mi marido y nos han dicho
que no salían a comunicar porque estaban castigados, era una angustia
horrorosa. Yo, que sabía lo que era la cárcel, tenía menos angustia, porque
sabía lo que es la sicología del preso, que sabe que la causa por la que está
castigado es una causa injusta, pero que sin embargo él, como tal preso, se ha
portado justamente, en ese momento tú estás tranquilo y están bien y estás
hasta contenta. Estando preso te preocupa la familia, pero hasta cierto punto,
porque crees que todo se acaba cuando se marcha, pero no, la familia está ahí.
Estar a la puerta de la cárcel también es muy duro. El funcionario
o funcionaría te suele tratar a patadas, vas con los niños y tienes que estar
con en brazos, con el paquete en la otra mano y sin que te hagan ni lindo caso.
Los funcionarios, en vez de decir: que vayan pasando y den los paquetes para
que luego pasen a comunicar, te tienen allí en la calle con el tiempo que haga,
con sol o lloviendo a cántaros. Recuerdo que en la puerta de Burgos se me
helaba toda la cara y no podía ni hablar, aunque fuese muy abrigada, y a mi
hijo la de veces que le he tenido que llevar en brazos aunque tuviese ya cuatro
años, para que no se helase por el camino, que había que andar un kilómetro
desde el autobús hasta la cárcel, porque nosotros no teníamos ni coche ni nada,
claro. Y estás allí en la puerta para que te digan que ese día, un día de la
Merced , por ejemplo, los niños no podían pasar, después de haberles llevado de
Madrid a Burgos para que estuvieran un rato con sus padres.
Pero ese día los
niños no pasaron, porque los presos habían dicho que los niños no pasaran, ya
que habían castigado a dos compañeros, que estaban luchando por no ir a misa,
para conseguir que desapareciera del reglamento la clausula que obligaba a ir a
misa a todos los presos. Como pensaban que para el día de la Merced les
levantarían el castigo, porque ese día solían levantar los castigos, y ese año
no lo habían hecho, los presos dijeron que como no salían de celdas esos dos
camaradas ellos no recibían a sus hijos.
A todo esto, la
puerta del penal estaba llena de madres con niños. Yo tenía uno, pero había
camaradas que tenían tres o cuatro. Allí, a la puerta de la cárcel, preguntando
los niños que cuándo iban a entrar a ver a papá, y una diciéndoles que no, que
ese día no entraban. El funcionario de prisiones me llamó. Era bastante mala
persona pero a mí me tenía bastante respeto, pues aunque me había enfrentado
con él varias veces, le hablaba con bastante diplomacia y me respetaba. Yo
estaba allí con todo el grupo de mujeres enfrente del penal, y me llamó. Llegué
a la ventanilla de paquetes y me dijo que mi marido había dicho que pasara al
niño. Le pregunté ¿mi marido ha dicho que pase el niño? Sí, sí, ha dado recado
de que pase al niño. Pues dígale a mi marido que el niño no pasa. Pero bueno,
señora, es que su marido quiere ver al niño y si él dice que le pase tiene
usted que pasarle. Dije: sí, pero como resulta que el hijo está conmigo en este
momento no pasa, dígale usted a mi marido que el niño no pasa, a menos que
dejen pasar a todos los niños que están aquí con el mío, o que salga él mismo a
buscarle aquí a la calle. Yo sabía que era mentira, porque Ángel no dice que
pase el niño si han tomado la decisión contraria. Lo que sucedió es que el
funcionario quería ver si así rompía la unidad que teníamos, tanto las mujeres
de los presos como los presos mismos. Además, que salvajada, que yo pasara a mi
niño mientras el resto de las madres no podían.
Se ha hablado
mucho de los que hemos estado presos, pero poco de los familiares que esperan
en la puerta. Las que más han ido a las puertas de las cárceles han sido las
mujeres: hermanas, esposas, madres. En muchos casos porque los hombres eran los
que estaban dentro; en otros , porque aunque no fuera el marido, sino el hijo o
el hermano, el hombre de la casa, el padre, es el que trabajaba y no podía
dejar el trabajo. El caso es que la que iba siempre a la puerta de la cárcel y
tenía que aguantar los malos humores del funcionario, a veces hasta el mal
humor del familiar que salía a verla, las horas de espera a la puerta de las
cárceles, que son a veces interminables, para que luego llegues y te digan que
está castigado. O como sucedió en muchos casos, sobre todo en los primeros dos
o tres años de la terminación de la guerra, que llegara una mujer a la cárcel,
preguntara por fulano de tal para verle y le dieran el petate del hijo o el
marido o el hermano, que le han fusilado esa mañana.
Las mujeres fueron las que estuvieron siempre al pie
del cañón, sin desfallecer nunca, únicamente con el sufrimiento de saber
qué les pasaría dentro y qué no les pasaría, que quisieran llevarles más de lo
que llevan y no pueden porque económicamente no se lo permiten sus
circunstancias, y que quisieran, claro está, sacarle a través de las rejas y
que tampoco pueden. La impotencia por un lado y la angustia por otro, y que,
además, es una vida tronchada, porque hay esposas que han estado a la puerta de
la cárcel muchos años. Yo tengo una amiga, que el marido está ahora muy
enfermo, muy enfermo, ya con ochenta años, que entre las dos etapas que él
estuvo preso ha pasado veinticuatro años a la puerta de la cárcel esperándole.
¿Qué juventud ha tenido esta mujer? De una lealtad extraordinaria, porque ha
podido haber excepciones, pero normalmente la mujer ha mantenido en estos casos
una lealtad extraordinaria al marido.
Entre las
mujeres de los presos había buenas relaciones, aunque las hubiera que no eran
del Partido. Las que estábamos en el Partido éramos una piña. En la década de
los sesenta hemos estado muy organizadas las mujeres de los presos. Hemos ido a
ver a personalidades, al Primado de España, por ejemplo, pidiendo la amnistía,
a otros obispos, políticos, a quien fuera necesario. Cuando hacíamos una
petición de amnistía no era para uno en particular, sino globalmente, para
todos los presos políticos, aunque teníamos que decir que lo pedíamos porque
éramos esposas de presos determinados. Por ejemplo, la mujer de Simón, hasta
fotos tengo de haber ido a viajes con ella y con otras. Hemos hecho manifestaciones
en Madrid pidiendo la amnistía, aunque íbamos cuatro en aquella época.
Estábamos muy
unidas, se creó entonces una relación muy fuerte que hemos seguido manteniendo,
aunque ahora se anda de otra manera y nos vemos menos, pero mantenemos una
amistad entrañable. Tengo grandes amigas que hice en las puertas de las
cárceles. Ahora voy a ver si encuentro una residencia donde pueda estar una de
estas amigas que tiene ochenta años, aunque no hay manera, porque las
residencias son muy caras y en las de la comunidad no hay plazas. Es muy
difícil, pero ahí tengo dos direcciones y a ver si el lunes puedo ir y
enterarme de lo que cuestan, esta amiga tiene dos pensiones, porque los dos
eran sastres y trabajaron, pero no es suficiente. También tienen dos millones y
pico que les han correspondido por haber estado el marido en la cárcel, y ella
lo dice así, fríamente: si yo supiera que Julián se muere en cinco meses, yo
esos dos millones --que ella los ha puesto para que le renten-- me los gastaba
íntegros en él, pero si le meto en una residencia de doscientas mil pesetas al
mes, ¿cuánto me duran los dos millones? ¿diez meses? ¿y luego que hago? Es
triste la cosa. Es un matrimonio que vive en una casa vieja por ahí por la
calle de las Huertas en un cuarto piso sin ascensor y ya tienen ochenta años,
con artrosis. Es una mujer con una moral estupenda, pero ahí están, él con la
cabeza casi perdida y ella sin dinero para poder ayudarle. Ha sido una mujer
muy valiente, veinticuatro años a la puerta de cárcel, al Puerto de Santa
María, a Chinchilla, ese penal que hay en Albacete, y a Burgos, claro.
No teníamos
mucha relación orgánica con el Partido, porque al ser mujeres de preso éramos
muy conocidas, pero manteníamos contacto a través de un camarada que
representaba al Partido y nos orientaba siempre. Era la forma de luchar como
mujeres de presos, que teníamos mucha más autoridad moral para ir a hablar con
gente, por ejemplo con Solis , que nos llamaba camaradas, nunca se me olvidará,
íbamos Carmen, la mujer de Simón, y yo, y nos decía camaradas. Nuestra tarea en
este tiempo, hasta que ellos salieron, era luchar por la libertad de los
presos. En eso estaba centrado nuestro trabajo político. Nos daban con la
puerta en las narices muchas veces, como es natural, pero nuestra tarea natural
era pedir la amnistía.
La noche de la muerte de Franco yo estaba trabajando
en el sanatorio Los Nardos. Yo era auxiliar de farmacia y me acuerdo que bajó
un médico con una botella de champán y me dijo: Manolita, Manolita, que se ha
muerto Franco. No se había muerto todavía, pero nos tomamos la botella de
champán. Se murió a los cuatro días.
Me recuerdo en
aquellos meses con una ilusión tremenda en la democracia, pensando que era tan
bonito para la juventud, para los que vienen detrás de nosotros. Y además ahora
ya podíamos trabajar para el Partido de una forma abierta, sin clandestinidad.
Era una esperanza tremenda que, por desgracia, no se ha cumplido del todo.
Ángel pensaba igual.
Lo que recuerdo
con más ilusión de ese tiempo, de llorar, es la fiesta de Torrelodones que se
hizo cuando la legalización. Ángel ya estaba enfermo y un camarada, que había
estado con él en la cárcel y era muy amigo nuestro, le llevó a Torrelodones en
coche porque mi marido ya estaba muy delicado. Yo me fui en autobús y mi hijo
se fue por otro lado, también en autobús. Aquel acto fue algo inenarrable para
mí. La lluvia, aquella carretera de la Coruña con los coches con banderas y las
pancartas. Lo veo todavía, creo que ahí es cuando me di más cuenta de que Franco
se había muerto. Y luego el nombramiento del rey, que me acuerdo que Ángel
decía: vaya hombre, mira que hacernos monárquicos ahora, con todo lo que he
luchado por la República. Y la vuelta de Dolores, que fue un poco antes.
Un día había ido yo al local de Castelló y una
camarada me dijo que Dolores estaba en su despacho. Pues la quiero
ver, dije yo. No sé si podrá, me contestó. Anda que tú puedes conseguirlo,
insistí, porque la camarada era la mujer de Modesto y había estado en todas partes. Me dio una
llantina al ver a Dolores. Abrazada a ella y llorando. Dolores estaba muy bien,
muy bien de la cabeza y de salud, y me tuvo allí una hora hablando con ella.
Había conocido a
Dolores en la guerra, cuando yo trabajaba en la delegación del comité central
del Partido. Yo estaba en el primer piso y ella en el tercero, y había ido
veces a verla por cosas de los vascos, que éramos muy chovinistas, yo ahora lo
soy menos, pero entonces todavía lo era. Además me había criado de chiquitina
en Gallarla, su pueblo. Hablando esta última vez con ella no sé si me
reconocería o no, pero como era suficientemente sensible, me preguntó cuando la
había conocido, se lo conté y ella se acordaba de todo. Me pregunto sobre mi
vida y le empecé a contar por encima. ¿Qué has hecho? me preguntó. No he hecho
nada, le contesté, he estado en la cárcel. Cuando oigo decir a alguien que en
el exilió lo hemos pasado mal, me contestó, los que habéis estado tantos años
aquí en la cárcel si que lo habéis pasado mal. Luego otro día, saliendo con Ángel,
comentó que le gustaría mucho ver a Dolores, que la había conocido mucho en la
guerra, y también estuvimos con ella un buen rato. Para Ángel fue muy
importante, porque como estaba enfermo se encontraba muy sensible. El había
sido su traductor en París en el 37, cuando Dolores fue a hablar con León
Blum para que dejaran entrar las armas y
ayudas que mandaban de Rusia a España. Dolores se acordaba perfectamente. Venid
más a menudo, nos dijo, pero Ángel estaba enfermo y no podía ir solo, tenía que
acompañarle yo, que trabajaba todo el día. Ángel
murió poco después.
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