Julio Iglesias. Un vacío de superlujo (1984)
Si he de hacer caso a lo que en 1984 escribí sobre Julio Iglesias debo concluir que me pasa con él lo mismo que al cura vasco con el pecado, que no soy partidario. De Julio Iglesias, del pecado sí.
EL PAÍS. 22 SEPTIEMBRE 1984
El
último disco de Julio Iglesias se presenta como su definitivo lanzamiento en el
mercado norteamericano. No ya entre hispanos, negros, sudacas y otras subculturas,
sino en el mismo corazón de la América wasp,
blanca, anglosajona y protestante. Una meta que si muchos cantantes de origen
latino han intentado, prácticamente ninguno ha logrado. Cuando en los años
treinta el tango privó en las salas de baile, o cuando en los cincuenta los
percusionistas caribeños aportaron al jazz la fuerza de su ritmo, la cosa era
diferente. Se trataba todavía de un ingrediente de exotismo que con mayor o
menor profundidad no dejaba de ser un añadido. La popularidad de estos músicos
no pasó de ser efímera y anecdótica. Lo que ahora se pretende con Julio
Iglesias es mucho más ambicioso: convertirlo, según proclama su sello
discográfico, en algo tan americano como el tabaco con genuino sabor, el
refresco que es la chispa de la vida o la estatua de la libertad. Casi nada.
El
caso es que se está a punto de conseguirlo. Al menos no se han ahorrado medios
para ello. Hay en el álbum canciones melódicas y rítmicas, estrellas invitadas,
compositores destacados, músicos casi a centenares, fragmentos en francés,
italiano y español --además del inglés que domina el álbum--, instrumentistas
de prestigio..., y sobre todo dinero, mucho dinero. Dianna Ross le da el
sofisticado toque de la música negra; Willie Nelson, veterano cantante de
country, aporta el atractivo que supone para un amplio sector del público
tradicional blanco; los Beach Boys unas gotas de nostalgia pop; el saxo de Stan
Getz coloca unas notas para aficionados poco exigentes al jazz, y así una larga
lista que hace de este disco un producto de elegante factura, producción
perfecta, sonido impecable y eficacia garantizada. Nada se deja a la suerte y,
por consiguiente, pocas sorpresas caben esperarse.
Todo
ello contribuye a la existencia de un producto de irreprochable presencia
industrial, pero de eso a ser el Frank Sinatra de los años ochenta hay una
considerable distancia. Porque en los años ochenta ya no hay Sinatras, y porque entre Sinatra y Julio
Iglesias hay la misma distancia que entre un cuadro de Murillo y su fotocopia,
por mucho que se utilice para hacerla la más avanzada máquina inventada por la
moderna tecnología.
La
inteligencia y la perspicacia para los negocios, la imagen elaborada y
exactamente transmitida, la voz agradable y los ambientes sofisticados no son
suficientes para definir la obra de un cantante, por mucho que cumplan su
objetivo y tengan un valor propio. El problema es que el atractivo artístico de
este disco ofrece pocos alicientes mas que esos, y uno piensa que si el disco y
la canción es, además de industria, cultura y arte, debe haber otras exigencias
y otros resultados. Cuando se habla de cigarrillos, bebidas refrescantes o
incluso estatuas, se está haciendo, una referencia exacta: éste es un producto
con envoltura de superlujo bajo el que se esconde una profunda vacuidad
cultural.
Julio
Iglesias es ciertamente un fenómeno, algo que se sale de lo normal, en la
medida en que la normalidad implica, al menos en la música española, una larga
lista de objetivos no cumplidos, de frustraciones no tanto artísticas como
comerciales. Inscrito plenamente y por voluntad propia en los parámetros
establecidos por la industria discográfica, su voluntad ha sido conseguir el
éxit, desde sus lejanos inicios como cantante, cuando dejó de ser un futbolista
mediocre para intentar ser un cantante de éxito y ya pedía que se le
fotografiara únicamente por su lado bueno. Triunfar en el paraíso de la clase
media, en la América de cartón piedra de las todopoderosas amas de casas y el
no menos poderoso presidente Reagan, constituyó sin duda su sueño dorado, al
fin parece que cumplido.
La
carrera seguida para conseguirlo ha sido trabajosa y cuidadosamente preparada.
Lograrlo evidencia una serie de valores que no se trata de discutir --son
evidentes--, aunque su catalogación resulte confusa y su apreciación
discutible. El mayor de ellos es, indudablemente, su capacidad para dar una
imagen mayoritariamente aceptable por el público al que quiere dirigirse y la inteligencia
con que ha planeado cada paso de su ascensión, desde que se lanzó a la conquista
del mercado suramericano, con versiones anodinas de conocidas canciones, hasta
está culminación de clarines y trompetas. Un punto de secreto tiene su éxito:
saber ofrecer una música y una presencia agradables, armoniosas, sin aristas ni
riesgos. Un aséptico glamour de niño bueno que nunca ha roto un plato pero que
puede ofrecer a su público ensoñaciones de eróticos finales imprevistos. Otra
cosa es dónde colocamos cada uno el listón de nuestros sueños y hasta dónde
llevamos el baremo de nuestras exigencias.
EL PAÍS. 7 OCTUBRE 1984
Ambos
han entrado ya en esa edad prometedora en que la sabiduría y la experiencia
comienzan a suplir los arrebatos de la pasión juvenil. Son educados, elegantes,
moderadamente descarados y descaradamente moderados. Les gusta el éxito, el
dinero y los aplausos, y los encuentran en las grandes multitudes allá donde
actúan. Inteligentes, cuentan de ellos que son sus mejores agentes de
relaciones públicas: saben hacerse simpáticos y agradables. Atentos y amables
con la Prensa, cariñosos y distantes a un tiempo con el público, serían los
hijos soñados por cualquier madre de buena familia que guste del triunfo de su
prole.
Son
españoles y cantantes. Uno es la sensación del año en Norteamérica; su disco en
inglés sube a velocidades sorprendentes en las listas de éxitos del país más
poderoso de la Tierra; no tiene mucho que decir, pero sabe decirlo de manera
persuasiva. El otro es uno de los cantantes más importantes de ópera, aunque
sus incursiones en la música popular muestren un desconocimiento sorprendente y
un notable confusionismo. También es, como su compañero de programa una
sensación en todo el mundo. Televisión Española los junta en un especial
musical que se sabe de interés abrumador para la gran mayoría. Julio, en
España, y Plácido, en la República Dominicana, han grabado cada uno por su
parte. El primero, sus canciones de siempre; el segundo, sus versiones de Siboney, Muñequita linda o La paloma.
Todavía no se han atrevido a hacer un dúo; ese día, que sin duda llegará, se
van a romper muchos corazones. Sigan esperando.
El viernes 12, a
las 21.05 horas, por la primera cadena, se emitirá el programa Especial Plácido
Domingo y Julio Iglesias, grabado en Palos de Moguer (Huelva) y en Santo
Domingo.
Supongo que escribí el siguiente comentario con
motivo del Festival de Benidorm, aunque no recuerdo nada de él. Dado que tiene
que ver con el protagonista de hoy, lo reproduzco.
Aromas de antaño
Aquellos
eran tiempos de penuria y de aburrimiento, de españolitos que venían al mundo
sin otro aliciente que un desarrollismo que nos enseñaba por la puerta de
Francia las vajillas de Duralex y las cafeteras a vapor. La música española se
debatía entonces entre la agonizante influencia de las baladas italianas y la
pujanza aún incomprendida del rock. Como
fórmula pos-imperial de realzar la autarquía se buscaban artistas españoles que
dieran brillo e internacionalidad a nuestra canción. Se inventó el festival de
la canción de Benidorm en una ciudad que se lanzaba a copar un turismo de medio
pelo.
La vida sigue igual
Julio
Iglesias triunfaba afirmando, con una razón a medias que no preveía los tiempos
que estaban por llegar, que la
vida sigue igual, y Raphael hacía
patria con sus posturas de showman congelado. Los guateques eran el único
recurso para una sexualidad juvenil insatisfecha y quienes quedábamos relegados
al papel de poner los discos en el pickup nos agotábamos en las infinitas
vueltas de canciones triviales.
La
televisión española hacía un acontecimiento de cada nadería, los cantantes
latinoamericanos acudían a Benidorm con la esperanza de triunfar en la Madre
Patria. Junto a las demostraciones sindicales del Primero de Mayo, el festival
de la canción de Benidorm permanece en la memoria con un aroma de flores
muertas.
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