Historias de
Metro
LA BALADA DEL
METRO
La
cartera leía en el metro un libro de urbanidad y buenas costumbres. El libro
era nuevo, pero, como los antiguos, explicaba la forma correcta de redactar una
carta, la manera adecuada de saludar a un superior jerárquico o el orden
conveniente de situar a los comensales en una cena de gala. La chica era joven,
pero, como si fuera vieja, soñaba con que alguna vez sentaría en el comedor del
chalet que compartiría con su marido, que para entonces ya sería director
general de Correos, a un presidente de gobierno, un escritor de moda y un
bailarín mariquita que arrebataría con sus chistes subidos de tono a las
señoras de los otros invitados.
Tras
haberle dado una ojeada a la mujer, el hombre que viajaba a su lado miró por
encima del hombro el libro que iba leyendo y sintió un irreprimible deseo de
violarla allí mismo. Pero se contuvo, porque era bien educado y más bien
timorato y no quería destruir con un gesto inoportuno el sabio principio que
cuando era niño le había inculcado su padre, melancólico y misógino desde que
su santa esposa le abandonara por un vendedor de biblias evangelistas,
dejándole padre y madre de un niño de tres años: "hijo mío, a las mujeres
ni tocarlas, que dan calambre".
Al
verla, pero sobre todo al olerla, porque la cartera olía a rosas, a mares
abiertos y a cumbres pirenaicas, el hombre pensó en lo que podrían hacer juntos
si se atreviera a dirigirle la palabra. Detrás de la muralla del libro de
urbanidad que la mujer leía presintió el viajero turbulentas insatisfacciones
de pasiones ocultas, oscuros sueños de lujurias desorbitadas, tiernas ausencias
de cariños compartidos. Y pensó, deslumbrado por la carnalidad de los muslos
enfundados en negra seda que dejaba entrever la replegada falda del uniforme
azul, que el destino le había elegido para abrir a aquella mujer los caminos de
la imaginación y desbrozarle las selvas del éxtasis supremo.
Ella
ni se dio cuenta. O aparentó no darse cuenta, porque por el rabillo del ojo,
por encima de la fórmula ideal para doblar con corrección las servilletas en
los banquetes de alcurnia, vislumbró en la cara enjuta y barbada del vecino de
asiento un ramalazo de animalidad necesaria que nunca antes había entrevisto en
hombre alguno. Pero también se contuvo. Observó el mojado dobladillo de los
pantalones del viajero, el barro que bordeaba sus manchados zapatos y se
sumergió de nuevo en la lectura para ahuyentar de su espíritu la reprobable
tentación.
Entonces
el vagón se vació de viajeros. Salieron todos: el mendigo que tocaba el
acordeón, el coro de quinceañeras que volvía del colegio de monjas, el oficinista
de cara demacrada que leía las páginas deportivas del ABC, las señoras de
compras con los brazos cargados de bolsas del Corte Inglés y hasta el
heroinómano que dormitaba en un rincón aletargado por el último pinchazo.
Todos
salieron. Sólo el hombre y la mujer quedaron frente a frente, o mejor aún, codo
contra codo.
Ninguno
de los dos se atrevió a moverse, aunque la cartera sintió un temblor en el
brazo del hombre y este pudo observar con la mirada gacha como las piernas de
la mujer se apretaban contra el carrito de la correspondencia aparcado a su
diestra.
Fue
un momento inolvidable para ambos. No sucedió nada, pero pudo haber sucedido.
Hombre y mujer lo supieron en el mismo momento en que un rayo de atracción
mutua les atravesó candente y violento.
Nada
había en ellos que les hiciera compatibles, ni su aspecto ni sus vidas, pero
allí, en aquel momento único en que confluían la soledad del vagón, la
oscuridad del túnel y el monótono repiqueteo de las ruedas sobre las junturas
de los raíles, los dos se dieron cuenta de que todo era posible, de que nada
les estaba vedado: romper las convenciones, abrir la puerta del fondo y tirar
el libro de urbanidad para que el tren rodante lo redujera a pulpa imposible de
reciclar, olvidarse del padre misógino y su filosofía de la vida, comprar un
helado y comérselo boca a boca entre los dos, tenderse en el suelo del vagón y
acariciarse hasta conocer monte a monte y valle a valle sus respectivas geografías.
Vivir, en fin, la aventura de su vida.
El
metro llegó a la estación de Pueblo Nuevo. Se abrieron las puertas. Entró un
titiritero portugués que en su media lengua les pidió una limosna para socorrer
a sus cuatro hijos huérfanos de madre y a una suegra anciana con los que vivía
debajo de un puente. Todos los sueños se
rompieron de golpe contra el cartel de antes de entrar dejen salir. El hombre
retiró el codo para hurgar en el bolsillo y socorrer al mendigo transterrado.
La mujer se sumergió en la fórmula que la ayudaría a escribir una carta al
director de una multinacional discográfica para solicitarle un puesto de
secretaria en la empresa. No se miraron más.
TENTACIONES DE
METRO
para Javier Batanero,
al que he plagiado el título
Es
tarde ya. La noche ha exprimido su última gota de olvido y Mario vuelve a casa
envuelto en una feliz somnolencia de cerveza y hachís. El metro está vacío y
los pasos del noctámbulo resuenan en los pasillos como el latido de una
conciencia insatisfecha. En el trasbordo de Avenida de América se cruza con una
pareja que juega a los amores de película con besos apasionados delante de un
cartel que anuncia una campaña benéfica para los niños de Kenia.
Cuando
llega al andén se sienta en un banco. El peso del día se le viene encima con un
resoplido de alivio y siente al cansancio descender serpenteante hasta los
pies. El reloj del techo le comunica que hace tres minutos que no pasa un tren
y confía en no quedarse allí toda la noche. Un vigilante entra en el andén de
enfrente y lo recorre arrastrando los pies y con la mirada baja, como buscando
en el suelo un billete premiado de lotería. ¿Queda algún tren por pasar? grita
Mario al hombre del uniforme azul. Sí, el último, pero todavía tardará un poco.
Pasa
el tiempo. Los minutos se anudan al cansancio y Mario cae en una dulce modorra
que le embarca en imposibles sueños de ventanas abiertas al mar. Por el otro
extremo del andén entra una pareja y su entrada mueve el aire en una corriente
casi imperceptible que, pese a su levedad, despierta al durmiente.
Los
recién llegados parecen seres de otro planeta en la impoluta elegancia de sus
trajes y en la insultante decisión de sus pasos, que resuenan en el alicatado
de las paredes llenando la estación de ecos. Su presencia inmaculada de amantes
sin recato no cuadra con el húmedo silencio de la estación.
Se
besan, se abrazan, se acarician. Mario siente un rubor de vergüenza en las
mejillas y apenas se atreve a seguir por el rabillo del ojo las ensimismadas
evoluciones de la pareja. Las manos de los amantes se buscan en los rincones
más ocultos de sus cuerpos. En una de sus tímidas ojeadas, Mario descubre la
negra tersura de las medias de la mujer, que al acabar el recorrido de la
pierna dejan ver bajo la falda levantada el blanco muro de un muslo enmarcado
por los tirantes del liguero.
Llega
el último metro y Mario y la pareja entran en vagones contiguos. Nadie más
viaja en ellos. El tren arranca y se sumerge en el túnel. A través de la puerta
de separación de los vagones Mario observa ya sin disimulo el juego lúbrico de
los amantes. El traqueteo de las ruedas acompaña con su ritmo el envite
amatorio de la pareja en celo. Pegados a una de las puertas el hombre besa a la
mujer, le abre el abrigo y recorre su cuerpo con las manos, le levanta la
falda, le desabrocha la blusa. Arrastrados por la pasión, enlazados como la
serpiente del pecado lo estuviera al árbol del paraíso al ofrecer a Eva su
manzana, la pareja se arrastra por el vagón vacío hasta caer en un asiento,
fuera ya de la vista de Mario, que ha contemplado la escena con una mezcla de
asombro y envidia.
Mientras
el tren avanza por el oscuro túnel, Mario se imagina la secuencia amorosa del
vagón de al lado. Le parece escuchar el suave roce de seda contra seda al descender
las bragas por las piernas de la mujer, el rasposo ruido de la cremallera del
hombre al abrirse, los murmullos de apremio, el golpeteo de los cuerpos, el
gemido del placer, el grito del éxtasis, el estertor del abandono.
Recorrido
el túnel, el tren entra en una nueva estación. Sentado aún en su asiento, Mario
observa cómo se levanta el hombre, se arregla las ropas y sale por la puerta
del vagón.
Ajenos
a cuanto sucede, un matrimonio con un niño dormido entre los brazos del marido
entra en el vagón de Mario y se sientan silenciosos en el otro extremo. Mario
se sorprende de que tan sólo se haya bajado el hombre y se levanta del asiento
para mirar por la puerta de separación lo que pasa en el otro vagón. Apenas ve
nada; sólo las piernas de la mujer, uno de cuyos pies reposa quieto en el suelo
mientras el otro permanece extendido a lo largo del asiento.
La
siguiente estación es la de destino de Mario. Llega el tren, se detiene,
acciona el mando de la puerta, que se abre, y sale al andén.
Al
pasar por delante del vagón en el que viajaba la pareja echa una mirada al
interior sin dejar de caminar. La mujer sigue tendida en el asiento. Tiene la
ropa revuelta, la cabeza desfallecida, el cabello desordenado y una quietud
extrema. Cuando ha avanzado unos pasos retrocede horrorizado, por el rabillo
del ojo ha visto algo que le ha llamado la atención y que le ha costado unos
segundos definir en el cerebro. Intenta abrir la puerta para entrar en el
vagón, pero el apresuramiento le impide accionar correctamente el mecanismo. El
tren inicia su marcha. Mario da unos pasos hipnotizado, intentando seguir la
imagen fugaz engullida ya por la oscuridad del túnel. Da un alarido que se
pierde en el vacío inmenso de la estación. En sus ojos abiertos, que han
ahuyentado de golpe el último rastro de sueño, queda imborrable la imagen que
ya se ha perdido en la lejanía: el charco oscuro que se va extendiendo por
suelo del vagón, la gota roja que cae desde el asiento, la navaja brillante de
cachas de nácar que sobresale del cuello rajado de la mujer muerta.
DE “PARÁBOLAS
DEL NÁUFRAGO”
Momento uno
Es
una mañana con un cierto encanto imprevisto. La taquilla del metro está
inexplicablemente solitaria. La mirada de él parece que va a romper
definitivamente su vidrio de temores. Por un segundo la mano de la taquillera
se agita mientras le entrega el billete. Ella vuelve al Pacífico Sur a la
espera de su siguiente marinero y él se sumerge lentamente en los avatares del
último partido de fútbol mientras baja las escaleras mecánicas.
Momento dos
La
balada del metro suena en el pasillo. Una monja pasa y deja caer una moneda en
la abierta funda del saxofón. El músico la mira sorprendido mientras para un
momento de soplar la lengüeta. Ella lleva una mariposa de colores tatuada en el
rostro.
Luis Pastor. “Metro
del lunes” (Cástor / Luis Pastor).
Una canción que me hubiera escribir a mí.
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