NOTA PERSONAL
Al poco de la
entrada del ejército rebelde en Madrid el 28 de marzo de 1939, Juana Marín
comprobó que los pocos billetes de la República de una, cinco y veinticinco
pesetas que guardaba en casa y que constituían su escasa fortuna no le servían
para nada. No obstante, no fue aquella pequeña circunstancia la peor
consecuencia que para ella tuvo la pérdida de la guerra civil, como
consecuencia de la cual su familia acabo dispersa y su vida trastocada.
Nacida en un
pueblo soriano, ya rondaba por aquellos tiempos la sesentena y pocos de sus
hijos habían escapado de la represión de los vencedores. Sólo su hijo mayor,
bautizado, curiosamente, como Franco, mucho antes de que tal nombre ocupara su
lugar siniestro en la historia de España, había permanecido en el pueblo, ya
mayor para participar en la contienda, aunque republicano de antiguo, y dos de
sus hijas, Carmina, poco más que una adolescente, que vivía con ella, y la
mayor, Pilar, portera en un edificio de inquilinos adinerados, habían podido
hurtarse a la desgracia. Otras dos hijas, Teresa y Villar, habían salido de
España y vivían en Francia, aunque Juana no tuviera noticias de su destino.
Severino, uno de los dos hijos restantes, había pasado brevemente por el
improvisado presidio del estadio del, ya de nuevo, Real Madrid, y Antonio había
sido detenido en Alicante cuando intentaba exiliarse en uno de los barcos que
partían hacia Argelia o América desde el último puerto libre de la República.
Antonio,
comunista de comienzos de los años treinta que en la guerra había sido
comisario de tanques, pasó cuatro años en prisión. Primero en el Reformatorio
de Adultos y el Campo de los Almendros en Alicante, luego en Aranjuez y,
finalmente, en la improvisada cárcel de Porlier, en Madrid. Mucho tuvo que
viajar Juana hasta el mar en aquel primer año de postguerra, aunque seguramente
no tanto como ella hubiera deseado, para llevarle al hijo preso las pocas
viandas que podía comprar con el escaso dinero que ella y su hija Carmina
conseguían cosiendo y remendando ropa para las vecinas y conocidas y el que
podía darles Pilar, cuyo marido, Ramón, también había pasado una temporada
encerrado. Largos, molestos y dolorosos viajes. Apenas 300 kilómetros que se
tardaba casi una jornada en recorrer en los viejos trenes de la época. Horas y
horas sentada en algún banco de listones de madera de aquellos vagones
abarrotados; si había suerte y no se veía obligada a pasar parte del viaje de
pie, en los pasillos o en la plataforma exterior al aire libre. Asfixiada de
calor humano porque se cerraban las ventanillas, o cubierta de carbonilla y
humo porque se abrían.
Pasados los
años, el hijo recordaba, sobre todo, aquellas enormes naranjas que la madre le
llevaba en algunas visitas. Naranjas salidas del ahorro diario, del trabajo
agotador, del esfuerzo incansable. Naranjas salidas de quitárselas ellas de la
boca.
El día de
Navidad de 1939 Juana había hecho un sacrificio especial para llevarle a
Antonio algo con lo que pudiera cenar de acuerdo a la fecha, pues ella, pese al
ateísmo de la mayor parte de sus vástagos era cristiana fervorosa y respetuosa.
“Con la religión, no con los curas”, decía alguna vez ya en su vejez cuando se
le recordaba el tema.
Navidad, pues de
1939. Ahí estamos. Día santo y santificado en el santoral de los vencedores.
Día de celebración de la natividad de dios hijo, que vino al mundo enviado por
el padre y engendrado por una paloma, para salvar a los pobres y a los humildes
del orgullo de los poderosos. Juana llegó a Alicante junto a otras mujeres que,
como ella, habían hecho el viaje desde Madrid u otros lugares con la misma
intención de dar una alegría para la Noche Buena a los familiares encarcelados.
Se acercaron a la puerta de la prisión. Un guardia les dijo que no hacía falta
que dejaran los paquetes que llevaban. Preguntaron por qué y el soldado de la
garita llamo al superior de guardia, quien explicó a las reunidas que no tenían
que dejar nada a los presos porque se los habían llevado en un barco al mar y
allí les habían tirado.
El militar
mentía. No por oficio ni por necesidad, caridad, interés o malicia. Sólo por
crueldad. A Antonio y a algunos cientos de sus compañeros los habían montado
aquella misma mañana en un tren, sin decirles nada, y les habían trasladado a
la cercana estación de Elche, donde les tuvieron hasta el 26 de diciembre. Para
celebrar aquella Noche Buena que tan mala era, Antonio compartió con dos
camaradas unos cuantos dátiles que compraron a los miembros de la guardia mora
que les vigilaban con cinco duros que entre los tres atesoraban. Un manjar que
a partir de entonces nunca dejó de estar en la mesa familiar la noche del 24 de
diciembre en una cena que nunca fue ya una celebración.
Juana Marín
volvió a Madrid aterrorizada. Sólo unos días después pudo enterarse a través de
una carta de que había sido un engaño aquella muerte que ella había vivido con
el desgarro que siempre supone para una madre la pérdida de un hijo. Pasaron
los años y Juana acabó por ser una anciana cariñosa y mandona, comprensiva y
religiosa, que nunca más volvió a misa. Nunca hablaba de lo pasado, y si le
preguntaban cambiaba de conversación con un “estos hijos que siempre dan muchos
disgustos”.
Aquel Antonio
era mi padre. Aquella Juana era mi Abuela.
UNA HISTORIA POR CONTAR
En los últimos
años se ha publicado una amplia y variada bibliografía sobre los más diversos
temas relacionados con el franquismo y la resistencia antifranquista. En forma
de memorias, investigación histórica, entrevistas, novelas o reportajes se ha
escrito sobre la guerrilla, el exilio, la clandestinidad, la cárcel, el trabajo
esclavo, los niños desaparecidos, los asesinados en las cunetas, los
intelectuales, la vida cotidiana, los políticos, la universidad, los maestros,
el movimiento obrero, el universitario y otras muchas cuestiones. Curiosamente,
tal amplitud de estudios y estudiosos se ha olvidado hasta prácticamente ayer
mismo de una parte significativa de los que sufrieron la represión: las
mujeres de los presos, que desde fuera de los muros de las cárceles jugaron un
papel fundamental, no solo en apoyar y sostener a sus maridos encarcelados,
sino también en mantener la resistencia, colaborar con ella y jugar un papel
político importante, aunque silencioso y silenciado, en la lucha contra la
dictadura. Todo ello, como se verá a costa de una vida de permanentes
sacrificios cotidianos y familiares no siempre evaluables en términos de
rentabilidad histórica.
Uno de aquellos
presos, Pedro Vicente, dejó en sus memorias testimonio claro de la labor de sus
mujeres (entendiendo por ello tanto esposas como madres, novias, hermanas o
hijas): “Capítulo aparte merece el
extraordinario y altamente ejemplar comportamiento de nuestras madres, esposas,
hermanas y novias, auténticas heroínas y protagonistas infatigables de la
prolongadísima tragedia de nuestro cautiverio durante la larga noche del
régimen de dictadura franquista. Mi homenaje más sentido y profundo a todas las
mujeres que durante tantos años lo dieron todo, permaneciendo fieles hasta el
sacrificio en ayuda de sus seres más queridos. Trabajando tanto como podían en
trabajos duros y pesados; las que tenían hijos, para darles de comer, y encima
ayudar al marido; las que no les tenían, reservando todo cuanto ganaban
trabajando, porque sabían que ayudando al marido o al novio, ayudaban también a
los demás compañeros, algunos de los cuales no tenían familia o, si la tenían,
carecían de medios para hacerlo. Ellas fueron nuestro mejor sostén, nuestro
orgullo y estímulo permanente, que nos hacía sentirnos más seguros y confiados,
sabiendo que su total entrega y compenetración con presos era el inquebrantable
baluarte de la lucha, que ningún obstáculo por grande y poderoso que fuera
lograría separarlas de sus presos, de nosotros”.
Tiene razón
Pedro Vicente, pero se quedó corto en el elogio, porque esas mujeres de preso,
además de dar apoyo material y moral a sus maridos encarcelados hicieron mucho
más: contribuyeron de manera decisiva desde su personal lugar en la vida al
mantenimiento de la lucha contra la dictadura, por lo que merecen una
reivindicación histórica.
Fueron ellas, ciertamente,
las que trabajaron en los más duros oficios para poder llevar algo de comida al
familiar encarcelado; las que se tuvieron que encargarse solas del
mantenimiento y la educación de los hijos, las que debieron realizar largos
recorridos en las peores condiciones, atravesando a veces España en vagones de
tercera o destartalados autocares, para estar puntualmente a la puerta de los
presidios los días de comunicación; las que hubieron de someterse a la
vigilancia policial (o de las asociaciones religiosas o falangistas, no menos
inquisitoriales y delatoras) y a la exclusión social. Pero, además, también
fueron las que se ocuparon de mantener los contactos entre los encarcelados y
las organizaciones políticas del exterior en los momentos represivos más duros,
las que entraron propaganda en los penales y sacaron informes en tarteras de
doble fondo o en latas de sardinas manipuladas, las que se encerraron en
iglesias para protestar, las que visitaron a obispos, periodistas,
intelectuales o políticos para pedir la libertad de sus maridos, y con ella las
de los demás presos políticos; las que organizaron las primeras protestas y
manifestaciones por la amnistía y fundaron las primeras asociaciones; las que
denunciaron en el exterior la represión. En definitiva, las que sostuvieron e
hicieron posible, desde el silencio y el sacrificio, como heroínas invisibles o
transparentes, la lucha clandestina de sus maridos, hijos o hermanos.
Josette, esposa de Pedro Vicente, ante la puerta del penal de Burgos con una amiga |
Ser mujer de
preso es una condición sobrevenida, que no depende de la voluntad ni de la
libre elección de quien cae en ella. No se es mujer de preso por contravenir
ninguna ley, sino por haberlo hecho el
marido, el hermano, el novio, el hijo o el padre. Pese a ello, las personas
afectadas no pueden huir de su condición, y sobre sus espaldas recae una tarea,
cuidar y atender al encarcelado, y, además, hacerse cargo de la familia si la
hay, que resulta dura y esforzada. Esta situación es común a las mujeres de
todos los presos, estén encarcelados por el motivo que sea. Lo que distingue a
las protagonistas de esta historia es que, en situación de dictadura, su normal
apoyo al marido, máxime cuando la mujer era también militante, se convertía en
una lucha solidaria y política específica que conjugaba una cantidad de
aspectos y facetas difícilmente resumible a una sola. La actividad de esas
mujeres, que asumieron las responsabilidades solidarias y políticas de sus
maridos presos, ha sido fundamental para la lucha por las libertades y para el
mantenimiento de la dignidad del ser humano. A ello hay que añadirle
condiciones específicas de su lucha, que ha dado como resultado unas vidas
calladas, anónimas, nunca reflejadas en los libros de historia, ocultas bajo el
sacrificio y la lucha de sus compañeros, por las que jamás han recibido pago
alguno ni reconocimiento social digno de tal nombre.
¿Cómo fueron
aquellas vidas? ¿Qué les tocó hacer en aquella situación que no habían elegido?
¿Cómo consiguieron sobrellevar la ausencia de sus seres queridos y vivir en
soledad? ¿Qué apoyos recibieron? ¿Cómo se organizaron? ¿Qué peligros corrieron?
Estas son algunas de las preguntas pertinentes hoy en día, pero hay otras:
¿cómo les ha pagado la historia su sacrificio? ¿De qué manera se ha reconocido
su papel histórico en esta sociedad democrática en la que dice que vivimos, a
cuya consecución ellas tanto contribuyeron?
Sin embargo,
aunque los comunistas constituyeron quizás la mayor parte de los presos
políticos del franquismo, sobre todo en algunas épocas, y fueron los de mayores
condenas, junto a los anarquistas, especialmente en los años más duros, la
ideología de los encarcelados y también las de sus mujeres fue variando con el
paso del tiempo y los cambios internos del régimen. Desde la represión
indiscriminada de los primeros años, que no respetó ideologías concretas y que a
todos los metió en la cárcel sin distinción de ideologías, hasta la masiva
detención de militantes de las numerosas tendencias comunistas que fueron
apareciendo en la universidad y el mundo obrero desde finales de los sesenta,
bien formadas por disidencias y escisiones del propio PCE, bien continuación
del troskismo, bien resultado de la evolución a posiciones marxistas de grupos
originariamente católicos. En todo ese proceso de evolución cronológica del
Régimen la composición y origen de los encarcelados, así como sus condiciones
de vida en el penal y sus relaciones con el exterior, fueron variando,
cambiando igualmente el papel a jugar por sus familiares femeninos, las esposas
en primer lugar. Pese a ello, su situación familiar y política de estas mujeres
no cambió sustancialmente, condicionada por los vaivenes represivos de la
dictadura según aumentaba o disminuía la intensidad de las protestas.
Como comprobará
fácilmente quién sea capaz de llegar hasta el final de estas notas, incluidas las que mañana concretarán la
historia general en historias personalizadas, faltan aquí referencias e
historias de mujeres de presos de militancia distinta a la comunista que
también sufrieron represión, muerte y cárcel: anarquistas, socialistas,
masones, republicanos, o simples demócratas sin apellido ideológico. Atribúyase
esa ausencia no a voluntad discriminatoria, sino a lo provisional del trabajo,
simple proyecto irrealizado, y a mis propios, personales e intransferibles orígenes
familiares y políticos. También --y no es ni opinión ni sectarismo ni simpatía ideológica,
sino dato histórico-- porque las mujeres de los presos comunistas fueron las
que debieron enfrentarse a esta situación en mayor número, con la excepción de
la inmediata postguerra, afrontar encarcelamientos más largos y haberlo hecho
de una manera continuada, una generación tras otra pasándose el relevo sin un
respiro en los cuarenta años de fascismo.
FUENTES/BIBLIOGRAFÍA DIRECTA
Aparte de la
copla que encabeza estas notas, prácticamente nada se ha dicho, cantado o
escrito sobre las mujeres de los presos políticos en la España franquista. Tan
solo una novela: “Dona de pres”, que
Teresa Pamies, conocedora del tema en carne propia, publicó, en catalán, en
1975, y otra más en la que las mujeres de preso forman parte importante de la
trama; “Gente de abajo”, de Juana
Doña (AZ Ediciones. Madrid, 1992). El resto, que yo sepa, únicamente breves
alusiones en obras generales sobre las mujeres en la resistencia (o en alguna
novela, como “La voz dormida”, de
Dulce Chacón), y apenas un par de artículos o algún libro parcial, como “Mujeres canarias contra la represión”,
de Arturo Cantero Castillo (CCPP, Santa Cruz de Tenerife, 2003), que se
circunscribe a las islas. O expurgar en los textos sobre la resistencia
femenina, como “Silencio roto”, de Fernanda Romeu Alfaro, para encontrar
pequeñas historias sobre el tema entre otras más extensas y detalladas sobre
actuaciones aparentemente más relevantes.
Atención aparte merece el trabajo de la historiadora zaragozana
Irena Abad Buil, autora de las monografías “Las
mujeres de presos republicanos: movilización política nacida de la represión
franquista”, que fue su tesis doctoral, o “Las mujeres de los presos políticos en Aragón”, debidamente
consultadas para estas notas-proyecto, a las que en el 2011, ya cerrado el plazo
de admisión de nuevos datos, realizó junto a Eva Abad el documental “Fuimos mujeres de preso” y en 2012
publicó en la editorial catalana Icaria el libro “En las puertas de la prisión. De la solidaridad a la conciencia
política de los mujeres de presos del franquismo”, ambos por desgracia, de
poca difusión y complicada compra.
Naturalmente,
están también los testimonios dejados por algunos de los propios presos en sus
respectivos libros de memorias, como sucede en los de Simón Sánchez Montero (“Camino de libertad”, Temas de Hoy, Madrid,
1997), Marcelino Camacho (“Confieso que
he luchado” Temas de Hoy, 1990), Marcos Ana (“Decidme cómo es un árbol”. Umbriel, 2007), Miguel Núñez (“La revolución y el deseo”. Península,
2002), Melquisidez Rodríguez Chaos (“24
años en la cárcel”. Editorial Ebro, París, 1976) o Pedro Vicente (“Por qué luchamos”. Endymión, 1992),
entre otros.
Esta es la
bibliografía básica que he utilizado para escribir estas líneas, aparte de la
propia memoria familiar y militante y las entrevistas realizadas a Tomasa Cuevas
y Manolita del Arco, que en su momento reproduciré enteras por el interés que
creo que tienen, como mujeres de preso que fueron, además de presas ellas
mismas.
LA HISTORIA
Josefina Samper Camacho |
A simple vista,
las protagonistas de nuestra historia apenas se diferencian en la actualidad de
cualquiera de las numerosas mujeres de su edad con las que se puede uno
encontrar por las calles de las ciudades españolas. Podrían ser la vecina
anciana que recibe a la familia los domingos, sale al mercado, juega en el
parque con los nietos, realiza con esfuerzo las labores de la casa o pasea por
el barrio al atardecer, sola o con su marido, tan anciano como ella misma si es
que aún vive. Y sin embargo, bajo esa apariencia de sencillez, son diferentes a
quienes les rodean. Se trata de mujeres de expresos políticos del franquismo,
que en los duros años de la dictadura supieron dar con su esfuerzo, su lealtad,
su lucha y su solidaridad un ejemplo de dignidad humana que a menudo se ha
ignorado y que, en cualquier caso, nunca se ha reconocido suficientemente.
Presos políticos en el penal de Burgos, años 60 |
Es difícil
calcular el número de presos políticos que pasaron por las cárceles franquistas
durante los casi 40 años de dictadura. Se tomen datos de un lado u otro, las
cifras ascienden siempre a cientos de miles de personas, y aunque con el paso
del tiempo fue bajando el número de encarcelados, las prisiones españolas no
dejaron de renovarse permanentemente con los miles de detenidos de los años
posteriores, en una cadena continuada de represión que no acabó sino con el
final del régimen.
Como no podía
ser de otra manera, la propia dictadura fue evolucionando conforme pasaban los
años e iban apareciendo nuevas circunstancias sociales, económicas, sindicales
e internacionales que la condicionaban, una evolución a la que no podía ser
ajeno el sistema penitenciario, y con él la situación de las mujeres de los
presos y las formas de su ayuda, lucha y solidaridad.
Las
circunstancias más duras se vivieron en la primera década tras la guerra civil,
cuando las cárceles estaban llenas de presos encarcelados durante o al final de
la contienda, a los que se añadieron los llamados “de delito posterior”,
normalmente condenados por intentar reconstruir los partidos de la República,
prohibidos y perseguidos, y los participantes en la lucha guerrillera o sus
colaboradores. Las madres, esposas o hermanas de aquellos primeros presos
debieron hacerse cargo del mantenimiento de las familias en una España en la
que la mujer, y más la campesina o la de clase obrera, apenas tenían formas de
ganarse la vida. También debían sacar para poder llevar al preso alguna comida,
pues el rancho carcelario era claramente insuficiente para la supervivencia,
procurarle prendas de abrigo para los duros inviernos, y aportarle el apoyo
moral de las visitas, que en muchas veces implicaban atravesar media España en
largos viajes que duraban días enteros. Esos esfuerzos cotidianos debían
hacerlos, además, sometidas a una vigilancia especial, mayor quizás en los
pueblos que en las ciudades, ejercida directamente por la policía o por
organizaciones religiosas o estatales, como las Propagandistas de la Fe o el
Patronato Para la Protección de la Mujer, que, so pretexto de ayuda,
constituían eficaces medios de vigilancia y control.
Ya desde
comienzos de los cincuenta, la sociedad comenzó a cambiar, y a partir de la
espontanea huelga de tranvías de Barcelona de 1951 se incrementaron los paros y
protestas obreras en las más importantes zonas industriales de España y en
Madrid misma. Paros pequeños, escasamente coordinados, pero que llevaron a las
cárceles a sus más destacados dirigentes, que pronto se integraron en las
organizaciones políticas correspondientes que seguían existiendo en los
presidios. Sus mujeres, que en muchos casos se conocían ya por encierros
anteriores de los maridos o a través de sus comunes pertenencias a los partidos
clandestinos, comenzaron por prestarse pequeñas ayudas --un sitio donde dormir
a la que llegaba de lejos, por ejemplo—para pasar a organizarse en grupo,
desarrollando trabajados relacionados especialmente con la liberación de sus
maridos y las condiciones de vida en las cárceles.
De aquellos
iniciales gérmenes organizativos femeninos surgió la primera manifestación por
la amnistía que las mujeres celebraron en el invierno de 1960 en Burgos,
convertido ya entonces en el principal penal para presos políticos. Durante
estos años, la labor realizada por muchas mujeres pasó de lo asistencial y
solidario a lo directamente político, organizándose, pero también y
principalmente, implicándose en el mantenimientos de los contactos entre las
organizaciones políticas en el interior de las cárceles y en el exterior, en el
exilio en muchos casos.
El nacimiento a
comienzos de los sesenta de Comisiones Obreras, y especialmente las huelgas de
la minería asturiana de 1963, unido al auge de los movimientos estudiantiles de
protesta, marcó la tercera etapa de esa evolución del universo carcelario
español. Los presidios se llenaron de nuevos presos, obreros, estudiantes,
universitarios, intelectuales e incluso curas, las organizaciones políticas represaliadas
se multiplicaron, y, sobre todo, la lucha interna en los presidios se
intensificó lográndose importantes mejoras. Las mujeres de los presos dejaron
de ser sustanciales en la comunicación con el mundo exterior, papel que pasaron
a ocupar los abogados, y ellas se centraron en la organización de la
solidaridad, cada vez más política que material, a través de organizaciones
creadas al efecto o de asociaciones que incluían la amnistía entre sus
principales puntos reivindicativos. De ahí viene el nacimiento del pionero
Movimiento Democrático de Mujeres en 1965.
Catedral de Las Palmas |
Pese a los
cambios en la lucha, la composición ideológica de los encarcelados y la vida
interna en las cárceles, la represión siguió siendo dura, y la lucha de las
mujeres pasó a ser abierta y masiva; como cuando en 1968 las mujeres de un
numeroso grupo de presos canarios se encerraron en la Catedral de Las Palmas
como signo de denuncia y pidiendo la libertad de sus maridos o hijos,
inaugurando así y e aquel momento un método de protesta que después se
repetiría en España y en todo el mundo hasta la saciedad. Las mujeres de los
presos, como la sociedad en general, dejaron de estar a la defensiva para pasar
a la ofensiva.
A partir de los
setenta, cuando comenzó la agonía del régimen junto a la de su fundador, las
condiciones de los presos, y en consecuencia las de sus familias habían
cambiado sustancialmente. Aunque los últimos coletazos de la dictadura fueron
de una especial y cruel violencia y las cárceles se llenaron de presos, esta
propia abundancia de perseguidos movilizó las fuerzas del cambio. Se
consiguieron derechos, no sin duras huelgas de hambre, las condenas eran en
muchos casos más breves (si excluimos las correspondientes al proceso 1.001
contra dirigentes de Comisiones Obreras, las del proceso de Burgos, o las que
condujeron a los últimos fusilamientos del 25 de septiembre de 1975), y se contaba
ya con organizaciones nacionales e internacionales solidarias y por la amnistía
que funcionaban con gran repercusión. También había cambiado la sociedad
española y ser preso político ya no constituía un estigma que condenara también
a sus familiares. Al contrario, en muchos casos era ya una medalla que los ennoblecía.
Simón Sánchez Montero y Santiago Álvarez saliendo de Carabanchel tras la amnistía. |
Muerto Franco y
agotada la dictadura en unos estertores espasmódicos y sanguinolentos, llegó la
democracia, o este algo parecido que vivimos, y aunque algunos de los que
habían sido presos políticos tuvieron un cierto papel representativo en los
últimos setenta, la mayoría de ellos siguieron con sus vidas cotidianas como si
la cárcel hubiera sido sólo una anécdota en su vida, luchando, pero sin ponerse
medallas para escalar sillones.
Sus mujeres, que
sólo en casos excepcionales habían salido del anonimato, siguieron en él, como
la vecina del piso de abajo, que sale a la compra, juega con sus nietos o riega
las macetas del balcón. Nadie les ha reconocido su historia, pero ellas siguen
ahí: rebeldes, críticas, orgullosas de su pasado, preocupadas por el presente y
esperanzadas por el futuro.
en primer plano, Vicenta Camacho, presa y hermana de preso
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