sábado, 8 de junio de 2013

HEROINAS TRANSPARENTES 1







NOTA PERSONAL

Al poco de la entrada del ejército rebelde en Madrid el 28 de marzo de 1939, Juana Marín comprobó que los pocos billetes de la República de una, cinco y veinticinco pesetas que guardaba en casa y que constituían su escasa fortuna no le servían para nada. No obstante, no fue aquella pequeña circunstancia la peor consecuencia que para ella tuvo la pérdida de la guerra civil, como consecuencia de la cual su familia acabo dispersa y su vida trastocada.

Nacida en un pueblo soriano, ya rondaba por aquellos tiempos la sesentena y pocos de sus hijos habían escapado de la represión de los vencedores. Sólo su hijo mayor, bautizado, curiosamente, como Franco, mucho antes de que tal nombre ocupara su lugar siniestro en la historia de España, había permanecido en el pueblo, ya mayor para participar en la contienda, aunque republicano de antiguo, y dos de sus hijas, Carmina, poco más que una adolescente, que vivía con ella, y la mayor, Pilar, portera en un edificio de inquilinos adinerados, habían podido hurtarse a la desgracia. Otras dos hijas, Teresa y Villar, habían salido de España y vivían en Francia, aunque Juana no tuviera noticias de su destino. Severino, uno de los dos hijos restantes, había pasado brevemente por el improvisado presidio del estadio del, ya de nuevo, Real Madrid, y Antonio había sido detenido en Alicante cuando intentaba exiliarse en uno de los barcos que partían hacia Argelia o América desde el último puerto libre de la República.

Antonio, comunista de comienzos de los años treinta que en la guerra había sido comisario de tanques, pasó cuatro años en prisión. Primero en el Reformatorio de Adultos y el Campo de los Almendros en Alicante, luego en Aranjuez y, finalmente, en la improvisada cárcel de Porlier, en Madrid. Mucho tuvo que viajar Juana hasta el mar en aquel primer año de postguerra, aunque seguramente no tanto como ella hubiera deseado, para llevarle al hijo preso las pocas viandas que podía comprar con el escaso dinero que ella y su hija Carmina conseguían cosiendo y remendando ropa para las vecinas y conocidas y el que podía darles Pilar, cuyo marido, Ramón, también había pasado una temporada encerrado. Largos, molestos y dolorosos viajes. Apenas 300 kilómetros que se tardaba casi una jornada en recorrer en los viejos trenes de la época. Horas y horas sentada en algún banco de listones de madera de aquellos vagones abarrotados; si había suerte y no se veía obligada a pasar parte del viaje de pie, en los pasillos o en la plataforma exterior al aire libre. Asfixiada de calor humano porque se cerraban las ventanillas, o cubierta de carbonilla y humo porque se abrían.

Pasados los años, el hijo recordaba, sobre todo, aquellas enormes naranjas que la madre le llevaba en algunas visitas. Naranjas salidas del ahorro diario, del trabajo agotador, del esfuerzo incansable. Naranjas salidas de quitárselas ellas de la boca.

El día de Navidad de 1939 Juana había hecho un sacrificio especial para llevarle a Antonio algo con lo que pudiera cenar de acuerdo a la fecha, pues ella, pese al ateísmo de la mayor parte de sus vástagos era cristiana fervorosa y respetuosa. “Con la religión, no con los curas”, decía alguna vez ya en su vejez cuando se le recordaba el tema.

Navidad, pues de 1939. Ahí estamos. Día santo y santificado en el santoral de los vencedores. Día de celebración de la natividad de dios hijo, que vino al mundo enviado por el padre y engendrado por una paloma, para salvar a los pobres y a los humildes del orgullo de los poderosos. Juana llegó a Alicante junto a otras mujeres que, como ella, habían hecho el viaje desde Madrid u otros lugares con la misma intención de dar una alegría para la Noche Buena a los familiares encarcelados. Se acercaron a la puerta de la prisión. Un guardia les dijo que no hacía falta que dejaran los paquetes que llevaban. Preguntaron por qué y el soldado de la garita llamo al superior de guardia, quien explicó a las reunidas que no tenían que dejar nada a los presos porque se los habían llevado en un barco al mar y allí les habían tirado.

El militar mentía. No por oficio ni por necesidad, caridad, interés o malicia. Sólo por crueldad. A Antonio y a algunos cientos de sus compañeros los habían montado aquella misma mañana en un tren, sin decirles nada, y les habían trasladado a la cercana estación de Elche, donde les tuvieron hasta el 26 de diciembre. Para celebrar aquella Noche Buena que tan mala era, Antonio compartió con dos camaradas unos cuantos dátiles que compraron a los miembros de la guardia mora que les vigilaban con cinco duros que entre los tres atesoraban. Un manjar que a partir de entonces nunca dejó de estar en la mesa familiar la noche del 24 de diciembre en una cena que nunca fue ya una celebración.

Juana Marín volvió a Madrid aterrorizada. Sólo unos días después pudo enterarse a través de una carta de que había sido un engaño aquella muerte que ella había vivido con el desgarro que siempre supone para una madre la pérdida de un hijo. Pasaron los años y Juana acabó por ser una anciana cariñosa y mandona, comprensiva y religiosa, que nunca más volvió a misa. Nunca hablaba de lo pasado, y si le preguntaban cambiaba de conversación con un “estos hijos que siempre dan muchos disgustos”.
Aquel Antonio era mi padre. Aquella Juana era mi Abuela.





UNA HISTORIA POR CONTAR


En los últimos años se ha publicado una amplia y variada bibliografía sobre los más diversos temas relacionados con el franquismo y la resistencia antifranquista. En forma de memorias, investigación histórica, entrevistas, novelas o reportajes se ha escrito sobre la guerrilla, el exilio, la clandestinidad, la cárcel, el trabajo esclavo, los niños desaparecidos, los asesinados en las cunetas, los intelectuales, la vida cotidiana, los políticos, la universidad, los maestros, el movimiento obrero, el universitario y otras muchas cuestiones. Curiosamente, tal amplitud de estudios y estudiosos se ha olvidado hasta prácticamente ayer mismo de una parte significativa de los que sufrieron la represión: las mujeres de los presos, que desde fuera de los muros de las cárceles jugaron un papel fundamental, no solo en apoyar y sostener a sus maridos encarcelados, sino también en mantener la resistencia, colaborar con ella y jugar un papel político importante, aunque silencioso y silenciado, en la lucha contra la dictadura. Todo ello, como se verá a costa de una vida de permanentes sacrificios cotidianos y familiares no siempre evaluables en términos de rentabilidad histórica.  

Uno de aquellos presos, Pedro Vicente, dejó en sus memorias testimonio claro de la labor de sus mujeres (entendiendo por ello tanto esposas como madres, novias, hermanas o hijas): “Capítulo aparte merece el extraordinario y altamente ejemplar comportamiento de nuestras madres, esposas, hermanas y novias, auténticas heroínas y protagonistas infatigables de la prolongadísima tragedia de nuestro cautiverio durante la larga noche del régimen de dictadura franquista. Mi homenaje más sentido y profundo a todas las mujeres que durante tantos años lo dieron todo, permaneciendo fieles hasta el sacrificio en ayuda de sus seres más queridos. Trabajando tanto como podían en trabajos duros y pesados; las que tenían hijos, para darles de comer, y encima ayudar al marido; las que no les tenían, reservando todo cuanto ganaban trabajando, porque sabían que ayudando al marido o al novio, ayudaban también a los demás compañeros, algunos de los cuales no tenían familia o, si la tenían, carecían de medios para hacerlo. Ellas fueron nuestro mejor sostén, nuestro orgullo y estímulo permanente, que nos hacía sentirnos más seguros y confiados, sabiendo que su total entrega y compenetración con presos era el inquebrantable baluarte de la lucha, que ningún obstáculo por grande y poderoso que fuera lograría separarlas de sus presos, de nosotros”.

Tiene razón Pedro Vicente, pero se quedó corto en el elogio, porque esas mujeres de preso, además de dar apoyo material y moral a sus maridos encarcelados hicieron mucho más: contribuyeron de manera decisiva desde su personal lugar en la vida al mantenimiento de la lucha contra la dictadura, por lo que merecen una reivindicación histórica.

Fueron ellas, ciertamente, las que trabajaron en los más duros oficios para poder llevar algo de comida al familiar encarcelado; las que se tuvieron que encargarse solas del mantenimiento y la educación de los hijos, las que debieron realizar largos recorridos en las peores condiciones, atravesando a veces España en vagones de tercera o destartalados autocares, para estar puntualmente a la puerta de los presidios los días de comunicación; las que hubieron de someterse a la vigilancia policial (o de las asociaciones religiosas o falangistas, no menos inquisitoriales y delatoras) y a la exclusión social. Pero, además, también fueron las que se ocuparon de mantener los contactos entre los encarcelados y las organizaciones políticas del exterior en los momentos represivos más duros, las que entraron propaganda en los penales y sacaron informes en tarteras de doble fondo o en latas de sardinas manipuladas, las que se encerraron en iglesias para protestar, las que visitaron a obispos, periodistas, intelectuales o políticos para pedir la libertad de sus maridos, y con ella las de los demás presos políticos; las que organizaron las primeras protestas y manifestaciones por la amnistía y fundaron las primeras asociaciones; las que denunciaron en el exterior la represión. En definitiva, las que sostuvieron e hicieron posible, desde el silencio y el sacrificio, como heroínas invisibles o transparentes, la lucha clandestina de sus maridos, hijos o hermanos.

Josette, esposa de Pedro Vicente,
ante la puerta del penal de Burgos con una amiga
Ser mujer de preso es una condición sobrevenida, que no depende de la voluntad ni de la libre elección de quien cae en ella. No se es mujer de preso por contravenir ninguna ley, sino por  haberlo hecho el marido, el hermano, el novio, el hijo o el padre. Pese a ello, las personas afectadas no pueden huir de su condición, y sobre sus espaldas recae una tarea, cuidar y atender al encarcelado, y, además, hacerse cargo de la familia si la hay, que resulta dura y esforzada. Esta situación es común a las mujeres de todos los presos, estén encarcelados por el motivo que sea. Lo que distingue a las protagonistas de esta historia es que, en situación de dictadura, su normal apoyo al marido, máxime cuando la mujer era también militante, se convertía en una lucha solidaria y política específica que conjugaba una cantidad de aspectos y facetas difícilmente resumible a una sola. La actividad de esas mujeres, que asumieron las responsabilidades solidarias y políticas de sus maridos presos, ha sido fundamental para la lucha por las libertades y para el mantenimiento de la dignidad del ser humano. A ello hay que añadirle condiciones específicas de su lucha, que ha dado como resultado unas vidas calladas, anónimas, nunca reflejadas en los libros de historia, ocultas bajo el sacrificio y la lucha de sus compañeros, por las que jamás han recibido pago alguno ni reconocimiento social digno de tal nombre.

¿Cómo fueron aquellas vidas? ¿Qué les tocó hacer en aquella situación que no habían elegido? ¿Cómo consiguieron sobrellevar la ausencia de sus seres queridos y vivir en soledad? ¿Qué apoyos recibieron? ¿Cómo se organizaron? ¿Qué peligros corrieron? Estas son algunas de las preguntas pertinentes hoy en día, pero hay otras: ¿cómo les ha pagado la historia su sacrificio? ¿De qué manera se ha reconocido su papel histórico en esta sociedad democrática en la que dice que vivimos, a cuya consecución ellas tanto contribuyeron?

Sin embargo, aunque los comunistas constituyeron quizás la mayor parte de los presos políticos del franquismo, sobre todo en algunas épocas, y fueron los de mayores condenas, junto a los anarquistas, especialmente en los años más duros, la ideología de los encarcelados y también las de sus mujeres fue variando con el paso del tiempo y los cambios internos del régimen. Desde la represión indiscriminada de los primeros años, que no respetó ideologías concretas y que a todos los metió en la cárcel sin distinción de ideologías, hasta la masiva detención de militantes de las numerosas tendencias comunistas que fueron apareciendo en la universidad y el mundo obrero desde finales de los sesenta, bien formadas por disidencias y escisiones del propio PCE, bien continuación del troskismo, bien resultado de la evolución a posiciones marxistas de grupos originariamente católicos. En todo ese proceso de evolución cronológica del Régimen la composición y origen de los encarcelados, así como sus condiciones de vida en el penal y sus relaciones con el exterior, fueron variando, cambiando igualmente el papel a jugar por sus familiares femeninos, las esposas en primer lugar. Pese a ello, su situación familiar y política de estas mujeres no cambió sustancialmente, condicionada por los vaivenes represivos de la dictadura según aumentaba o disminuía la intensidad de las protestas.

Como comprobará fácilmente quién sea capaz de llegar hasta el final de estas notas, incluidas las que mañana concretarán la historia general en historias personalizadas, faltan aquí referencias e historias de mujeres de presos de militancia distinta a la comunista que también sufrieron represión, muerte y cárcel: anarquistas, socialistas, masones, republicanos, o simples demócratas sin apellido ideológico. Atribúyase esa ausencia no a voluntad discriminatoria, sino a lo provisional del trabajo, simple proyecto irrealizado, y a mis propios, personales e intransferibles orígenes familiares y políticos. También --y no es ni opinión ni sectarismo ni simpatía ideológica, sino dato histórico-- porque las mujeres de los presos comunistas fueron las que debieron enfrentarse a esta situación en mayor número, con la excepción de la inmediata postguerra, afrontar encarcelamientos más largos y haberlo hecho de una manera continuada, una generación tras otra pasándose el relevo sin un respiro en los cuarenta años de fascismo.


FUENTES/BIBLIOGRAFÍA DIRECTA

Aparte de la copla que encabeza estas notas, prácticamente nada se ha dicho, cantado o escrito sobre las mujeres de los presos políticos en la España franquista. Tan solo una novela: “Dona de pres”, que Teresa Pamies, conocedora del tema en carne propia, publicó, en catalán, en 1975, y otra más en la que las mujeres de preso forman parte importante de la trama; “Gente de abajo”, de Juana Doña (AZ Ediciones. Madrid, 1992). El resto, que yo sepa, únicamente breves alusiones en obras generales sobre las mujeres en la resistencia (o en alguna novela, como “La voz dormida”, de Dulce Chacón), y apenas un par de artículos o algún libro parcial, como “Mujeres canarias contra la represión”, de Arturo Cantero Castillo (CCPP, Santa Cruz de Tenerife, 2003), que se circunscribe a las islas. O expurgar en los textos sobre la resistencia femenina, como “Silencio roto”, de Fernanda Romeu Alfaro, para encontrar pequeñas historias sobre el tema entre otras más extensas y detalladas sobre actuaciones aparentemente más relevantes.

Atención aparte merece el trabajo de la historiadora zaragozana Irena Abad Buil, autora de las monografías “Las mujeres de presos republicanos: movilización política nacida de la represión franquista”, que fue su tesis doctoral, o “Las mujeres de los presos políticos en Aragón”, debidamente consultadas para estas notas-proyecto, a las que en el 2011, ya cerrado el plazo de admisión de nuevos datos, realizó junto a Eva Abad el documental “Fuimos mujeres de preso” y en 2012 publicó en la editorial catalana Icaria el libro “En las puertas de la prisión. De la solidaridad a la conciencia política de los mujeres de presos del franquismo”, ambos por desgracia, de poca difusión y complicada compra.  

Naturalmente, están también los testimonios dejados por algunos de los propios presos en sus respectivos libros de memorias, como sucede en los de Simón Sánchez Montero (“Camino de libertad”, Temas de Hoy, Madrid, 1997), Marcelino Camacho (“Confieso que he luchado” Temas de Hoy, 1990), Marcos Ana (“Decidme cómo es un árbol”. Umbriel, 2007), Miguel Núñez (“La revolución y el deseo”. Península, 2002), Melquisidez Rodríguez Chaos (“24 años en la cárcel”. Editorial Ebro, París, 1976) o Pedro Vicente (“Por qué luchamos”. Endymión, 1992), entre otros.

Esta es la bibliografía básica que he utilizado para escribir estas líneas, aparte de la propia memoria familiar y militante y las entrevistas realizadas a Tomasa Cuevas y Manolita del Arco, que en su momento reproduciré enteras por el interés que creo que tienen, como mujeres de preso que fueron, además de presas ellas mismas.


LA HISTORIA

Josefina Samper Camacho
A simple vista, las protagonistas de nuestra historia apenas se diferencian en la actualidad de cualquiera de las numerosas mujeres de su edad con las que se puede uno encontrar por las calles de las ciudades españolas. Podrían ser la vecina anciana que recibe a la familia los domingos, sale al mercado, juega en el parque con los nietos, realiza con esfuerzo las labores de la casa o pasea por el barrio al atardecer, sola o con su marido, tan anciano como ella misma si es que aún vive. Y sin embargo, bajo esa apariencia de sencillez, son diferentes a quienes les rodean. Se trata de mujeres de expresos políticos del franquismo, que en los duros años de la dictadura supieron dar con su esfuerzo, su lealtad, su lucha y su solidaridad un ejemplo de dignidad humana que a menudo se ha ignorado y que, en cualquier caso, nunca se ha reconocido suficientemente.

Presos políticos en el penal de Burgos, años 60
Es difícil calcular el número de presos políticos que pasaron por las cárceles franquistas durante los casi 40 años de dictadura. Se tomen datos de un lado u otro, las cifras ascienden siempre a cientos de miles de personas, y aunque con el paso del tiempo fue bajando el número de encarcelados, las prisiones españolas no dejaron de renovarse permanentemente con los miles de detenidos de los años posteriores, en una cadena continuada de represión que no acabó sino con el final del régimen.

Como no podía ser de otra manera, la propia dictadura fue evolucionando conforme pasaban los años e iban apareciendo nuevas circunstancias sociales, económicas, sindicales e internacionales que la condicionaban, una evolución a la que no podía ser ajeno el sistema penitenciario, y con él la situación de las mujeres de los presos y las formas de su ayuda, lucha y solidaridad.

Las circunstancias más duras se vivieron en la primera década tras la guerra civil, cuando las cárceles estaban llenas de presos encarcelados durante o al final de la contienda, a los que se añadieron los llamados “de delito posterior”, normalmente condenados por intentar reconstruir los partidos de la República, prohibidos y perseguidos, y los participantes en la lucha guerrillera o sus colaboradores. Las madres, esposas o hermanas de aquellos primeros presos debieron hacerse cargo del mantenimiento de las familias en una España en la que la mujer, y más la campesina o la de clase obrera, apenas tenían formas de ganarse la vida. También debían sacar para poder llevar al preso alguna comida, pues el rancho carcelario era claramente insuficiente para la supervivencia, procurarle prendas de abrigo para los duros inviernos, y aportarle el apoyo moral de las visitas, que en muchas veces implicaban atravesar media España en largos viajes que duraban días enteros. Esos esfuerzos cotidianos debían hacerlos, además, sometidas a una vigilancia especial, mayor quizás en los pueblos que en las ciudades, ejercida directamente por la policía o por organizaciones religiosas o estatales, como las Propagandistas de la Fe o el Patronato Para la Protección de la Mujer, que, so pretexto de ayuda, constituían eficaces medios de vigilancia y control.

Ya desde comienzos de los cincuenta, la sociedad comenzó a cambiar, y a partir de la espontanea huelga de tranvías de Barcelona de 1951 se incrementaron los paros y protestas obreras en las más importantes zonas industriales de España y en Madrid misma. Paros pequeños, escasamente coordinados, pero que llevaron a las cárceles a sus más destacados dirigentes, que pronto se integraron en las organizaciones políticas correspondientes que seguían existiendo en los presidios. Sus mujeres, que en muchos casos se conocían ya por encierros anteriores de los maridos o a través de sus comunes pertenencias a los partidos clandestinos, comenzaron por prestarse pequeñas ayudas --un sitio donde dormir a la que llegaba de lejos, por ejemplo—para pasar a organizarse en grupo, desarrollando trabajados relacionados especialmente con la liberación de sus maridos y las condiciones de vida en las cárceles.

De aquellos iniciales gérmenes organizativos femeninos surgió la primera manifestación por la amnistía que las mujeres celebraron en el invierno de 1960 en Burgos, convertido ya entonces en el principal penal para presos políticos. Durante estos años, la labor realizada por muchas mujeres pasó de lo asistencial y solidario a lo directamente político, organizándose, pero también y principalmente, implicándose en el mantenimientos de los contactos entre las organizaciones políticas en el interior de las cárceles y en el exterior, en el exilio en muchos casos.
                                                                                                             
El nacimiento a comienzos de los sesenta de Comisiones Obreras, y especialmente las huelgas de la minería asturiana de 1963, unido al auge de los movimientos estudiantiles de protesta, marcó la tercera etapa de esa evolución del universo carcelario español. Los presidios se llenaron de nuevos presos, obreros, estudiantes, universitarios, intelectuales e incluso curas, las organizaciones políticas represaliadas se multiplicaron, y, sobre todo, la lucha interna en los presidios se intensificó lográndose importantes mejoras. Las mujeres de los presos dejaron de ser sustanciales en la comunicación con el mundo exterior, papel que pasaron a ocupar los abogados, y ellas se centraron en la organización de la solidaridad, cada vez más política que material, a través de organizaciones creadas al efecto o de asociaciones que incluían la amnistía entre sus principales puntos reivindicativos. De ahí viene el nacimiento del pionero Movimiento Democrático de Mujeres en 1965.

Catedral de Las Palmas
Pese a los cambios en la lucha, la composición ideológica de los encarcelados y la vida interna en las cárceles, la represión siguió siendo dura, y la lucha de las mujeres pasó a ser abierta y masiva; como cuando en 1968 las mujeres de un numeroso grupo de presos canarios se encerraron en la Catedral de Las Palmas como signo de denuncia y pidiendo la libertad de sus maridos o hijos, inaugurando así y e aquel momento un método de protesta que después se repetiría en España y en todo el mundo hasta la saciedad. Las mujeres de los presos, como la sociedad en general, dejaron de estar a la defensiva para pasar a la ofensiva.

A partir de los setenta, cuando comenzó la agonía del régimen junto a la de su fundador, las condiciones de los presos, y en consecuencia las de sus familias habían cambiado sustancialmente. Aunque los últimos coletazos de la dictadura fueron de una especial y cruel violencia y las cárceles se llenaron de presos, esta propia abundancia de perseguidos movilizó las fuerzas del cambio. Se consiguieron derechos, no sin duras huelgas de hambre, las condenas eran en muchos casos más breves (si excluimos las correspondientes al proceso 1.001 contra dirigentes de Comisiones Obreras, las del proceso de Burgos, o las que condujeron a los últimos fusilamientos del 25 de septiembre de 1975), y se contaba ya con organizaciones nacionales e internacionales solidarias y por la amnistía que funcionaban con gran repercusión. También había cambiado la sociedad española y ser preso político ya no constituía un estigma que condenara también a sus familiares. Al contrario, en muchos casos era ya una medalla que los ennoblecía.

Simón Sánchez Montero y Santiago Álvarez
saliendo de Carabanchel tras la amnistía.
Muerto Franco y agotada la dictadura en unos estertores espasmódicos y sanguinolentos, llegó la democracia, o este algo parecido que vivimos, y aunque algunos de los que habían sido presos políticos tuvieron un cierto papel representativo en los últimos setenta, la mayoría de ellos siguieron con sus vidas cotidianas como si la cárcel hubiera sido sólo una anécdota en su vida, luchando, pero sin ponerse medallas para escalar sillones.

Sus mujeres, que sólo en casos excepcionales habían salido del anonimato, siguieron en él, como la vecina del piso de abajo, que sale a la compra, juega con sus nietos o riega las macetas del balcón. Nadie les ha reconocido su historia, pero ellas siguen ahí: rebeldes, críticas, orgullosas de su pasado, preocupadas por el presente y esperanzadas por el futuro.

en primer plano, Vicenta Camacho, presa y hermana de preso





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