DIEZ
HISTORIAS DE UNA HISTORIA
una
El 27 de octubre
de 1939 fue un mal día para Carmen
Rodríguez Campoamor, que tenía entonces 19 años, aun considerando los muy
dramáticos que todavía le quedaban por vivir en los siguientes treinta y seis
años. La policía se presentó en su casa a las dos de la madrugada y se la
llevaron detenida junto a su amiga Rosalía, con la que vivía en el barrio de
Cuatro Caminos. Las interrogaron con violencia durante horas en un chalet de la
calle Jorge Juan convertido en checa franquista, y cuando, ya de madrugada, no
habían conseguido sacarles lo que buscaban, las subieron a un coche y las
llevaron a las tapias del cementerio del Este. Acercaron a Carmen a la pared, y
el policía, con la pistola en la mano, le repitió la pregunta que le venía
haciendo toda la noche, ¿dónde está tu marido? La mujer no contestó, el policía
amartilló la pistola. Carmen supo que ese podía ser el último momento de su
vida. En realidad lo había sabido desde que reconoció el lugar: las siniestras
tapias agujereadas del Cementerio de Este donde cada madrugada eran fusilados
docenas de perdedores de la guerra. El muro donde tan sólo el agosto anterior
habían sido asesinadas las trece rosas. Sus camaradas. Sus amigas.
El policía
finalmente no disparó y nunca supo el sitio donde se escondía Simón Sánchez Montero, el marido y
camarada de Carmen, que juntos intentaban reconstruir lo que aún sobrevivía de
la organización del PCE. La dictadura conocía, o suponía, el trabajo que
realizaba el marido, aunque ignoraba la militancia de la mujer, y eso quizás la
salvó en aquella ocasión. Ella no sabía aún que le quedaban por vivir
diecisiete años como mujer de preso. Diecisiete años que empezarían muy pronto,
el 11 de septiembre de 1944, cuando Simón fue detenido por primera vez para
pasar siete años encarcelado.
70 años después
de aquel simulacro criminal, Carmen Rodríguez Campoamor es una anciana de 89
años, viuda desde hace tres, que aún sigue viviendo en la misma casa del
popular barrio madrileño de Campamento. De cuerpo menudo, sufre los males de la
edad, que a veces son algo más que simples achaques, pero su fuerza interna, la
que le hizo resistir en los tiempos más duros, todavía se nota en sus ojos
despiertos, su aspecto siempre cuidado y su actitud insobornable. De vez en
cuando Carmen se sienta en el viejo despacho de Simón que conserva en su casa,
aquel en el que siguen sus libros, aquel al que acudían los camaradas a charlar
o discutir, y recuerda. ¿Qué se puede hacer en ciertas edades que no sea
recordar? Pero ella sabe que el recuerdo es estéril si no sirve como ejemplo
del presente. "Si no hubiera sido
por la solidaridad y la ayuda de la gente, ni mi marido ni yo hubiéramos
llegado a los 90", dijo aún hace unos años en un homenaje a las
mujeres antifranquistas, y dirigiéndose a los jóvenes añadió: "os pido que sigáis luchando porque mejore
nuestra situación, la de los hombres y la de las mujeres, pero sobre todo la de
las mujeres".
dos
También gusta
del recuerdo Vicenta Camacho Abad,
que a sus más de 90 años ya tiene problemas al subir las escaleras, pero sigue
vistiendo con la elegancia natural de quien sabe que la edad no es una
enfermedad, sino un accidente cronológico que hay que afrontar con dignidad.
Con la misma dignidad con que Vicenta se ha enfrentado siempre a la vida; siempre atenta a la actualidad, siempre rebelde, siempre solidaria. Aún hoy en
día da conferencias, participa en jornadas por la memoria y frecuenta a los
antiguos compañeros. Desde muy joven vivió la condición de mujer, hija y
hermana de preso. Al acabar la guerra fue detenido su padre, simpatizante
socialista, al regresar al pueblo soriano en el que había sido guardabarreras
ferroviario, pasando año y medio en la cárcel. También su hermano Marcelino,
que años después sería el preso político más conocido de España, fue detenido
en aquellos primeros días de la derrota, encerrado en presidio y enviado luego
a un campo de trabajo en el Marruecos español, del que consiguió evadirse en
1943 y pasar a Orán, donde vivió hasta su regreso a España años después y donde
se casó con su compañera de toda la vida, Josefina Samper, también presente en
esta historia.
Las detenciones
del padre y el hermano, que obligaron a Vicenta y a su hermana Pepita,
fallecida poco después, a trabajar duramente como costureras y a viajar a los
distintos penales por donde uno y otro fueron pasando, no sólo no atenuaron la
rebeldía de Vicenta, sino que la acentuaron. Detenida en 1943, pasó sesenta y
cuatro días en las celdas de los sótanos de la Brigada Político Social, con
frecuentes interrogatorios y palizas que no la hicieron confesar. Finalmente la
condenaron a doce años y un día, de los que cumplió nueve en las cárceles de
Ventas, en Madrid, y Segovia. Tenía 22 años de edad cuando entró y no volvió a
ver la calle hasta los 31.
Los presos
políticos que salían en libertad en los años cincuenta después de haber
cumplido una larga condena no volvían normalmente a la militancia activa, a no
ser que se tratase de dirigentes, que pasaban directamente a la clandestinidad
o salían al exilio. Los recién liberados estaban fichados y eran bien conocidos
por la policía, que les vigilaba estrechamente, por lo que su pertenencía
directa a una organización clandestina estaba desaconsejada. Para ellos y para
la organización. En esas se encontró Vicenta Camacho cuando salió en libertad
en 1952, y ante la imposibilidad de la militancia directa se volcó en aquello
que tenía más cercano: el apoyo y la solidaridad con los que habían quedado en
las cárceles.
En aquella
España, en la que las huellas de la guerra seguían latentes y el miedo
continuaba imperando entre la población, los perdedores --conscientes de que
sólo entre los suyos podían tener la libertad de cantar “En el frente de
Jarama” en las fiestas familiares; bajito, eso sí-- constituyeron una especie
de sociedad cerrada sobre sí misma, unida por los lazos del pasado que les
protegían de la represión del régimen. La mayor parte de ellos no tenían
actividad militante, pero se seguían manteniendo en contacto, se pasaban unos a
otros los periódicos ilegales o los panfletos, comentaban y discutían sobre
política nacional e internacional y colaboraban en lo posible con la causa. En
esos círculos de camaradas y ex-camaradas, amigos, compañeros de regimiento o
de presidio, familiares y perdedores de la guerra en general encontraron
Vicenta Camacho y quienes se dedicaron a ese trabajo las primeras redes de
ayuda a los presos que ya no estaban formadas únicamente por las propias
familias. Unos daban una parte de su sueldo para los encarcelados, otros
entregaban algo de comida cuando recibían un paquete del pueblo. Otro se
asociaba al Club de Amigos de la Unesco para luchar por la cultura y la
libertad casi legalmente. Éste compraba el bono de una rifa cuya recaudación ya
se sabía a dónde iba, y aquel, o aquella, prestaban una habitación de su casa a
quien la necesitaba porque vivía lejos y tenía que viajar a Madrid, Soria o El
Dueso a visitar a su marido preso. De aquel germen de organización solidaria
saldrían luego los grupos pro-amnistía de toda condición.
tres
Ana Castillo, madre de Marcos Ana |
El poeta Marcos Ana, más de veinte años ininterumpidos
de presidio, relata sobre su madre en sus memorias: “A veces, cuando volvíamos de los interrogatorios, tullidos y esposados,
pasábamos por delante de una fila de familiares que aguardaban en un pasillo
para entregarnos ropa o a pedir información sobre los detenidos, pero los
verdugos ni se inmutaban, pasaban sonrientes, exhibiendo su crueldad, nada les
importaba.
Tras una de las sesiones, cuando acababan de
torturarme y me devolvían a mi “apartamento” con las manos esposadas a la
espalda y la sangre fresca todavía, descubría a mi pobre madre, menuda y
pequeña, arrebujada en su toquilla oscura, con su eterno pañuelo negro sobre la
cabeza. Estaba esperando junto a otros familiares, para entregarme un pequeño
paquete de comida.
Al verme llegar, al reconocerme y ver lo que habían
hecho conmigo, echó a correr y de rodillas se abrazó a las piernas de uno de
los policías llorando.
--Por favor, por favor, tengan piedad, están matando
a mi hijo, me lo están matando –repetía.
--Levántese, madre –sólo pude decir, con el corazón
destrozado.
Con los pies la empujaron y se la quitaron de encima
y allí quedó llorando, tirada en el suelo…”
cuatro
Pese a los
condicionantes de ser una radio de partido, comunista y clandestino para mayor
abundancia, y que, además, emitía desde Bucarest para un país sometido a una
dictadura, Radio España Independiente,
la mítica Pirenaica, fue el medio que mayor atención prestó a los presos
antifranquistas. En sus emisiones se denunciaron las condiciones de vida en las
prisiones, se condenaron las torturas, se biografió a los presos y se hicieron
campañas por su libertad, se transmitieron sus cartas, documentos y poemas y se
pusieron en la picota los comportamientos más crueles de los funcionarios. En
sus 36 años de existencia, de 1941 a 1977, no hubo un solo día que no se
hablara de ellos, hasta tal punto de que entre 1961 y 1963 se emitió
semanalmente el espacio “Antena de
Burgos”, dirigido y escrito íntegramente desde el interior del penal. Y eso
hubiera sido totalmente imposible sin la colaboración, la entrega y el
sacrificio de las mujeres de los encarcelados, que se constituyeron en los
correos que permitieron cruzar los muros a todo tipo de documentos, noticias y
cartas.
Fueron muchos
los métodos que utilizaron las mujeres de los presos en esta peligrosa labor,
que de ser descubierta por la policía les podía acarrear largos años de cárcel,
y algunas de nuestras protagonistas se sirvieron de diversos de ellos. El más
sencillo y el más utilizado era la información directa de la mujer al marido en
las comunicaciones. Carmen Alvarado
Janina aún recuerda cómo por la noche escuchaba La Pirenaica y tomaba notas
con un bolígrafo en su brazo de todo lo que decían, para contárselo al día
siguiente a su hermano en la cárcel. Éste, a su vez, se lo transmitía al resto
de compañeros, que así estaban al día de lo que ocurría y recibían las
orientaciones políticas del momento.
En casos más
organizados, los sistemas de pasar información a las cárceles eran más
sofisticados, aunque más peligrosos. Finos metalúrgicos, por ejemplo, construían
ingeniosas tarteras de doble fondo, que aún se conservan y en las que todavía
hoy es imposible distinguir la juntura que separa ambas partes. Lo sé porque
Tomasa Cuevas conservaba una y me la enseñó. Entre ambas partes se introducían
los documentos o cartas correspondientes, escritas en papel muy fino y en una
letra extremadamente pequeña, que a veces precisaba de la lupa para leerla.
También se usaban latas de conservas trucadas, que se vaciaban y limpiaban
escrupulosamente. En el fondo se introducían los documentos y luego se les
soldaba una chapa por la mitad, se volvían a llenar con una capa de sardinas y
se cerraban como si llegaran directamente de la fábrica. En otras ocasiones,
los documentos salían en las lámparas metálicas que los presos fabricaban en
los talleres de la prisión, con uno de los brazos hueco en cuyo interior se
habían introducido los papeles. Las que entraban y salían delante de los
guardias con todos estos peligrosos objetos eran las mujeres, que luego los
reenviaban a la dirección del exilio a través de un contacto más o menos fijo o
por correo anónimo a una estafeta de París o alguna otra ciudad europea.
Sin embargo, no
solo papeles entraban las mujeres a sus maridos. Simón Sánchez Montero y Luis
Lucio Lobato, otro preso de larga duración también fallecido, pasaron
varios años juntos en el penal de El Dueso, donde eran los únicos presos
políticos. Ambos tenían largas condenas a sus espaldas y allí estaban aislados
de toda información exterior aparte de la que sus esposas, Carmen Rodríguez y Dulcinea
Bellido, también fallecida, que les transmitían las noticias en sus
dificultosos viajes desde Madrid. El caudal de información aumentó cuando
consiguieron hacerles entrar una radio con onda corta, lo que permitió a los
dos encarcelados escuchar directamente La Pirenaica, Radio París o Radio Praga.
Fue la primera radio clandestina que entró en una cárcel, luego entrarían
muchas otras.
cinco
Las vidas de las
mujeres, y de los hombres, que de una forma u otra decidieron enfrentarse a la
dictadura franquista estuvieron llenas de sacrificio, lucha y esfuerzo, pero
algunas de esas vidas alcanzaron una dimensión dramática difícil de encontrar
en una obra de ficción. Tal es el caso de las que les toco vivir a Manuela
del Arco, Manolita, y Ángel Martínez, ambos ya fallecidos,
cuya historia deberé contar algún día en sus propias palabras, pues charle con
ella durante unas cuantas horas que quedaron registradas en cinta
magnetofónica. O el de Tomasa Cuevas,
con la que también charle, presa ella misma durante largos años, esposa del
dirigente comunista Miguel Núñez y autora de la primera recopilación de testimonios
orales de mujeres represaliadas por el franquismo. En 1996 recordaba:
“Posteriormente volvieron a detener a Miguel
y me convertí en mujer de preso, con todo lo que eso representa. De Burgos se
sacaban las cosas de mil maneras: con una tartera de doble fondo, en las asas
de los bolsos, y para entrar también, en latas de conserva, a las que también
les hacían en Francia un doble fondo. Con una de estas me pasó a mí una vez que
se conoce que habían dejado un pequeño poro abierto y por él se pudrieron las
sardinas en aceite que iban en la lata y había un olor horrible. Yo fui
echándome colonia de Barcelona a Zaragoza, y allí fui a la persona que iba a
pasar la lata, la familia de Vicente Cazcarra. Ellos me ayudaban a meter y
sacar las cosas de Burgos (como también me ayudaba desde Vitoria la familia de
Rosell), y les dije: Marujina, el coche y arreando a Burgos que mira lo que
llevo, trilita va ahí. Como olía tanto, le dije al padre de Cazcarra: Vicente,
que también se llamaba Vicente, vamos a abrir la lata en el campo. El no quiso.
Llegamos a Burgos y nos quedamos de pensión. Bajamos al río, abrimos la lata,
tiramos las sardinas y sacamos los papeles que había en ella. Me tuve que
buscar un apaño para meter las cosas y le expliqué a Miguel lo que había
pasado, porque era imposible meter la lata, lo hubieran descubierto todo”.
seis
Poco suponía Josefina Samper cuando regresó en 1957
a España, donde había nacido 30 años antes pero de donde había salido con cinco
años siguiendo a su padre emigrado a Orán, que en las dos décadas siguientes le
iba a tocar visitar a tantos curas, políticos, diplomáticos y periodistas. En
aquel momento sólo sabía que Marcelino
Camacho --con el que se había casado en Orán en 1948 y con el que ya tenía
dos hijos: Yenia y Marcel-- volvía, como ella misma, para
seguir luchando contra la dictadura en la organización del movimiento obrero,
que por aquellos años comenzaba a realizar importantes, aunque descoordinadas,
movilizaciones, que cuajaban en huelgas que siempre se saldaban con
detenciones. Primero se instalaron en La Rasa, el pueblo soriano en el que
había nacido Marcelino, hasta que fijaron su residencia en Madrid, donde había
más posibilidades de encontrar trabajo como oficial fresador de primera, el
oficio del marido, y donde había más posibilidades de organizar la lucha obrera
y sindical.
Los primeros
años fueron difíciles, viviendo toda la familia, a la que se había añadido Vicenta, la hermana de Marcelino,
salida de la cárcel cinco años antes, en casa de una prima con un hijo. En
aquella vivienda de escasos 40 metros cuadrados convivían diariamente siete
personas: el matrimonio, que por las noches apenas podían llegar a su cama de
un metro y diez centímetros a través de los obstáculos durmientes, Yenía, que
dormía en una cama mueble en el comedor, Vicenta y el pequeño Marcel, que
tenían reservado el pasillo de la entrada, y la prima Felia, que descansaba por
la noche en la misma cama en la que su hijo, taxista de profesión, lo hacía por
el día. La buena cualificación profesional de Marcelino le consiguió trabajo en
la fábrica Perkins, en la que pronto fue elegido enlace sindical y desde donde
comenzaría a contactar con otras empresas de diversas provincias hasta acabar
creando Comisiones Obreras.
Tras el
desconcierto del régimen ante la aparición de un movimiento de trabajadores que
funcionaban en asamblea, criticaban al Sindicato Vertical desde dentro y
planteaban reivindicaciones que siendo indudablemente laborales nadie ignoraba
que escondían un trasfondo político, llegó la represión. Las múltiples
detenciones de Marcelino obtuvieron una extraordinaria repercusión en todo el
mundo, donde no podían entender que en España se encarcelara a un hombre que
defendía cosas perfectamente legales en sus propios países, lo que le convirtió
en el preso más conocido del franquismo. Josefina se vio obligada a asumir, en
su doble papel de esposa y militante, el papel de portavoz de su marido y, por
extensión, de todos los presos políticos y sindicales españoles.
Por ese camino
llegó Josefina --habitualmente acompañada por mujeres de su misma situación y
temple, como Carmen Rodríguez, Tomasa Cuevas, su cuñada Vicenta, Dulcinea Bellido y tantas otras-- a pisar kilómetros de moqueta
oficial persiguiendo ministros o subsecretarios a los que presentar cartas y
peticiones y cientos de metros cuadrados de alfombras episcopales en busca de
comprensión y solidaridad. Igualmente participaban en una asamblea en un
barrio, daban charlas en el estudio de un intelectual y acudían a los despachos
de los corresponsales en España de la prensa extranjera que presentaban
peticiones en las embajadas extranjeras en Madrid. Recibían a delegaciones
sindicales y a observadores extranjeros, comían con políticos liberales del franquismo
y establecían contactos con antiguos falangistas descontentos con el régimen.
Presentaron recursos, peticiones, cartas, manifiestos, solicitudes,
reivindicaciones. En todos los casos venían a decir lo mismo: Nuestros maridos,
hijos, hermanos están en la cárcel por defender derechos reconocidos en todos
los países del mundo. Es necesaria la amnistía, es necesaria la libertad.
De una de
aquellas reuniones con un grupo de periodistas catalanes, ha dejado escrito
Manuel Vázquez Montalbán: “Comienza la
década de los setenta. Reunión en un piso de Barcelona para que algunos
abogados informen sobre la situación de los dirigentes de Comisiones Obreras
encarcelados y procesados en el proceso 1001. Junto a los abogados dos esposas
de los detenidos: la de Acosta y la de Marcelino Camacho. Será difícil de
explicar a las generaciones futuras, si no pasan por experiencias parecidas,
cómo eran las compañeras de los perseguidos por el franquismo. Tenían la doble
militancia: la que les comprometía con la gran causa general y universal de la
emancipación humana, y la causa de primer plano, la sentimental, que les ligaba
por un cordón umbilical invisible con el hombre a quien querían, frágil objeto
de su de su deseo y de su memoria… Lo cierto es que aquellas dos mujeres supieron
transmitirnos su serena angustia por los rehenes del franquismo en su frase
terminal… Josefina Samper transmitía un temple histórico verdadero. No había
retórica en sus palabras, ni siquiera la retórica superviviente que utilizaba
la prensa del partido o las emisiones de Radio España Independiente”. ¿Qué
piensa hoy Josefina de todas aquellas visitas? ¿Hablaba de ellas con Marcelino
mientras recorren despacio cada mañana el parque del barrio? ¿Merecieron la
pena? ¿Alguien las ha apuntado en una esquina de la historia de la lucha contra
la dictadura?
siete
Entre los
cientos de miles de mujeres de presos del franquismo las había de toda
condición. Algunas, muchas, ya eran activistas políticas antes de la detención
de sus maridos, pero otras se enteraban de su militancia cuando la policía
llamaba a la puerta, siempre de noche, y se llevaba a sus hombres a la
comisaría después de haber puesto la casa patas arriba. Y allí se quedaban
ellas, militantes o no, enfrentadas a una situación que les superaba pero a la
que en su mayor parte no dejaron de responder con valor y dignidad, adquiriendo
entonces, si es que no la tenían ya, la conciencia de vivir en una dictadura y
la necesidad de enfrentarse a ella.
Un día de 1973
un grupo de mujeres canarias ascendían la cuesta que llevaba a la prisión de
Barranco Seco, en Las Palmas de Gran Canaria, en la que tenían familiares
encarcelados, y una frase de una mujer de 68 años que subía fatigosamente se
haría famosa con el tiempo y se recordaría a menudo como resumen de su vida: “He subido esta cuesta para visitar a mi
marido, luego para visitar a mis hijos y ahora para visitar a mi nieto. ¿Habrá
alguien que haya visitado a tres generaciones seguidas de presos políticos?”.
Quien pronunció
la frase se llamaba María del Carmen
Sarmiento Valle, Doña Cármen, y nada en su infancia y origen social permitía adivinar el
destino que luego tendría en la vida como mujer, madre y abuela de presos.
Había nacido en 1905 en el seno de una familia de la burguesía liberal de Las
Palmas, y desde niña demostró una gran fe religiosa, cargada con fuertes tintes
sociales, que mantuvo hasta su muerte. La guerra civil la pilló en las islas,
separada de su marido, Ernesto Cantero
Arocena, un ferviente republicano, con el que se había casado en 1927, que
se encontraba en Madrid opositando a una cátedra de instituto, que obtuvo pero
que no pudo ocupar por la contienda, al final de la cual se exilió en Francia,
donde fue internado en un campo de concentración. Repatriado por motivos de
salud a Las Palmas, fue depurado y denunciado por un cura, lo que le llevó a la
cárcel de Barranco Seco, la de la misma cuesta que Doña Carmen volvió a subir
en 1962 cuando encarcelaron allí a dos de sus seis hijos, Arturo y Jesús, por
pertenecer al movimiento Canarias Libre. El nieto que motivó el comentario sobre
las tres generaciones era José Luis
Gallardo Cantero, que tan sólo tenía 15 años al ser detenido.
La necesidad, la
lealtad y la capacidad de rebelarse contra la injusticia le otorgaron a Doña
Carmen un papel que, en buena ley, nunca hubiera debido jugar. Quienes la
recuerdan, que son muchos entre los luchadores antifranquistas canarios, porque
a todos ayudó, cuentan de ellas anécdotas extraordinarias. Con motivo de la
actuación de la orquesta de la televisión soviética en el Teatro Pérez Galdós
de Las Palmas la policía había detenido a tres jóvenes que había tirado
claveles rojos al escenario, detención que se amplió posteriormente a otros dos
más. Unos y otros fueron torturados en la comisaría, llegando incluso a aplicar
descargas eléctricas a alguno de ellos. La noticia se corrió por toda la
ciudad, y Doña Carmen, indignada por el trato que habían dado a aquellos amigos
de sus hijos y conocedora del policía que lo había hecho, se vistió con sus
mejores galas y se dirigió a la comisaria. A los guardias de la puerta ni se
les ocurrió parar a aquella señora, ya con más de sesenta años y tan bien
vestida que entró decidida por la puerta. Lentamente y sin hablar con nadie
recorrió pasillos y habitaciones hasta encontrar al torturador sentado en la
mesa de su despacho. “Eres un canalla y
un hijo de puta”, espetó la anciana al policía, al que conocía
personalmente porque en una ciudad pequeña, como entonces era Las Palmas, se
conocían todos. Doña Carmen dio la vuelta pausadamente y salió por dónde había
entrado sin que les diera tiempo a retenerla, pese a que el policía tan bien
calificado se puso a pedir a gritos que la detuvieran.
ocho
María del Carmen Campos Alonso, más conocida
como Mela
Campos, tenía mucho contacto con Doña Carmen, entre otras cosas porque
eran prácticamente de la familia: su cuñado, José Luis Gallardo, estaba casado
con María del Carmen Cantero Sarmiento, Nena, hija de la anciana. Mela se había
casado con poco más de 20 años con el entonces aprendiz de pintor y escultor Antonio, Tony, Gallardo, con el que había
emigrado en 1958 a Venezuela, donde el contacto con los exiliados les llevó a
politizarse afiliándose al Partido Comunista Venezolano, compromiso que
mantuvieron al volver a Canarias en 1961.
El 15 de
septiembre de 1968 un grupo de unos 200 militantes y simpatizantes del PCE se
reunieron en Sardina del Norte, una pequeña y abrigada playa al norte de Gran
Canaria, con la excusa de una excursión pero con la intención de, además de
comer, discutir en asamblea problemas sindicales y políticos. Enterada la
Guardia Civil, rodearon la playa, dispararon (“al aire”, según la prensa de la
época) causando dos heridos, uno de ellos de gravedad, y detuvieron a unos 50
reunidos, de los cuales fueron juzgados 25, recibiendo 22 de ellos condenas de
entre tres y 11 años de cárcel. A Tony, que dirigía el partido clandestino en
la isla, le cayeron seis, que pasó en los penales de Soria y Segovia, primero,
y finalmente en Tenerife.
La lejanía de
las ciudades en que encerraron a Tony enfrentó a Mela con las dificultades de los traslados de Canarias a la
península, que apenas fueron tres en dos años. Aún recuerda la ayuda y atención
que en esos viajes, especialmente en el que realizó para visitar a su marido
enfermo, le prestaron las mujeres de otros presos, que la recogían en el
aeropuerto y la acompañaban hasta el penal correspondiente. La detención de su
marido también la llevo a ser involuntaria pionera de una forma de protesta
política que hasta entonces no se había utilizado nunca y que luego se
practicaría con profusión en todo el mundo, España en primer lugar: los
encierros reivindicativos en las iglesias.
Cuando se
conocieron las importantes condenas que les habían caído a los juzgados por la
reunión de Sardina del Norte, ocho de las mujeres de los condenados, Mela Campos entre ellas, decidieron
exigir su libertad encerrándose en la Catedral de Las Palmas, donde
permanecieron durante cuatro días, consiguiendo hablar con el Obispo de la diócesis,
que les prometió su ayuda. La acción, que se realizaba por primera vez en el
mundo, tuvo una inmensa repercusión nacional e internacional.
nueve
A veces las
historias más dramáticas toman inesperadamente un cierto tinte de comedia. De
comedia pícara, en este caso. A comienzos de 1972 Tony Gallardo se había roto una pierna en la prisión de Segovia,
donde iba ya por su tercer año de condena, lo que ayudó a que, por fin, se
decidiera su traslado a Canarias, Tenerife en concreto, una reivindicación que
atenuaría el alejamiento de su mujer, que vivía, no obstante, en otra isla:
Gran Canaria. Por una casualidad, la ya citada Mela Campos se enteró del día en que su marido embarcaría en Cádiz
para el viaje que le llevaría en barco a su nueva cárcel, y ella, que nadie
puede decir que sea mujer que se achanta ante las dificultades, tomó el avión y
se presentó en el puerto.
Con las
artimañas que fuera, sólo ella puede ya contarlo, Mela convenció al capitán del
buque, un paisano llamado Ravelo, de que aquella era la única oportunidad que
tenía en tres años de estar a solas con Tony, consiguiendo que la máxima
autoridad en alta mar les entregara las llaves del camarote de la enfermería,
en el que el matrimonio realizó sin molestias y en compaña toda la travesía. Tres
días con sus noches, nada menos.
Pese al feliz
suceso que vivieron Mela y Tony, las relaciones entre el marido en la cárcel y
la mujer libre fueron, en algunas ocasiones, motivo de conflicto, personal o
político. La inaccesibilidad del ser amado, la dureza de la vida cotidiana, el
miedo o el cansancio llevaron a algunas de estas mujeres a descuidar la
relación con el marido preso, a abandonar la lucha, o, lo que aún resultaba
peor, a enamorarse de otro hombre. Tantas al menos como hombres hubo que en la
cárcel, la clandestinidad o el exilio sintieron que se les acababa el amor por
sus mujeres. Estas situaciones podían convertirse en verdaderas tragedias en el
mundo de los presos y sus familiares, camaradas y amigos, que habitualmente condenaban
sin paliativos estas actuaciones, especialmente el de las mujeres que cambiaban
de pareja, y aislaban a quienes las realizaban. Fueron una minoría, pero en
cualquier caso su existencia plantea la cuestión de los límites de la
resistencia humana y también, ¿por qué no?, la de los rígidos principios
morales y políticos que regían el colectivo y su inflexibilidad, quizás
necesarios en una situación crítica, siempre a la defensiva y con desconfianza
en la posible traición, en la que sólo la unidad férrea permitía pensar en la
posibilidad de la supervivencia, pero que en cualquier caso subordinaban la
acción femenina a las necesidades masculinas.
diez
En el verano del
2009 Josefina Samper y Marcelino Camacho dejaron su viejo y
pequeño piso en una colonia popular en el barrio de Puerta Bonita en
Carabanchel, en el que han vivido desde 1960. A él ya le costaba subir los
cuatro pisos de empinadas escaleras y buscaron una nueva vivienda con ascensor,
cerca de donde vivían sus dos hijos, que les hiciera más fácil salir a la
calle. Ahora, ya viuda, quizás Josefina vuelva a pasar por delante de la vieja
casa, quizás habitada por extraños, cuyas ventanas ya no dan a los tejados de
otras viviendas más bajas sino a las fachadas de enormes edificios, y recuerde
el tiempo en que aquellas paredes albergaron el principal centro de suministro
de alimentos a los presos de la cercana cárcel de Carabanchel, donde estaba
encerrado su marido junto a tantos otros.
No todos los
presos de Carabanchel recibían visitas todas las semanas, pues procedían de
lugares lejanos y sus familias no disponían del dinero necesario para hacer
viajes frecuentes. De su alimentación extra, con la que completaban la
nauseabunda pobreza del rancho carcelario, también se ocupaba Josefina, entre
otras mujeres. Las noches de los sábados se tocaba a rebato en la casa de
Puerta Bonita. Vicenta, la hermana de Marcelino, Yenia y Marcel, los hijos, que
aún no habían cumplido los 20 años, la propia Josefina y alguna amiga o vecina
solidaria pelaban guisantes, cortaban patatas o zanahorias, preparaban la carne
y alrededor de las cinco de la mañana ponían a cocer el guiso para que aún
estuviera caliente cuando a las 12 del domingo llegaran los primeros cubos a
las galerías.
Cada vez hacían
comida para más de 20 personas, que tenían que trasladar hasta la cárcel en el
coche de un amigo o en un taxi, que en ocasiones no cobraban la carrera al enterarse del
objetivo del viaje. Había que llegar a Carabanchel casi de madrugada, para
ocupar los primeros puestos de la cola y que la comida entrara pronto. El
contenido de las ollas había que echarlo en unos cubos de plástico con
etiquetas con el nombre y galería del preso, cuyo contenido revisaban los
funcionarios, que a veces rechazaban la entrega de los alimentos a sus
destinatarios. Esa semana la comuna tendría menos comida.
Luego venía la
comunicación: 20 minutos de conversación a gritos con una tupida reja metálica
entremedias, en una enorme sala con un eco desmesurado que hacía casi imposible
la charla. Pero además de comunicar, Josefina también se dedicaba a otros
menesteres en esos momentos. Lo cuenta su marido en sus memorias: “Mientras hablábamos, y cuidando de que no
nos vieran los funcionarios que vigilaban, pasábamos canutillos de papel
finamente liados con informaciones de Comisiones o del PCE. Pacientemente,
comunicación tras comunicación, se habían abierto algunos agujeros entre las
mallas, pero solo en algunos de los puestos de las comunicaciones. Cuando se
entraba en la sala había que coger aquellos sitios si queríamos pasar nuestras
notas…”
epílogo
Hoy en día,
décadas después de aquellos acontecimientos que les tocó vivir, algunas de
aquellas mujeres ya han fallecido, otras, Josefina, Carmen, Vicenta, Mela y
tantas otras son ya mayores, ancianas en su mayor parte. Viudas en muchos
casos, siguen siendo personas autosuficientes, que hacen una vida cotidiana y
familiar que en poco se diferencia de la de otros españoles de su edad y
condición, aunque no hayan dejado su pensamiento crítico ni su actividad
solidaria y militante. No hay en ellas nada que las distinga de los demás sino
sus recuerdos. ¿Sienten que hay un reconocimiento social satisfactorio a sus
luchas? ¿Piensan que los ideales por los que lucharon están presentes en la
sociedad actual? ¿Volverían a hacer lo que hicieron en caso de nueva necesidad?
¿Afrontan el futuro del mundo con esperanza o con pesimismo?... Hay que
averiguarlo. Hay que oírselo contar. Hay que escribirlo. ¿Les debemos algo,
aunque sólo sea reconocimiento? Deberíamos pagárselo. Ahora.
"No olvidemos sus nombres"
Homenaje a las mujeres de presos del franquismo
Música: Antonio Resines. Texto: Antonio Gómez
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