Historias de la tele cuando la tele era una. 1 (1956/66)
En 2008, ayer mismo, desde Ediciones del
Prado me propusieron escribir una historia de TVE en los tiempos del monopolio
y del franquismo que formaría parte de una colección de fascículos titulada “Las
canciones de tu vida. Años 60, 70, 80” que dirigía José Ramón Pardo. Me puse a
ello y aquí está el capítulo uno de lo que salió.
Intente, pese a la brevedad de espacio
disponible, mostrar la relación entre aquella televisión y la sociedad en la
que se desarrolló, no sé si lo conseguí, pero en cualquier caso al releerlo
ahora ha habido cosas que me han gustado, así que lo iré colgando aquí por
orden de aparición. Al menos los capítulos que conservo, pues algunos se han
perdido por el camino y la editorial ha quebrado, por lo que resulta imposible
recuperarlos y yo me declaro absolutamente impotente para reescribirlos. Lo iré
acompañando con las muestras de programas que vaya encontrando, que hoy se
concreta en la pequeña joya histórica con que se cierra esta primera década de la
tele cuando la tele era una.
Con todo lo que
le gustaban las inauguraciones, Franco
no acudió el 28 de octubre de 1956 a la puesta en marcha oficial de Televisión
Española en un pequeño chalet del madrileño Paseo de La Habana 77. Eso sí,
mandó al acto a su ministro del ramo, Rafael
Arias Salgado, y al director general correspondiente, Jesús Suevos, que echaron sendos discursos. También envió a su
confesor particular, monseñor Bulart,
para santificar la ceremonia con la celebración de la Santa Misa. El resto de
la programación, que duró poco más de tres horas a partir de las 18.30, fue una
buena mezcla de lo que el nuevo medio ofrecería a los españoles durante
aquellos primeros años: dos entregas de NODO, otros tantos documentales, bailes
de la Sección Femenina y la
actuación de la Orquesta de Roberto
Inglez, con el pianista José Cubiles
y la cantante chilena Mona Bell. El
Caudillo siguió la fiesta desde su casa en el Pardo, y aquello, que al
principio parece ser que no le ofrecía mucha confianza, debió gustarle, porque
pronto se convirtió en el primer teleadicto del país. Él y su señora, doña Carmen, que a golpe de telefonazo
al ministro correspondiente preservaba la moralidad de sus paisanos cuidándose
de las caídas de los escotes y la longitud de las faldas.
La inauguración
no es que tuviera demasiada repercusión, aparte de lo que los días siguientes
contaron los periódicos. Apenas recibieron la primicia 600 familias, que se
habían gastado alrededor de 30.000 pesetas de las de entonces para tener un
televisor en el salón y asistir atónitos al acontecimiento. Quienes
protagonizaron aquella primera emisión tiemblan al recordarlo. “Fue un sufrir --contó en alguna ocasión
el realizador Pedro Amalio López,
que formó parte de la plantilla inicial-- no
salía nada bien, nada. Llegaron tarde los micrófonos, una grúa estuvo a punto
de romperle la cabeza al ministro, que tuvo que repetir cuatro veces su
discurso, uno de los documentales se emitió en francés porque alguien se olvidó
de doblarlo al castellano…”
Aunque la nueva
televisión se llamara “española”, en realidad era poco más que una emisora
local, que no llegaba a más de 70 kilómetros de Madrid, círculo del que tardo
en salir y sólo lo hizo poco a poco. Era un país centralista y se notaba. Hasta
febrero de 1959 no llegó la tele a Zaragoza y Barcelona, que pronto aportaría
su propia cantera de estrellas. En el 60 ya se veía en Valencia y Bilbao, en el
61 en Galicia y Sevilla y en el 64, por fin, cruzaría el océano para alcanzar
Canarias.
Como había
sucedido con la revolución industrial y sucedería con la democracia, la
televisión llegó tarde a España, aunque también entonces hubo españoles que,
dignos congéneres de la estirpe pionera de los Colón, De la Cierva o Monturiol, se adelantaron a su tiempo.
Un ingeniero, industrial y deportista catalán, don Vicente Griñau Moreno, trajo a España el primer televisor, aunque,
aparte de para decorar el salón, el novedoso aparato apenas le sirviera para
ver de vez en cuando, entre rayas y “nieves”, alguna emisión experimental
británica. Casi todos los países europeos habían realizado ya pruebas televisivas
en los años 20 y 30, y a partir de la II Guerra Mundial el nuevo medio
evolucionó a velocidad de vértigo. La BBC británica empezó a emitir
regularmente en 1946 y la televisión pública francesa en 1947. En España, las
primeras pruebas se hicieron en Madrid y Barcelona en 1948, y aún hubieron de
pasar ocho años para que la primera emisión saliera al aire.
Los
profesionales que enfrentaron aquellos primeros años televisivos españoles
constituían una amalgama de orígenes y concepciones del medio que darían lugar
en cada caso a distintos tipos de programas. Una parte importante procedían de
la radio oficialista y envarada de la época. Eran los David Cubedo, Juan Martín
Navas, Alfonso Lapeña o Matías Prats, que aportarían su verbo
florido a las retransmisiones deportivas y a los informativos, que no
empezarían hasta 1957, cuando TVE tenía ya una plantilla de unos 200 empleados.
Cómo sería la cosa, que al principio, el locutor leía directamente las noticias,
como en la radio, sin apoyo de imágenes, o ilustradas por las fotos de que les
proveía la agencia EFE.
Procedentes del
teatro universitario o de la Escuela de Cine llegaron los primeros
realizadores. Jóvenes y un tanto inconformistas eran Alfredo Castellón, Juan
Guerrero Zamora, Gustavo Pérez Puig
o Pedro Amalio López, que estuvieron
allí desde el principio, seguidos poco después por Alberto González Vergel, Adolfo
Marsillach o Jaime de Armiñán,
que dignificaron aquellos primeros años televisivos con sus teatros, series y
telenovelas. Los más politizados intentarían meterle goles al régimen, como el
que coló Pedro Amalio López al final
de este periodo, ya en 1965. Un gol desde medio campo y por la escuadra que
atravesó la red, al montar el alegato por la libertad y contra la delación que Arthur Miller había plasmado en “Las brujas de Salem” como una sutil
parábola antifranquista.
Conviviendo con
ellos estaban los jóvenes aspirantes a estrellas televisivas. Savia nueva para
un invento nuevo. Se llamaban Laurita
Valenzuela, que a sus 20 años ya estuvo en la inauguración de 1956, Blanca Álvarez, Joaquín Prat o Javier
Álvarez, y acertaron de pleno en su decisión, porque en aquellos primeros
años de emisiones, pese a lo escueto del parque de televisores, consiguieron
entrar en las casas de muchos españoles y acompañarles en sus cenas hasta
alcanzar una enorme popularidad.
Aquella ridícula
cantidad de 600 televisores de 1956 se había agrandado en tan sólo un año hasta
llegar a los 25.000 aparatos, para alcanzar los 50.000 a finales de 1958. La
velocidad del crecimiento aumentó exponencialmente conforme se iba extendiendo
el invento por todo el territorio, alcanzando en 1965, fecha que nos hemos
marcado como final de este primer periodo, nada menos que la cantidad de
1.425.000. Pese a ello, ver la televisión fue durante todos aquellos años
todavía una actividad que se hacía en común, en las casas de los vecinos, a las
que se acudía después de cenar para disfrutar de las hazañas siempre asombrosas
de Elliot Ness y su grupo del FBI en “Los
intocables” o de las canciones de “La
goleta”, que en 1958 presentaban los actores Tony Leblanc y Fernando
Sancho.
La televisión
cambió la vida de los españoles en aquellos años pioneros. De igual manera que,
cual rutilantes signos de modernidad, el seiscientos estaba sustituyendo al biscuter,
las ventas a plazos al estraperlo y en las playas las turistas en biquini
empezaban a ocupar el lugar de las nativas en pololos, la televisión llegó para
quitar a la radio la preponderancia informativa y entretenedora. Los ministros
del Opus Dei ocupaban carteras anteriormente en manos de falangistas y el
desarrollismo le daba la puntilla a la autarquía. Cada símbolo de los nuevos
tiempos tuvo su importancia, y la de la televisión no fue poca. Las palabras de
la radio, llegadas a través del oído, permitían al oyente de aquella España de
grises contrastados imaginar un mundo a su gusto, fantaseando con sus carencias
o sublimando sus miserias. Las imágenes televisivas que llegaban hasta las
casas en ese extraño aparato de pantalla curva eran, en cambio, una realidad en
sí mismas, porque ya se sabe que lo que se escucha permite interpretaciones
mientras que lo que el ojo ve no puede engañar. O así se creía entonces. Bajo
esa premisa, la televisión fue creando una nueva realidad, paralela y
sustitutiva de la otra, de la que de verdad vivía la gente. Era todavía la eterna
confrontación de las dos Españas. Ya no, quizás, la machadiana lucha del cincel
y de la idea frente a la de cerrado y sacristía, sino la del retrete de tablas
en la cuadra contra la de “La casa de los
Martínez”, por la que pasó toda la España de charanga y pandereta de la época. Ganaría la segunda, como se sabe, aunque la popular serie
familiar que protagonizó Julita Martínez,
acabaría evolucionando hasta convertirse con el tiempo en “Gran Hermano”.
Consciente del
poder alienante y unificador de esa realidad paralela de la pantalla, don Manuel Fraga Iribarne, portentoso
estudiante, precoz profesor, joven delfín del régimen nombrado ministro de Información
y Turismo en 1962 creó los Tele Clubs. En cada pueblo de España, colgado en lo
alto de la pared del centro parroquial, recreativo o de Auxilio Social
correspondiente, el televisor colectivo mostraba en blanco y negro a una
audiencia igualmente en blanco y negro una gris realidad a la que así podían
tener acceso hasta el tío Paco o la tía Crescencia. Aquella utopía de
“frigidaires” y aspiradoras eléctricas que nos traían series como “Patrulla de carreteras”, "Los intocables", “Te quiero Lucy” (la madre de todas las comedias de situación posteriores) o “Perry Mason” no era la suya, que ya eran viejos, pero quizás pudiera llegar a vivirla su hijo pequeño, Marcelino, el que se fue
a Madrid y trabajó en la Perkins. Pero eso llegaría mucho más tarde. De momento
estábamos aprendiendo aquel sudamericano neutro de los doblajes, en el que las “golpisas”
de los personajes sonaban tan gracioso como el “finado” de Pepe Iglesias.
De momento,
entre 1956 y 1966 sucedieron muchas cosas en España y la menos importante no
fue el auge de la televisión, siempre discriminatoria con lo que sucedía fuera
de la pantalla. Aquel año de la inauguración se independizó Marruecos y Juan Ramón Jiménez ganó el premio
Nobel, y haciendo una elipsis temporal, en diciembre de 1965 la IV asamblea de ETA ratificó la táctica de la lucha
armada, que todavía no había provocado su primera víctima, momento histórico
que traería cola pero del que en aquel momento no se informó en TVE, que estaba
para otras cosas.
Los rectores del
invento ya habían descubierto que los actos de masas --los favorables al
régimen, naturalmente-- tenían su prolongación natural en la pantalla y se
volcaron en las retransmisiones en directo. Era como estar en la calle misma,
pero sentados en un sillón de orejas y caldeados por el brasero de la mesa
camilla. Inauguradas el 21 de diciembre de 1959, con la visita a España del
presidente Eisenhower, que vino a
traernos el queso de bola que nos había negado el plan Marshall y a darle a
Franco el espaldarazo internacional que en aquel momento más necesitaba, la
primera apoteosis del género del directo tuvo como protagonista a una joven
madrileña de 32 años, pudorosa y recatada, de nombre Fabiola Fernanda María de las Victorias Antonia Adelaida Mora y Aragón,
o simplemente Fabiola, que el 15 de
diciembre de 1960 se casó con el rey belga Balduino
y cuya boda fue el primer gran acontecimiento televisivo del país, abriendo una
moda que en el futuro obtendría gran predicamento. Desde 1963 los españoles
pudieron ver un partido de fútbol cada domingo a las siete de la tarde, y no a
las cinco, hora torera que fue perdiendo protagonismo ante la balompédica.
Coincidiendo con
el 18 de julio de 1964 se inauguraron los nuevos locales de TVE que se habían
construido a las afueras de Madrid, junto a unos cuarteles, en un descampado
conocido como Prado del Rey. Se dijo entonces que el estudio era el más grande
de Europa, y en aquella ocasión sí acudió el Caudillo a la inauguración. El
futuro estaba escrito y ya nada volvería ser lo mismo. ¡Con decir que el mismo
1965 se hicieron las primeras pruebas para el segundo canal!
Lo anterior
fueron los tiempos heroicos del Paseo de la Habana, cuando todo se hacía en un
solo plató de apenas 100 metros cuadrados. Aquellos en que la publicidad se
comenzó dando en directo y locutor hubo que anunciando maletas no consiguió
abrirlas delante de la cámara porque no funcionaba la cerradura, haciendo el
ridículo ante toda la España televisiva hasta que el realizador enfocó el
rótulo salvador siempre dispuesto: “VOLVEMOS EN UNOS MOMENTOS. PERDONEN LAS
MOLESTIAS”.
En 1965 Pedro Amalio López metió un gol
por la escuadra
a la rígida censura del régimen con esta versión de “Las Brujas
de Salem”,
que por estas cosas de internet está accesible y completa.
No
sólo un testimonio de la historia, sino un ejemplo paradigmático
del trabajo de
Pedro Amalio y sus compañeros en aquella tele del franquismo.
Se puede ver en este enlace de TVE, donde también están otros Estudio 1 históricos.
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