1986. Joaquín Sabina entrando en el Olimpo
En cualquier forma de arte es difícil
encontrar artistas que unan al favor del público la aquiescencia de la crítica,
rizando el rizo en el caso de que esa situación se prolongue en el tiempo más
allá del éxito momentáneo. Y si eso pasa en la cultura en general, más aún en
el terreno de la música popular, que como la Quina Santa Catalina es medicina y
es golosina, arte y mercancía.
No son frecuentes, pues, casos como el
de Serrat, o si nos ponemos,
el de Raphael, instalados en
el Olimpo de la aceptación popular desde tiempo ya inmemorial y despertando año
a año el entusiasmo de nuevos seguidores. En 1986 Joaquín Sabina dio ese paso difícilmente racionalizable que
lleva de ser un cantante conocido, con un público abundante y fiel, a
convertirse en un ídolo de masas. De alguna manera fui testigo de ese proceso
que quedo reflejado en las tres reseñas de otros tantos recitales que sobre él
publique en EL PAÍS en el breve espacio de apenas nueve meses. La primera es de
una actuación en Elígeme cuando ya contaba con la popularidad suficiente como
para que la cita fuera un homenaje a tiempos ya pasados, la segunda es de dos
meses después en el Teatro Salamanca, que fue su llamada a las puertas del
cielo, y las dos últimas dedicadas a su entrada definitiva en el Olimpo con su
primer recital en la plaza de toros de Las Ventas. Lo demás vino después.
EL PAÍS. 28 DIC 1985
Los cantantes
españoles vuelven a los pequeños locales; algunos para encontrar sitios donde
actuar con regularidad, otros, como Joaquín Sabina, para reencontrarse con un
público que en los últimos años habían visto sólo desde lejos, aislado en los
grandes escenarios de plazas de toros o locales deportivos. La apertura de nuevos
locales, como Elígeme, en el que Sabina ha presentado sus baladas, o el café
Maravillas, 10 números más abajo de la misma calle, están consiguiendo, con
programación inteligente y nada dogmática, que público y músicos reinventen el
placer de escuchar dialogando, al tiempo que han reverdecido la marchita
atención hacia otros locales como Manuela, Avalón, Toldería o Rincón del Arte
Nuevo.
En Elígeme
presentó Sabina un concierto de título provocador, Vivan las baladas, muera el Rock and Roll, interpretando, con
Pancho Varona a la guitarra y Javier Martínez haciéndole voces, algunas de sus
composiciones lentas que no suele tocar en los recitales normales y añadiendo
un par de homenajes a Javier Krahe y Jaume Sisa. Temas como El joven aprendiz de pintor, Calle melancolía, o El caballo de cartón, que se encuentran entre lo mejor que ha
compuesto.
Pero como sabe
Sabina, la balada es consustancial con el Rock. Que se lo pregunten a Mike
Jaegger cuando canta Angie, al Paul
McCarney de Yesterday o al Sting de Rossane, por citar tan sólo tres
ejemplos ilustres. Y también porque los miembros del grupo Viceversa, con buen
criterio, no se lo permitieron, y en el final de Incompatibilidad de caracteres entraron en tromba el resto de los
miembros del grupo -el batería Paco Beneyto, el guitarrista Manolo Rodríguez y
el teclista Álvaro Peire- para poner las cosas en su sitio con la potencia que
les caracteriza y convertir la trampa semántica del título del espectáculo en
una gozosa noche de baladas y Rock and Roll.
Comentaba Sabina
tras la actuación que se había sentido más nervioso que nunca, desacostumbrado
ya a tocar mezclado con el público y lejanos los tiempos en que comenzaba en La
Mandrágora. No se notó desde el privilegiado puesto de espectador que ofrecía
la cercanía. Como sufrido espectador, sometido demasiado a las incomodidades e
inconvenientes de los conciertos multitudinarios al aire libre, que parecen
haberse convertido en el único escenario posible donde escuchar cualquier tipo
de música popular, es de agradecer la cercanía que permite un local de pequeñas
dimensiones.
La percepción de
la música es absolutamente distinta, la comunicación con el cantante diferente.
Ante toda obra musical apetecible se siente la inevitable atracción de
escucharla encerrado con el cantante en el salón de casa, de tú a tú, sin la
distancia que establecen las vallas de seguridad o las 100 filas que hay
delante. Así, con la bebida del bajista cayendo encima y el bombo de la batería
resonando a un metro del oído, este cronista vivió una de las más gozosas
actuaciones en mucho tiempo.
EL PAÍS. 17 FEB 1986
Dos formas
habría de enfocar esta crónica: como un relato pormenorizado de dos noches de
muchas canciones, abundantes invitados y felices sorpresas, o como un
comentario del trabajo que Joaquín Sabina ha venido desarrollando a lo largo de
diez años y que alcanzó en los recitales del teatro Salamanca la mayoría de
edad, artística y de éxito. Resulta difícil sustraerse a cada una de estas
facetas. Joaquín Sabina tomaba con este recital una fuerte responsabilidad
sobre sus hombros: hacía un recital especial, con invitados y un marcado
movimiento en escena, y además, aprovechaba para grabar un álbum en directo y
hacer un especial de televisión. Nervios, pues, en los momentos iniciales del
primer día, que se fueron calmando a lo largo de la noche y que, en el segundo
pase, con menos invitados y más público que acudía simplemente para divertirse,
alcanzó toda su dimensión.
Ricardo Solfa,
galáctico y polifacético intérprete que demostró un absoluto dominio del
oficio; Javier Krahe, que hizo las delicias del público con un irónico y
demoledor panfleto anti-Otan; Luis Eduardo Aute y su intercambio de saludos
musicales con Sabina, y Javier Gurruchaga, histriónico, inteligente y arrollador rockero,
como siempre, fueron las guindas de una noche de fiesta. Joaquín Sabina y
Viceversa pusieron el resto, es decir, prácticamente todo.
Diez años han
pasado desde la edición de su primeras canciones en un libro londinense. Una
etapa de cantautor clásico en Londres, su vuelta a España y el enfrentamiento
con una realidad que superaba con mucho los esquemas, el triunfo en la
Mandrágora, y una rápida carrera hacia arriba cuando sacó a relucir el rockero
que hay en él, constituyen los puntos culminantes de la trayectoria de Joaquín
Sabina. Quizá su mayor virtud sea haber encontrado en este viaje la manera de
ser un cantautor adulto, que tiene cosas que decir y las dice con el lenguaje
adecuado, rompiendo, como están haciendo otros, la falsa dicotomía entre
madurez y modernidad.
Un lenguaje de
hoy día, capaz de conectar con los más jóvenes, pero que no abdica de la
necesidad de ofrecer con rigor una manera compleja, rica y meditada de entender
el mundo que le rodea. Sus canciones van surgiendo como un retrato
inmisericorde de ese lado oculto de la vida que es la marginación, pero también
de la cotidianidad de los pequeños hechos y sentimientos, no menos ocultos por
el aluvión de lugares comunes y estereotipos que suelen poblar las canciones
populares, por las máscaras de carnaval que cada día del año los ocultan.
Hable de
delincuentes habituales, retrate el nuevo Madrid de la democracia o cante los
amores propios o ajenos, en sus canciones se encuentra el olor y el color de la
calle y las gentes que la pueblan. El público reacciona ante ello, se ve
retratado con fidelidad, sin moralina, pero con moralidad, y se ve arrastrado
por un excelente trabajo en escena.
Ha ido
adquiriendo Joaquín Sabina en los últimos años el dominio del escenario que
quizá faltaba en sus primeros intentos de fundir canción de autor y rock. La
soltura en los movimientos y la facilidad en la comunicación son los
ingredientes que necesitaba para hacer creíble su actitud ante el micrófono y
sacar todo el jugo a sus actuaciones.
Joaquín Sabina y
Viceversa es algo más que un cantante con un grupo de acompañamiento; es un
todo único e indisoluble que se ha cohesionado a la perfección. Viceversa suena
con la solidez de los mejores grupos y tienen plena ocasión de demostrarlo al
servicio de unas canciones construidas con minuciosidad e inteligencia. La
incorporación de Marcos Mantero a los teclados, un músico veterano, contribuye
de manera importante en el resultado final de un sonido compacto y sin fisuras.
EL PAÍS. 6 SEPTIEMBRE 1986
Unas 20.000
personas abarrotaron anoche la plaza de toros de Madrid en el recital de Joaquín
Sabina, con el que se cerraba los Veranos de la Villa madrileña. Desde las
siete de la tarde el público formaba una ordenada cola, y no terminó de entrar
hasta pasadas las once de la noche, a los 20 minutos de comenzar el recital. En
medio de un ambiente relajado, y con la canción Pongamos que hablo de Joaquín, de Luis Eduardo Aute, de prólogo
sonoro, hizo su aparición el cantante, que con un saludo taurino, como
correspondía a la ocasión y al local, dio la bienvenida con Ocupen su
localidad. Durante más de dos horas Joaquín Sabina confirmó la alternativa de
formar parte del reducido grupo de cantantes que llenan el coso taurino
madrileño.
En el último año
el público que acude a ver a Joaquín Sabina se ha multiplicado a ojos vistas.
La grabación del doble álbum Joaquín Sabina y Viceversa en directo, y la
subsiguiente gira veraniega, en la que han hecho ya más de 70 actuaciones con
acogidas multitudinarias, constituyen el punto más alto de una carrera iniciada
hace más de 10 años.
Cantante del
exilio, Joaquín Sabina inició su carrera en Londres actuando en pubs, bares y
recitales culturales y políticos, dando a conocer sus primeras canciones que
grabaría ya en España, en 1978, en su disco Inventario, un trabajo que pasó sin
gran repercusión y que el propio cantante prefiere olvidar en la actualidad.
Tras su
actuaciones junto a Alberto Pérez y Javier Krahe en el local La Mandrágora, de
Madrid y su aparición en el programa televisivo Esta noche de Fernando García
Tola, adquirió un prestigio que reafirmaron sus trabajos posteriores y
convalidó cuando en 1983 se rodeó de una banda eléctrica, del grupo Viceversa,
con el que graba y actúa y se acompaña en actuaciones desde entonces.
Cuando era más
joven, El joven aprendiz de pintor, Juana la loca y Wisky sin soda, entre
otras, fueron canciones interpretadas por Joaquín Sabina, que con Pongamos que
hablo de Madrid alcanzó el mayor punto de entrega y emoción de un público
variopinto y heterogéneo.
Manolo Rodríguez
y Pancho Verona a las guitarras, Javier Martínez al bajo, Paco Beneyto a la
batería, Marcos Mantero tocando los teclados y Teri Carrillo haciendo voces,
acompañaron al cantante en una noche de creciente entusiasmo. Las historias
urbanas con ritmos de rock que canta Joaquín Sabina, fueron impregnando la noche
en una plaza de toros en la que apenas quedaba sitio para hacer otra cosa que
escuchar, dar algún salto que otro, encender bengalas y aplaudir. Unos cientos
de personas que no consiguieron entrar intentaron seguir el recital hasta el
final escuchando desde la puerta los ecos de la música que sonaba en el
interior.
EL PAÍS. 8 SEP 1986
La plaza de
toros de Madrid se ha convertido en los últimos años en el escenario obligado
para confirmar éxitos y reafirmar famas. Con notable deformación de lo que la
música debería representar, llenar la plaza de toros se convierte
automáticamente en signo de haber llegado a la cumbre, de ser el mejor, y lo
que resulta lógico y normal, que el cantante intente llegar a la mayor cantidad
posible de personas, se convierte, en la mayoría de los casos por intereses
ajenos a los propios cantantes, en una inútil competición. Joaquín Sabina un
día, y Víctor Manuel y Ana Belén el siguiente, llenaron hasta la bandera el
coso taurino de Las Ventas. La prueba ha concluido, lo que queda después es el
eco de dos recitales de primera y la magia de ese fenómeno extraño e
irrepetible que es siempre la plena comunicación entre el escenario y el
público. Públicos parecidos, en cuanto que tanto uno como otros consiguen
reunir a su alrededor gente de edades y condiciones bien diversas, pero
diferenciados claramente entre sí: más moderno el público de Sabina, más
concienciado el de Víctor y Ana.
Joaquín Sabina
sale a escena con los arrestos de un luchador de la calle que concelebra
reunión con sus colegas. Sus canciones son cuadros concisos y nítidos del lado
más negro de la vida urbana, canciones que invitan a la subversión desde la
constatación de lo que sucede alrededor, terrible y poético en su inevitable
crudeza, y Sabina las canta desnudándolas de todo protocolo y dramatismo, como
si de una conversación se tratase. El excelente estilo que el grupo Viceversa
demuestra poseer cada vez de manera más clara da a las canciones el punto
exacto de tensión que el rock permite y las canciones precisan, aunque un
sonido un poco oscuro en general emborronara ligeramente la actuación.
Si Joaquín
Sabina cumple para su público el papel del hermano calavera y rebelde al que se
admira y se quiere imitar, Víctor Manuel y Ana Belén son los amigos con los que
siempre resulta apasionante cenar una tabla de quesos y charlar de la
manifestación del siguiente domingo.
Dos en uno
Los dos
cantantes, que tienen líneas artísticas personales bien definidas, se van
fundiendo a lo largo del recital hasta formar un todo homogéneo que deriva,
precisamente, de que ambos dicen cosas diferentes y ofrecen imágenes distintas,
que se complementan. En el desarrollo de ese mecanismo de identificación que
siempre se da entre cantante y espectador, Víctor y Ana dan una sensación de
seguridad, arropada por la perfección de un espectáculo medido y exacto, que el
público capta y comparte con fruición. Con un plantel de músicos difícilmente
mejorable en el panorama de la música popular que hoy se hace en España, un
sonido simplemente perfecto, unas imágenes cinematográficas sugerentes y ricas
proyectadas sobre una pantalla --realizadas con inteligencia y sensibilidad por
Gerardo Vera-- y con la seguridad de interpretar buenas canciones que ya han
pasado la prueba del reconocimiento colectivo, Víctor Manuel y Ana Belén
construyen un recital impecable.
Dos sombras, no
obstante, sobre el resultado final: la estructuración un tanto lineal de los
temas, sólo rota en los minutos finales y en los bises, cuando cantaron las
canciones más fuertes y bailables; y el peligro de trivialización que todo gran
espectáculo de masas lleva consigo y en el que Víctor y Ana incurren en un par
de ocasiones, en la interpretación de Sólo
le pido a Dios, una especie de himno del argentino León Giecco, que
convierten en algo parecido a una marcha, y en la de La puerta de Alcalá, una canción bien construida pero un tanto
fácil, que el arreglo y la interpretación, incluso la ilustración
cinematográfica con que la acompañan, cargan de una evidencia innecesaria.
Dos noches de
éxito. Un cantautor que convalidaba su bien ganado éxito y dos primeros nombres
de la música española que reafirman una vez más que las cosas bien hechas son
imprescindibles. Una reflexión final con el recuerdo de los huesos doloridos
todavía presente: hay recitales que deben escucharse sentado y cómodo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario