domingo, 16 de junio de 2013

Historias de la tele cuando la tele era una. 2 (1967)







Aunque se llama Narciso, todos le conocen por Chicho, y de niño se alimentó con zumo de escenario, como corresponde a quien es hijo de actores tan ilustres como Doña Pepita Serrador y Don Narciso Ibáñez Menta. 1967 fue un año de cosecha venturosa para TVE, pero sobre todo para este Chicho, de apellidos Ibáñez Serrador, como corresponde, en el que con tan sólo 32 años le dio a la tele española sus dos primeros premios internacionales importantes, dos galardones que demostraron al mundo que en España había algo más que guardias civiles que, como dijera el poeta, tenían “de charol la calavera”.

Pese a que ya en 1965 Chicho Ibáñez Serrador llevaba tiempo trabajando en televisión española realizando los más diversos espacios y había sido galardonado internacionalmente por “El último reloj” y “N.N.23”, dos capítulos de sus “Historias para no dormir”, fue la Ninfa de Oro del Festival de Montecarlo que recibió en febrero de 1967 por “El asfalto”, otro de los episodios de la serie que aterrorizaría a los españoles durante 17 años, le consagró como creador televisivo.

           
Durante algo más de media hora, un hombre --un caballero, más exactamente, pues lo interpretaba Narciso Ibáñez Menta, que siempre supo darle empaque a sus papeles-- se iba hundiendo lentamente en medio de la calle mientras sus conciudadanos pasaban a su lado sin socorrerle ni tan siquiera fijarse en su tragedia. Así, poco a poco, minuto a minuto, la anécdota original de Carlos Buiza adaptada por Chicho bajo el seudónimo de Luis Peñafiel, que transcurría en unos irreales decorados dibujados por Mingote, se convertía en una angustioso retrato del hombre contemporáneo, en la opresiva tragedia de la insolidaridad, la incomunicación, el egoísmo y  la indiferencia, un tema tan universal que también se llevó en Montecarlo el premio UNCA, que entregaba la Asociación Católica Internacional, sendos premios Ondas a la mejor realizador y el mejor actor, y el galardón de la crítica al mejor programa extranjero en el Festival de Buenos Aires.
           
Chicho Ibáñez Serrador, que había nacido en 1935 en Montevideo, asegura que vio la televisión por primera vez en Brasil, de adolescente, y que le fascinó. Comenzó a trabajar en Argentina como actor, guionista y realizador, facilitando el debut televisivo de Margarita Xirgu, la gran diva del teatro español republicano, exiliada en Uruguay al final de la guerra civil. Cuando llegó a TVE en 1963 ya estaba bregado en las técnicas de mover las cámaras y colocar los focos, un conocimiento que pronto le otorgaría la categoría de maestro, y la fama de hacer triunfar cualquier proyecto que iniciara. Tanto fue su éxito, sobre todo desde que en 1972 se inventó el “Un, dos, tres…”, que si no le llevó a morir de sobredosis, hay que reconocer que le impidió desarrollar otras facetas de su creatividad: el cine, al que dio películas tan recomendables como “La residencia” (1972) o “¿Quién puede matar a un niño?” (1976. Ver completa, merece la pena), y el teatro, en el que triunfó como actor y autor nada más llegar a España con “Aprobado en Inocencia”, que cuando se repuso en el 2001 recobró su título original de “Aprobado en castidad”.
           
Pero para llegar a eso aún quedaba tiempo, y en 1967 Chicho vivía una auténtica edad de oro en su carrera. Al reconocimiento internacional recibido por “El asfalto” aún habría de sumarse el que a lo largo de ese año y el siguiente recogería con “Historia de la frivolidad”, un  hito en el que merece detenerse dos o tres párrafos, porque con ese programa quedaron marcados los límites de la libertad en aquella España que se abría a la modernidad pero aún no había llegado a ella.
           
Cuentan quienes dicen saberlo de primera mano que la idea se le ocurrió a Adolfo Suárez, entonces director general de TVE, que siempre fue un buen criadero de políticos. Se lo comentó a su segundo de a bordo, Juan José Rosón, que inmediatamente le pasó el encargo al multipremiado Chicho: “haz lo que quieras, pero invéntate algo que sea un éxito internacional”, pidió. Ibáñez Serrador se juntó con el guionista Jaime Armiñán e idearon una desternillante comedia musical sobre la historia de la censura desde las cuevas de Altamira hasta nuestros días.

Fraga Iribarne era ministro de Información y Turismo desde 1962 y el año anterior había parido una Ley de Prensa que, aseguraba, era un paso hacia la libertad. ¿Por qué no se iba pues a poder abordar la censura en tono jocoso en la televisión? debieron pensar ambos creadores. Pero la realidad es tozuda y el censor cotidiano, el que decía sí o no a los programas, de nombre Francisco Gil Muñoz, no estaba para alegrías. Se cambió el primer título de “Historia de la censura” por el más suave de “Historia de la frivolidad”, el propio Rosón se encargó de cortar personalmente lo que consideraba pecaminoso, subversivo o sobrante, y como el festival de Montecarlo, al que se pensaba presentar el programa, exigía su previó estreno, se programó la noche del 9 de febrero, tras la finalización de las emisiones, después de la bandera, el retrato y el “chunta-chunta” de cierre. Además, por si quedaban dudas, se clarificó con un cartel indicando que la obra era “no apta para todos los públicos”.


Pocos españoles la vieron en aquella ocasión, y el resto tuvieron que esperar un rato, pero más allá de los Pirineos arrasó y algunas de sus escenas han permanecido para la historia: la estricta dominanta que figuraba ser la conductora del espacio, la siempre impecable Irene Gutiérrez Caba, más dura que el ama de llaves de “Rebeca”, cantando el himno de la Liga Femenina Contra la Frivolidad, en la que militaba junto a  Rafaela Aparicio, Lola Gaos y Margot Cottens; el implacable Felipe II que hacía Luis Sánchez Polack, Tip; o la irrepetible escena del balcón con Jaime Blanch como lindísimo Romeo y una tímida Julieta con la cara de José Luis Coll, no por capricho de los guionistas o por gracia, sino como parodia cultista de la costumbre victoriana de que las figuras femeninas del teatro las interpretaran machos.
           
Esa visión de la historia, que se adelantaba en su ironía y disparate a la que luego darían Monty Python en sus películas, cautivó a los jurados internacionales, e “Historia de la frivolidad” fue Ninfa de Oro y otra vez premio de la UNCA en Montecarlo, Rosa de Oro y premio de la prensa en Montreux y Targa d’Argento en Milán. El objetivo de Adolfo Suárez estaba cumplido de sobra, aunque la obra premiada quedara casi en la clandestinidad hasta que se pudo emitir y el tiempo le hizo justicia: un jurado de 20 reconocidos expertos televisivos consideraron el 2002 que “Historia de la frivolidad” había sido el programa más innovador de toda la historia de la televisión en España.
            

A esas alturas del siglo pasado España se había llenado ya de turistas, casi al mismo ritmo que enviaba emigrantes a Francia, Alemania, Suiza y otros países más prósperos, a los que en la década de los sesenta tuvieron que irse a ganarse la vida más de millón y medio de españoles. Preludio de los varios mayos que tendría el año siguiente, en 1967 se vivieron en España situaciones conflictivas que, pese a su importancia, pasaron misteriosamente desapercibidas para los responsables de la tele. 500 intelectuales pidieron libertades al régimen en una carta. Comisiones Obreras era ya una alternativa masiva a los sindicatos verticales y su dirigente principal, Marcelino Camacho, fue detenido. Vizcaya vivió una agitación laboral que llevó a un estado de excepción de tres meses, 20 sacerdotes vascos fueron detenidos y en Madrid nació oficialmente el Sindicato Democrático de Estudiantes.
           
De ninguno de estos hechos se enteraron los protagonistas de “La casa de los Martínez”, una especie de reality show adelantado que se estrenó en 1967 y continuaría cuatro años en antena encabezando los gustos de los espectadores. Creados por un veterano de la casa, Romano Villalba, los Martínez, encarnados por Julita Martínez y Carlos Muñoz, sus hijos y el servicio, en el que despuntaban las personalidades arrolladoras de Rafaela Aparicio y Florinda Chico, representaban la cara feliz y desarrollista de España. Eran una pretendida familia media española con televisor, lavadora, picup y frigidaire, que compraban en el emergente Corte Inglés y veraneaban en el Valle del Tietar. Además, eran ciertamente muy acogedores, tanto que cada emisión se les llenaba el salón de la casa de famosos de la época que, ya que estaban allí, aprovechaban para contar sus proyectos artísticos o personales. Marcelino Camacho no fue invitado a ninguna sobremesa, pero seguro que fue tan sólo porque estaba en la cárcel, de donde no saldría hasta 1972, cuando ya “La casa de los Martínez” había cerrado sus puertas un año antes.
  

TELESPECTADORES SIN SHARE




En 1967 no existían las mediciones de audiencia, ni los shares, ni los ratings, lo cual no quiere decir que los responsables de TVE no se interesaran por saber quiénes, y sobre todo cuántos, veían sus emisiones. Según una encuesta realizada el año anterior, los hombres eran más aficionados que las mujeres a la tele, que veían normalmente el 60% de los varones y el 46% de las hembras. El interés decrecía con la edad. Eran ya teleadictos el 63% de los jóvenes de entre 18 y 29 años, frente al 58% de los de 30 a 49 o el 42% de los mayores de esa edad. Por profesiones, primaban los profesionales, gerentes y directivos (70%) frente a los comerciantes, empleados y funcionarios (66%), los trabajadores especializados (59%), y así hasta llegar a los trabajadores agrícolas, pescadores y mineros, de los que sólo el 36% se asomaban a la pantalla. No es raro que los más enganchados fueran los que tenían más dinero para comprar un televisor: veían la tele habitualmente el 72% de los que ganaban más de 20.000 pesetas al mes, porcentaje que entre los que a fin de mes no llegaban a las 5.000 se quedara en el 40%. 






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