Historias de la
tele cuando la tele era una. 2 (1967)
Aunque
se llama Narciso, todos le conocen
por Chicho, y de niño se alimentó
con zumo de escenario, como corresponde a quien es hijo de actores tan ilustres
como Doña Pepita Serrador y Don Narciso Ibáñez Menta. 1967 fue un
año de cosecha venturosa para TVE, pero sobre todo para este Chicho, de apellidos Ibáñez Serrador, como corresponde, en
el que con tan sólo 32 años le dio a la tele española sus dos primeros premios
internacionales importantes, dos galardones que demostraron al mundo que en España
había algo más que guardias civiles que, como dijera el poeta, tenían “de
charol la calavera”.
Pese
a que ya en 1965 Chicho Ibáñez Serrador
llevaba tiempo trabajando en televisión española realizando los más diversos
espacios y había sido galardonado internacionalmente por “El último reloj” y “N.N.23”,
dos capítulos de sus “Historias para no
dormir”, fue la Ninfa de Oro del Festival de Montecarlo que recibió en
febrero de 1967 por “El asfalto”,
otro de los episodios de la serie que aterrorizaría a los españoles durante 17
años, le consagró como creador televisivo.
Durante
algo más de media hora, un hombre --un caballero, más exactamente, pues lo
interpretaba Narciso Ibáñez Menta,
que siempre supo darle empaque a sus papeles-- se iba hundiendo lentamente en
medio de la calle mientras sus conciudadanos pasaban a su lado sin socorrerle
ni tan siquiera fijarse en su tragedia. Así, poco a poco, minuto a minuto, la
anécdota original de Carlos Buiza
adaptada por Chicho bajo el
seudónimo de Luis Peñafiel, que
transcurría en unos irreales decorados dibujados por Mingote, se convertía en
una angustioso retrato del hombre contemporáneo, en la opresiva tragedia de la
insolidaridad, la incomunicación, el egoísmo y
la indiferencia, un tema tan universal que también se llevó en
Montecarlo el premio UNCA, que entregaba la Asociación Católica Internacional,
sendos premios Ondas a la mejor realizador y el mejor actor, y el galardón de
la crítica al mejor programa extranjero en el Festival de Buenos Aires.
Chicho Ibáñez
Serrador,
que había nacido en 1935 en Montevideo, asegura que vio la televisión por
primera vez en Brasil, de adolescente, y que le fascinó. Comenzó a trabajar en
Argentina como actor, guionista y realizador, facilitando el debut televisivo
de Margarita Xirgu, la gran diva del
teatro español republicano, exiliada en Uruguay al final de la guerra civil.
Cuando llegó a TVE en 1963 ya estaba bregado en las técnicas de mover las
cámaras y colocar los focos, un conocimiento que pronto le otorgaría la
categoría de maestro, y la fama de hacer triunfar cualquier proyecto que
iniciara. Tanto fue su éxito, sobre todo desde que en 1972 se inventó el “Un, dos, tres…”, que si no le llevó a
morir de sobredosis, hay que reconocer que le impidió desarrollar otras facetas
de su creatividad: el cine, al que dio películas tan recomendables como “La residencia” (1972) o “¿Quién puede matar a un niño?” (1976. Ver completa, merece la pena), y
el teatro, en el que triunfó como actor y autor nada más llegar a España con “Aprobado en Inocencia”, que cuando se
repuso en el 2001 recobró su título original de “Aprobado en castidad”.
Pero
para llegar a eso aún quedaba tiempo, y en 1967 Chicho vivía una auténtica edad de oro en su carrera. Al
reconocimiento internacional recibido por “El
asfalto” aún habría de sumarse el que a lo largo de ese año y el siguiente
recogería con “Historia de la frivolidad”,
un hito en el que merece detenerse dos o
tres párrafos, porque con ese programa quedaron marcados los límites de la
libertad en aquella España que se abría a la modernidad pero aún no había
llegado a ella.
Cuentan
quienes dicen saberlo de primera mano que la idea se le ocurrió a Adolfo Suárez, entonces director
general de TVE, que siempre fue un buen criadero de políticos. Se lo comentó a
su segundo de a bordo, Juan José Rosón,
que inmediatamente le pasó el encargo al multipremiado Chicho: “haz lo que quieras, pero invéntate algo que sea un éxito
internacional”, pidió. Ibáñez Serrador
se juntó con el guionista Jaime Armiñán
e idearon una desternillante comedia musical sobre la historia de la censura
desde las cuevas de Altamira hasta nuestros días.
Fraga Iribarne era ministro de
Información y Turismo desde 1962 y el año anterior había parido una Ley de
Prensa que, aseguraba, era un paso hacia la libertad. ¿Por qué no se iba pues a
poder abordar la censura en tono jocoso en la televisión? debieron pensar ambos
creadores. Pero la realidad es tozuda y el censor cotidiano, el que decía sí o
no a los programas, de nombre Francisco
Gil Muñoz, no estaba para alegrías. Se cambió el primer título de “Historia de la censura” por el más suave
de “Historia de la frivolidad”, el
propio Rosón se encargó de cortar
personalmente lo que consideraba pecaminoso, subversivo o sobrante, y como el
festival de Montecarlo, al que se pensaba presentar el programa, exigía su
previó estreno, se programó la noche del 9 de febrero, tras la finalización de
las emisiones, después de la bandera, el retrato y el “chunta-chunta” de
cierre. Además, por si quedaban dudas, se clarificó con un cartel indicando que
la obra era “no apta para todos los
públicos”.
Avance. Pero hay que verla (o volver a verla) completa
Pocos
españoles la vieron en aquella ocasión, y el resto tuvieron que esperar un
rato, pero más allá de los Pirineos arrasó y algunas de sus escenas han
permanecido para la historia: la estricta dominanta que figuraba ser la
conductora del espacio, la siempre impecable Irene Gutiérrez Caba, más dura que el ama de llaves de “Rebeca”, cantando el himno de la Liga
Femenina Contra la Frivolidad, en la que militaba junto a Rafaela
Aparicio, Lola Gaos y Margot Cottens; el implacable Felipe II
que hacía Luis Sánchez Polack, Tip;
o la irrepetible escena del balcón con Jaime
Blanch como lindísimo Romeo y una tímida Julieta con la cara de José Luis Coll, no por capricho de los
guionistas o por gracia, sino como parodia cultista de la costumbre victoriana
de que las figuras femeninas del teatro las interpretaran machos.
Esa
visión de la historia, que se adelantaba en su ironía y disparate a la que
luego darían Monty Python en sus
películas, cautivó a los jurados internacionales, e “Historia de la frivolidad” fue Ninfa de Oro y otra vez premio de la
UNCA en Montecarlo, Rosa de Oro y premio de la prensa en Montreux y Targa
d’Argento en Milán. El objetivo de Adolfo
Suárez estaba cumplido de sobra, aunque la obra premiada quedara casi en la
clandestinidad hasta que se pudo emitir y el tiempo le hizo justicia: un jurado
de 20 reconocidos expertos televisivos consideraron el 2002 que “Historia de la frivolidad” había sido el
programa más innovador de toda la historia de la televisión en España.
A
esas alturas del siglo pasado España se había llenado ya de turistas, casi al
mismo ritmo que enviaba emigrantes a Francia, Alemania, Suiza y otros países
más prósperos, a los que en la década de los sesenta tuvieron que irse a
ganarse la vida más de millón y medio de españoles. Preludio de los varios
mayos que tendría el año siguiente, en 1967 se vivieron en España situaciones
conflictivas que, pese a su importancia, pasaron misteriosamente desapercibidas
para los responsables de la tele. 500 intelectuales pidieron libertades al
régimen en una carta. Comisiones Obreras era ya una alternativa masiva a los
sindicatos verticales y su dirigente principal, Marcelino Camacho, fue detenido. Vizcaya vivió una agitación
laboral que llevó a un estado de excepción de tres meses, 20 sacerdotes vascos
fueron detenidos y en Madrid nació oficialmente el Sindicato Democrático de
Estudiantes.
De
ninguno de estos hechos se enteraron los protagonistas de “La casa de los Martínez”, una especie de reality show adelantado
que se estrenó en 1967 y continuaría cuatro años en antena encabezando los
gustos de los espectadores. Creados por un veterano de la casa, Romano Villalba, los Martínez,
encarnados por Julita Martínez y Carlos Muñoz, sus hijos y el servicio,
en el que despuntaban las personalidades arrolladoras de Rafaela Aparicio y Florinda
Chico, representaban la cara feliz y desarrollista de España. Eran una
pretendida familia media española con televisor, lavadora, picup y frigidaire, que
compraban en el emergente Corte Inglés y veraneaban en el Valle del Tietar.
Además, eran ciertamente muy acogedores, tanto que cada emisión se les llenaba
el salón de la casa de famosos de la época que, ya que estaban allí,
aprovechaban para contar sus proyectos artísticos o personales. Marcelino Camacho no fue invitado a
ninguna sobremesa, pero seguro que fue tan sólo porque estaba en la cárcel, de
donde no saldría hasta 1972, cuando ya “La casa de los Martínez” había cerrado
sus puertas un año antes.
TELESPECTADORES
SIN SHARE
En
1967 no existían las mediciones de audiencia, ni los shares, ni los ratings, lo
cual no quiere decir que los responsables de TVE no se interesaran por saber
quiénes, y sobre todo cuántos, veían sus emisiones. Según una encuesta
realizada el año anterior, los hombres eran más aficionados que las mujeres a
la tele, que veían normalmente el 60% de los varones y el 46% de las hembras.
El interés decrecía con la edad. Eran ya teleadictos el 63% de los jóvenes de
entre 18 y 29 años, frente al 58% de los de 30 a 49 o el 42% de los mayores de
esa edad. Por profesiones, primaban los profesionales, gerentes y directivos
(70%) frente a los comerciantes, empleados y funcionarios (66%), los
trabajadores especializados (59%), y así hasta llegar a los trabajadores
agrícolas, pescadores y mineros, de los que sólo el 36% se asomaban a la
pantalla. No es raro que los más enganchados fueran los que tenían más dinero
para comprar un televisor: veían la tele habitualmente el 72% de los que
ganaban más de 20.000 pesetas al mes, porcentaje que entre los que a fin de mes
no llegaban a las 5.000 se quedara en el 40%.
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