Hablé largo y tendido con Tomasa Cuevas
durante toda una tarde-noche de algún verano de mediados de los noventa en su
casa de Vilanova i la Geltru, una ciudad que me traía buenos recuerdos porque
25 años antes había estado allí con Castañuela 70 y había pasado una noche
estupenda bebiendo y conspirando con Pere Tapies. Ya sabía entonces de Tomasa,
porque había leído sus estupendos libros de testimonios de mujeres presas en el
franquismo, los primeros que se escribieron sobre el tema, y conocía su larga
relación con Miguel (Miquel) Núñez, un dirigente comunista que, como Simón,
Marcelino o Fernández Inguanzo contaban con el respeto y la admiración
generalizada de cuantos habían tratado con él, no sólo sus camaradas. Ella, que
ya tenía cerca de los 80 años me recibió como si fuera el sobrino que regresaba
de un largo viaje. Me puso un café, luego trajo algo para merendar, el día se
fue marchando y acabamos cenando cualquier cosa que preparó antes de que
tuviera que salir corriendo para coger el tren de vuelta a Barcelona.
Entre café, merienda y cena me enseñó
una de aquellas tarteras trucadas con que se palabra la información clandestina
a las prisiones, que todavía conservaba y en la que era imposible distinguir
las junturas del doble fondo, pero sobre todo hablamos, habló ella. Lo que me
contó es la demostración de que aquella frase de Brecht que cantaba Silvio de los
hay que lucha un día… y etcétera no es sólo un tópico.
Retrato de Tomasa Cuevas.
Javi Larrauri, de su serie "Mujeres Republicanas"
Soy de un pueblecito de la Alcarria que se llama
Brihuega, donde nací en el año 17. Mi familia era de origen obrero, mi
padre repartidor de harina y mi madre lavaba ropa por las casas y cosas así. Mi
padre se cayó debajo del caballo con el que repartía la harina y a consecuencia
de ello estuvo dos años en el hospital, dejando a mi madre con cinco hijos. Yo
era la pequeña. En el transcurso de los años, mi madre trabajaba limpiando
casas y también haciendo pan, porque como mis abuelos eran los dueños del horno
no le cobraban la hornada. Dos de mis hermanos murieron en esos años que mi
padre estuvo enfermo.
La consecuencia
de todo esto, la enfermedad y los años de hospital, fue que emigramos a
Guadalajara, donde mi hermana mayor ya había ido a servir. El trabajo de mi
padre fue de blanco a negro, pasó de repartidor de harina a repartidor de
carbón.
Yo empecé a trabajar a los nueve años en una fábrica
de punto,
que la llamaban fábrica aunque hoy la llamaríamos pequeño taller, porque era
una tiendecita pequeña que tenía en la trastienda tres máquinas con las que se
hacían refajos, calzoncillos de punto, medias de algodón o de lana, calcetines
y todo eso. Mi trabajo consistía en coger puntos a las medias de seda que llevaban
las mujeres para arreglar. Me pagaban muy poco y yo cada vez pedía más aumento,
contestándome la patrona que ya ganaba suficiente. Cuando iba a cumplir once
años, tras una discusión de aquellas, en las que ella siempre decía que no me
podía subir porque no me lo ganaba, apunté durante toda una semana lo que ella
cobraba con los puntos que yo cogía. Según los cogía, tenía el precio y lo
apuntaba en un papelito. Cuando llegó el sábado le dije que me subiera el
sueldo y me volvió a decir que no, que cobraba lo suficiente para la edad que
tenía y que además no lo ganaba. ¿Que no lo gano? contesté, mire lo que ha
sacado usted conmigo esta semana, y le enseñé mis cuentas. Se puso tan furiosa
que me echó.
Mi madre estaba enferma, mi hermano solo tenía
trabajo de vez en cuano, así que, además de coger los puntos, encontré empleo
en una fábrica para sopa, de donde viene la pensión que cobro ahora. Todavía era
pequeña, y las panderas que había que subir, unas bandejas en las que se ponía
el fideo, eran muy grandes y había que llevarlas desde el obrador, que estaba
abajo, hasta arriba, donde estaba el tendido, y para subir esas panderetas me
las veía moradas. Mis brazos están torcidos desde entonces. Había un muchacho
trabajando allí que era muy majo y que, sin que le viera el jefe, que era un
hijo de su puñetera madre, me ayudaba con las panderas. Me esperaba en la
escalera y me las subía corriendo. Se llamaba Santos Puerto, que vive por
Francia y no le he podido localizar. Por mi contacto con él acabé por hacerme
comunista.
Un buen día,
hacía el año 34, aquel amigo me dijo: pequeña, tengo que pedirte un favor. Me
llevó a una ventana que daba a la calle y me dijo: ¿ves aquellos tíos que hay
allí? pues son policías, están esperando a que salga y me van a detener, ¿por
qué?, le pregunté. Ya te lo explicaré, me contestó, yo tengo aquí un paquetito,
te lo vas a llevar, pero guárdalo y no le digas nada a nadie, a nadie, eso es
solo para ti y para mí.
Efectivamente,
cuando salió le detuvieron y yo me llevé el paquetito a mi casa y lo escondí.
Entonces todavía no estaba metida en política. Al día siguiente vino a verme el
que era el secretario general del Partido en Guadalajara, que se llamaba Raimundo
Serrano, y me dijo: oye peque --que aquello de peque todavía me queda como
mote-- ¿Santos te ha dado algo para mí? Ni para ti ni para nadie, le contesté
yo, a mi no me ha dado nada Santos. El venga a insistir y yo venga a negarme,
porque Santos me había dicho que no se lo diera a nadie. Así durante varios
días en los que Raimundo me salía al camino y me pedía el paquete. Yo seguía
negando que me hubieran dado nada para él, hasta que un buen día se presentó
con una nota de Santos, porque como entonces teníamos guardias de asalto que
eran nuestros, a través de uno de ellos habían sacado la nota de la cárcel.
Solo así cedí y le entregué el paquete, pero aquella fue mi perdición de
comunista, porque a partir de entonces ya todo era: peque guarda esto, peque
esconde esto otro, peque ve a ver a fulano de tal y dile que le espero en tal
sitio, te dará una cosa y me la das a mí.
Así pasó el tiempo hasta que me detuvieron por
primera vez a finales del 34. Acababa de suceder lo de los mineros
de Asturias, cuando lo de octubre, y por Guadalajara pasó una expedición de
niños hacia Madrid donde les cuidarían mientras los padres estaban en la
cárcel. Con otros compañeros de la fábrica fui a la estación y un guardia de
asalto dio un meneo a un crio. Le dije: no toqué usted a ese crío porque como
lo haga le voy a dar una hostia y me voy a cagar en su madre ¡A un guardia de
asalto! Me detuvo, claro.
Me llevaron al
calabozo de la Dirección General de Seguridad y me preguntaron que quién me
había mandado ir a la estación. Nadie, contesté, yo he visto niños allí y he
ido a ver qué pasaba. ¿Y no te ha mandado nadie? No, yo he visto niños allí y
he ido a ver. Pero tú has amenazado a un guardia y te has cagado en su madre.
Bueno, yo le he amenazado, pero no me he cagado en nadie, le he dicho que si
tocaba al niño, pero como no le ha tocado, ni le he dado la hostia que le había
prometido, ni me he cagado en nadie. Estuve tres días en el calabozo.
En esa época ya tenía yo el carnet de las
Juventudes, el número siete. Raimundo me había reunido un día con otros para
proponernos formar las Juventudes Comunistas, porque hasta entonces sólo
existía el Partido, y nos explicó lo que significaba: las consecuencias son
estas y estas, todo lo que me podía pasar siendo comunista. No pasa nada, le
dije yo, si hay que luchar, se lucha; si a los once años tuve que ir a
trabajar, justo es que luche yo con vosotros por mis derechos y si hay que ir a
la Juventud, pues a la Juventud.
Cuando salí de
aquella primera detención fui a mi casa. Vivíamos en una planta baja y cuando
llegué, mi padre estaba con una zapatilla esperándome, porque su idea era darme
una paliza para que no repitiera. Entra, entra, me decía. El iba retrocediendo
mientras me lo decía y yo iba entrando. Teníamos la puerta a la calle y un
pasillo, una comuna, un retrete comunal de los de entonces, donde yo tenía el
carnet de las Juventudes escondido, y cuando llegué a él abrí la puerta, lo
saqué y le dije a mi padre: mire, soy comunista, tengo que luchar por mis
derechos y como ya sé ganarme el coscurro, con esto estaré en la casa, pero sin
esto me voy. Mi padre dejo la zapatilla y dijo: mira hija, yo no supe luchar
por lo mío, lucha tú por lo tuyo. Mi madre dijo: ¿esa era la paliza que le ibas
a pegar?
Yo seguía
cogiendo puntos y trabajando en la fábrica, porque la vida nuestra era muy
puñetera. Mi padre gañaba veinticuatro pesetas y mi madre estaba enferma del
estómago con una úlcera sangrante, así que seguía cogiendo puntos por la noche.
Como no teníamos una luz suficiente me subía en la mesa con una silla, me sentaba
debajo de la bombilla y allí cogía los puntos.
Mi madre tenía
que tomar mucha leche, así que por las mañanas me busqué un trabajo para
repartir leche por las casas con dos cántaras. Me daban quince pesetas. En
invierno se me quedaban las manos agarrotadas de llevar las cantaritas de leche
y las clientas se la tenían que servir ellas mismas porque yo no podía, pero a
mí me daban dos litros. En la casa donde vivíamos pagábamos quince pesetas de
alquiler y como las dueñas de la casa no tenían agua corriente y había que
llevarla con un cántaro, un día sí y otro no yo iba también a llevarles el agua
por las tardes, cuando salía de la fábrica, y me pagaban con el recibo de la
casa. Así íbamos trampeando.
En esa época también me eché novio, era un muchacho
muy majo y muy guapito y nos queríamos. Un día vino y me dijo que no podíamos
salir porque tenía que hacer una chapuza, yo le dije que de acuerdo, y en
cuanto él se fue me marché yo también, porque tenía una reunión de las
Juventudes, que se celebraban en una casa que teníamos en la plaza de la
Concordia, en Guadalajara. En la puerta había un grupito de gente, entre los
que estaba mi novio, que miraba a los que entraban. Yo le vi, pero entré en la
casa. Cuando empezó la reunión entró el grupito que estaba fuera y mi novio con
ellos. Así me enteré que él también estaba en las Juventudes y él se enteró de
que estaba yo, porque hasta entonces, como éramos clandestinos, no lo sabíamos.
Al acabar la guerra, que pasé en Madrid, y después
de varias peripecias, llegué a Barcelona, donde volví a tomar contacto con el
partido, colaborando con la guerrilla como correo. En la
agrupación guerrillera yo viajaba desde Barcelona hasta la frontera en busca de
armas. Iba con un bolso grande que a veces cabía una metralleta, algún cajetín
con balas, una pistola, cualquier cosa. Llegaba hasta la frontera, a algún
pueblecito cerca, pasando ya de Gerona, a la zona de la montaña y allí me
cargaban con lo que fuera. Luego me venía hacia Barcelona y lo entregaba, no
sabía más. Era curioso, porque yo, en los viajes en tren me iba a donde estaba
la guardia civil. Mire, les decía, me vengo aquí porque tengo más confianza con
ustedes que por ahí sola. Nunca pasó nada.
Yo mantenía
contactos con los responsables de la dirección del Partido y los responsables
de las guerrillas, uno de ellos era José Bruch y otro José Aymerich; Miguel
Núñez era el instructor político
militar. Los responsables del Partido con los que tenía contactos eran Moisés
Hueso y Celestino Carrete. Pero los contactos eran de los de traer y llevar,
decirles que iba a haber una reunión en tal lugar o que fulano iba a estar en
tal lugar para encontrarse con ellos. Las armas me las llevaba yo a casa, y
después de saber a quién tenía que dárselas volvía a salir y las entregaba. A
veces no salían de casa porque se las llevaba Miguel directamente a donde
fuera. Así hicimos varios viajes hasta la detención.
Nos detuvieron el día 4 de abril del 45, después de
haber dado doce tiros por la espalda a Juanito Cuadrado. Nos habían
seguido a algunos, a mí también. A Juanito Cuadrado le siguieron y le dieron
doce tiros. El llevaba pistola, pero no la utilizó. No pudo utilizarla porque
le dispararon por la espalda, aunque dijeron que lo habían hecho en defensa
propia, pero era mentira, no le dejaron ni siquiera sacarla. Le llevaron al
depósito de cadáveres y uno de los hombres que había por allí vio que se movía.
Entonces llamaron a los médicos, bajaron, se lo llevaron, empezaron a sacarle
balas, a hacerle operaciones y a curarle y ahí está, todavía vive.
A raíz de eso
comenzaron todas las caídas. A mí me cogieron cuando volví a casa. Vi a un tío
con mala pinta al pie de un árbol y con el zapaterito remendón que trabajaba en
el portal había otro. Al del árbol le pase de largo, pero cuando vi al que
estaba con el zapatero me dije: te han copado maja. Efectivamente, el que
estaba fuera me puso una pistola en la espalda y me detuvo.
Días antes había traído dos metralletas y también
las había escondido debajo del colchón, pero ya se las habían llevado. Quedaba sólo
el tampón, que utilizaba para hacer las documentaciones falsas de los camaradas
que estaban en edad militar. Levantaron el colchón de una punta y de otra, pero
siempre se quedaba el centro de la cama sin ver. Yo estaba indispuesta y cada
vez que levantaban el colchón me decía: madre mía, como aparezca el tampón ese
la vamos a liar. Ya les dije: me perdonen, pero me voy a sentar, porque estoy
indispuesta! vengo de trabajar ocho horas y me encuentro mal. Me senté en la
cama y ya no la levantaron más.
Mis interrogatorios fueron muy duros. Lo que ellos
querían saber es a qué me dedicaba los fines de semana, porque como era cosa de
la guerrilla eran los fines de semana cuando hacía mi trabajo. Yo no les decía
nada, y era golpe va y golpe viene. Al final conseguí tener una breve
entrevista en el pasillo de las celdas con Miguel, hablamos y me comunicó que
podía decir que esos días iba a una pensión en la que no iban a descubrir nada.
Así lo hice, dije que los fines de semana trabajaba en una pensión a repasando
ropa, pero que como era de una mujer viuda con una hija y yo sabía el lío en
que les iba a meter no había querido decir nada, pero que como ya no aguantaba
más se lo decía. Fueron a la pensión, donde les confirmaron la historia.
Salí en libertad provisional y me tenía que
presentar a la policía cada quince días. Quedé clandestina desde que salí de la
cárcel. Contactos con las guerrillas otra vez y vuelta a empezar. Con los que
trabajé directamente en esta ocasión fue con Pedro Valverde, Puig Pidemunt,
Ángel Carrero y otro, los cuatro que los fusilaron después. Yo trabajaba
dilectamente con ellos, encontrándoles lugares para que se reunieran, haciendo
de estafeta y todo eso. Me acuerdo que Pedro Valverde me decía: tú esperas un
minuto en la cita. Yo no espero nada, si no estás sigo, le decía yo, porque
había que saber lo mal que se pasaba esperando, aunque sólo fuera un minuto,
sin saber por qué era el retraso. Si yo llegaba al sitio y no había nadie me
metía en un portal, subía unas escaleras, contaba un minuto y volvía a salir, o
me metía en una tienda pendiente del reloj. Así hasta que ellos cayeron, en
abril del 47. Nos enteramos por el abogado que les atendía, que avisó a Miguel
y le dijo que nos escondiéramos.
Yo estaba embarazada y tenía un barrigón enorme; más
barrigón que tiempo de embarazo. Intentaron sacarme de España para
llevarme a parir al hospital Varsovia, que estaba en Tolouse, pero aunque
llegué hasta la frontera decidí al final quedarme en España. Volví a Barcelona
y me escondieron con Miguel en una casa en construcción, con un taller abajo y
un piso arriba sin terminar.
Allí estuvimos
dos meses. Cuando los detenidos pasaron de jefatura a la cárcel dijeron que a
Miguel no le diera ni el aire, porque le buscaban, y también que yo podía ir a
parir a casa de Luisa, que era la estafeta particular de Pedro Valverde y no
había aparecido para nada en los interrogatorios. Por lo que sabían era una
casa segura. Yo parí en casa de Luisa, que para mí es como mi madre, ayudada
por un ginecólogo, que había sido de la CNT y había pasado al Partido, que
también estaba clandestino. Clandestino él y clandestina yo, allí tuve a mi
hija, en la calle Urgel 72 nació Estrella.
A los ocho días apareció Miguel, todo teñidito de
rubio, porque el Partido pensaba sacarnos de Cataluña. Fuimos a
Madrid. Desde allí mandaron a Miguel para Sevilla, a disolver la guerrilla,
Porque el Partido había decidido acabar con la lucha armada. Yo me quedé en
Madrid, pero en diciembre me dijeron que tenía que pasar a Sevilla porque
Miguel necesitaba ayuda para el trabajo que estaba haciendo, así que en enero
del 48 me fui al pantano con mi hija de seis meses. Aquello era algo tremendo,
porque casi todos los obreros eran o ex-presos o gente que había huido, y
estaban mal pagados. No les habían hecho ni viviendas, sus casas eran una cueva
dentro de la montaña, y allí vivían con niños y con todo. La mortalidad de los
niños era terrible. Comían muy mal, claro, y no podía marcharse de allí aunque
quisieran, porque la empresa, Agromán, tenía un almacén al que debían comprar
por obligación y siempre le debían dinero. La persona que llevaba el almacén,
hecho de madera, con unas rendijas terribles, era un camarada y Miguel había
ido como contable. Los únicos edificios que había allí eran una pequeña capilla
y los chalets de los ingenieros, la casita del cura y los demás. Los obreros
vivían en las cuevas.
En una ocasión
pasé una vergüenza enorme. Los abuelos, los padres de Miguel, le habían
regalado a la niña una capita de piel blanca y como era invierno me la llevé.
Un día me dijeron que subiera a donde vivían los obreros para darle unas cosas
a uno de ellos, así que tomé a mi niña, la envolví en la capa y subí. Cuando
llegué allí dije: mierda de capa, con la miseria que hay aquí. Metí la capa en
una maleta y desde entonces subía a los cerros con la niña envuelta en una
manta. Pasé vergüenza de verdad. Robaba caramelos del almacén para los niños,
pero el primero al que fui a darle uno no me lo quiso coger. La madre me dijo:
es que no sabe lo que es un caramelo porque no lo han comido nunca. ¡Un niño
que no había comido nunca un caramelo! Yo siempre subía con el bolsillo lleno
para esos niños.
Tuvimos que
irnos de allí porque no había nada que hacer. Miguel cayó con unas fiebres
espantosas y no paraba de delirar. El hablaba y yo le tapaba la boca. Se había
hecho amigo de la guardia civil y querían subir a visitarle. No, no, les decía
yo, que las fiebres son terribles y no sea que vayan a cogerlas ustedes
también.
El viaje a Sevilla tuvo mucha gracia, porque me
subieron en un camión y a la salida de Sevilla subió también la guardia civil
con las metralletas. Me
vieron sentada con la niña y les pregunté ¿pasa algo? No, no, es que por aquí
hay mucha guerrilla y tenemos que ir preparados, pero mire usted, ellos tienen
hijos y nosotros también tenemos hijos, así que pasamos de largo. Si supierais
vosotros, pensé, que los lleváis también aquí. Miguel dejó contactos con gentes
muy responsables para que hicieran lo que pudieran y nosotros salimos hacía el
norte, donde nos mandó el Partido. Yo me quedé en Vitoria y Miguel fue muy
cerca de Bilbao, a trabajar en una fábrica de tornillos. Allí les hizo un
desfalco para sacar dinero para el Partido que luego yo llevé a Barcelona.
Fueron cincuenta mil pesetas, que en aquella época era mucho dinero. De nuevo
hubo una detención en Barcelona en la que también nos metían a nosotros. Miguel
salió para un sitio y yo para otro.
Dejé a la niña con la abuela y me vine para
Barcelona otra vez.
Estuve con la mamá Luisa, mi madre adoptiva. Yo no veía a ningún camarada, era
Luisa la que tocaba las teclas. Me puse a servir, siempre me ponía a servir,
era la única forma de no ir a casa de nadie. Estuve sirviendo en una
ferretería, otra vez con el truco de que me había escapado de casa. Luisa cogió
el contacto con el Partido y yo seguía viéndome con ella. Para poder dejar
aquel empleo sin despertar sospechas me mandaron a un camarada, que hizo el
papel de un supuesto primo que había venido a buscar unos tejidos a Barcelona y
los padres le habían dicho que se llevara a la chica al pueblo, quisiera o no
quisiera. Fue a la ferretería preguntando por mí, dijo que me tenía que ir y me
fui. A Reus, todavía disolviendo guerrilla.
Miguel estaba allí, pero yo no lo sabía. Para la
primera cita con él me recogió un camarada por la noche y me llevó a un paseo
que le llaman el paseo de los enamorados y me dijo que allí me iba a encontrar
con el responsable y que así él me dejaba ya en sus manos porque era con él con
quien tenía que trabajar.Íbamos los dos paseando, con un frió que pelaba, pues
sólo llevaba puesta una chaquetita de lana muy finita, cuando veo venir a
Miguel. Mira, me dijo el camarada que me acompañaba, vamos a pasar de largo,
pero es aquel camarada, tu como si no le conocieras, pero fíjate bien en él,
porque yo te voy a dejar ahí abajo y me voy, él va a volver y os vais a
encontrar.
De esa manera
volví a verme con Miguel, del que no sabía dónde estaba desde que nos
separarnos en Barcelona. Miguel llevaba una bolsa grande y saco de ella un
chaquetón y lo primero que hizo fue ponérmelo. El sí sabía que era yo con quien
se iba a encontrar. En Reus estuvimos muy poco tiempo, porque a él le sacaron
casi inmediatamente para Francia y pasamos cinco años sin saber nada uno del
otro.
Posteriormente volvieron a detener a Miguel y me
convertí en mujer de preso, con todo lo que eso representa. De Burgos se
sacaban las cosas de mil maneras: con una tartera de doble fondo, en las asas
de los bolsos, y para entrar también, en latas de conserva, a las que también
les hacían en Francia un doble fondo. Con una de estas me pasó a mí una vez que
se conoce que habían dejado un pequeño poro abierto y por él se pudrieron las
sardinas en aceite que iban en la lata y había un olor horrible. Yo fui echándome
colonia de Barcelona a Zaragoza, y allí fui a la persona que iba a pasar la
lata, la familia de Vicente Cazcarra, que me ayudaba a meter y sacar las cosas
de Burgos (también me ayudaba desde Vitoria la familia de Rosell), y les dije:
Marujina, el coche y arreando a Burgos que mira lo que llevo, trilita va ahí.
Como olía tanto, le dije al padre de Cazcarra: Vicente, que también se llamaba
Vicente, vamos a abrir la lata en el campo. El no quiso. Llegamos a Burgos y
nos quedamos de pensión. Bajamos al río, abrimos la lata, tiramos las sardinas
y sacamos los papeles que había en ella. Me tuve que buscar un apaño para meter
las cosas y le expliqué a Miguel lo que había pasado, porque era imposible
meter la lata, lo hubieran descubierto todo.
Cuando la muerte de Franco ya llevábamos un añito o
casi dos que estábamos bastante bien, porque este hombre andaba medio
moribundo y las cosas habían cambiado bastante, pero claro, la muerte de Franco
fue muy importante, sobre todo para los que estábamos clandestinos fuera de
casa, porque yo tenía a mi hija y a mis nietos, que los tenía que ver casi a
escondidas. Fue como una liberación, tanto como salir de la cárcel o más.
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