Bruce Springsteen a propósito de Nebraska. (1982)
Cuando lo escuché por primera vez en 1982 me pareció que “Nebraska”
era lo mejor que hasta la fecha había hecho Bruce Springsteen, un cantautor con
el que siempre he tenido mis más y mis menos. Así lo escribí entonces en EL
DIARIO DE LAS PALMAS y treinta y un años después me lo sigue pareciendo. No el
más espectacular, pero desde luego sí el más hondo, Su retrato más nítido y descarnado de esa América
que no está representa por el genuino sabor americano de Winston.
Bruce
Springsteen es un ídolo del rock, probablemente el más poderoso cantante y
compositor de canciones rock surgido en los últimos diez años. Nacido en 1949
en el Estado de Nueva Jersey, comenzó muy joven su andadura musical cantando en
el Greenwich Village neoyorkino de mediados de los años sesenta, hasta que en
1972 con la edición de su primer disco («Greetings
from Ashbury Park, N.J.», CBS) obtuvo el primer espaldarazo de la crítica
que se confirmaría a nivel popular con las magníficas ventas de su segundo LP
editado dos años después («The wild, the
inocent, the E-street shuflee», CBS).
Desde entonces
hasta hoy, cada disco de Bruce Springsteen, cada gira y cada concierto, ha sido
un éxito y una confirmación de su valor artístico. Su último trabajo discográfico,
el doble álbum «The river», editado
en 1980, fue la culminación de esta carrera artística que batió records de
venta en todos los países del mundo. Ahora, cuando la mayor parte de los
rockeros mundiales esperaban con impaciencia una nueva entrega, aparece «Nebraska», un álbum sorprendente y
gratificante por todos los conceptos.
Para un cantante
que se encuentra en la cima cada nuevo disco es un desafío. La industria
discográfica, y los comentaristas de música popular tan íntimamente ligados a
ella, parecen esperar siempre que el artista rice el rizo de lo posible y así
cada LP que se publica ha de ser, a la vez, igual y distinto que el anterior.
Igual, para que manteniendo las mismas constantes que dieron al anterior, en un
intento de conseguir ventas siempre mayores; distinto, para poder decir que el
cantante evoluciona y se renueva cada vez. Es un truco del mercado que pocos,
sólo los absolutamente grandes, son capaces de evitar. Que Springsteen lo haya
hecho, no es sino la confirmación de su seriedad.
Cuando Bruce
Springsteen apareció en el mercado discográfico fue inmediatamente comparado
con Bob Dylan, y la comparación
no era gratuita en absoluto. Como el cantante de Minesota, aunque sin su
profundidad, Springsteen había sabido crear un idioma adulto para el rock y había
logrado hacer músicas fuertes, de impacto, complejas y rockeras, con textos
inspirados, que nos daban la versión de unos Estados Unidos muy distintos a los
que tradicionalmente había hecho llegar hasta nosotros un cine y una literatura
escapista, que la industria y el sistema se empeñaban en hacer representativa.
Era la suya una América suburbial, de violencia y represión, una América
triste, aunque vitalista. Ahora, con el nuevo álbum, esa visión se ha vuelto
más que triste. Es una realidad amarga la que narra Springsteen desde su
pesimista perspectiva.
Esa
profundización en la amargura que representa el disco «Nebraska» viene dada, fundamentalmente, por una inmersión completa
en un mundo de obreros sin perspectivas, parados, asesinos ocasionales,
prostitutas, policías venales, ex-combatientes y perdedores en general. Un
mundo que vive una violencia irracional, como ese asesino que pasa revista a su
múltiple e irracional crimen en el momento de ser puesto sobre la silla
eléctrica y no encuentra respuesta:
«Querían saber por qué hice lo que hice.
Bueno, señor, me parece que hay algo de
maldad en el mundo»
(«Nebraska»)
Un mundo
sofocante, en el que el paro sólo conduce a la desesperación y el delito:
«Cerraron
la fábrica de
coches de Mahawah a últimos de
mes.
Ralph se puso a buscar trabajo pero no
encontró ninguno.
Llegó a casa demasiado borracho de tanto
mezclar Tanquera y vino.
Consiguió una pistola de un vigilante nocturno
y ahora lo llaman Johnny 99»
(«Johnny 99»)
Un mundo en el
que se viven dramáticamente las secuelas de la guerra de Vietnam, en el que la
miseria es un hecho cotidiano:
«En una chabola blanqueada muere un hombre,
llevan el cuerpo al cementerio y sobre él
rezan.
Señor dinos, dinos qué significa»
(«Reason to believe»)
Un mundo,
además, sin aparentes soluciones, en el que las utópicas emigraciones a las
tierras donde hay oro (ese viejo mito de la miseria americana que, por lo
visto, todavía se mantiene) se presenta como un viaje imposible al fondo de la
desesperación:
«Vamos a ir donde la arena se convierte en
oro,
así que ponte las medias
porque la noche se está poniendo fría
y
quizás todo muera...
He buscado trabajo, pero es difícil de
encontrar.
Aquí todo es cosa de perdedores y
ganadores
y hay que tener cuidado para no caer en
el agujero.
Estoy cansado de ser perdedor».
(«Atlantic City»)
Hay también en
el disco una especie de nostalgia hacia los tiempos pasados, un mirar hacia
atrás intentando encontrar los restos de una infancia feliz en una vida
absolutamente insatisfactoria. Pero tampoco esta salida ofrece oportunidades, y
las dos canciones en las que se recuerdan otros tiempos («Mansión on the hill» y «My
father's house») acaban de manera desesperada, como esa visita a la antigua
casa de su padre, que cuente en la segunda de ellas, y que termina sin haber
podido encontrar a nadie que le recuerde otros tiempos, como si el cordón
umbilical de su propio pasado se hubiera cortado de manera irreparable.
Parecía difícil
que esta historia de la otra América deprimida por la pobreza pudiera ser
contada con el lenguaje habitual del rock, y Bruce Springsteen ha escogido, con
singular acierto, un ascetismo expresivo que lo vuelve a los orígenes del folk
americano; a Bob Dylan, naturalmente, pero también y sobre todo a la magna obra
de Woody Guthrie --el gran
padre de la canción popular estadounidense--, cuya máxima creación, las «Baladas de la cuenca del polvo» (en las
que cuenta con descarnado realismo las repercusiones del «crack» del 29 entre
la clase obrera americana), tienen más de un punto de contacto con este «Nebraska».
Springsteen ha
retomado la herencia de los cantautores folk, y para ello ha huido de los
grandes y sofisticados estudios discográfícos y se ha refugiado en su propia
casa, en la que frente a un simple cassette
de cuatro pistas y con la exclusiva ayuda de una guitarra y una armónica ha
grabado, él solo, todo el disco. Un método autogestionario que remite a los
viejos mitos de la generación perdida y de los beatniks, una galería de
personajes asolados por una tragedia personal y social frente a la que se
encuentran desarmados y una constante referencia a la autopista como punto de
encuentro, de diversión, de robo, de huida o de muerte.
Quizás algún día
sería el momento de estudiar la importancia de la autopista y del viaje en un
país tan grande y tan nuevo como los Estados Unidos a través de su constante referencia
en la música popular. En este disco de Bruce Springsteen es otra constante más,
significativa sin duda, de un panorama social en el que las crisis se repiten
con regularidad cíclica. Un panorama que, de vez en cuando, tiene a un artista
de la talla de Bruce Springsteen para ser cantado. Tal vez éste no sea el más
comercial de los discos de Springsteen, desde luego; lo que sí se puede afirmar
es que es uno de los más hermosos y, por supuesto, el más maduro.
De esto me emociona realmente
que dirija
el coro mientras recuerdan al más maestro.
Por cierto, a la izquierda, Tao, el
nieto.
Lástima de la nueva decepción.
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