martes, 19 de marzo de 2013


A MODO DE BIOGRAFÍA


He observado que en este mundo del blogueo suele incluirse una biografía del susodicho, por aquello de que quienes, procedentes del ciber espacio, aterricen por primera vez en estas bases marcianas sepan un poco con quién se juegan los cuartos. De tal manera me he percibido de ello que no he querido ser traidor a la costumbre, al menos a esta tan inocente, y he encontrado un texto no tan antiguo que para cumplir basta. En 2005 se cumplieron 25 años del estreno de Castañuela 70, una aventura de feliz recuerdo a la que me integré entusiasmado como “madrastra” de Las Madres del Cordero. Con ese motivo, José Ramón Pardo publicó en su Rama Lama Music el libro del que saco esta…


Automemoria de un hombre
que se deshizo a sí mismo


2006. Publicado en “CASTAÑUEÑA 70, esto era España, señores”. Varios autores, coordinado por Santiago Trancón. Rama Lama Music. Madrid.




En esta vida de batir records que, sin buscarla, me ha tocado vivir, quizás el recuerdo más imperecedero de aquellos años de la loca Castañuela sea que debí de ser el único del elenco que salió de la aventura sin haber echado un polvo. Tal vez algún otro u otra también se quedara a dos velas, pero mi caso es sin duda el más memorable, pues yo lo necesitaba desesperadamente: ya comenzaba a ser un hombre y aún me encontraba, en medio de aquel desparrame de libertad sexual, en esa previa etapa del amor propio.
Mentiría si dijera que aquello me dejó una huella imperecedera, aunque a veces todavía me pique el recuerdo. Sin embargo, haber perdido una guerra antes de nacer me había acostumbrado al infortunio y me ayudó a superar aquel suceso tan nimio. Antonio y Benita, mis padres, que eran los auténticos derrotados en aquella guerra que yo sólo perdí en sus consecuencias, me habían enseñado que tras las derrotas está siempre el germen esperanzado de la victoria, e incluso de la venganza, aunque esto no resulte hoy políticamente correcto y haya que callárselo para cuando se está con amigos.
A otros niños de mi edad los habían acunado con aquellas nanas de "duerme, mi niño, que viene el coco", pero a mí no. Mis canciones de infancia, las que mi padre me cantaba cuando me llevaba a la cama después de escuchar toda la familia junta las interferidas emisiones de La Pirenaica, eran "Los cuatro generales", "Ay, Carmela", "Bandiera rossa" o "La joven guardia". ¿Alguien quiere que se las cante? Pasados tantos años aún entono de vez en cuando aquellos versos tan inspirados y de tan sutil lirismo, que sirvieron para despertar mi vena poética y que aún hoy me conmueven tanto como un soneto de Diego Velázquez: "Al burgués insaciable y cruel/ y cruel/ no le des paz ni cuartel/ paz ni cuartel".
¿Cómo iba a derrumbarse alguien que había sido educado en la inevitabilidad de la derrota por el simple hecho de no comerse un rosco aunque los demás masticaran a dos carrillos? Para entonces ya era yo un aprendiz de hombre hecho a las derrotas, las desilusiones y el ocultamiento, y una bajeza moral de ese calibre me hubiera avergonzado. Así que resistí como un tío con dos narices y continué esperando mi oportunidad.
"Ya llegará el momento", pensaba mientras intentaba evitar las miradas libidinosas hacia las compañeras, que siempre acababan marchándose con otro.
¡Cómo comprendí el cabreo de los vecinos de Cariñena al comprobar que en esa obra anunciada como revista musical el único que enseñaba las piernas era el director de la orquesta, asomándole las canillas bajo los estrambóticos calzones de director de orquesta, iniciando entonces una sinfonía de gritos, pitidos y pateos! Exigían con toda razón los mozos que quienes debían mostrar cacha eran las chicas del conjunto, que salían en cambio con pantalones vaqueros bajo sus faldas de faralaes, y no aquel gordo melenudo y lleno de pelos que meneaba la batuta con más fuerza que maña.
En cualquier caso, desde antes de colocarme ante las candilejas ya andaba yo mentalizado sobre la importancia redentora de los fracasos. "Quizá también la historia universal pueda resumirse a través de unas cuantas derrotas", parece ser que ha escrito con toda razón el historiador Fernando García de Cortázar (y cito uno de derechas para mantener la objetividad periodística). Para aquellas fechas de la Castañuela, con mis 20 añitos pintureros a cuestas, ya había escrito yo alguna nota a pie de página de esa historia universal del fracaso, de las que no sólo no me avergüenzo, sino que en ocasiones me enorgullecen, y que, en cualquier caso, me ayudaron a salir de la aventura limpio de polvo, aunque no tanto de paja.
Antes de pertenecer a los impresentables de Las Madres del Cordero, que luego me llevarían a juntarme con los indeseables de Tábano, para acabar retozando juntos en el fango de la Castañuela, había tenido la experiencia única y reconfortante de trabajar en un banco y fracasar en el empeño. Entré primero como auxiliar administrativo y acabé saliendo un año después de botones. En esa descendente carrera de guardián de billetes ajenos sólo me ha quedado el recuerdo de los miles de bonos al portador cortados, las vueltas del bombo en el que se encerraban las fichas de los impagados y los nombres de los camaradas que en poco tiempo me llevarían al PCE.
No obstante, lo que mejor gusto de boca me dejó y lo que me fortaleció el espíritu hasta el orgullo fue una llamada del jefe de personal para comunicarme que, dado que como bancario era una ruina, lo mejor que podía hacer era dedicarme a otra cosa, ya que desde aquel momento me degradaba a botones y me negaba toda perspectiva laboral que llegara más allá del puesto de conserje. "Un chico como tú, tan listo, que estudia y lee tanto, tiene que tener mayores ambiciones", argumentó el pájaro, pero yo, hecho a resistir, le respondí que de ninguna manera, que no me importaba ser botones y que me fueran haciendo el uniforme. Cuando me lo entregaron me llevé a casa la gabardina, que no tenía distintivo, y pedí la liquidación.
A estas alturas, no sé si fue mi incapacidad para desenvolverme en el mundo bancario o simplemente que me acababan de detener en una manifestación por primera vez, lo que recomendó a la dirección de aquella cueva de Alí Baba prescindir de mis servicios, pero salí de allí con la moral altísima y jamás he dejado de agradecérselo arrodillándome en el suelo mirando a la Meca cada vez que paso ante una de sus sucursales.
Tras una demostración tal palmaria de inutilidad vital, lo de Castañuela no fue sino una piedra insignificante en ese camino descendente que acaba en una cueva oscura celebrando una orgía con los gusanos. Si ahora mismo me diera un ataque de seriedad irreprimible contaría los momentos emocionantes que me tocó vivir en aquel feliz año de 1970: el compañerismo, los descubrimientos múltiples e, incluso, lo malos que eran los canallas que boicotearon la obra para permitir que los centinelas de occidente reunidos pudieran prohibirla al día siguiente. Pero no caeré en la trampa. En el fondo soy una persona sensible y estas cosas tan tiernas me ponen al borde de las lágrimas, un lujo del que no se debe abusar si se quiere llegar a más viejo todavía con el lagrimal encallecido, como es mi pretensión.
Dos días antes de la ignominiosa prohibición de la Castañuela me fui a la mili junto a Luis Mendo, que también estaba en edad de servir a la patria. Aquella noche, acabada la función, nos sentaron a ambos en medio del escenario y los miembros del grupo fueron pasando con unas tijeras por detrás de nosotros cortándonos un mechón de pelo a cada uno para que pudiéramos presentarnos en el cuartel en casi perfecto orden de revista.
Con el pelo largo o corto, mucho me temo que mi incapacidad para la milicia hubiera quedado igualmente patente en los doce meses de cuartel y tres de prisión militar que me tocaron. Pero no fue el tiempo de instrucción, obediencia y sumisión lo que fortaleció mi personalidad. No, no fue aquello lo que me convirtió en hombre. Una vez más el fracaso vino en mi ayuda para no arruinarme la vida.
Los avispados jefes del cuartel, al comprobar que uno era capaz de escribir sin más faltas de ortografía que las que mandaba la ordenanza, no tuvieron otra ocurrencia que la de hacerme cabo, esa idiotez con galoncito rojo que constituye el primer eslabón en la cadena de destrucción moral del soldado. Por fortuna, la buena suerte me acompañó de nuevo en la aventura y apenas dos meses después del nombramiento se arrepintieron los milicos, no sé si convencidos de mi inutilidad militar o conocedores de mi ficha policial, y me degradaron a soldado raso. Me devolvieron de un plumazo a mí lugar, en el que tan a gusto me siento y del que sólo pienso salir cuando doble el gorro.
No haber servido para cortar cupones en el patio de Monipodio ni para marchar ordenadamente al son de los tambores, son dos de los pocos honores de que me precio a estas alturas de mi vida. En cambio, haberme quedado sin echar el famoso polvo en la Castañuela sigue siendo una herida moral que aún supura cuando la reabro en la memoria. Tal vez por eso consideré entonces que no estaba hecho para recorrer el mundo en una furgoneta como un hambriento y decidí dedicarme al periodismo, oficio igualmente innoble pero que, al menos, se puede realizar sentado. Ha sido una carrera que, a la larga, me ha permitido vengarme de la abstinencia castañuelera y mantener una vida sexual lo suficientemente activa, llena de vicios, perversiones, pecados y cochinadas como para querer más. Y más. Y más.
Lo malo es que ahora, perdidos tantos años rellenando columnas y columnas con las más insustanciales noticias, con la profesión convertida en un pudridero que se rige por la fatídica frase de "eso hay que publicarlo porque vende", el único horizonte laboral al que aspiro es la jubilación anticipada. Será el último honor de mi vida, convertido al fin en un viejo verde que, sentado ante una tapia al sol de primavera, mira con expresión embobada los culos inaccesibles que pasan ante sus ojos.

Viñeta del tebeo de Juan Carlos Eguillor “Garbanzos sofisticados”, publicado como serial en la revista Mundo Joven en 1970 y en el que se incluían algunas escenas de Castañuela 70

Y para quienes deseen saber algo más sobre esa famosa Castañuela, de la que se ha hablado sin explicar nada, aquí va el cortometraje que Manuel Calvo y Olga Margayo dirigieron sobre el tema y que en 1995 fue nominado para los goyas. Ahí queda eso.



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