A MODO DE BIOGRAFÍA
He observado que en este mundo del blogueo suele incluirse una biografía del susodicho, por aquello de que quienes,
procedentes del ciber espacio, aterricen por primera vez en estas bases
marcianas sepan un poco con quién se juegan los cuartos. De tal manera me he
percibido de ello que no he querido ser traidor a la costumbre, al menos a esta
tan inocente, y he encontrado un texto no tan antiguo que para cumplir basta.
En 2005 se cumplieron 25 años del estreno de Castañuela 70, una aventura de
feliz recuerdo a la que me integré entusiasmado como “madrastra” de Las Madres
del Cordero. Con ese motivo, José Ramón Pardo publicó en su Rama Lama Music el
libro del que saco esta…
Automemoria de
un hombre
que se deshizo a
sí mismo
2006. Publicado
en “CASTAÑUEÑA 70,
esto era España, señores”. Varios
autores, coordinado por Santiago Trancón. Rama Lama Music. Madrid.
En esta vida de
batir records que, sin buscarla, me ha tocado vivir, quizás el recuerdo más
imperecedero de aquellos años de la loca Castañuela sea que debí de ser el
único del elenco que salió de la aventura sin haber echado un polvo. Tal vez
algún otro u otra también se quedara a dos velas, pero mi caso es sin duda el
más memorable, pues yo lo necesitaba desesperadamente: ya comenzaba a ser un
hombre y aún me encontraba, en medio de aquel desparrame de libertad sexual, en
esa previa etapa del amor propio.
Mentiría si
dijera que aquello me dejó una huella imperecedera, aunque a veces todavía me
pique el recuerdo. Sin embargo, haber perdido una guerra antes de nacer me
había acostumbrado al infortunio y me ayudó a superar aquel suceso tan nimio.
Antonio y Benita, mis padres, que eran los auténticos derrotados en aquella
guerra que yo sólo perdí en sus consecuencias, me habían enseñado que tras las
derrotas está siempre el germen esperanzado de la victoria, e incluso de la
venganza, aunque esto no resulte hoy políticamente correcto y haya que
callárselo para cuando se está con amigos.
A otros niños de
mi edad los habían acunado con aquellas nanas de "duerme, mi niño, que
viene el coco", pero a mí no. Mis canciones de infancia, las que mi padre
me cantaba cuando me llevaba a la cama después de escuchar toda la familia
junta las interferidas emisiones de La Pirenaica, eran "Los cuatro
generales", "Ay, Carmela", "Bandiera rossa" o "La
joven guardia". ¿Alguien quiere que se las cante? Pasados tantos años aún
entono de vez en cuando aquellos versos tan inspirados y de tan sutil lirismo,
que sirvieron para despertar mi vena poética y que aún hoy me conmueven tanto
como un soneto de Diego Velázquez: "Al burgués insaciable y cruel/ y
cruel/ no le des paz ni cuartel/ paz ni cuartel".
¿Cómo iba a
derrumbarse alguien que había sido educado en la inevitabilidad de la derrota
por el simple hecho de no comerse un rosco aunque los demás masticaran a dos
carrillos? Para entonces ya era yo un aprendiz de hombre hecho a las derrotas,
las desilusiones y el ocultamiento, y una bajeza moral de ese calibre me
hubiera avergonzado. Así que resistí como un tío con dos narices y continué
esperando mi oportunidad.
"Ya llegará
el momento", pensaba mientras intentaba evitar las miradas libidinosas
hacia las compañeras, que siempre acababan marchándose con otro.
¡Cómo comprendí
el cabreo de los vecinos de Cariñena al comprobar que en esa obra anunciada
como revista musical el único que enseñaba las piernas era el director de la
orquesta, asomándole las canillas bajo los estrambóticos calzones de director
de orquesta, iniciando entonces una sinfonía de gritos, pitidos y pateos!
Exigían con toda razón los mozos que quienes debían mostrar cacha eran las
chicas del conjunto, que salían en cambio con pantalones vaqueros bajo sus
faldas de faralaes, y no aquel gordo melenudo y lleno de pelos que meneaba la
batuta con más fuerza que maña.
En cualquier
caso, desde antes de colocarme ante las candilejas ya andaba yo mentalizado
sobre la importancia redentora de los fracasos. "Quizá también la historia
universal pueda resumirse a través de unas cuantas derrotas", parece ser
que ha escrito con toda razón el historiador Fernando García de Cortázar (y
cito uno de derechas para mantener la objetividad periodística). Para aquellas
fechas de la Castañuela, con mis 20 añitos pintureros a cuestas, ya había
escrito yo alguna nota a pie de página de esa historia universal del fracaso,
de las que no sólo no me avergüenzo, sino que en ocasiones me enorgullecen, y
que, en cualquier caso, me ayudaron a salir de la aventura limpio de polvo,
aunque no tanto de paja.
Antes de
pertenecer a los impresentables de Las Madres del Cordero, que luego me
llevarían a juntarme con los indeseables de Tábano, para acabar retozando
juntos en el fango de la Castañuela, había tenido la experiencia única y
reconfortante de trabajar en un banco y fracasar en el empeño. Entré primero
como auxiliar administrativo y acabé saliendo un año después de botones. En esa
descendente carrera de guardián de billetes ajenos sólo me ha quedado el
recuerdo de los miles de bonos al portador cortados, las vueltas del bombo en
el que se encerraban las fichas de los impagados y los nombres de los camaradas
que en poco tiempo me llevarían al PCE.
No obstante, lo
que mejor gusto de boca me dejó y lo que me fortaleció el espíritu hasta el
orgullo fue una llamada del jefe de personal para comunicarme que, dado que
como bancario era una ruina, lo mejor que podía hacer era dedicarme a otra
cosa, ya que desde aquel momento me degradaba a botones y me negaba toda
perspectiva laboral que llegara más allá del puesto de conserje. "Un chico
como tú, tan listo, que estudia y lee tanto, tiene que tener mayores
ambiciones", argumentó el pájaro, pero yo, hecho a resistir, le respondí
que de ninguna manera, que no me importaba ser botones y que me fueran haciendo
el uniforme. Cuando me lo entregaron me llevé a casa la gabardina, que no tenía
distintivo, y pedí la liquidación.
A estas alturas,
no sé si fue mi incapacidad para desenvolverme en el mundo bancario o
simplemente que me acababan de detener en una manifestación por primera vez, lo
que recomendó a la dirección de aquella cueva de Alí Baba prescindir de mis
servicios, pero salí de allí con la moral altísima y jamás he dejado de
agradecérselo arrodillándome en el suelo mirando a la Meca cada vez que paso
ante una de sus sucursales.
Tras una
demostración tal palmaria de inutilidad vital, lo de Castañuela no fue sino una
piedra insignificante en ese camino descendente que acaba en una cueva oscura
celebrando una orgía con los gusanos. Si ahora mismo me diera un ataque de
seriedad irreprimible contaría los momentos emocionantes que me tocó vivir en
aquel feliz año de 1970: el compañerismo, los descubrimientos múltiples e,
incluso, lo malos que eran los canallas que boicotearon la obra para permitir
que los centinelas de occidente reunidos pudieran prohibirla al día siguiente.
Pero no caeré en la trampa. En el fondo soy una persona sensible y estas cosas
tan tiernas me ponen al borde de las lágrimas, un lujo del que no se debe
abusar si se quiere llegar a más viejo todavía con el lagrimal encallecido,
como es mi pretensión.
Dos días antes
de la ignominiosa prohibición de la Castañuela me fui a la mili junto a Luis
Mendo, que también estaba en edad de servir a la patria. Aquella noche, acabada
la función, nos sentaron a ambos en medio del escenario y los miembros del
grupo fueron pasando con unas tijeras por detrás de nosotros cortándonos un
mechón de pelo a cada uno para que pudiéramos presentarnos en el cuartel en
casi perfecto orden de revista.
Con el pelo
largo o corto, mucho me temo que mi incapacidad para la milicia hubiera quedado
igualmente patente en los doce meses de cuartel y tres de prisión militar que
me tocaron. Pero no fue el tiempo de instrucción, obediencia y sumisión lo que
fortaleció mi personalidad. No, no fue aquello lo que me convirtió en hombre.
Una vez más el fracaso vino en mi ayuda para no arruinarme la vida.
Los avispados
jefes del cuartel, al comprobar que uno era capaz de escribir sin más faltas de
ortografía que las que mandaba la ordenanza, no tuvieron otra ocurrencia que la
de hacerme cabo, esa idiotez con galoncito rojo que constituye el primer
eslabón en la cadena de destrucción moral del soldado. Por fortuna, la buena
suerte me acompañó de nuevo en la aventura y apenas dos meses después del
nombramiento se arrepintieron los milicos, no sé si convencidos de mi
inutilidad militar o conocedores de mi ficha policial, y me degradaron a
soldado raso. Me devolvieron de un plumazo a mí lugar, en el que tan a gusto me
siento y del que sólo pienso salir cuando doble el gorro.
No haber servido
para cortar cupones en el patio de Monipodio ni para marchar ordenadamente al
son de los tambores, son dos de los pocos honores de que me precio a estas
alturas de mi vida. En cambio, haberme quedado sin echar el famoso polvo en la
Castañuela sigue siendo una herida moral que aún supura cuando la reabro en la
memoria. Tal vez por eso consideré entonces que no estaba hecho para recorrer
el mundo en una furgoneta como un hambriento y decidí dedicarme al periodismo,
oficio igualmente innoble pero que, al menos, se puede realizar sentado. Ha
sido una carrera que, a la larga, me ha permitido vengarme de la abstinencia
castañuelera y mantener una vida sexual lo suficientemente activa, llena de
vicios, perversiones, pecados y cochinadas como para querer más. Y más. Y más.
Lo malo es que
ahora, perdidos tantos años rellenando columnas y columnas con las más
insustanciales noticias, con la profesión convertida en un pudridero que se
rige por la fatídica frase de "eso hay que publicarlo porque vende",
el único horizonte laboral al que aspiro es la jubilación anticipada. Será el
último honor de mi vida, convertido al fin en un viejo verde que, sentado ante
una tapia al sol de primavera, mira con expresión embobada los culos
inaccesibles que pasan ante sus ojos.
Viñeta del tebeo
de Juan Carlos Eguillor “Garbanzos sofisticados”, publicado como serial en la
revista Mundo Joven en 1970 y en el que se incluían algunas escenas de Castañuela
70
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Y para quienes
deseen saber algo más sobre esa famosa Castañuela, de la que se ha hablado sin
explicar nada, aquí va el cortometraje que Manuel Calvo y Olga Margayo
dirigieron sobre el tema y que en 1995 fue nominado para los goyas. Ahí queda
eso.
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