Por la memoria, contra la nostalgia
Como en estas
páginas a menudo hablaré de la memoria, bueno será que ya desde el principio
marque el sentido que para mí tiene ese concepto. Y para ello, a qué gastar
energías, que van menguando, cuando ya publiqué en 2008 un texto alusivo al
tema en El Mundano, el blog de Adrián
Vogel en el que me inicie en estas aventuras ciber comunicativas y que cuando
sepa hacerlo colocaré en esas listas de “blogs recomendados” que veo por ahí
que existen. Aquí os lo dejo.
Igual
que amo el recuerdo, odio la nostalgia, dos conceptos totalmente distintos y
contrapuestos, al menos para mí, sobre los que me gustaría escribir unas
cuantas líneas.
Debe
venirme de niño, una etapa de mi vida que desarrollé envuelto en las historias
que contaban mi padre y mi madre sobre los tiempos de su infancia, sobre la
vida en sus pueblos respectivos, y en el caso de mi padre, con singular
insistencia, sobre sus años de guerra y de cárcel. Algunas de aquellas
historias reales (aceptando el necesario punto de invención o selección que siempre aportan
los años a los recuerdos) fueron para mí auténticos cuentos morales que me fueron ayudando, y aún lo hacen, a elegir
los caminos por los que ha ido discurriendo mi vida posterior. Por ejemplo,
aquella en que mi madre contaba cómo, estando de criada en Cuenca en una casa bien,
el cura al que le había confesado (bajo riguroso secreto, ya se sabe) una
pequeña sisa corrió inmediatamente a chivárselo a la patrona, que la puso en la
calle. O la otra en la que el viejo explicaba la vez en que, siendo Comisario
de su batallón, ascendió con un tanque un muy inclinado cerro para demostrar a
quienes no habían sido capaces de subir con el mismo vehículo otro mucho más suave
que lo suyo era simple cobardía. Una vez tuve la petulancia de decirle a
alguien mucho más sabio y viejo que yo tenía memoria de antes de haber nacido.
Era una chorrada, pero creo que es verdad, porque aquellas historias que
alimentaron mi infancia me hicieron entender un tiempo y unas gentes que no
están reflejados en los libros de historia, dándome pautas de comportamiento
con las que he ido desarrollando mi actitud ante la vida y el mundo.
Porque
lo mío, sin desdeñar La Historia , con
mayúsculas y en cursiva, desentrañada en legajos, archivos y documentos por los
historiadores, que también me interesa, es la memoria pequeña de las personas,
especialmente de la gente más corriente, de la que no figura en los relatos
oficiales sobre los grandes acontecimientos. El conocimiento del pasado, a
través de sus ojos sin pretensiones es para mí una permanente fuente de aprendizaje
sobre la vida de los seres humanos, sobre sus reacciones ante determinados
acontecimientos, personales o colectivos, y sobre su valoración íntima y
personal de los hechos históricos que les tocó vivir. Quizás también por eso me
guste hablar de otros tiempos, con la esperanza de encontrar en ellos luz para
los actuales.
Pues
bien, de igual manera que me apasiona la memoria, odio la nostalgia, que es el
lado conformista del recuerdo, ese que te lleva a considerar que cualquier
tiempo pasado fue mejor, a añorar su desaparición y a intentar seguir instalado
en ese pasado que tan grato pensamos que nos fue, desdeñando el futuro, de
cuyas incertidumbres huimos, para encerrarnos con nuestros miedos en el
confortable refugio de lo ya conocido. La nostalgia es esa versión edulcorada,
falsificada, acrítica y evocadora del pasado que con tanta frecuencia aparece
en ciertos programas televisivos y en el resto de los medios de comunicación. Mercadotecnia
alienante de las multinacionales.
Si
la memoria es dinámica, como yo creo, la nostalgia es estática; si el recuerdo
es fuente creadora, la añoranza es páramo estéril. La memoria, es decir, la
articulación y relación ordenada de los recuerdos, es una indagación sobre lo
vivido, individual o colectivamente, y una reflexión sobre el por qué de las
experiencias personales y su relación con La
Historia, de la que debería surgir una enseñanza para el presente, abierta
al futuro.
Por
el contrario, la nostalgia, que podríamos definir como la añoranza por un
pasado supuestamente feliz, no es sino la falsificación y manipulación del
recuerdo, su idealización, que nos lleva a desear volver a él, como defensa
ante los ataques de la realidad. No seré yo quien reniegue los paraísos
artificiales, psicológicos o químicos, que nos permiten huir de las agresiones
de un entorno triste y gris, pero buscar en el pasado refugio para el presente
tiene el peligro de acabar enmierdado en alguna teoría política reaccionaria, y
entonces, para de contar.
En
esa línea espero que estén las cosas que voy escribiendo sobre otros tiempos. Por
eso, si me refiero a la histórica vietnamita es para preguntarme cómo se puede
articular hoy un movimiento de resistencia similar a los que se aglutinaron
alrededor de tantos de arcaicos aparatos; si recuerdo a Rosario Dinamitera es
para plantearla como un modelo vital de no conformismo y resistencia y si
cuelgo una vieja película de Segundo de Chomón (aunque no la haya visto nadie) es
porque creo que en ella está ya el germen de todo el arte ciber contemporáneo.
De
ahí ese “por la memoria, contra la nostalgia” que encabeza estas líneas.
Alrededor de 1945. Madrid. Mi padre, Benita, mi madre, y mi hermano Paulino. Yo aún estaba en las alforjas de mis progenitores. |
Para todos
los héroes de la clase obrera que no saben que lo son y que tan necesario es
que lo sepan. Para mis padres, que supieron entender su mundo y actuar en
consecuencia para que yo hoy pudiera decir, como el título de la película de Jean-Jacques
Zilbermann: “No todo el mundo puede
presumir de haber tenido unos padres comunistas”.
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