viernes, 22 de marzo de 2013


Por la memoria, contra la nostalgia


Como en estas páginas a menudo hablaré de la memoria, bueno será que ya desde el principio marque el sentido que para mí tiene ese concepto. Y para ello, a qué gastar energías, que van menguando, cuando ya publiqué en 2008 un texto alusivo al tema en El Mundano, el blog de Adrián Vogel en el que me inicie en estas aventuras ciber comunicativas y que cuando sepa hacerlo colocaré en esas listas de “blogs recomendados” que veo por ahí que existen. Aquí os lo dejo.


Hacia 1918. A la derecha, con el mazo en la mano Antonio, mi padre, Franquito, mi tío, y Franco, mi abuelo (Nombres propios que motivaban más de un cachondeo familiar, en la herrería familiar de Cintruénigo (Navarra)



Igual que amo el recuerdo, odio la nostalgia, dos conceptos totalmente distintos y contrapuestos, al menos para mí, sobre los que me gustaría escribir unas cuantas líneas.

Debe venirme de niño, una etapa de mi vida que desarrollé envuelto en las historias que contaban mi padre y mi madre sobre los tiempos de su infancia, sobre la vida en sus pueblos respectivos, y en el caso de mi padre, con singular insistencia, sobre sus años de guerra y de cárcel. Algunas de aquellas historias reales (aceptando el necesario punto de invención o selección que siempre aportan los años a los recuerdos) fueron para mí auténticos cuentos morales que me fueron ayudando, y aún lo hacen, a elegir los caminos por los que ha ido discurriendo mi vida posterior. Por ejemplo, aquella en que mi madre contaba cómo, estando de criada en Cuenca en una casa bien, el cura al que le había confesado (bajo riguroso secreto, ya se sabe) una pequeña sisa corrió inmediatamente a chivárselo a la patrona, que la puso en la calle. O la otra en la que el viejo explicaba la vez en que, siendo Comisario de su batallón, ascendió con un tanque un muy inclinado cerro para demostrar a quienes no habían sido capaces de subir con el mismo vehículo otro mucho más suave que lo suyo era simple cobardía. Una vez tuve la petulancia de decirle a alguien mucho más sabio y viejo que yo tenía memoria de antes de haber nacido. Era una chorrada, pero creo que es verdad, porque aquellas historias que alimentaron mi infancia me hicieron entender un tiempo y unas gentes que no están reflejados en los libros de historia, dándome pautas de comportamiento con las que he ido desarrollando mi actitud ante la vida y el mundo.

Porque lo mío, sin desdeñar La Historia, con mayúsculas y en cursiva, desentrañada en legajos, archivos y documentos por los historiadores, que también me interesa, es la memoria pequeña de las personas, especialmente de la gente más corriente, de la que no figura en los relatos oficiales sobre los grandes acontecimientos. El conocimiento del pasado, a través de sus ojos sin pretensiones es para mí una permanente fuente de aprendizaje sobre la vida de los seres humanos, sobre sus reacciones ante determinados acontecimientos, personales o colectivos, y sobre su valoración íntima y personal de los hechos históricos que les tocó vivir. Quizás también por eso me guste hablar de otros tiempos, con la esperanza de encontrar en ellos luz para los actuales.

Pues bien, de igual manera que me apasiona la memoria, odio la nostalgia, que es el lado conformista del recuerdo, ese que te lleva a considerar que cualquier tiempo pasado fue mejor, a añorar su desaparición y a intentar seguir instalado en ese pasado que tan grato pensamos que nos fue, desdeñando el futuro, de cuyas incertidumbres huimos, para encerrarnos con nuestros miedos en el confortable refugio de lo ya conocido. La nostalgia es esa versión edulcorada, falsificada, acrítica y evocadora del pasado que con tanta frecuencia aparece en ciertos programas televisivos y en el resto de los medios de comunicación. Mercadotecnia alienante de las multinacionales.

Si la memoria es dinámica, como yo creo, la nostalgia es estática; si el recuerdo es fuente creadora, la añoranza es páramo estéril. La memoria, es decir, la articulación y relación ordenada de los recuerdos, es una indagación sobre lo vivido, individual o colectivamente, y una reflexión sobre el por qué de las experiencias personales y su relación con La Historia, de la que debería surgir una enseñanza para el presente, abierta al futuro.

Por el contrario, la nostalgia, que podríamos definir como la añoranza por un pasado supuestamente feliz, no es sino la falsificación y manipulación del recuerdo, su idealización, que nos lleva a desear volver a él, como defensa ante los ataques de la realidad. No seré yo quien reniegue los paraísos artificiales, psicológicos o químicos, que nos permiten huir de las agresiones de un entorno triste y gris, pero buscar en el pasado refugio para el presente tiene el peligro de acabar enmierdado en alguna teoría política reaccionaria, y entonces, para de contar.

En esa línea espero que estén las cosas que voy escribiendo sobre otros tiempos. Por eso, si me refiero a la histórica vietnamita es para preguntarme cómo se puede articular hoy un movimiento de resistencia similar a los que se aglutinaron alrededor de tantos de arcaicos aparatos; si recuerdo a Rosario Dinamitera es para plantearla como un modelo vital de no conformismo y resistencia y si cuelgo una vieja película de Segundo de Chomón (aunque no la haya visto nadie) es porque creo que en ella está ya el germen de todo el arte ciber contemporáneo.

De ahí ese “por la memoria, contra la nostalgia” que encabeza estas líneas.

Alrededor de 1945. Madrid. Mi padre, Benita, mi madre, y mi hermano Paulino. Yo aún estaba en las alforjas de mis progenitores.


Para todos los héroes de la clase obrera que no saben que lo son y que tan necesario es que lo sepan. Para mis padres, que supieron entender su mundo y actuar en consecuencia para que yo hoy pudiera decir, como el título de la película de Jean-Jacques Zilbermann: “No todo el mundo puede presumir de haber tenido unos padres comunistas”.



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