Eurovisión, pronto llegará… Crónica de una
relación de odio sin amor
Uno que no fue nunca a
Eurovisión
Como estoy seguro que Eurovisión aún no ha pasado a
mejor vida, puedo anunciar seguro de no traicionar la verdad que el popular
festival llegará pronto. Dentro de unos días si no se han cambiado las fechas,
porque si la memoria no me engaña el acontecimiento suele celebrarse a
comienzos de mayo.
La verdad es que dicho evento siempre me ha
importado un pito, y considero, con todo mi respeto por José Luis Uribarri, que
si en algún momento pudo tener algún sentido, que por otro lado nunca entendí,
continuar celebrándolo hoy en día es simplemente un atentado mortal al buen gusto. Es
decir, “a ese que le fusilen”, que decía mi padre, incapaz de pisar una oruga
que se le atravesara en uno de sus paseos campestres (“¡joder! --clamaba en los
últimos años de su vida-- han llenado el campo de vallas y solo se puede andar por los caminos”).
Confío que vuestra demostrada perspicacia os haya
avisado ya de que detesto Eurovisión. La detesto tanto que incluso lo
desprecio. Tanto, tanto, que procuro ignorarlo. Sin embargo, he tenido que ver
con el evento en varias ocasiones de las que ahora quiero confesarme en este
foro, con la infundada esperanza de que dios en su benevolencia no probada me lo perdone.
En 1969 el festival se celebró en Madrid, dado el
hecho histórico de que el año anterior Massiel había conquistado Londres armada
con una estola de chichilla, a lomos de una canción del Dúo Dinámico que
previamente se había negado a interpretar Serrat si no se traducía al catalán, y apoyada desde
los flancos por el trío La, la, la. Vamos, como El Cid, pero viva.
Aquél año, Luis Mendo y yo andábamos colaborando en
la revista catalana “HIT”, él de fotógrafo y yo de plumilla. Habíamos caído en
ella de la mano de Gabriel Jaraba, que ya tenía una capacidad de organizar y
gestionar que le ha acompañado toda la vida y que era mi contacto más íntimo en
Barcelona. La publicación la patrocinaba José Toutain, pionero en la edición de
tebeos adultos en España y otras mil aventuras impresoras, y tenía un cierto
toque progresista, detectable incluso en las fotonovelas que se incluían en
cada número, en una de las cuales llego a intervenir como actor inmóvil Quico
Pi de la Serra.
Sea como sea,
ahí estábamos el día del Festival Mendo y un servidor en la puerta trasera del
Teatro Real, él con sus cámaras y yo con mi bolígrafo y, seguramente, unas
cuantas cuartillas, enseñando al guardia de la puerta nuestras credenciales. No
era nada personal, os lo juro por Don Vito. Sólo era cosa de curro.
Llegó entonces nuestra primera decepción. No nos
dejaron entrar. En el colmo del sacrificio ambos nos habíamos vestido con traje
y corbata, aunque no habíamos cortado nuestras largas melena, más abundante la
suya que la mía, y lucíamos sendas barbas, más tupida la del bajito y
regordete, más lampiña la del alto y esbelto, que no se puede tener todo en la
vida. No sirvió para nada la buscada elegancia. No bastaba la corbata, había que llevar
pajarita. Y ahí vamos nosotros a toda leche a preguntar por una mercería, localizarla,
esperar que atiendan a una señora de clase media que quería siete metros de un
complicado encaje, comprar la susodicha prenda, decorarnos con ella y llegar
echando el bofe a la cita que teníamos con Salomé en el Teatro Real.
Nada más entrar me quedé paralizado. Los dos últimos
años en España habían sido agitados (reíros del Mayo parisino, que fue un juego
de niños comparado con lo que sucedió en España en ese tiempo). Personalmente
había participado en algunos follones, asambleas, manifestaciones y saltos en uno
de las cuáles me habían detenido por tercera vez. ¿Y a quién me encuentro nada
más traspasar la puerta? (Bueno, o un poco más dentro, no seamos exigentes con la exactitud, que hay que dejarle al
recuerdo que imagine). Pues nada menos que a “el calvo”, un inspector de la social que me había
seguido en varias ocasiones y que me había interrogado en la última detención.
No puedo recordar con precisión lo que pudo pasarme entonces. No sé si me
temblaron las piernas, se me agarrotaron los dedos, sufrí de estrabismo o se me
movieron las orejas como las alas de un buitre artrítico. Lo que sí me debieron
entrar fueron una insufribles ganas de mear, porque lo que recuerdo perfectamente es cómo fui a
los mingitorios (¡que palabra tan bonita!) y hasta allí me siguió el calvo, que
me puso contra la pared apoyado con las manos en alto, me abrió las piernas y
me registró minuciosamente. Reconozco que parece copiado de una peli yankee,
pero, descartando la cinefilia del madero, debe ser que los métodos represivos son universales. Pasé tanto miedo aquel día, encerrado en la sala de prensa
desde la que los plumillas seguíamos la celebración, que no creo que me
enterara del nombre de las cuádruples ganadoras hasta leer verlos en el
periódico del día siguiente.
La relación posterior con Eurovisión tuvo otro carácter. Esta vez
yo era parte del sistema y acabé metido de una medio conspiración contra el
Festival, en un intento no esplicitado de que dejara de retransmitirse en España
o que, al menos, se redujera su importancia. Como algo digo en el breve artículo ya
publicado que reproduzco, no insisto en ello, sin embargo hay una nota de color con
la que me gustaría cerrar.
Creo que fueron los años 1986 y 1987, en cualquier
caso cuando Eurovisión se celebró en Göteborg (Suecia) y Bergen (Noruega).
Algunos de los integrantes asistimos a las correspondientes manifestaciones del
Primero de Mayo y nos quedamos pasmados, sobre todo en la primera de ellas.
Largas columnas de manifestantes abanderados en total silencio precedidas cada una por la banda
musical del gremio correspondiente tocando La Internacional. Miles de
manifestantes, cientos de banderas, decenas de Internacionales, pero ni un solo grito. Los únicos
que vociferábamos éramos el reducido grupito de españoles, que protegidos por
el desconocimiento del idioma y siempre dispuestos a dar el cante dejábamos
estupefactos a los suecos berreando “Fraga, cabrón, trabaja de peón” y otras
sutilezas similares. Debe ser lo que se llama diferencias culturales y
educativas, aunque, la verdad, nosotros nos lo pasamos estupendamente y allá
los suecos. Qué se hagan el idem.
Lo que sí quedó claro a la vista de lo pasado es que
aquella batalla la perdimos. Otra vez, que cantaban Les Luthiers. El 22 de mayo de 2002, en
pleno éxito de la producción europea “El regreso del Engendro”, escribí en El
Periódico de Catalunya esta columna:
El muerto que vos matasteis
Con Eurovisión vuelven los rancios valores del
pasado
¡Cómo han
cambiado los tiempos! Ahora resulta que el fantasma que recorre Europa no es el
del comunismo, sino el de Eurovisión. El festival, que nació ya viejo, ha
recibido una inyección de Gerovital y se ha puesto en pie como un zombi que
viniera a comernos el cerebro. Cuando hace años me tocó comentar para La 2 el
famoso certamen (en 1985 y 1986), recibí el encargo del entonces director de
musicales de TVE, Ángel Luis Ramírez, de ponerle ironía a la retransmisión,
algo así como echar paletadas de arena a una tumba anunciada, en la que
deberían reposar para siempre el mal gusto, las canciones banales y los
cantantes intrascendentes.
La resurrección
de Eurovisión no ha sido una flor nacida en el desierto, sino el camino
iniciado hace años por los responsables de la cadena pública (y de otros aún
más altos) para entronizar de nuevo aquellos valores caducos de una España pretérita
que surge de nuevo ante nuestros ojos como si el tiempo fuera de goma y
regresara al punto de partida. Otra derrota que apuntar.
En pleno auge de
Operación Triunfo, el huevo de esta
culebra que ahora nos tragamos, el PP reivindicó para sí los valores del
exitoso programa y el PSOE se apresuró a decir que de eso nada, que también
eran los suyos. No sé si en esa apropiación (¿indebida?) les movía la
sinceridad o el electoralismo, pero da igual, porque tenían razón. En estos
tiempos de exaltación patriótica, con el dios dinero mirándonos desde los
altares con una mueca de victoria en el rostro, ésos son los valores
imperantes: el éxito fácil, la fama instantánea, el beneficio a cualquier
coste.
Desde que este
tinglado se puso en pie, me hago una pregunta. ¿En los tiempos en que la acidez
y la incorrección política eran el catecismo artístico de La Trinca, se habrían prestado a este carnaval? La rebeldía se ha
convertido en acomodamiento.
«Los tiempos van cambiando/ dicen que van
cambiando/ pero los hay que opinan/ que se van disfrazando», cantaban en
los años duros y esperanzados del franquismo Las Madres del Cordero. Nunca fueron a Eurovisión.
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