martes, 26 de marzo de 2013


Eurovisión, pronto llegará… Crónica de una relación de odio sin amor


                                                 Uno que no fue nunca a Eurovisión

Como estoy seguro que Eurovisión aún no ha pasado a mejor vida, puedo anunciar seguro de no traicionar la verdad que el popular festival llegará pronto. Dentro de unos días si no se han cambiado las fechas, porque si la memoria no me engaña el acontecimiento suele celebrarse a comienzos de mayo.
La verdad es que dicho evento siempre me ha importado un pito, y considero, con todo mi respeto por José Luis Uribarri, que si en algún momento pudo tener algún sentido, que por otro lado nunca entendí, continuar celebrándolo hoy en día es simplemente un atentado mortal al buen gusto. Es decir, “a ese que le fusilen”, que decía mi padre, incapaz de pisar una oruga que se le atravesara en uno de sus paseos campestres (“¡joder! --clamaba en los últimos años de su vida-- han llenado el campo de vallas y solo se  puede andar por los caminos”).
Confío que vuestra demostrada perspicacia os haya avisado ya de que detesto Eurovisión. La detesto tanto que incluso lo desprecio. Tanto, tanto, que procuro ignorarlo. Sin embargo, he tenido que ver con el evento en varias ocasiones de las que ahora quiero confesarme en este foro, con la infundada esperanza de que dios en su benevolencia no probada me lo perdone.
En 1969 el festival se celebró en Madrid, dado el hecho histórico de que el año anterior Massiel había conquistado Londres armada con una estola de chichilla, a lomos de una canción del Dúo Dinámico que previamente se había negado a interpretar Serrat si no se traducía al catalán, y apoyada desde los flancos por el trío La, la, la. Vamos, como El Cid, pero viva.
Aquél año, Luis Mendo y yo andábamos colaborando en la revista catalana “HIT”, él de fotógrafo y yo de plumilla. Habíamos caído en ella de la mano de Gabriel Jaraba, que ya tenía una capacidad de organizar y gestionar que le ha acompañado toda la vida y que era mi contacto más íntimo en Barcelona. La publicación la patrocinaba José Toutain, pionero en la edición de tebeos adultos en España y otras mil aventuras impresoras, y tenía un cierto toque progresista, detectable incluso en las fotonovelas que se incluían en cada número, en una de las cuales llego a intervenir como actor inmóvil Quico Pi de la Serra.
 Sea como sea, ahí estábamos el día del Festival Mendo y un servidor en la puerta trasera del Teatro Real, él con sus cámaras y yo con mi bolígrafo y, seguramente, unas cuantas cuartillas, enseñando al guardia de la puerta nuestras credenciales. No era nada personal, os lo juro por Don Vito. Sólo era cosa de curro.
Llegó entonces nuestra primera decepción. No nos dejaron entrar. En el colmo del sacrificio ambos nos habíamos vestido con traje y corbata, aunque no habíamos cortado nuestras largas melena, más abundante la suya que la mía, y lucíamos sendas barbas, más tupida la del bajito y regordete, más lampiña la del alto y esbelto, que no se puede tener todo en la vida. No sirvió para nada la buscada elegancia. No bastaba la corbata, había que llevar pajarita. Y ahí vamos nosotros a toda leche a preguntar por una mercería, localizarla, esperar que atiendan a una señora de clase media que quería siete metros de un complicado encaje, comprar la susodicha prenda, decorarnos con ella y llegar echando el bofe a la cita que teníamos con Salomé en el Teatro Real.
Nada más entrar me quedé paralizado. Los dos últimos años en España habían sido agitados (reíros del Mayo parisino, que fue un juego de niños comparado con lo que sucedió en España en ese tiempo). Personalmente había participado en algunos follones, asambleas, manifestaciones y saltos en uno de las cuáles me habían detenido por tercera vez. ¿Y a quién me encuentro nada más traspasar la puerta? (Bueno, o un poco más dentro, no seamos exigentes con la exactitud, que hay que dejarle al recuerdo que imagine). Pues nada menos que a “el calvo”, un inspector de la social que me había seguido en varias ocasiones y que me había interrogado en la última detención. No puedo recordar con precisión lo que pudo pasarme entonces. No sé si me temblaron las piernas, se me agarrotaron los dedos, sufrí de estrabismo o se me movieron las orejas como las alas de un buitre artrítico. Lo que sí me debieron entrar fueron una insufribles ganas de mear, porque lo que recuerdo perfectamente es cómo fui a los mingitorios (¡que palabra tan bonita!) y hasta allí me siguió el calvo, que me puso contra la pared apoyado con las manos en alto, me abrió las piernas y me registró minuciosamente. Reconozco que parece copiado de una peli yankee, pero, descartando la cinefilia del madero, debe ser que los métodos represivos son universales. Pasé tanto miedo aquel día, encerrado en la sala de prensa desde la que los plumillas seguíamos la celebración, que no creo que me enterara del nombre de las cuádruples ganadoras hasta leer verlos en el periódico del día siguiente.
La relación posterior con Eurovisión tuvo otro carácter. Esta vez yo era parte del sistema y acabé metido de una medio conspiración contra el Festival, en un intento no esplicitado de que dejara de retransmitirse en España o que, al menos, se redujera su importancia. Como algo digo en el breve artículo ya publicado que reproduzco, no insisto en ello, sin embargo hay una nota de color con la que me gustaría cerrar.
Creo que fueron los años 1986 y 1987, en cualquier caso cuando Eurovisión se celebró en Göteborg (Suecia) y Bergen (Noruega). Algunos de los integrantes asistimos a las correspondientes manifestaciones del Primero de Mayo y nos quedamos pasmados, sobre todo en la primera de ellas. Largas columnas de manifestantes abanderados en total silencio precedidas cada una por la banda musical del gremio correspondiente tocando La Internacional. Miles de manifestantes, cientos de banderas, decenas de Internacionales, pero ni un solo grito. Los únicos que vociferábamos éramos el reducido grupito de españoles, que protegidos por el desconocimiento del idioma y siempre dispuestos a dar el cante dejábamos estupefactos a los suecos berreando “Fraga, cabrón, trabaja de peón” y otras sutilezas similares. Debe ser lo que se llama diferencias culturales y educativas, aunque, la verdad, nosotros nos lo pasamos estupendamente y allá los suecos. Qué se hagan el idem.
Lo que sí quedó claro a la vista de lo pasado es que aquella batalla la perdimos. Otra vez, que cantaban Les Luthiers. El 22 de mayo de 2002, en pleno éxito de la producción europea “El regreso del Engendro”, escribí en El Periódico de Catalunya esta columna: 



El muerto que vos matasteis
Con Eurovisión vuelven los rancios valores del pasado
¡Cómo han cambiado los tiempos! Ahora resulta que el fantasma que recorre Europa no es el del comunismo, sino el de Eurovisión. El festival, que nació ya viejo, ha recibido una inyección de Gerovital y se ha puesto en pie como un zombi que viniera a comernos el cerebro. Cuando hace años me tocó comentar para La 2 el famoso certamen (en 1985 y 1986), recibí el encargo del entonces director de musicales de TVE, Ángel Luis Ramírez, de ponerle ironía a la retransmisión, algo así como echar paletadas de arena a una tumba anunciada, en la que deberían reposar para siempre el mal gusto, las canciones banales y los cantantes intrascendentes.
La resurrección de Eurovisión no ha sido una flor nacida en el desierto, sino el camino iniciado hace años por los responsables de la cadena pública (y de otros aún más altos) para entronizar de nuevo aquellos valores caducos de una España pretérita que surge de nuevo ante nuestros ojos como si el tiempo fuera de goma y regresara al punto de partida. Otra derrota que apuntar.
En pleno auge de Operación Triunfo, el huevo de esta culebra que ahora nos tragamos, el PP reivindicó para sí los valores del exitoso programa y el PSOE se apresuró a decir que de eso nada, que también eran los suyos. No sé si en esa apropiación (¿indebida?) les movía la sinceridad o el electoralismo, pero da igual, porque tenían razón. En estos tiempos de exaltación patriótica, con el dios dinero mirándonos desde los altares con una mueca de victoria en el rostro, ésos son los valores imperantes: el éxito fácil, la fama instantánea, el beneficio a cualquier coste.
Desde que este tinglado se puso en pie, me hago una pregunta. ¿En los tiempos en que la acidez y la incorrección política eran el catecismo artístico de La Trinca, se habrían prestado a este carnaval? La rebeldía se ha convertido en acomodamiento.
«Los tiempos van cambiando/ dicen que van cambiando/ pero los hay que opinan/ que se van disfrazando», cantaban en los años duros y esperanzados del franquismo Las Madres del Cordero. Nunca fueron a Eurovisión.


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